Revival

Revival


XIII

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XIII

Mary Fay, revivida.

Había una amplia ventana orientada al este en la cámara mortuaria de Mary Fay, pero en ese momento teníamos la tormenta casi encima, y lo único que veía a través del cristal era una cortina de lluvia de un tono plateado mate. La habitación era un nido de sombras pese a la lámpara de la mesilla. Rocé con el hombro izquierdo la cómoda que me había mencionado Jacobs, sin acordarme siquiera del revólver guardado en el primer cajón. Captaba toda mi atención la figura inerte que yacía en la cama de hospital. Nada me impedía verla con toda claridad, porque los diversos monitores estaban apagados y el soporte del gotero se hallaba en el rincón.

Era hermosa. Tras la muerte no se advertía en ella señal alguna de la enfermedad que había infestado su cerebro; su rostro —piel de alabastro realzada por la exuberante mata de cabello castaño— era tan perfecto como cualquier camafeo. Tenía los ojos cerrados; las pestañas, muy tupidas, caían sobre las mejillas, y los labios permanecían ligeramente separados. Una sábana la cubría hasta las axilas. Sus manos entrelazadas descansaban sobre el pecho, por encima de la curvatura del busto. Unos versos acudieron a mi memoria, de algún poema leído en las clases de literatura del instituto, y reverberaron en mi cabeza: «Tu pelo de jacinto, tu clásica belleza… Y tu figura de estatua se agiganta…».

Junto al respirador ya inservible, Jenny Knowlton se retorcía las manos.

Cayó un rayo. En su momentáneo resplandor vi el poste de hierro en Lo Alto del Cielo, allí plantado desde hacía sabe Dios cuántos años, desafiando a las tormentas, una tras otra, a arremeter con todas sus fuerzas.

Jacobs me tendía la caja.

—Ayúdame, Jamie. Debemos actuar sin pérdida de tiempo. Cógela y ábrela. Yo me ocuparé del resto.

—No lo haga —dijo Jenny desde el rincón—. Por el amor de Dios, déjela descansar en paz.

Es posible que Jacobs no la hubiera oído a causa del repiqueteo de la lluvia y los rugidos del viento. Yo sí la oí, pero opté por hacer oídos sordos. Así es como nos labramos la condenación: desoyendo la voz que nos ruega que nos detengamos. Que nos detengamos cuando todavía estamos a tiempo.

Abrí la caja. No contenía varillas ni mando. En su lugar vi una diadema metálica, tan fina como la tirilla de un zapato de vestir de niña. Jacobs la sacó con cuidado —con actitud reverencial— y, tirando de los extremos suavemente, los separó. Y cuando cayó otro rayo, precedido una vez más del leve chasquido que yo ya conocía, vi que una radiación verde se propagaba por la diadema, confiriéndole un extraño aspecto, como si no fuera simple metal sin vida. Como si fuera, quizá, una serpiente.

—Jenny, levántale la cabeza —dijo Jacobs.

Ella se negó con un gesto tan vehemente que se le agitó el pelo.

Jacobs exhaló un suspiro.

—Jamie, hazlo tú.

Me acerqué a la cama como un hombre en un sueño. Me acordé de Patricia Farmingdale echándose sal a los ojos. De Emil Klein comiendo tierra. De Hugh Yates viendo a los fieles del Pastor Danny convertirse en hormigas enormes bajo la carpa de la reviviscencia. Pensé: Toda curación tiene su precio.

Se oyó otro chasquido y siguió el destello de otro rayo. Tronó, y la casa se estremeció. La lámpara de la mesilla se apagó. Por un momento la habitación quedó sumida en las sombras, y de pronto un generador cobró vida.

—¡Deprisa! —exclamó Jacobs. Su voz traslucía dolor.

Vi quemaduras en las palmas de sus manos. Pero se resistía a soltar la diadema. Era su último conductor, su vía de acceso a la potestas magnum universum, y pensé entonces (como ahora todavía lo pienso) que ni siquiera la muerte por electrocución lo habría inducido a soltarla.

—¡Deprisa, antes de que el rayo caiga en el poste!

Levanté la cabeza de Mary Fay. El pelo castaño se retiró de aquel rostro perfecto (y perfectamente inmóvil) en un diluvio que se encharcó en la almohada. Charlie se inclinó a mi lado. Respiraba con un jadeo ronco y agitado. Su aliento apestaba a vejez y enfermedad. Pensé que bien podría haber esperado unos meses e investigado personalmente qué había al otro lado de la puerta. Pero, por supuesto, no era eso lo que él quería. En el núcleo de toda religión establecida existe un misterio sagrado que sustenta la fe e induce a la fidelidad, incluso hasta el extremo del martirio. ¿Deseaba él saber qué había más allá de la puerta de la muerte? Sí. Pero lo que deseaba aún más vivamente —esto lo creo de todo corazón— era transgredir ese misterio. Arrastrarlo hasta la luz y, sosteniéndolo en alto, clamar: ¡Hela aquí! ¡He aquí la razón de todas vuestras cruzadas y asesinatos en nombre de Dios! Hela aquí, ¿qué os parece?

—El pelo… levántale el pelo. —Se volvió en actitud acusadora hacia Jenny, que permanecía amedrentada en el rincón—. ¡Maldita sea, te dije que se lo cortaras!

Ella no contestó.

Levanté el pelo a Mary Fay. Lo tenía tan suave y tupido como una madeja de seda, y comprendí por qué Jenny no se lo había cortado. No se vio con ánimos.

Jacobs deslizó la fina diadema metálica por la frente y se la colocó bien ceñida a las concavidades de las sienes.

—Bien —dijo a la vez que se erguía.

Con delicadeza, deposité la cabeza de la muerta en la almohada, y mientras contemplaba esas pestañas oscuras que le rozaban las mejillas, me asaltó un pensamiento reconfortante: aquello no daría resultado. Una cosa eran las curaciones; otra muy distinta revivir a una mujer que llevaba muerta quince minutos… no, para entonces ya casi media hora. Sencillamente no era posible. Y si un rayo cargado con millones de voltios llegaba a ejercer algún efecto —si debido al impacto la mujer contraía los dedos o movía la cabeza—, no tendría mayor trascendencia que cuando una rana muerta sacudía la pata al recibir la descarga eléctrica de una pila seca. ¿Qué pretendía Jacobs? Aun si el cerebro de aquella mujer hubiese sido un órgano perfectamente sano, estaría ya descomponiéndose en su cráneo. La muerte cerebral es irreversible; eso incluso yo lo sabía.

Retrocedí.

—¿Y ahora qué, Charlie?

—Esperaremos —contestó—. No será mucho tiempo.

Cuando la lámpara de la mesilla se apagó una segunda vez, al cabo de unos treinta segundos, no volvió a encenderse, y no oí ya el rugido del generador bajo el fragor del viento. Una vez ceñida la diadema metálica en torno a la cabeza de Mary Fay, Jacobs pareció perder todo interés en ella. Miraba por la ventana con las manos a la espalda como un capitán en el puente de mando de un navío. A través de aquella lluvia torrencial no se veía el poste de hierro —ni siquiera como una mancha borrosa—, pero sería de nuevo visible en cuanto cayera el rayo. Si es que caía. De momento, no lo había hecho. Quizá sí existía Dios, pensé, y había tomado partido contra Charles Jacobs.

—¿Dónde está el mando? —pregunté—. ¿Dónde está la conexión a ese poste de ahí fuera?

Me miró como si yo fuera imbécil.

—Es imposible controlar la fuerza que hay más allá del rayo. Reduciría a cenizas incluso un bloque de titanio. En cuanto a la conexión… eres , Jamie. ¿No has sospechado siquiera el motivo por el que estás aquí? ¿Pensabas que te traje para prepararme las comidas?

Al oírselo decir, me costó entender por qué no me había dado cuenta antes. Por qué había tardado tanto. En realidad la electricidad secreta nunca me había abandonado, ni a mí ni a ninguna de las personas a quienes el Pastor Danny había curado. A veces permanecía latente, como la enfermedad que se había ocultado tanto tiempo en el cerebro de Mary Fay. A veces despertaba y lo inducía a uno a comer tierra, o a echarse sal a los ojos, o a ahorcarse con su propio pantalón. Aquella pequeña puerta se abría con dos llaves. Mary Fay era una.

Yo era la otra.

—Charlie, tienes que poner fin a esto.

¿Ponerle fin? ¿Estás loco?

No, pensé, el loco eres tú. Yo he recobrado la cordura.

Confié en que no fuera demasiado tarde.

—Algo espera al otro lado. Astrid lo llamó Madre. No creo que tú quieras verla, y sé que yo no quiero.

Me incliné para retirar el aro de metal de la frente de Mary Fay. Él me rodeó con los brazos y me apartó. Los tenía descarnados, y yo debería haber podido desprenderme de ellos, pero no pude, al menos en un primer momento. Me retuvo con toda la fuerza de su obsesión.

Mientras forcejeábamos en aquella habitación lúgubre, sumida en sombras, de pronto el viento cesó. La lluvia amainó. Por la ventana vi de nuevo el poste, y riachuelos de agua que corrían por las arrugas de la voluminosa frente de granito que era Lo Alto del Cielo.

Gracias a Dios, pensé. La tormenta está pasando de largo.

Dejé de pugnar con él justo cuando estaba a punto de zafarme, y perdí así la oportunidad de acabar con aquella abominación antes de que empezara. La tormenta no había terminado; solo había tomado aliento antes de iniciar su acometida mayor. El viento volvió a arreciar, esta vez con fuerza huracanada, y en la décima de segundo que tardó en caer el rayo, sentí lo mismo que el día que había estado allí con Astrid: se me erizó el vello de todo el cuerpo y me pareció que el aire en la habitación se convertía en aceite. Esta vez no fue un chasquido, sino una DETONACIÓN, tan sonora como el estampido de un arma de pequeño calibre. Jenny lanzó un grito de terror.

Un trazo de fuego zigzagueante se desgajó de las nubes y alcanzó el poste de hierro en Lo Alto del Cielo, tornándolo azul. En mi cabeza resonó un inmenso coro de voces estridentes y supe que eran las de todos aquellos a quienes Charles Jacobs había curado, sumadas a las de aquellos que había fotografiado con la cámara de sus Retratos en Relámpagos. No solo los que habían sufrido efectos secundarios; todos ellos, millares. Si ese griterío se hubiera prolongado siquiera diez segundos, habría enloquecido. Pero cuando el fuego eléctrico que cubría el poste se desvaneció y dejó en él un tenue resplandor rojo cereza como el de un hierro de marcar recién sacado del fuego, esas voces agónicas se apagaron también.

Tronó, y la lluvia cayó a raudales, acompañada de un tamborileo de granizo.

—¡Dios mío! —exclamó Jenny—. ¡Dios mío! ¡Miren eso!

El aro en torno a la cabeza de Mary Fay emitía un intenso resplandor verde pulsátil. No solo lo vi con los ojos; estaba también en lo más hondo de mi cerebro, porque yo era la conexión. Yo era el conducto. El resplandor comenzó a perder intensidad, y de pronto otro rayo alcanzó el poste. El coro gritó de nuevo. Esta vez la diadema pasó de verde a un blanco deslumbrante, tan vivo que no se podía mirar. Cerré los ojos y me llevé las manos a los oídos. En la oscuridad permaneció la imagen residual del aro, ahora de un azul etéreo.

Las voces interiores se callaron. Abrí los ojos y vi apagarse también el fulgor engastado en el aro. Jacobs observaba el cadáver de Mary Fay con los ojos muy abiertos y cara de fascinación. Un hilo de baba le resbalaba desde el lado paralizado de la boca.

El granizo resonó en un furibundo redoble final y cesó. La lluvia empezó a amainar. Vi un rayo ramificarse entre los árboles más allá de Lo Alto del Cielo, pero la tormenta se desplazaba ya hacia el este.

De pronto Jenny abandonó la habitación y dejó la puerta abierta. La oí topar con algo al cruzar el salón, y el ruido de la puerta exterior —la misma que a mí me había costado tanto cerrar— al abrirse de par en par y batir contra la pared. Se había marchado.

Jacobs ni se dio cuenta. Se inclinó sobre la muerta, que yacía con los ojos cerrados y las pestañas de color azabache rozándole las mejillas. Ahora el aro no era más que metal sin vida. En la habitación en penumbra ni siquiera brillaba. Si había quemado la piel de la frente de Mary Fay, la marca quedaba debajo de la diadema. Pero me pareció poco probable; habría olido a carne chamuscada.

—Despierta —dijo Jacobs. Al ver que no obtenía respuesta, alzó más la voz—. ¡Despierta! —Le sacudió el brazo, al principio con delicadeza, luego con mayor violencia—. ¡Despierta! ¡Despierta, maldita sea! ¡Despierta!

Con las sacudidas de Jacobs, la cabeza de la muerta se balanceó, como en un gesto de negación.

¡DESPIERTA, MALA PUTA, DESPIERTA!

Si seguía así, iba a arrancarla de la cama y a tirarla al suelo, y yo no habría resistido una profanación más. Lo agarré por el hombro derecho y lo aparté. Tambaleantes, retrocedimos los dos en una torpe danza y chocamos con la cómoda.

Se volvió hacia mí, con una expresión enloquecida en el rostro a causa de la furia y la frustración.

¡Suéltame! ¡Suéltame! Salvé tu vida inútil y miserable y te exijo…

Entonces algo pasó.

De la cama llegó un leve zumbido. Relajé los dedos en torno al hombro de Jacobs. El cadáver yacía tal como estaba antes, solo que ahora tenía las manos a los lados debido al zarandeo.

Solo ha sido el viento, pensé. Estoy seguro de que, con un poco de tiempo, podría haberme convencido de eso, pero antes siquiera de que pudiera intentarlo, se oyó otra vez: un tenue zumbido procedente de la mujer tendida en la cama.

—Está volviendo —dijo Charlie. Los ojos, enormes, se le salían de las órbitas, como a un sapo estrujado por un niño cruel—. Está reviviendo. Está viva.

—No —dije.

Si me oyó, no prestó atención. Estaba absorto en la mujer que yacía en la cama, inmerso el óvalo pálido de su rostro en las sombras flotantes que infestaban la habitación. Se abalanzó hacia ella como Ahab en el puente del Pequod, arrastrando la pierna impedida. Le asomaba la lengua por el lado de la boca que no tenía paralizado. Jadeaba.

—Mary —dijo—. Mary Fay.

El zumbido se repitió, bajo y atonal. Ella mantenía los ojos cerrados, pero advertí con un escalofrío de horror que los movía bajo los párpados, como si, en la muerte, soñara.

—¿Me oyes? —preguntó Jacobs, su voz seca a causa de un anhelo casi lascivo—. Si me oyes, dame una señal.

El zumbido prosiguió. Jacobs apoyó la palma de la mano en el pecho izquierdo de la mujer y se volvió hacia mí. Para mi asombro, sonreía. En la penumbra parecía una calavera, el símbolo de la muerte.

—No le late el corazón —anunció—. Sin embargo vive. ¡Vive!

No, pensé. Está esperando. Pero la espera casi ha terminado.

Jacobs se volvió nuevamente hacia ella y acercó el rostro semiparalizado hasta quedar a unos centímetros de la muerta: un Romeo con su Julieta.

¡Mary! ¡Mary Fay! ¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve y cuéntanos dónde has estado!

Me resulta difícil recordar qué ocurrió a continuación, y más aún plasmarlo por escrito, pero debo hacerlo, aunque solo sea a modo de advertencia para algún otro que pueda plantearse tales experimentos con la condenación, porque quizá estas palabras, si llega a leerlas, lo disuadan.

Abrió los ojos.

Mary Fay abrió los ojos, pero no eran ya unos ojos humanos. El rayo había destruido la cerradura de una puerta que nunca debería haberse abierto, y la Madre cruzó el umbral.

Al principio eran unos ojos azules. De un azul intenso. En ellos no había nada. Carecían por completo de expresión. Miraban al techo a través del rostro ávido de Jacobs, y más allá del techo, y más allá del cielo nublado en lo alto. De pronto volvieron. Registraron la presencia de Jacobs, y asomó a ellos cierta comprensión, cierta intelección. La mujer emitió de nuevo el zumbido, pese a que yo no la había visto tomar aire en ningún momento. ¿Para qué? Era un cuerpo muerto… salvo por esos ojos inhumanos de mirada fija.

—¿Dónde has estado, Mary Fay? —preguntó Jacobs. Le temblaba la voz. Un hilo de saliva caía aún desde el lado dañado de su boca y dejaba manchas de humedad en la sábana—. ¿Dónde has estado? ¿Qué has visto allí? ¿Qué nos espera más allá de la muerte? ¿Qué hay al otro lado? ¡Dímelo!

La cabeza de Mary Fay empezó a palpitar, como si en su interior el cerebro muerto hubiese crecido en exceso para su envoltorio. Sus ojos comenzaron a oscurecerse. Primero adquirieron una tonalidad lavanda, luego violácea, por último añil. Contrajo los labios en una sonrisa que se ensanchó y acabó siendo una mueca. Se amplió hasta que le vi todos los dientes. Una de sus manos se desplazó lentamente por el cubrecama, al igual que una araña, y agarró a Jacobs por la muñeca. Él ahogó una exclamación al notar el contacto frío y agitó la mano libre en busca de apoyo. Se la cogí, y de este modo los tres —dos vivos, una muerta— estuvimos unidos. La cabeza de ella palpitaba sobre la almohada. Crecía. Se abotargaba. Mary Fay ya no era hermosa; ya no era siquiera humana.

La habitación no se desvaneció; seguía allí, pero vi que era una ilusión óptica. El chalet era una ilusión óptica, como lo eran también Lo Alto del Cielo y el complejo. Todo el mundo de los vivos era una ilusión óptica. Lo que yo había considerado realidad era un telón de gasa, tan vaporoso como una vieja media de nailon.

El mundo real estaba detrás.

Bloques de basalto se elevaban hacia un cielo negro tachonado de estrellas ululantes. Creo que esos bloques eran los únicos vestigios de una enorme ciudad en ruinas. Se hallaba en medio de un paisaje yermo. Yermo, pero no vacío. Por este paraje avanzaba penosamente una columna ancha y en apariencia interminable de seres humanos desnudos, con la cabeza gacha, a trompicones. Esta procesión pesadillesca llegaba hasta el horizonte lejano. Acuciaban a los humanos unas criaturas semejantes a hormigas, en su mayoría negras, algunas del color rojo oscuro de la sangre venosa. Cuando los humanos caían, los seres hormigas se abalanzaban sobre ellos, para morderlos y golpearlos hasta que volvían a ponerse en pie. Vi hombres jóvenes y mujeres viejas. Vi adolescentes con bebés en los brazos. Vi niños que intentaban ayudarse mutuamente a seguir. Y en todos sus rostros se dibujaba la misma expresión de horror e incomprensión.

Avanzaban bajo las estrellas ululantes, caían, recibían su castigo y se veían obligados a ponerse en pie con mordeduras en los brazos, las piernas y el abdomen, heridas abiertas pero sin sangre. Sin sangre porque aquellos eran los muertos. Allí el absurdo espejismo concebido en la vida terrenal había sido erradicado, y lo que aguardaba a los muertos, en lugar del cielo prometido por los predicadores de todas las confesiones, era una ciudad muerta de ciclópeos bloques de piedra bajo un cielo que era en sí mismo un telón de gasa. Las estrellas ululantes no eran estrellas en absoluto. Eran orificios, y los ululatos que surgían de estos procedían de la verdadera potestas magnum universum. Más allá del cielo había entidades. Entidades vivas, omnipotentes y absolutamente locas.

Los efectos secundarios son los fragmentos residuales de una existencia desconocida más allá de nuestras vidas, había dicho Charlie, y esa existencia no andaba lejos de ese lugar estéril, un mundo prismático de verdades demenciales que llevarían a un hombre o a una mujer a la locura si lo vislumbrara. Los seres hormigas estaban al servicio de esas grandes entidades, tal como esos muertos desnudos, en su avance, estaban al servicio de los seres hormigas.

Tal vez la ciudad no fuese siquiera una ciudad, sino una especie de hormiguero donde todos los muertos de la tierra eran primero esclavizados y luego devorados. Y cuando eso ocurría, ¿morían por fin para siempre? Quizá no. Yo no deseaba recordar el pareado que Bree reprodujo en su email, pero me fue imposible evitarlo: «Que no está muerto lo que eternamente yace, / y en los eones por venir aun la muerte puede morir».

En medio de esa horda en movimiento, en algún lugar, estaban Patsy Jacobs y Morrie el Lapa. En algún lugar estaba Claire, que merecía el cielo y sin embargo había recibido eso: un mundo estéril bajo estrellas huecas, un reino de huesos, un gran osario, donde los guardianes, esos seres hormigas, a veces caminaban sobre todas sus patas y a veces se erguían, sus rostros siniestras evocaciones de los rasgos humanos. Este horror era la otra vida, y esperaba no solo a los malvados de entre nosotros, sino a todos.

Mi mente empezó a tambalearse. Fue un alivio, y casi me abandoné. Una idea me salvó de la locura, y todavía me aferro a ella: la posibilidad de que ese paisaje de pesadilla fuera a su vez un espejismo.

¡No! —exclamé.

Los muertos en movimiento se volvieron hacia mi voz. Lo mismo hicieron los seres hormigas, a la vez que les rechinaban las mandíbulas y les refulgían los repulsivos ojos (repulsivos pero inteligentes). En lo alto, el cielo empezó a rasgarse, oyéndose el titánico desgarrón. Lo traspasó una enorme pata negra revestida de guedejas de pelo espinoso. La pata terminaba en una colosal garra compuesta de rostros humanos. Aquella a quien pertenecía la pata deseaba una única cosa y nada más: acallar la voz de la negación.

Era la Madre.

¡No! —repetí—. ¡No, no, no, no!

Era nuestra conexión con la muerta revivida lo que causaba esa visión; eso lo sabía incluso en mi horror extremo. La mano de Jacobs se cerró en torno a la mía como un grillete. Si hubiese sido su mano derecha —la ilesa—, yo no habría podido zafarme a tiempo. Pero era la izquierda, debilitada. Tiré con todas mis fuerzas a la vez que aquella pata abominable se acercaba a mí y aquella garra de rostros vociferantes buscaba a tientas, con la intención de arrastrarme hasta ese universo incognoscible de horror que aguardaba más allá del cielo negro de papel. En ese momento, a través de la raja abierta en el firmamento, vi luces y colores demenciales no concebidos para que criaturas mortales posaran sus ojos en ellos.

Los colores tenían vida. Los sentía reptar por encima de mí.

De un último tirón, me liberé de la mano de Charlie y retrocedí tambaleante. El llano vacío, la inmensa ciudad rota, la garra buscando a tientas… todo desapareció. Yo volvía a estar en la habitación del chalet, desmadejado en el suelo. Mi antiguo quinto en discordia se hallaba de pie junto a la cama. Mary Fay —o la siniestra criatura cuya presencia había emplazado Jacobs en su cadáver y su cerebro muerto por medio de la electricidad secreta— le agarró la mano. Su cabeza se había transformado en una medusa pulsátil de rostro humano, un rostro burdamente dibujado encima. Sus ojos eran de un negro mate. Su sonrisa… uno habría dicho que nadie podía sonreír realmente de oreja a oreja, que eso es solo una manera de hablar, pero la muerta que ya no estaba muerta hacía precisamente eso. La mitad inferior de su cara se había convertido en una fosa negra que temblaba y palpitaba.

Jacobs la miró con ojos desorbitados. Su rostro presentaba ahora un color blanco amarillento.

—¿Patricia? ¿Patsy? ¿Dónde estás? ¿Dónde está Morrie?

La cosa habló por primera y última vez.

Ha ido a servir a los Grandes, en el Vacío. Sin muerte, sin luz, sin descanso.

—No. —Hinchó el pecho y lo repitió a voz en grito—. ¡No!

Intentó apartarse. Ella —ello— lo sujetó firmemente.

En ese momento salió de la boca abierta de la mujer muerta una pata negra con una garra contraída en el extremo. La garra tenía vida; era un rostro. Un rostro que reconocí. Era Morrie el Lapa, y gritaba. Oí un tenebroso roce cuando la pata pasó entre los labios de la muerta; en mis pesadillas todavía lo oigo. Salió, se desplegó, tocó la sábana y allí escarbó como dedos sin piel, chamuscando la tela con su contacto, dejando marcas negruzcas de las que se elevaban volutas de humo. Los ojos negros de la cosa que había sido Mary Fay se dilataron y abandonaron las órbitas. Se fundieron sobre el caballete de la nariz y pasaron a ser un único globo ocular enorme que miraba con inexpresiva avidez.

Charlie echó atrás la cabeza en un brusco respingo y emitió un gorgoteo gutural. Poniéndose de puntillas, pareció realizar un último esfuerzo galvánico por zafarse de la mano que lo tenía agarrado, la mano de la cosa que pretendía traspasar el umbral de aquel inframundo que, como ahora sé, está muy cerca del nuestro. De repente se desplomó de rodillas, cayó de bruces y fue a dar con la frente en la cama. Parecía que estuviera rezando.

La cosa lo soltó y posó en mí su atroz atención. Apartó la sábana y, con gran esfuerzo, trató de levantarse, asomando aún la pata negra de insecto de las fauces que tenía por boca. Ahora el rostro de Patsy se había sumado al de Morrie. Fundidos, se retorcían.

Me erguí apoyando la espalda en la pared e impulsándome con las piernas. El rostro abotargado y pulsátil de Mary Fay se oscurecía, como si se asfixiara por efecto de la cosa que llevaba dentro. Aquel ojo negro, terso, mantenía la mirada fija, y se me antojó ver, reflejada en él, la ciudad ciclópea y la interminable columna de muertos en movimiento.

No recuerdo el momento en que abrí el primer cajón de la cómoda; solo sé que súbitamente tenía el arma en la mano. Creo que si hubiese sido una pistola automática con el seguro puesto, habría permanecido allí inmóvil, apretando el gatillo trabado, hasta que la cosa se levantara de la cama, cruzara a rastras la habitación y me atrapara. Esa garra habría tirado de mí y me habría arrastrado hasta la boca abierta, y hasta ese otro mundo, donde se me impondría algún castigo atroz por osar decir una única palabra: No.

Pero no era una pistola automática. Era un revólver. Disparé cinco veces, y cuatro de las balas alcanzaron a la cosa que intentaba levantarse del lecho de muerte de Mary Fay. Tengo razones para saber con toda exactitud cuántas veces disparé. Oí los estampidos del arma, vi los sucesivos fogonazos en la oscuridad, sentí las sacudidas del retroceso en la mano, pero fue como si todo eso le ocurriera a otra persona. La cosa se revolvió y cayó de espaldas. Los rostros fundidos gritaron a través de bocas que se habían fundido. Recuerdo que pensé: No puedes matar a la Madre con balas, Jamie. No, a ella no.

Pero ya no se movía. La abominación que había salido de su boca yacía ahora, flácida, desparramada sobre la almohada. Los rostros de la mujer y el hijo de Jacobs se desvanecían. Me tapé los ojos y grité, una y otra vez. Grité hasta enronquecer. Cuando bajé las manos, la garra había desaparecido. También la Madre había desaparecido.

Si es que en realidad estuvo, dirán ustedes, y no los culpo; tampoco yo daría crédito a todo esto si no hubiera estado presente. Pero sí estaba. Ellos sí estaban, los muertos. Y ella sí estaba.

En ese momento, no obstante, era solo Mary Fay, una mujer cuya apariencia de serenidad en la muerte había quedado destruida por cuatro balazos disparados contra el cadáver. Yacía ladeada, con el pelo esparcido alrededor de la cabeza y la boca desencajada. Vi dos orificios de bala en su camisón y otros dos más abajo, en la sábana arrebujada ahora en torno a sus caderas. Vi también las marcas negruzcas en la tela chamuscada allí donde la horrenda garra se había posado, aunque ahora no quedaba ningún otro rastro de ella.

Jacobs empezó a resbalar muy lentamente a la izquierda. Alargué el brazo, pero tuve la sensación de que mi movimiento era lento e impreciso. No llegué a sujetarlo ni remotamente. Con las rodillas aún dobladas, cayó al suelo de costado, acompañado el impacto de un ruido sordo. Tenía los ojos abiertos como platos, pero empezaban ya a vidriársele. Una indescriptible expresión de horror le había quedado grabada en las facciones.

Charlie, vaya cara que se te ha quedado. Cualquiera diría que acaba de pasarte la corriente, pensé, y me eché a reír. Vaya si me reí. Me doblé por la cintura y me agarré las rodillas para no caerme. Era casi insonora, esa risa —estaba afónico de tanto gritar—, pero sincera. Porque aquello tenía su gracia. Lo captan, ¿no? ¡Pasarle la corriente! ¡Todo un shock, un electroshock! ¡De lo más cómico!

Pero mientras me reía —me tronchaba, me descoyuntaba de risa— mantuve la mirada fija en Mary Fay, en espera de que la pata negra y peluda asomara otra vez de su boca y en ella aparecieran aquellos rostros vociferantes.

Al final, tambaleándome, abandoné la cámara mortuoria y crucé el salón. En la moqueta había unas cuantas ramas rotas, arrojadas por el viento a través de la puerta, que Jenny Knowlton había dejado abierta. Crujieron como huesos bajo mis pies y deseé gritar otra vez, pero estaba demasiado cansado. Dios, qué cansado estaba.

La masa de nubes se desplazaba hacia el este, lanzando rayos ramificados a su paso; pronto las calles de Brunswick y Freeport se inundarían, los sumideros de las cloacas se atascarían momentáneamente por efecto del granizo, pero entre esas nubes oscuras y el lugar donde yo estaba se formó un arco iris multicolor que abarcaba el condado de Androscoggin en toda su amplitud. ¿No había arco iris el día que Astrid y yo estuvimos allí?

«Dios dio a Noé la señal del arco iris», cantábamos durante la catequesis los jueves por la tarde, mientras Patsy Jacobs se mecía en la banqueta del piano y su coleta oscilaba. Se suponía que un arco iris era una buena señal, significaba que se había acabado la tormenta, pero al ver aquel me invadió una nueva sensación de horror y repulsión, porque me recordó a Hugh Yates. Hugh y sus prismáticos. Hugh, que también había visto a los seres hormigas.

El mundo empezó a oscurecerse. Me di cuenta de que estaba a punto de desmayarme, y me pareció bien. Quizá cuando despertara, mi mente habría borrado todo aquello. Eso sería incluso mejor. Incluso la locura sería mejor… siempre y cuando la Madre no estuviera presente en ella.

La muerte sería lo mejor de todo. Robert Rivard lo sabía; Cathy Morse lo sabía también. Entonces me acordé del revólver. Sin duda quedaba una bala para mí, pero no me pareció la solución. Quizá lo habría sido si no hubiese oído lo que la Madre dijo a Jacobs: Sin muerte, sin luz, sin descanso.

Solo los Grandes, había añadido.

En el Vacío.

Me fallaron las rodillas y, al notar que me desplomaba, me apoyé en el marco de la puerta. Fue entonces cuando entré en un estado de inconsciencia.

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