Revival

Revival


IX

Página 18 de 27

Llevaba nuestra lista maestra en el bolsillo trasero, pero no era necesario sacarla. Había memorizado los nombres y los efectos secundarios. Empecé por Hugh y sus prismáticos, y expliqué que había sufrido uno de esos episodios en la sesión de reviviscencia en el condado de Norris.

Jacobs le restó importancia con un gesto.

—El estrés del momento.

¿Ha tenido más desde entonces?

—Si ha sido así, no me lo ha dicho.

—Creo que te lo habría dicho, dado que tú estabas presente cuando tuvo el último. Hugh está bien, no me cabe duda. ¿Y tú, Jamie? ¿Algún efecto secundario en la actualidad?

—Pesadillas.

Emitió un educado sonido de desdén.

—Eso le pasa a todo el mundo, incluido yo. Pero las lagunas de memoria han desaparecido, ¿no? ¿Ya no hablas compulsivamente, ni te sobrevienen movimientos mioclónicos, ni te clavas objetos?

—No.

—Bien, pues. ¿Lo ves? No es mucho peor que el escozor en el brazo después de una vacuna.

—Bueno, me parece que los efectos secundarios de algunos de tus seguidores son algo peores. Los de Robert Rivard, por ejemplo. ¿Te acuerdas de él?

—El nombre me suena vagamente, pero he curado a muchas personas.

—¿De Missouri? ¿Distrofia muscular? Su vídeo aparecía en tu página web.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. Sus padres hicieron una generosísima ofrenda de amor.

—Su distrofia muscular ha desaparecido, pero también su psique. Está en uno de esos hospitales que algunos llaman «apartadero de vegetales».

—Lamento mucho oírlo —respondió Jacobs, y depositó de nuevo la atención en la vista: la zona centro del estado de Nueva York en pleno cambio de color camino del invierno.

Enumeré los otros casos, aunque saltaba a la vista que sabía ya buena parte de lo que le contaba. En realidad, lo sorprendí solo una vez, al final, cuando le hablé de Cathy Morse.

—Dios mío —dijo—. Aquella chica, la del padre furioso.

—Creo que esta vez el padre furioso no se conformaría con darte un puñetazo en la boca. Si pudiera encontrarte, claro está.

—Quizá, Jamie, pero no ves las cosas con perspectiva. —Se inclinó hacia delante, entrelazó las manos entre las rodillas huesudas y fijó la mirada en la mía—. He curado a muchos pobres desdichados. Algunos, los que tenían trastornos psicosomáticos, en realidad se curaban por sí solos, como sin duda ya sabes. Pero otros se han curado por efecto de la electricidad secreta. Aunque el mérito se lo lleva Dios, naturalmente.

Enseñó los dientes por unos instantes en una sonrisa espasmódica, desprovista de alegría.

—Permíteme plantearte una situación hipotética. Supón que yo fuera un neurocirujano y acudieras a mí con un tumor maligno en el cerebro, uno no imposible de operar pero casi. Muy arriesgado. Supón que yo te dijera que tus probabilidades de morir en el quirófano eran… mmm… del veinticinco por ciento, digamos. ¿No te operarías, a sabiendas de que la alternativa era una etapa de sufrimiento seguida de una muerte segura? Claro que lo harías. Me suplicarías que te operara.

Callé, porque la lógica era inapelable.

—Dime una cosa: ¿cuántas personas crees que he curado realmente con intervención de la electricidad?

—No lo sé. Mi ayudante y yo solo incluimos en la lista a aquellos de los que estábamos seguros. Eran muy pocos.

Asintió.

—Buena técnica de investigación.

—Me alegro de que la apruebes.

—Yo tengo mi propia lista, y es mucho más amplia. Porque cuando ocurre, lo , ¿entiendes? Cuando da resultado. Nunca cabe la menor duda. Y basándome en mi seguimiento, solo unos cuantos padecen efectos negativos. El tres por ciento, quizá el cinco. En comparación con el ejemplo del tumor cerebral que acabo de ponerte, diría que son unas probabilidades magníficas.

No supe qué decir ante la palabra «seguimiento». Yo contaba solo con Brianna. Él disponía de cientos e incluso miles de adeptos que de buena gana permanecían atentos a sus curaciones; le bastaba con pedirlo.

—Salvo por Cathy Morse, estabas al corriente de cada uno de los casos que acabo de mencionar, ¿verdad?

No contestó. Sencillamente me observó. En su rostro no se advertía el menor asomo de duda, sino solo una férrea certidumbre.

—Claro que sí. Porque sigues de cerca los casos. Para ti son ratas de laboratorio, ¿y qué más da si unas cuantas ratas enferman? ¿O mueren?

—Eso es muy injusto.

—No lo creo. Montas ese número religioso porque si llevaras a cabo esas actividades en el laboratorio que con toda seguridad tienes aquí en The Latches, te detendrían por experimentar con seres humanos… y matar a algunos de ellos. —Me incliné sin apartar de él la mirada—. La prensa te calificaría de Josef Mengele.

—¿Llama alguien Josef Mengele a un neurocirujano solo porque pierde a algunos de sus pacientes?

—No acuden a ti con tumores cerebrales.

—Algunos sí, y muchos de esos ahora viven y disfrutan de la vida en lugar de yacer bajo tierra. ¿Mostré tumores falsos cuando hacía el circuito de las ferias? Pues sí, y no me enorgullezco pero era necesario. Porque no puedes mostrar algo que sencillamente ha desaparecido. —Se detuvo a pensar—. Es verdad que la mayor parte de la gente que acudía a mis sesiones de reviviscencia no padecía enfermedades terminales, pero en cierto modo esas dolencias físicas no fatales son peores. Esas son las que llevan a la gente a vivir largas vidas llenas de dolor. Sufrimiento, en algunos casos. Y tú te sientas ahí y me juzgas. —Movió la cabeza en un gesto pesaroso, pero su mirada no traslucía el menor pesar. Traslucía cólera.

—Cathy Morse no tenía ningún dolor, ni se ofreció voluntaria. La elegiste entre el público porque era un bombón. Un manjar para los ojos de los paletos.

Al igual que Bree, Jacobs señaló que quizá hubiera alguna otra razón para el suicidio de Morse. Dieciséis años eran mucho tiempo. Podía haber ocurrido un sinfín de cosas.

—Tú sabes que no —contesté.

Bebió, y cuando dejó el vaso, la mano le temblaba visiblemente.

—Esta conversación no tiene sentido.

—¿Porque no tienes intención de dejarlo?

—Porque ya lo he dejado. C. Danny Jacobs nunca levantará otra carpa de la reviviscencia. Ahora hay cierto debate y especulaciones sobre ese individuo en internet, pero el interés no dura mucho. Pronto ese personaje se habrá borrado de la memoria del público.

Si eso era verdad, había ido a echar la puerta abajo solo para descubrir que no estaba cerrada con llave. La idea, en lugar de tranquilizarme, aumentó mi desazón.

—Dentro de seis meses, quizá un año, la web anunciará que el Pastor Jacobs se retira por razones de salud. Después, dejará de existir.

—¿Por qué? ¿Porque has acabado tu investigación? —Solo que no creía que las investigaciones de Charlie Jacobs acabaran nunca.

Se volvió de nuevo a contemplar la vista. Finalmente descruzó las piernas y, apoyándose en los brazos de su butaca, se levantó.

—Acompáñame afuera, Jamie. Quiero enseñarte una cosa.

Al Stamper estaba sentado a la mesa de la cocina, una montaña de grasa con un pantalón discotequero de los años setenta. Clasificaba el correo. Delante tenía una pila de gofres que chorreaban mantequilla y sirope, y a un lado un tetrabrik de una bebida alcohólica. En el suelo, junto a la silla, había tres cajas de plástico del Servicio de Correos con más cartas y paquetes. Mientras observaba, Stamper abrió un sobre de color marrón. Extrajo una carta escrita a mano, una foto de un niño en silla de ruedas y un billete de diez dólares. Metió el billete en el tetrabrik de ginebra y leyó la carta por encima a la vez que engullía un gofre. De pie junto a él, Jacobs parecía aún más delgado. Esta vez no pensé en Adán y Eva, sino en Jack Sprat y su mujer, aquella pareja en la que uno no podía comer grasa y la otra no podía comer magro, y entre los dos dejaban limpio el plato.

—Puede que la carpa esté plegada —comenté—, pero veo que las ofrendas de amor siguen llegando.

Stamper me lanzó una mirada de malévola indiferencia —si tal cosa existe— y se concentró de nuevo en abrir y clasificar cartas. Y en devorar gofres, por supuesto.

—Leemos todas las cartas —dijo Jacobs—. ¿Verdad, Al?

—Sí.

—¿Las contestáis todas? —pregunté.

—Deberíamos hacerlo —respondió Stamper—. Al menos eso creo yo. Y podríamos, si tuviera ayuda. Bastaría con una sola persona, además de un ordenador para sustituir el que el Pastor Danny se llevó a su taller.

—Ya hemos hablado de eso, Al —dijo Jacobs—. En cuanto empezáramos a mantener correspondencia con los suplicantes…

—Nunca acabaríamos, lo sé. Solo que me pregunto qué ha sido de la obra del Señor.

—Tú te ocupas de ella —afirmó Jacobs. La voz era amable. A sus ojos, en cambio, asomaba una sonrisa: era la mirada de un hombre que contempla a un perro hacer un truco.

Stamper, sin contestar, se limitó a abrir el sobre siguiente. Este no incluía foto, sino solo una carta y un billete de cinco.

—Vamos, Jamie —dijo Jacobs. Dejémoslo con lo suyo.

Desde el camino de acceso, las dependencias exteriores se veían cuidadas y en óptimo estado de conservación, pero de cerca advertí que los tablones estaban astillados aquí y allá y las molduras necesitaban retoques. La grama por la que caminábamos, sin duda un considerable gasto cuando los jardines de la finca se reformaron por última vez, estaba demasiado crecida. Si no se cortaba pronto, los ocho mil metros cuadrados de césped de la parte de atrás se convertirían de nuevo en pradera.

Jacobs se detuvo.

—¿Cuál de esos edificios crees que es el laboratorio?

Señalé el granero. Era el más grande, más o menos del tamaño de la chapistería alquilada en Tulsa.

Sonrió.

—¿Sabías que el personal que participó en el Proyecto Manhattan disminuyó gradualmente antes de la primera prueba de la bomba atómica en Arenas Blancas?

Negué con la cabeza.

—Para cuando se detonó la bomba, varios de los barracones prefabricados destinados a alojar a los trabajadores estaban vacíos. He aquí una norma poco conocida sobre la investigación científica: conforme uno avanza hacia su objetivo final, las necesidades de apoyo tienden a disminuir.

Me guio hacia lo que parecía un modesto cobertizo para las herramientas, sacó un llavero y abrió la puerta. Yo esperaba que dentro hiciera calor, pero se estaba tan fresco como en la casa grande. Un banco de trabajo se extendía a lo largo de la pared de la izquierda, pero encima solo vi cuadernos y un ordenador Macintosh, cuyo salvapantallas mostraba en ese momento unos caballos en incesante galope. Frente al Mac había una silla de aspecto ergonómico y caro.

En el lado derecho del cobertizo se alzaba una estantería repleta de cajas semejantes a cartones de tabaco chapados en plata… solo que los cartones de tabaco no zumban como amplificadores en modo de espera. En el suelo había otra caja, esta pintada de verde y aproximadamente de las dimensiones de una mininevera de hotel. Encima descansaba un monitor de televisión. Jacobs dio una ligera palmada y la pantalla se encendió, mostrando una serie de barras verticales —rojas, azules y verdes— que subían y bajaban de una forma que inducía a pensar en la respiración. En cuanto a su valor como medio de entretenimiento, dudé que llegara a sustituir a Gran Hermano.

—¿Aquí es donde trabajas?

—Sí.

—¿Dónde está el equipo? ¿Los instrumentos?

Señaló primero el Mac y luego el monitor.

—Ahí y ahí. Pero la parte más importante… —Se indicó la sien, imitando el gesto de un suicida—. Aquí arriba. Da la casualidad de que te encuentras en el centro de investigación electrónica más avanzado del mundo. En comparación con todo lo que yo he descubierto en este taller, los hallazgos del laboratorio de Edison en Menlo Park son insignificantes. Mis descubrimientos podrían cambiar el mundo.

Pero ¿lo cambiarían para mejor?, me pregunté. No me gustó la expresión ensoñadora y posesiva que vi en su rostro mientras contemplaba lo que, a mis ojos, no era casi nada. Aun así, no podía considerar sus afirmaciones una vana ilusión y restarles importancia. Los cartones de tabaco plateados y la caja verde del tamaño de una mininevera transmitían una sensación de poder latente. Estar en aquel cobertizo era como hallarse demasiado cerca de una central eléctrica a pleno rendimiento, tan cerca como para sentir en los empastes metálicos de los dientes el silbido de los voltios extraviados.

—En la actualidad genero electricidad por medios geotérmicos. —Dio unas palmadas a la caja verde—. Esto es un generador geosíncrono. Debajo hay una tubería de pozo artesiano no mayor que la que abastecería a una vaquería de dimensiones normales. Sin embargo, a potencia media, este generador podría crear vapor supercalentado para proporcionar suministro no solo a The Latches, sino a toda la cuenca del Hudson. A plena potencia, podría poner en ebullición el acuífero entero como agua en un hervidor. Lo cual iría contra nuestros propios intereses. —Se rio con ganas.

—No es posible —dije. Pero por supuesto tampoco lo era curar tumores cerebrales y espinas dorsales seccionadas con anillos sagrados.

—Te aseguro que sí lo es, Jamie. Con un generador un poco más grande, que podría construir con piezas que se compran fácilmente por correo, conseguiría iluminar toda la costa Este. —Lo dijo con toda calma, no jactándose, sino presentándolo como una realidad—. Si no lo hago, es porque la producción de energía no me interesa. Que el mundo se ahogue en sus propios vertidos; por lo que a mí se refiere, es lo que se merece. Y para mis objetivos, me temo que la energía geotérmica es un callejón sin salida. No basta. —Contempló pensativamente los caballos que galopaban en la pantalla de su ordenador—. Esperaba más de este sitio, sobre todo en verano, cuando… pero dejémoslo.

—¿Y nada de esto funciona con electricidad tal y como ahora la entendemos?

Me dirigió una mirada de risueño desdén.

—Claro que no.

—Funciona con la electricidad secreta.

—Sí. Así es como la llamo.

—Una forma de electricidad que nadie más ha descubierto en todo el tiempo transcurrido desde Escribonio. Hasta que tú apareciste. Un pastor que construía juguetes a pilas por puro pasatiempo.

—Sí es conocida. O lo era. En De Vermis Mysteriis, obra escrita a finales del siglo XV, Ludvig Prinn la menciona. La llama potestas magnum universum, la fuerza que mueve el universo. En realidad Prinn cita a Escribonio. Desde que me marché de Harlow, potestas universum… buscarla, intentar dominarla… se ha convertido en el centro de mi vida.

Quise creer que era un delirio, pero las curaciones y los extraños retratos tridimensionales que le había visto crear en Tulsa lo desmentían. Quizá no importara. Quizá lo único que importara fuese si de verdad se proponía aparcar a C. Danny Jacobs o no. Si había dado por terminadas las curaciones milagrosas, mi misión estaba cumplida. ¿O no?

Adoptó un tono profesoral.

—Para comprender cómo he avanzado tanto y descubierto tantas cosas yo solo, debes tener en cuenta que la ciencia es en muchos sentidos tan efímera como la industria de la moda. La explosión de la prueba Trinity, en Arenas Blancas, se produjo en 1945. Los rusos detonaron su primera bomba atómica en Semipalatinsk cuatro años después. La electricidad se generó por primera vez mediante fisión nuclear en Arco, Idaho, en 1951. En el medio siglo transcurrido desde entonces, la electricidad se ha convertido en la dama de honor fea; la energía nuclear es la hermosa novia por la que todos suspiran. Pronto la fisión quedará relegada al papel de dama de honor fea y la fusión se convertirá en la hermosa novia. En lo que se refiere a la investigación en el terreno de la teoría eléctrica, han desaparecido las becas y las subvenciones. Lo que es más importante, ha desaparecido el interés. ¡Ahora la electricidad se ve como una antigualla, pese a que toda fuente de energía moderna debe convertirse a amperios y voltios!

El tono era ya menos profesoral y más iracundo.

—A pesar de su inmenso poder para matar y curar, a pesar de lo mucho que ha cambiado las vidas de todas las personas del planeta, y a pesar del hecho de que todavía no se la comprende, las investigaciones científicas en este campo se contemplan ahora con benévolo desprecio. ¡Los neutrones seducen! La electricidad es insípida, el equivalente al polvoriento almacén del que se han retirado todos los objetos valiosos, quedando solo la chatarra inútil. Pero ese almacén no está vacío. Al fondo hay una puerta no descubierta, una puerta que conduce a unas cámaras que pocos han visto, llenas de objetos de una belleza sobrenatural. Y esas cámaras son interminables.

—Empiezas a ponerme nervioso, Charlie. —Mi intención era decirlo con desenfado, pero me salió con absoluta seriedad.

Sin prestar atención, se limitó a renquear por el taller entre el banco de trabajo y la estantería, mirando al suelo, tocando la caja verde cada vez que pasaba por su lado, como para asegurarse de que seguía allí.

—Sí, otros han visitado esas cámaras. No soy el primero. Por ejemplo, Escribonio. O también Prinn. Pero en su mayoría han sido muy reservados con respecto a sus descubrimientos. Igual que yo. Porque el poder es enorme. Incognoscible, en realidad. ¿La energía nuclear? ¡Bah! ¡Es un juego! —Tocó la caja verde—. Al lado de lo que hay aquí dentro, si se conectara a una fuente con potencia suficiente, la energía nuclear es tan insignificante como la pistola de pistones de un niño.

Lamenté no haberme llevado la limonada, porque tenía la garganta seca. Tuve que aclarármela antes de hablar.

—Charlie, supongamos que todo lo que dices es cierto. ¿Entiendes qué es lo que tienes entre manos? ¿Cómo funciona?

—Una pregunta justa. Permíteme que plantee yo otra a cambio. ¿Entiendes qué ocurre cuando pulsas el interruptor de una pared? ¿Podrías enumerar la secuencia de acontecimientos que concluye cuando la luz disipa las sombras en una habitación a oscuras?

—No.

—¿Sabes siquiera si ese movimiento de tu dedo cierra o abre un circuito?

—Ni idea.

—Sin embargo eso nunca te ha impedido encender una luz, ¿verdad? ¿Ni enchufar tu guitarra eléctrica llegado el momento de tocar?

—Cierto, pero yo nunca me he conectado a un amplificador tan potente como para iluminar toda la costa Este.

Me dirigió una mirada de recelo tan sombría que parecía rayar en la paranoia.

—Si eso es un argumento, lamento decir que no lo comprendo.

Creí que a ese respecto decía la verdad, lo cual podía ser lo más temible de todo.

—Da igual. —Lo cogí por los hombros para interrumpir sus paseos y esperé hasta que me miró. Pero incluso con los ojos muy abiertos, fijos en mi cara, tuve la impresión de que miraba sin verme.

—Charlie, si has dejado las curaciones, y si no quieres acabar con la escasez de energía, ¿qué quieres?

Al principio no contestó. Parecía en trance. De pronto se apartó de mí de un tirón y empezó a pasearse de nuevo, adoptando otra vez el tono profesoral.

—Los dispositivos de transferencia, los que utilizo en los seres humanos, han sobrellevado sucesivas modificaciones. Cuando curé a Hugh Yates de su sordera, utilizaba unos anillos grandes revestidos de oro y paladio. Ahora me parecen cómicamente anticuados, videocasetes en la era de las descargas por internet. Los auriculares que usé contigo eran más pequeños y más potentes. Para cuando tú apareciste con el problema de la heroína, había sustituido el paladio por osmio. El osmio es más barato… un factor decisivo para un hombre con limitaciones de presupuesto, como era mi caso entonces… y los auriculares eran eficaces pero no quedarían bien en una sesión de reviviscencia, ¿verdad que no? ¿Acaso Jesús llevaba auriculares?

—Seguramente no —contesté—, pero también dudo que llevara alianza nupcial, siendo soltero.

No prestó atención. Se paseó de un lado a otro como un hombre en una celda. O como los paranoicos que rondan por cualquier gran ciudad, esos que quieren hablar de la CIA, la conspiración judía internacional o los secretos de los rosacruces.

—Así que volví a los anillos, y me inventé una historia que los presentara como algo… apetecible… ante mis fieles.

—Dicho de otro modo, un camelo.

Eso lo devolvió al presente. Sonrió, y por un momento me hallé en presencia del reverendo Jacobs que yo recordaba de la infancia.

—Sí, de acuerdo un camelo. Para entonces, yo utilizaba una aleación de rutenio y oro, y por consiguiente los anillos eran ya mucho más pequeños. E incluso más potentes. ¿Salimos, Jamie? Se te ve un poco inquieto.

—Lo estoy. Puede que no comprenda esa energía tuya, pero la siento. Casi como si me burbujeara la sangre.

Se echó a reír.

—¡Sí! ¡Podría decirse que aquí hay un ambiente eléctrico! ¡Ja! Para mí es una sensación placentera; pero, claro, yo estoy acostumbrado. Ven, salgamos y respiremos un poco de aire fresco.

El olor del mundo exterior nunca me había parecido tan dulce como cuando, paseando, nos encaminamos de regreso hacia la casa.

—Una pregunta más, Charlie. Si no te importa.

Él dejó escapar un suspiro, pero no pareció disgustarle. Una vez fuera del claustrofóbico taller, en apariencia recobró la cordura.

—Te contestaré con mucho gusto si puedo.

—Cuentas a los paletos que tu mujer y tu hijo se ahogaron. ¿Por qué mientes? No veo la necesidad.

Se interrumpió y agachó la cabeza. Cuando la levantó, advertí que aquella serena normalidad se había esfumado, si es que alguna vez había existido. A su rostro asomó una ira tan profunda y tan negra que involuntariamente di un paso atrás. La brisa le había alborotado el cabello ralo por encima de la frente arrugada. Se lo apartó y luego se apretó las sienes con las palmas de las manos, como un hombre aquejado de una jaqueca horrenda. Sin embargo, cuando habló, lo hizo en voz baja y desprovista de tono. De no ser por la expresión de su cara, tal vez habría confundido aquello con sensatez.

—No merecen la verdad. Los llamas «paletos», y qué razón tienes. Han renunciado a usar el cerebro… y eso que algunos de ellos ciertamente lo tienen… y han depositado su fe en esa compañía de seguros gigantesca y fraudulenta conocida como religión.

Esta les promete una eternidad jubilosa en la otra vida si se atienen a las normas en esta, y muchos de ellos lo intentan, pero ni siquiera con eso basta. Cuando llega el dolor, quieren milagros. Para ellos, no soy más que un hechicero que les toca con sus anillos mágicos en lugar de agitar un sonajero de hueso sobre ellos.

—¿Ninguno ha averiguado la verdad?

A partir de mis investigaciones con Bree me había convencido de que Fox Mulder tenía razón sobre una cosa: la verdad está ahí fuera, y cualquiera en nuestros tiempos, cuando casi todos vivimos en una casa de cristal, puede descubrirla con un ordenador y una conexión a internet.

—¿No me escuchas? No merecen la verdad, y no tiene nada de malo que no la quieran. —Sonrió, y asomaron sus dientes, los superiores e inferiores, muy apretados—. Tampoco quieren las Bienaventuranzas del Cantar de los Cantares. Solo quieren la curación.

Stamper no alzó la vista cuando cruzamos la cocina. Dos de las cajas de correos estaban ya vacías, y se ocupaba de la tercera. El tetrabrik de ginebra parecía ya medio lleno. Había algunos cheques, pero en su mayoría eran billetes arrugados. Pensé en lo que Jacobs había dicho sobre los hechiceros. En Sierra Leona, sus clientes habrían hecho cola frente a la puerta, cargando con frutas, verduras y pollos con el pescuezo recién retorcido. Aquello era lo mismo, en realidad; todo se reducía al furor. La ganancia. El lucro.

De regreso en la biblioteca, Jacobs se sentó con una mueca de dolor y se bebió el resto de la limonada.

—Voy a pasarme la tarde meando —comentó—. Es la maldición de la vejez. El motivo por el que me he alegrado de verte, Jamie, es que quiero contratarte.

—Quieres ¿qué?

—Ya me has oído. Al pronto se marchará. No estoy muy seguro de que él lo sepa ya, pero lo hará. No quiere formar parte de mi trabajo científico; a pesar de que sabe que es la base de mis curaciones, piensa que es una abominación.

Estuve a punto de decir: ¿Y si tiene razón?

—Tú puedes hacer su trabajo: abrir diariamente las cartas, clasificar los nombres y las dolencias de los corresponsales, apartar las ofrendas de amor, ir a Latchmore una vez por semana e ingresar los cheques. Echar un vistazo a quienes se presentan ante la verja… cada vez son menos, pero aún vienen al menos una docena por semana… y decirles que se vayan. —Se volvió para mirarme a la cara—. También puedes hacer lo que Al se niega a hacer: ayudarme en las últimas fases previas a mi meta. Estoy muy cerca, pero me fallan las fuerzas. Un ayudante tendría para mí un valor inestimable, y ya antes hemos trabajado bien juntos. No sé cuánto te paga Hugh, pero lo duplicaré… no, lo triplicaré. ¿Qué dices?

Al principio fui incapaz de contestar. Me quedé atónito.

—¿Jamie? Estoy esperando.

Cogí la limonada, y esta vez los restos fundidos de los cubitos tintinearon. Bebí y volví a dejar el vaso.

—Hablas de una meta. Dime cuál es.

Se detuvo a pensar. O esa impresión dio.

—Todavía no. Ven a trabajar para mí y llega a comprender el poder y la belleza de la electricidad secreta un poco mejor. Quizá entonces.

Me puse en pie y le tendí la mano.

—Ha sido un placer volver a verte. —Otra de esas cosas que uno dice por decir, como si echara un poco de grasa para mantener los engranajes en funcionamiento, pero esta mentira era mucho mayor que decirle que tenía un aspecto estupendo—. Cuídate. Y sé prudente.

Se levantó pero no aceptó mi mano.

—Me has decepcionado. Y, lo confieso, me has irritado. Vienes de muy lejos para reprender a un viejo cansado que en otro tiempo te salvó la vida.

—Charlie, ¿y si esa electricidad secreta tuya escapa a tu control?

—Eso no ocurrirá.

—Seguro que los responsables de Chernobyl pensaban lo mismo.

—Eso es un golpe bajo. Te he permitido entrar en mi casa porque esperaba gratitud y comprensión. Veo que me equivocaba tanto por un lado como por el otro. Al te acompañará a la salida. Necesito acostarme un rato. Estoy muy cansado.

—Charlie, siento gratitud. Te agradezco lo que hiciste por mí. Pero…

—Pero. —Tenía el rostro inexpresivo y gris—. Siempre hay un pero.

—Dejando de lado la electricidad secreta, no puedo trabajar para un hombre que se venga de personas maltrechas porque no puede vengarse de Dios por matar a su mujer y a su hijo.

Su rostro pasó de gris a blanco.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?

—Puede que estés curando a algunas de esas personas —dije—, pero te estás burlando de todas. Ya me marcho. No es necesario que el señor Stamper me acompañe a la salida.

Me encaminé hacia la puerta delantera. Estaba cruzando la rotonda, acompañado de mi propio taconeo en el mármol, cuando levantó la voz a mis espaldas, amplificado el sonido por todo aquel espacio abierto.

—No hemos acabado, Jamie. Eso te lo prometo. No hemos acabado ni remotamente.

Tampoco necesité que Stamper me abriera la verja; esta se desplazó automáticamente cuando me acerqué con el coche. Al pie del camino de acceso, me detuve, vi que tenía cobertura en el teléfono móvil y llamé a Bree. Contestó tras sonar el timbre una sola vez, y me preguntó si estaba bien sin dejarme siquiera abrir la boca. Contesté que sí, y a continuación le dije que Jacobs me había ofrecido trabajo.

—¿En serio?

—Sí, y le he dicho que no…

—¡Pues claro que le has dicho que no, maldita sea!

—Pero eso no es lo importante. Dice que ha acabado con las giras de reviviscencia, y con las curaciones. A juzgar por el malhumor del señor Al Stamper, antiguo miembro de los Vo-Lites y ahora ayudante personal de Charlie, me lo creo.

—¿Eso se ha acabado, pues?

—Como decía el Llanero Solitario a su fiel compinche indio: «Tonto, nuestro trabajo aquí ha terminado».

Siempre y cuando ese hombre no vuele el mundo en pedazos con su electricidad secreta.

—Llámame cuando llegues a Colorado.

—Eso haré, ricura. ¿Qué tal Nueva York?

—¡Fantástico!

Ante el entusiasmo que percibí en su voz, me sentí como si, en lugar de cincuenta y tres años, tuviera muchos más.

Hablamos de su nueva vida en la gran ciudad durante un rato y después arranqué el coche y accedí a la autovía, de regreso al aeropuerto. Tras recorrer unos kilómetros, miré por el retrovisor y vi una luna menor en el asiento de atrás.

Me había olvidado de darle a Charlie su calabaza.

Ir a la siguiente página

Report Page