Robin Hood

Robin Hood


XXI

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XXI

Transcurrieron cinco años.

El grupo de Robín Hood, confortablemente establecido en el bosque, vivía seguro, aunque su existencia fuese conocida por sus enemigos naturales, los normandos.

Primeramente se habían alimentado de la caza, pero ésta, a la larga, habría podido llegar a ser insuficiente, lo que había obligado a Robín a proveer de otra forma las necesidades de su tropa.

Tras haber hecho vigilar los caminos que, en todos los sentidos, atraviesan el bosque de Sherwood, había creado un impuesto sobre el paso de viajeros. Este impuesto, a veces exorbitante si el sorprendido era un gran señor, se reducía a muy poco en el caso contrario. Además, estas diarias extorsiones no tenían en absoluto apariencia de robo; eran hechas con tan buena gracia como cortesía.

He aquí de qué forma detenían a los viajeros los hombres de Robín Hood:

—Señor forastero —decían quitándose con cortesía el gorro que cubría su cabeza—, nuestro valeroso jefe, Robín Hood, espera a Vuestra Señoría para empezar su comida.

Esta invitación, que no podía ser rechazada, era acogida con reconocimiento.

Conducido, siempre con cortesía, ante Robín Hood, el hombre se sentaba a la mesa con su huésped, comía bien, bebía mejor aún, y durante los postres se enteraba del gasto que se había hecho en su honor. No es preciso decir que esta cifra era proporcionada al valor financiero de la persona. Si llevaba dinero, pagaba; si no llevaba consigo más que una suma insuficiente, daba el nombre y la dirección de su familia, a la que se reclamaba un fuerte rescate. En este último caso el viajero, prisionero, era tan bien tratado que aguardaba sin el menor enojo la hora de su puesta en libertad.

El placer de comer con Robín Hood les costaba muy caro a los normandos, pero nunca se quejaban por haber sido obligados a ello.

Si los grandes señores eran despojados, en cambio los pobres, sajones o normandos, recibían una cordial acogida. Cuando Tuck no estaba, a veces detenían a un monje; si consentía buenamente en decir una misa para la banda, era generosamente recompensado.

Nuestro viejo amigo Tuck estaba demasiado a gusto en tan alegre compañía como para que se le ocurriese, ni por asomo, separarse de ella. Se había hecho construir una pequeña ermita en las cercanías de la gruta, y allí vivía de los mejores productos del bosque.

Desde hacía casi cinco años, nadie había oído hablar de lady Christabel ni de Allan Clare; únicamente se sabía que el barón Fitz-Alwine había seguido a Enrique II a Normandía.

En cuanto al pobre Will Escarlata, había sido enrolado en una compañía.

Halbert, que se había casado con Grace May, vivía con su mujer en la pequeña ciudad de Nottingham, y era ya padre de una encantadora niña de tres años.

Maude, la linda Maude como decía el gentil William, seguía formando parte de la familia Gamwell, la cual, según hemos dicho, se había retirado secretamente a una propiedad de Yorkshire.

El viejo baronet había olvidado su desgracia junto a su mujer y sus hijos; sus fuerzas habían renacido y su floreciente salud le prometía una larga vida.

Los hijos de sir Guy eran compañeros de Robín Hood y vivían con él en el bosque.

Un gran cambio se había operado en la persona de nuestro héroe: había crecido, sus miembros se habían hecho más fuertes, la hermosa delicadeza de sus rasgos había adquirido, sin perder su exquisita distinción, las formas de virilidad. Con veinticinco años, Robín parecía haber alcanzado los treinta; en sus grandes ojos negros chispeaba la audacia; sus cabellos con sedosos bucles enmarcaban una frente pura y apenas tostada por las caricias del sol; su boca y sus bigotes de un negro azabache daban a su encantador rostro una expresión seria, pero la aparente severidad de su fisonomía era desmentida por la jovialidad de su carácter. Robín Hood, que despertaba la admiración de las mujeres, no parecía orgulloso ni adulado por ello, su corazón pertenecía a Mariana.

Amaba a la joven con la misma ternura que en el pasado, y le hacía frecuentes visitas en el castillo de sir Guy. El mutuo amor de ambos era conocido de la familia Gamwell, y esperaban para concluir su matrimonio el regreso de Allan o la noticia de su muerte.

Un día, durante una visita a su amada, Robín, arrodillado ante ella, pudo decirle:

—Hablemos de nosotros, de nuestros amigos; tengo buenas noticias que daros, mi querida Mariana, noticias que os harán muy feliz.

—¡Ay, Robín! —contestó con tristeza la joven—, estoy tan poco acostumbrada a la alegría que ni siquiera puedo creer firmemente en la esperanza de un feliz acontecimiento.

—Estáis equivocada, amiga mía. Vamos, olvidad el pasado y tratad de adivinar mis buenas noticias.

—¡Oh, querido Robín! —exclamó la joven—, vuestras palabras me hacen presentir una felicidad inesperada, habéis sido perdonado, ¿verdad? ¿Sois libre ya y no tenéis que esconderos de la vista de los hombres?

—No Mariana, no, sigo siendo un pobre proscrito; no quería hablar de mí.

—¿Entonces de mi hermano, de mi querido Allan? ¿Dónde está, Robín? ¿Cuándo vendrá a verme?

—Pronto, espero —respondió Robín—; recibí noticias suyas por medio de un hombre que se ha unido a mi banda. Este hombre, hecho prisionero por los normandos en la época fatal de nuestro encuentro con los cruzados en el bosque de Sherwood, fue obligado a entrar al servicio del barón Fitz-Alwine. El barón llegó ayer con lady Christabel al castillo de Nottingham. Naturalmente el sajón obligado a ser soldado ha vuelto con él, y su primer pensamiento ha sido unirse a nosotros. Me ha informado de que Allan Clare tenía un cargo distinguido en el ejército del rey de Francia, y que estaba a punto de obtener un permiso para venir a pasar unos meses en Inglaterra.

—Eso es una maravillosa noticia, querido Robín —exclamó Mariana—. Como siempre, sois el ángel de vuestra pobre amiga. Allan ya os quiere mucho, pero os querrá aún más cuando le haya contado hasta qué punto habéis sido bueno y generoso con la que, sin el apoyo de vuestra protectora ternura, habría muerto de aburrimiento, de pena y de inquietud.

—Querida Mariana, diréis a Allan que he hecho todo lo que estaba en mi mano para ayudaros a soportar pacientemente el dolor de su ausencia; le diréis que he sido para vos un hermano tan tierno como fiel.

—¡Un hermano! ¡Oh!, mucho más que un hermano —dijo dulcemente Mariana.

—Amada mía —murmuró Robín estrechando a la joven contra su corazón—, decidle que os amo apasionadamente y que toda mi vida os pertenece.

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