Revival

Revival


IX

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IX

Mientras leía necrológicas en la cama.

Otra vez Cathy Morse. The Latches.

Brianna Donlin y yo revisábamos necrológicas en la cama un domingo por la mañana a principios de agosto de 2009. Gracias a los diversos trucos informáticos que solo dominan los verdaderos expertos, Bree pudo reunir notificaciones de fallecimientos publicadas en una docena de periódicos estadounidenses y verlas en orden alfabético.

No era la primera vez que lo hacíamos en tan placenteras circunstancias, pero los dos éramos conscientes de que pronto sería la última vez. En septiembre ella viajaría a Nueva York para presentarse a entrevistas de trabajo en empresas del sector de la tecnología de la información que de entrada pagaban sueldos por encima de las seis cifras a nivel de acceso —tenía ya cuatro anotadas en su agenda—, y yo urdía mis propios planes. Pero ese tiempo en mutua compañía había sido beneficioso para mí de muy diversas maneras, y nada me inducía a dudar de su palabra cuando afirmaba que también lo había sido para ella.

Yo no era el primer hombre en disfrutar de un devaneo con una mujer a quien doblaba la edad, y si me dijeran que no hay mayor necio que un viejo necio y no hay mayor sátiro que un sátiro viejo, no lo discutiría, pero a veces esas relaciones están bien, al menos a corto plazo. Ninguno de los dos se había encariñado del otro más de la cuenta, y ninguno de los dos se hacía ilusiones sobre el futuro a largo plazo. Sencillamente había ocurrido, y Brianna había dado el primer paso. Sucedió unos tres meses después del acto de reviviscencia bajo la carpa en el condado de Norris y unos cuatro meses después de iniciar nuestras pesquisas informáticas. No me hice de rogar mucho, y menos cuando una noche en mi apartamento ella se quitó la blusa y la falda.

—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —le había preguntado yo.

—Totalmente. —Desplegó una sonrisa—. Pronto saldré al ancho mundo y quizá me convenga resolver antes mis conflictos edípicos.

—¿Tu padre era un ex guitarrista blanco, pues?

Se rio.

—De noche todos los gatos son pardos, Jamie. Y ahora… ¿vamos a entrar en materia o no?

Entramos en materia, y fue magnífico. Mentiría si dijera que su juventud no me excitaba —contaba veinticuatro años— y también mentiría si dijera que yo siempre daba la talla. Tendido junto a ella aquella primera noche, y ya bastante extenuado después de la segunda ronda, le pregunté qué opinaría Georgia.

—Por mí no va a enterarse. ¿Y por ti?

—No, pero Nederland es un pueblo.

—Eso es verdad, y en los pueblos la discreción tiene un límite, supongo. Si llegara a decirme algo a mí, le recordaría que ella en su día no solo le llevaba la contabilidad a Hugh Yates.

—¿Lo dices en serio?

Bree se rio.

—Mira que sois tontos, ¿eh?, los chicos blancos.

Ahora, con un café a su lado de la cama y un té al mío, estábamos recostados en las almohadas y teníamos el portátil de ella entre ambos. El sol veraniego —el de la mañana, siempre el mejor— formaba un rectángulo en el suelo. Bree llevaba una camiseta mía, y nada más. Su pelo, muy corto, era un casquete negro rizado.

—Podrías seguir adelante sin mi ayuda perfectamente —comentó ella—. Te haces el inepto informático… sobre todo para tenerme donde poder achucharme por la noche, sospecho… pero el manejo de los motores de búsqueda no es ingeniería aeroespacial. Y diría que ya tienes información suficiente, ¿no crees?

A decir verdad, así era. Habíamos partido de tres nombres obtenidos en la sección de Testimonios Milagrosos de la página web de C. Danny Jacobs. Robert Rivard, el chico curado de distrofia muscular en St. Louis, encabezaba la lista. A esos tres casos, Bree había añadido los de aquellos asistentes a la sesión de reviviscencia en el condado de Norris que, a mi juicio, eran verídicos, como el de Rowena Mintour, cuya repentina recuperación era casi incontrovertible. Si aquellas lágrimas y aquel andar vacilante en dirección a su marido habían sido un montaje, esa mujer merecía un Oscar.

Bree había seguido la pista a la Gira de Reviviscencia Sanadora del Pastor Danny Jacobs desde Colorado hasta California, diez escalas en total. Juntos habíamos visto en YouTube los nuevos vídeos añadidos a la sección Testimonio Milagroso de la página web con la avidez de biólogos marinos que estudian una especie de pez recién descubierta. Analizamos la validez de cada uno de ellos (primero en el salón de mi casa, después en esa misma cama), y al final los distribuimos en cuatro categorías: patraña absoluta, patraña probable, imposible estar seguro y difícil no creerlo.

Por medio de este proceso, había surgido paulatinamente una lista maestra. Esa soleada mañana de agosto, allí en el dormitorio de mi apartamento en un primer piso, la lista contenía quince nombres. Eran curaciones en cuanto a las cuales teníamos una certeza del noventa y ocho por ciento, cribadas de un total de casi setecientos cincuenta casos posibles. Robert Rivard estaba en esa lista; Mabel Jergens, de Albuquerque, también. Figuraban asimismo Rowena Mintour y Ben Hicks, el hombre que en el recinto ferial del condado de Norris se había arrancado el collarín y había tirado las muletas.

Hicks era un caso interesante. Tanto él como su mujer habían confirmado la autenticidad de la curación en un artículo aparecido en el Denver Post un par de semanas después de reanudar su viaje el espectáculo ambulante de Jacobs. Era profesor de historia en el Community College de Denver y tenía una reputación intachable. Él mismo se presentaba como escéptico en cuestiones religiosas y describía su asistencia al acto de reviviscencia del condado de Norris como «último recurso». Su mujer lo corroboró: «Quedamos asombrados y agradecidos». Añadió que habían empezado a ir otra vez a la iglesia.

Rivard, Jergens, Mintour, Hicks y todos los demás incluidos en la lista maestra habían sido tocados por los «anillos sagrados» de Jacobs entre mayo de 2007 y diciembre de 2008, cuando concluyó en San Diego la Gira de Reviviscencia Sanadora.

Bree había iniciado la labor de seguimiento con ánimo despreocupado, pero en octubre de 2008 su actitud se ensombreció. Fue cuando encontró una noticia sobre Robert Rivard —solo una nota satírica, de hecho— en el Weekly Telegram del condado de Monroe. Decía que el «niño del milagro» había ingresado en el hospital pediátrico de St. Louis «por razones ajenas a su anterior distrofia muscular».

Bree hizo indagaciones, tanto por internet como por teléfono. Los padres de Rivard se negaron a atenderla, pero al final una enfermera del hospital pediátrico sí accedió a hablar en cuanto Bree le dijo que su intención era desenmascarar las falsedades de C. Danny Jacobs. En realidad no era eso lo que nos proponíamos, pero dio resultado. Cuando Bree le aseguró que nunca mencionaría su nombre en ningún artículo o libro, la enfermera explicó que el ingreso de Bobby Rivard se debía a «jaquecas en cadena», textualmente, y se le había sometido a una serie de pruebas para descartar la existencia de un tumor cerebral. Posibilidad que en efecto se descartó. Pasado un tiempo, el niño fue trasladado al Gad’s Ridge, en Oakville, Missouri.

—¿Qué clase de hospital es ese? —había preguntado Bree.

—Psiquiátrico —contestó la enfermera. Y mientras Bree lo asimilaba, la mujer añadió—: La mayor parte de la gente que entra en el Gad’s ya nunca sale.

En el Gad’s Ridge, los esfuerzos de Bree para averiguar algo más toparon con un muro de piedra. Como yo consideraba a Rivard nuestro Paciente Cero, cogí un avión a St. Louis, alquilé un coche y viajé a Oakville. Después de pasar varias tardes en el bar más cercano al hospital, di con un auxiliar clínico dispuesto a hablar a cambio de unos módicos honorarios: sesenta dólares. Robert Rivard todavía caminaba bien, dijo el auxiliar, pero nunca iba más allá del rincón de su habitación. Cuando llegaba allí, sencillamente se quedaba inmóvil, como un niño castigado de cara a la pared por su mal comportamiento, hasta que alguien lo llevaba de vuelta a su cama o a la silla más próxima. En los días buenos, comía; durante sus períodos malos, mucho más habituales, era necesario entubarlo. Se lo había clasificado de semicatatónico. Un vegetal, en palabras del auxiliar.

—¿Padece aún jaquecas en cadena? —le pregunté.

El auxiliar encogió sus robustos hombros.

—¿Quién sabe?

Quién sabía, ciertamente.

Por los datos de que disponíamos, nueve de las personas incluidas en nuestra lista maestra estaban bien, entre ellas Rowena Mintour, que había vuelto a la enseñanza, y Ben Hicks, a quien entrevisté yo mismo en noviembre de 2008, cinco meses después de su curación. No se lo conté todo (para empezar, no mencioné la electricidad, ni la común ni la especial), pero sí le di información suficiente para dejar bien asentada mi buena fe: adicción a la heroína curada por Jacobs a principios de los años noventa, seguida de inquietantes efectos secundarios que con el tiempo disminuyeron y finalmente desaparecieron. Lo que yo quería saber era si también él había sufrido efectos secundarios: lagunas de memoria, destellos, sonambulismo, quizá algún episodio de síndrome de Tourette incurriendo en el vocabulario propio de este trastorno.

No a todo, contestó. Estaba tan bien como podía estar.

«No tengo la certeza de que Dios actuara por mediación de ese hombre o no —me dijo Hicks ante un café en su despacho—. Pero mi mujer sí la tiene, y ya está bien así; a mí me da igual. No siento dolor y camino tres kilómetros al día. Dentro de dos meses espero estar en condiciones de jugar al tenis, al menos a dobles, donde solo hay que correr unos cuantos pasos. Esas son las cosas que a mí me preocupan. Si ese hombre hizo por usted lo que dice que hizo, ya sabe a qué me refiero.»

Lo sabía, pero sabía también otras cosas.

Que Robert Rivard disfrutaba de su curación en una institución psiquiátrica, tomando glucosa por vía intravenosa en lugar de Coca-Colas con sus amigos.

Que Patricia Farmingdale, curada de neuropatía periférica, en Cheyenne, Wyoming, se había echado sal a los ojos, decidida aparentemente a cegarse. No recordaba haberlo hecho, y menos aún la razón.

Que Stefan Drew, de Salt Lake City, había empezado a dar caminatas después de curarse de un supuesto tumor cerebral. Esas caminatas, algunas de ellas maratones de veinticinco kilómetros, no se producían durante lagunas de memoria; sencillamente lo asaltaba la necesidad, según contaba, y tenía que ponerse en marcha.

Que Veronica Freemont, de Anaheim, había padecido lo que ella definía como «interrupciones de la visión». El resultado de una de estas había sido una colisión yendo a baja velocidad con otro vehículo. Dio negativo en las pruebas de alcoholemia y drogas, pero, por si acaso, renunció al carnet de conducir, no fuera a ocurrirle de nuevo.

Que, en San Diego, Emil Klein, después de la curación milagrosa de una lesión en el cuello, padeció durante un tiempo la compulsión esporádica de salir a su jardín y comer tierra.

Y estaba también Blake Gilmore, de Las Vegas, quien sostenía que C. Danny Jacobs lo había curado de un linfoma a finales del verano de 2008. Al cabo de un mes perdió su empleo de crupier de blackjack cuando empezó a dirigirse a los clientes en términos soeces, como por ejemplo: «Arriésgate, arriésgate, joder, cobarde de mierda». Cuando empezó a hablar así a gritos a sus tres hijos, su mujer lo echó de casa. Se instaló en un motel de citas al norte de Fashion Show Drive. Dos semanas después fue hallado muerto en el cuarto de baño, tendido en el suelo, con un tubo de pegamento Krazy Glue en una mano. Lo había utilizado para taponarse las fosas nasales y sellarse los labios. No era la única defunción vinculada a Jacobs que Bree había descubierto con su motor de búsqueda, pero sí era la única que incuestionablemente guardaba relación con él.

Hasta Cathy Morse, claro está.

Volvía a estar amodorrado a pesar del té muy cargado del desayuno. Lo atribuí a la función de desplazamiento automático del portátil de Bree. Era útil, dije, pero también hipnótica.

—Cariño, si se me permite parafrasear a Al Jolson, todavía no has visto nada —dijo—. El año que viene Apple va a sacar un ordenador estilo tableta que revolucionará… —Se oyó un bing antes de que acabara, y el desplazamiento automático se detuvo. Miró la pantalla, donde aparecía una línea destacada en rojo—. Ajá. Ese es uno de los nombres que me diste cuando empezamos.

—¿Qué? —Quería decir «Quién». Al principio solo había podido darle unos cuantos, y uno de ellos era el de mi hermano Con. Jacobs había afirmado que en ese caso fue solo un efecto placebo, pero…

—Espera un momento, déjame pulsar el vínculo.

Me incliné a mirar. Mi primera sensación fue de alivio: no era Con, claro que no. La segunda fue una mezcla de consternación y horror.

La necrológica, publicada en el World de Tulsa, correspondía a una tal Catherine Anne Morse, treinta y ocho años. Muerte repentina, informaba la necrológica. Y añadía lo siguiente: «Los afligidos padres de Cathy piden que, en lugar de flores, se envíen donaciones a la Red de Acción para la Prevención del Suicidio. Dichas donaciones son desgravables».

—Bree —dije—. Busca en la semana pasada…

—Ya sé qué tengo que hacer; tú déjame hacerlo. —A continuación, lanzándome una segunda mirada más atenta a la cara, preguntó—: ¿Estás bien?

—Sí —respondí, pero no sabía si lo estaba o no.

De vez en cuando me venía a la memoria la imagen de Cathy Morse subiendo al escenario de Retratos en Relámpagos hacía muchos años, una «tempranera» bonita y menuda, destellando sus piernas bronceadas bajo una falda vaquera con el dobladillo deshilachado. Toda chica guapa lleva su propia carga positiva, había dicho Jacobs, pero en algún punto del camino esa carga había pasado a ser negativa. No se mencionaba a ningún marido, aunque a una chica de tan buen ver no debían de haberle faltado pretendientes. Tampoco se mencionaban hijos.

Quizá le gustaban las chicas, pensé, pero no era un argumento muy convincente.

—Aquí tienes, cielo —dijo Bree. Volvió el portátil para que yo lo viera—. El mismo periódico.

SALTO MORTAL DE UNA MUJER DESDE EL PUENTE EN CONMEMORACIÓN DE CYRUS AVERY, rezaba el titular. Cathy Morse no había dejado ninguna nota aclaratoria, y sus afligidos padres no se lo explicaban. «Me pregunto si no la empujaría alguien», decía la señora Morse… pero, según el artículo, se descartaba todo indicio de delito, aunque no se aclaraba la razón de esa certeza.

Dígame, ¿ese hombre lo ha hecho antes?, me había preguntado el señor Morse en 1992. Esto después de asestarle un puñetazo en la cara y partirle el labio a mi antiguo quinto en discordia. ¿Ha trastornado a otros tal como ha trastornado a mi Cathy?

Sí, señor, pensé ahora. Creo que sí lo ha hecho.

—Jamie, no lo sabes con seguridad —adujo Bree, tocándome el hombro—. Dieciséis años son mucho tiempo. Pudo deberse a alguna otra cosa muy distinta. Tal vez se enterara de que tenía un cáncer muy grave, o alguna otra enfermedad terminal. Terminal y dolorosa.

—Fue él —dije—. Lo sé, y a estas alturas creo que tú también lo sabes. La mayoría de sus sujetos después están bien, pero algunos se marchan con una bomba de relojería en la cabeza. Ese fue el caso de Cathy Morse, y la bomba estalló. ¿Cuántas más van a estallar en los próximos diez o veinte años?

Estaba pensando que yo podía ser uno de esos casos, y seguramente Bree también lo sabía. Ignoraba lo de Hugh, porque yo no era quién para contarlo. El episodio de los prismáticos no se había repetido desde la noche de la reviviscencia en la carpa —y muy posiblemente ese se produjo por efecto del estrés—, pero podía volver a suceder, y aunque no habíamos hablado de eso, estoy seguro de que él lo sabía tan bien como yo.

Bombas de relojería.

—Así que ahora irás a buscarlo.

—Dalo por hecho. —La necrológica de Catherine Anne Morse era la última prueba que necesitaba, la que me llevó a la decisión final.

—Y a convencerlo de que lo deje.

—Si puedo.

—¿Y si se niega?

—En ese caso no sé qué haré.

—Te acompañaré, si quieres.

Pero ella no quería. Se le veía en la cara. Había emprendido la misión con el entusiasmo propio de una joven inteligente ante la investigación pura, y el sexo le había añadido sazón, pero aquello ya no era investigación pura, y ella había visto más que suficiente para asustarse de verdad.

—No vas a acercarte a él —contesté—. Pero hace ya ocho meses que no sale de gira y están reponiendo su programa de televisión semanal. Necesito que averigües dónde para en estos momentos.

—Eso puedo hacerlo. —Dejó el portátil a un lado y metió la mano bajo la sábana—. Pero antes me gustaría hacer otra cosa, si estás dispuesto.

Lo estaba.

A finales de agosto Bree y yo nos dijimos adiós en esa misma cama. Fue una despedida muy física en su mayor parte, satisfactoria para ambos, pero también triste. Para mí en especial, creo. Ella tenía por delante toda una vida como profesional guapa y sin compromiso en Nueva York; yo tenía por delante los temidos cincuenta y cinco en menos de dos años. Pensaba que para mí ya no habría más mujeres jóvenes y animadas, y a ese respecto, como se vio, no me faltaba razón.

Abandonó la cama con sus largas piernas y su hermosa desnudez.

—He averiguado lo que querías —anunció, y empezó a revolver su bolso, que había dejado sobre la cómoda—. Ha sido más difícil de lo que preveía, porque actualmente se hace llamar Daniel Charles.

—Ese es mi hombre. No exactamente un alias, pero casi.

—Más bien una precaución, pienso. Tal como las celebridades se registran en un hotel con un nombre falso, o una variante de su nombre verdadero, para despistar a los cazadores de autógrafos. Tiene alquilada la casa donde vive a nombre de Daniel Charles, lo cual es legal siempre y cuando disponga de una cuenta bancaria y sus talones no lleguen devueltos, pero a veces a un hombre no le queda más remedio que utilizar su nombre verdadero si quiere permanecer a este lado de la ley.

—¿A veces? ¿A qué «veces» te refieres exactamente en este caso?

—El año pasado compró un coche en Poughkeepsie, Nueva York… no un coche de lujo, solo un sencillo Ford Taurus, y en la matriculación usó su nombre verdadero. —Volvió a la cama y me dio un papel—. Aquí tienes, guapo.

En él rezaba: «Daniel Charles (alias Charles Jacobs, alias C. Danny Jacobs), The Latches, Latchmore, Nueva York 12561».

—¿Qué es The Latches, si puede saberse?

—La casa que tiene alquilada. En realidad es una finca. Una finca con verja. Así que ve con cuidado. Latchmore está un poco al norte de New Paltz, con el mismo código postal. En los Catskills, donde en tiempos lejanos Rip Van Winkle jugó a los bolos con los enanos. Solo que por entonces… mmm, qué bonitas y cálidas tienes las manos… ese juego se llamaba «chirinola».

Se acurrucó a mi lado, y dije lo que los hombres de mi edad decían cada vez con mayor frecuencia: agradecía el ofrecimiento, pero no me sentía capaz de tomarle la palabra en ese momento. En retrospectiva, me arrepiento de no haberme esforzado más. Hacerlo una última vez habría estado bien.

—No importa, cielo. Basta con que me abraces.

La abracé. Creo que nos adormilamos, porque cuando recobré la conciencia, el sol se había desplazado de la cama al suelo. Bree se levantó de un salto y empezó a vestirse.

—He de ponerme en marcha ahora mismo. Hoy tengo mil cosas que hacer. —Se abrochó el sujetador y me miró en el espejo—. ¿Cuándo irás a verlo?

—No antes de octubre, probablemente. Hugh va a traer a alguien de Minnesota para que me sustituya, pero la persona en cuestión no puede venir hasta entonces.

—Tienes que permanecer en contacto conmigo. Por email y por teléfono. Si no sé de ti cada día que estés allí, me preocuparé. Incluso puede que tenga que coger el coche e ir para asegurarme de que no te ha pasado nada.

—Eso no lo hagas —dije.

—Tú permanece en contacto, blanquito, y así no me veré obligada a hacerlo.

Ya vestida, se acercó y se sentó en el borde de la cama.

—Quizá ni siquiera sea necesario que vayas. ¿No te has planteado esa posibilidad? No tiene ninguna gira prevista, no hay actividad en su página web y en su programa de televisión solo repiten ediciones anteriores. El otro día me tropecé con un blog donde aparecía un post titulado: «¿Dónde se ha metido el Pastor Danny?». El hilo de la conversación se prolongaba páginas y páginas.

—¿Y con eso adónde quieres llegar?

Me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos.

—Sabemos… bueno, no lo sabemos, pero estamos bastante seguros… de que ha causado daño a determinadas personas y que ha ayudado a otras. Vale, eso ya está hecho y no puede deshacerse. Pero si ha dejado de sanar, ya no causa daño a nadie. En ese caso, ¿qué sentido tendría enfrentarse a él?

—Si ha dejado de sanar, es porque ya ha reunido dinero suficiente para seguir con lo suyo.

—¿Con qué?

—No lo sé, pero, a juzgar por sus antecedentes, podría ser peligroso. Y Bree… escucha. —Me incorporé y le cogí la otra mano—. Aun dejando de lado todo lo demás, alguien tiene que pedirle que rinda cuentas de lo que ha hecho.

Se llevó mis manos a la boca y me besó primero una y luego la otra.

—Pero ¿ese alguien tienes que ser tú, cielo? Al fin y al cabo, fuiste uno de sus éxitos.

—Por eso mismo. Además, Charlie y yo… nos conocemos desde hace mucho.

Nos conocemos desde hace muchísimo.

No fui a despedirla al aeropuerto de Denver —eso era tarea de su madre—, pero me telefoneó cuando aterrizó, hirviéndole la sangre por una mezcla de nerviosismo y excitación. Miraba hacia el futuro, no hacia el pasado. Me alegré por ella. Cuando sonó el teléfono veinte minutos después, pensé que sería ella otra vez. No era ella. Era su madre. Georgia me preguntó si podíamos hablar. Quizá durante el almuerzo.

Uy, uy, uy, pensé.

Comimos en el McGee’s: una comida agradable, con una conversación agradable, básicamente sobre el mundo de la música. Cuando descartamos el postre y pedimos el café, Georgia inclinó su considerable busto sobre la mesa y fue al grano.

—Y bien, Jamie: ¿ya lo habéis dejado estar?

—Yo… mmm… Georgia…

—Por Dios, déjate de balbuceos. Sabes de sobra a qué me refiero. No voy a pegarte la bronca. Si tuviera intención de hacerlo, lo habría hecho el año pasado, la primera vez que ella se metió en el catre contigo. —Vio mi expresión y sonrió—. No, no me lo dijo ella ni yo se lo pregunté. No hizo falta. Para mí, Bree es como un libro abierto. Seguro que incluso te dijo que yo, en su día, anduve en esas mismas con Hugh. ¿Cierto?

Me deslicé los dedos por los labios como si cerrara una cremallera. Su sonrisa se convirtió en una carcajada.

—Vaya, eso está muy bien. Me gusta. Y me gustas, Jamie. Me gustaste casi desde el primer momento, cuando eras flaco como un palo de escoba y estabas recuperándote de toda esa basura que te habías metido en el cuerpo. Te parecías a Billy Idol, solo que después de arrastrarlo por una cloaca. Tampoco tengo nada en contra de las aventuras entre razas mixtas. Ni contra la diferencia de edad. ¿Sabes qué me dio mi padre cuando tuve edad para sacarme el carnet de conducir?

Negué con la cabeza.

—Un Plymouth de 1960 con solo media calandra, los neumáticos gastados, los faldones oxidados y un motor que chupaba aceite reciclado a litros. Lo llamaba «bombardero». Dijo que todos los conductores novatos debían empezar con una carraca, antes de aspirar a un coche merecedor del adhesivo de la inspección técnica. ¿Entiendes por dónde voy?

Lo entendí perfectamente. Bree no era una monja; había tenido no pocas aventuras sexuales antes de que yo apareciera, pero su primera relación larga había sido conmigo. En Nueva York, pasaría a una categoría superior, si no con un hombre de su propia raza, sí, sin duda, con uno algo más cercano en edad.

—Solo quería dejar claro eso de entrada, antes de decir lo que de verdad he venido a decir. —Se inclinó aún más, y la ondulada marea de su busto puso en peligro su taza de café y su vaso de agua—. Se resistió a hablarme de la investigación que ha estado haciendo para ti, pero sé que le daba miedo, y la única vez que intenté preguntárselo a Hugh, se puso como un basilisco.

Hormigas, pensé. Para él, todos los fieles eran hormigas.

—Tiene que ver con ese predicador. Eso me consta.

Guardé silencio.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

—Podría decirse que sí, supongo.

Asintió y se recostó en la silla.

—De acuerdo. No pasa nada. Pero de ahora en adelante quiero que dejes a Brianna fuera de eso. ¿De acuerdo? ¿Aunque solo sea porque en ningún momento he insinuado que deberías haber mantenido tu polla ya anciana a distancia de las bragas de mi hija?

—Bree ya está fuera de eso. Así lo hemos acordado.

Con toda seriedad, me dirigió un gesto de asentimiento. A continuación dijo:

—Dice Hugh que vas a tomarte unas vacaciones.

—Sí.

—¿Irás a ver al predicador?

Callé. Que era lo mismo que otorgar, y ella lo sabía.

—Ve con cuidado. —Tendió la mano por encima de la mesa y entrelazó sus dedos con los míos, como acostumbraba a hacer su hija—. Eso que andabais investigando, sea lo que sea, puso a Bree muy nerviosa.

Aterricé en el aeropuerto Stewart de Newburgh un día de primeros de octubre. Los árboles cambiaban de color, y el recorrido hasta la localidad de Latchmore era precioso. Para cuando llegué allí, ya atardecía y tomé una habitación en el Motel 6 del pueblo. No había conexión por cable a internet, y menos aún wifi, por lo cual el portátil no me servía para ponerme en contacto con el mundo exterior desde la habitación, pero no necesitaba wifi para localizar The Latches; Bree ya lo había hecho por mí. Estaba a siete kilómetros al este del centro de Latchmore por la Estatal 27, una finca propiedad en otro tiempo de una familia rica desde hacía generaciones, apellidada Vander Zanden. Por lo visto, más o menos a principios del siglo XX se habían arruinado, porque The Latches se había vendido y convertido en clínica de lujo para señoras con exceso de peso y caballeros aficionados a la botella. Eso había durado casi hasta principios del siglo XXI. Desde entonces la finca estaba a la venta o en alquiler.

Pensé que me costaría conciliar el sueño, pero me dormí casi de inmediato, mientras pensaba qué le diría a Jacobs cuando lo viera. Si es que lo veía. Cuando desperté temprano a la mañana siguiente, otro día luminoso de otoño, decidí que lo mejor era improvisar. Si no colocaba previamente raíles, razoné (quizá falazmente), no descarrilaría.

Subí a mi coche de alquiler a las nueve de la mañana, recorrí los siete kilómetros, pero no encontré nada. Uno o dos kilómetros más allá paré ante un puesto repleto de frutas y verduras de temporada. A ojos de un chico de campo como yo, las patatas ofrecían un aspecto un tanto lamentable; las calabazas, por el contrario, eran dignas de admiración. Al frente del puesto había una pareja de adolescentes, un chico y una chica. Por su parecido, saltaba a la vista que eran hermanos. En su expresión se traslucía que se morían de aburrimiento. Les pedí indicaciones para llegar a The Latches.

—Ya se ha pasado —contestó la chica. Era la mayor.

—Lo suponía. Pero no me lo explico. Creía tener buenas indicaciones, y teóricamente es bastante grande.

—Antes había un letrero —dijo el chico—, pero lo quitó el hombre que tiene la casa alquilada ahora. Según mi padre, debe de ser muy reservado. Según mi madre, seguramente se las da de importante.

—Calla, Willy. Señor, ¿va a comprar algo? Nuestro padre dice que no podemos cerrar la parada hasta que vendamos género por treinta dólares.

—Compraré una calabaza. Si me dais unas indicaciones aceptables.

La chica dejó escapar un suspiro teatral.

—Una calabaza. Uno cincuenta. Bravo.

—¿Y si pago cinco dólares por la calabaza?

Willy y su hermana cruzaron una mirada y acto seguido ella sonrió.

—Eso ya está mejor.

Mi cara calabaza ocupaba el asiento trasero como una luna menor anaranjada cuando desanduve el camino. La chica me había indicado que permaneciera atento a una enorme roca con la pintada VIVA METALLICA. La localicé y reduje la velocidad a quince kilómetros por hora. A unos trescientos metros pasada la gran roca, llegué al desvío que antes no había visto. Estaba asfaltado, pero la maleza había invadido la entrada y se amontonaban además las hojas caídas del otoño. Me dio la impresión de que aquello estaba allí a modo de camuflaje. Al preguntar a los chicos de la granja si sabían quién era el nuevo ocupante de la casa, se limitaron a encogerse de hombros.

—Según mi padre, seguramente ganó el dinero en la Bolsa —contestó la chica—. Debe de estar forrado, para vivir en un sitio así. Según mi madre, hay al menos cincuenta habitaciones.

—¿Por qué va a verlo? —Esto lo preguntó el chico.

Su hermana le dio un codazo.

—Eso es de mala educación, Willy.

—Si es quien creo que es —respondí—, lo conozco desde hace mucho. Y gracias a vosotros, chicos, puedo llevarle un regalo. —Levanté la calabaza.

—Con eso podrá hacer muchos pasteles, desde luego —comentó el chico.

O usarla en Halloween, pensé al doblar por el desvío que llevaba a The Latches. Las ramas rozaron el coche a los lados. Con una potente luz eléctrica dentro en lugar de una vela. Justo detrás de los ojos.

La carretera —que eso era, ancha y bien asfaltada, en cuanto uno superaba la confluencia con la autovía— ascendía en sucesivas eses. En dos ocasiones tuve que detenerme para dejar pasar a ciervos que cruzaban parsimoniosamente la calzada. Miraban el coche sin la menor inquietud. Deduje que nadie había cazado en esos bosques desde hacía mucho, mucho tiempo.

Al cabo de siete kilómetros llegué a una verja de hierro forjado flanqueada por letreros: PROPIEDAD PARTICULAR a la izquierda y PROHIBIDO EL PASO a la derecha. Había un interfono en un poste de piedra sin labrar coronado por una videocámara, ladeada para observar a los visitantes. Pulsé el botón del interfono. Tenía el corazón acelerado y sudaba.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Al principio nada. Por fin:

—¿En qué puedo ayudarlo?

La nitidez del sonido era muy superior a la de la mayoría de los sistemas de intercomunicación —extraordinaria, de hecho—, pero eso no me sorprendió, dados los intereses de Jacobs. La voz no era la suya, pero me resultó familiar.

—Vengo a ver a Daniel Charles.

—El señor Charles no recibe visitas sin cita previa —me informó el interfono.

Me detuve a reflexionar y volví a pulsar el botón de HABLAR.

—¿Y Dan Jacobs? Así se hacía llamar en Tulsa, donde tenía un número de feria, Retratos en Relámpagos.

La voz del interfono dijo:

—No sé de qué habla, y seguro que el señor Charles tampoco lo sabe.

Por fin caí en la cuenta y supe a quién correspondía esa voz vibrante de tenor.

—Señor Stamper, dígale que soy Jamie Morton. Y recuérdele que estaba presente cuando hizo su primer milagro.

Siguió una pausa muy, muy larga. Pensé que quizá la conversación había terminado, que iba a dejarme allí colgado. A menos que yo echara abajo la verja con mi coche alquilado de gama baja, claro está. Ante tal conflicto casi con toda seguridad la verja cedería.

En el preciso momento en que me disponía a dar media vuelta, Al Stamper dijo:

—¿Cuál fue ese milagro?

—Mi hermano Conrad perdió la voz. El reverendo Jacobs se la devolvió.

—Mire a la cámara.

Obedecí. Al cabo de unos segundos sonó por el interfono una voz distinta.

—Adelante, Jamie —dijo Charles Jacobs—. Encantado de verte.

Un motor eléctrico empezó a ronronear, y la verja se deslizó por un carril oculto. Como Jesús al cruzar el Lago Apacible, pensé mientras montaba en el coche y avanzaba. A unos cincuenta metros más adelante había otra de aquellas curvas cerradas, y antes de doblarla vi cerrarse la verja. La asociación que me vino a la mente —los moradores originales del Paraíso expulsados por comerse la manzana que no debían— era lógica; al fin y al cabo, me había criado con la Biblia.

The Latches era una edificación dispersa que acaso hubiera iniciado su existencia como mansión victoriana, pero se había convertido en una mezcolanza de experimentos arquitectónicos. Tenía cuatro plantas, numerosas mansardas y un anexo redondeado y acristalado en el extremo occidental, hacia los valles, las hondonadas y los estanques de la cuenca del Hudson. La Estatal 27 era una hebra oscura que surcaba un paisaje rebosante de color. El edificio principal estaba revestido de tablones y tenía las molduras en blanco, y varias amplias dependencias se habían construido a juego. Me pregunté cuál de ellas albergaba el laboratorio de Jacobs. Una lo albergaba, eso seguro. Pasados los edificios, el terreno ascendía en una pendiente cada vez más pronunciada y daba paso al bosque.

Aparcado bajo la puerta cochera, donde en otro tiempo los botones descargaban los equipajes de las clientas del balneario y los alcohólicos, se hallaba el modesto Ford Taurus que Jacobs había matriculado usando su nombre verdadero. Estacioné detrás y subí por la escalera a un porche que parecía tan largo como un campo de fútbol americano. Tendí la mano hacia el timbre, pero la puerta se abrió antes de que lo pulsara. Allí estaba Al Stamper, con un pantalón de pata de elefante al estilo años setenta y una camiseta de tirantes teñida con nudos. Había engordado aún más desde la última vez que lo vi en la carpa de la reviviscencia, y parecía del tamaño de una camioneta de mudanzas poco más o menos.

—Hola, señor Stamper. Jamie Morton. Soy un gran admirador de su primera etapa. —Le tendí la mano.

No me la estrechó.

—No sé qué es lo qué quiere, pero el señor Jacobs no necesita que lo molesten. Tiene mucho trabajo, y no se encuentra bien.

—¿No se referirá al Pastor Danny? —pregunté. (Con cierta intención burlona, la verdad.)

—Pase a la cocina. —Era la voz cálida y vibrante del Número Uno del Soul, pero su semblante decía: La cocina es un buen sitio para la gente de tu calaña.

Lo acepté de buen grado —sí, en efecto, era un buen sitio para la gente de mi calaña—, pero antes de que pudiera conducirme allí, otra voz, una voz que yo conocía muy bien, exclamó:

—¡Jamie Morton! ¡Tienes el don de aparecer en los momentos más oportunos!

Renqueando ligeramente y escorándose a estribor, se acercó por el vestíbulo. El pelo, ahora del todo blanco, había seguido retrocediendo desde las sienes, dejando a la vista relucientes arcos de cuero cabelludo. Sin embargo sus ojos azules seguían tan penetrantes como siempre. Contraía los labios en una sonrisa de aspecto un tanto depredador, o esa impresión me dio a mí. Pasó junto a Stamper como si el grandullón no estuviera allí y tendió la mano derecha. Ese día no llevaba anillo en esa mano, pero sí en la otra: una sencilla sortija de oro, fina y rayada. Tuve la certeza de que la otra alianza del juego se hallaba bajo la tierra de un cementerio de Harlow, en un dedo que ahora era poco más que hueso.

Le estreché la mano.

—Ha pasado mucho tiempo desde Tulsa, Charlie, ¿no crees?

Asintió, agitándome la mano como un político con la esperanza de captar un voto.

—Mucho, mucho tiempo. ¿Cuántos años tienes ahora, Jamie?

—Cincuenta y tres.

—¿Y tu familia? ¿Todos bien?

—Apenas los veo, pero Terry sigue en Harlow, al frente del negocio del fuel. Tiene tres hijos, dos chicos y una chica. Ya casi adultos. Con sigue mirando a las estrellas en Hawái. Andy falleció hace unos años. De un derrame cerebral.

—Lamento oírlo. Pero tú estás estupendo. En plena forma.

—Tú también. —Eso era una mentira descarada. Pensé por un instante en las tres edades del Gran Macho Americano: la juventud, la mediana edad, y cuando tienes un aspecto de puta madre—. Debes de rondar ya… ¿los setenta?

—Casi. —Seguía agitándome la mano. Tenía un apretón firme y fuerte, pero, a pesar de eso, noté un leve temblor, al acecho bajo la piel—. ¿Y qué hay de Hugh Yates? ¿Sigues trabajando para él?

—Sí, y está bien. Es capaz de oír caer un alfiler en la habitación de al lado.

—Fantástico. Fantástico. —Por fin me soltó la mano—. Al, Jamie y yo tenemos mucho de que hablar. ¿Puedes traernos un par de limonadas? Estaremos en la biblioteca.

—Oye, ahora no vayas a excederte, ¿eh? —Stamper me miró con desconfianza y aversión. Está celoso, pensé. Ha tenido a Jacobs para él solo desde la última gira, y es así como a él le gusta—. Necesitas reservar las fuerzas para tu trabajo.

—Estoy perfectamente. No hay mejor tonificante que un viejo amigo. Acompáñame, Jamie.

Me guio por el pasillo principal y dejamos atrás un comedor largo como un coche-cama a la izquierda y uno, dos, tres salones a la derecha, el del medio engalanado con una enorme araña de luces que semejaba un accesorio sobrante del decorado de la película Titanic de James Cameron. Atravesamos una rotonda en la que la madera abrillantada daba paso al mármol abrillantado, donde resonó el eco de nuestras pisadas. Era un día caluroso, pero en la casa se estaba a gusto. Oía el suave susurro del aire acondicionado, y me pregunté cuánto costaba mantener fresco un sitio así en agosto, cuando las temperaturas eran mucho más altas. Acordándome del taller de Tulsa, conjeturé que muy poco.

La biblioteca era una sala circular situada al fondo de la casa. Los estantes curvos contenían millares de libros, pero no me explicaba cómo podía alguien leer allí, con semejante vista. La pared orientada al oeste era toda de cristal, y se veían leguas y leguas de la cuenca del Hudson, con el resplandor azul cobalto del río a lo lejos.

—La sanación deja grandes beneficios. —Pensé en Monte Cabra, aquel patio de recreo para ricos donde no se admitía a pueblerinos como los Morton. Algunas vistas solo pueden conseguirse con dinero.

—En muy diversos sentidos —contestó—. No hace falta que te pregunte si sigues sin drogarte; lo veo en tu color. Y en tus ojos. —Tras recordarme así mi deuda con él, me pidió que me sentara.

Ahora que estaba allí, en su presencia, no sabía cómo empezar ni por dónde. Ni quería hacerlo con Al Stamper —ahora en funciones de ayudante y mayordomo— a punto de aparecer con las limonadas. Pero eso no fue inconveniente. Antes de que encontrara un tema de conversación banal para ganar tiempo, entró el ex cantante principal de los Vo-Lites, con expresión aún más malhumorada que antes. Colocó la bandeja en una mesa de madera de cerezo entre nosotros.

—Gracias, Al —dijo Jacobs.

—No hay de qué. —Habló al jefe como si yo no estuviera presente.

—Un pantalón bonito —comenté—. Me recuerda a los tiempos en que los Bee Gees abandonaron los temas trascendentales y se dedicaron a la música disco. Solo le faltan unos zapatos de plataforma de la época a juego.

Me lanzó una mirada muy poco acorde con el espíritu soul (y con el espíritu cristiano, dicho sea de paso) y se marchó. No sería una exageración decir que Stamper se marchó de estampía.

Jacobs cogió su limonada y tomó un sorbo. Por los trozos de pulpa que frotaban en la superficie, deduje que era casera. Y por el tintineo de los cubitos cuando dejó el vaso, deduje que no me había equivocado acerca de los temblores. Ese día Sherlock no podía echarme nada en cara.

—Eso ha sido de mala educación, Jamie —dijo Jacobs, pero la situación parecía divertirle—. Y más viniendo de un invitado, y para colmo uno que se presenta por propia iniciativa. Laura se habría avergonzado de ti.

Pasé por alto la alusión a mi madre, sin duda calculada.

—Al margen de que haya venido por mi propia iniciativa, me ha dado la impresión de que te alegrabas de verme.

—Claro, cómo no. Prueba la limonada. Se te ve acalorado. Y un tanto incómodo, para serte franco.

Lo estaba, pero al menos ya no sentía temor. Lo que sentía era ira. Allí estaba yo, en una casa descomunal, en una parcela de tierra descomunal que sin duda incluía una piscina descomunal y un campo de golf, quizá ahora demasiado invadido por la maleza para la práctica del deporte, pero, aun así, dentro de la finca. Una casa lujosa para los experimentos eléctricos de Charles Jacobs en los últimos años de su vida. En algún otro lugar Robert Rivard permanecía de pie en un rincón, probablemente en pañales, porque a esas alturas ya nada le preocupaba menos que sus funciones fisiológicas. Veronica Freemont iba a trabajar en autobús, porque ya no se atrevía a conducir, y Emil Klein quizá comiera aún tierra a modo de tentempié. Estaba asimismo Cathy Morse, una «tempranera» guapa y menuda, ahora en un ataúd.

Tú, tranqui, blanquito, oí aconsejarme a Bree. Tranqui.

Probé la limonada y volví a dejarla en la bandeja. No habría querido estropear el caro acabado de la mesa de cerezo; aquel condenado trasto debía de ser una antigüedad. Y sí, quizá estaba aún un poco asustado, pero al menos en mi vaso los cubitos no tintineaban. Entretanto Jacobs cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, y advertí que tenía que ayudarse con las manos.

—¿Artritis?

—Sí, pero no muy acusada.

—Me sorprende que no te la cures con los anillos sagrados. ¿O eso se consideraría autoagresión?

Contempló la espectacular vista sin responder. Juntó las greñudas cejas —en realidad una única ceja— de color gris acero por encima de los intensos ojos azules.

—O tal vez temes los efectos secundarios. ¿Es eso?

Alzó una mano para interrumpirme.

—Ya basta de insinuaciones. Conmigo no las necesitas, Jamie. Nuestros destinos están demasiado entrelazados para eso.

—No creo en el destino más de lo que tú crees en Dios.

Se volvió hacia mí, dirigiéndome una vez más esa sonrisa que era todo dientes y nula emoción.

—Repito: ya basta. Dime por qué has venido, y yo te diré por qué me alegro de verte.

En realidad no había más manera de decirlo que diciéndolo.

—He venido para pedirte que abandones la sanación.

Tomó un sorbo de limonada.

—¿Y por qué habría de hacerlo, Jamie, cuando ha causado tanto bien a tantas personas?

Ya sabes por qué he venido, pensé. A continuación me asaltó una idea aún más inquietante. Estabas esperándome.

Me la quité de la cabeza.

—A algunas no les ha causado tanto bien.

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