Revival
XIV
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XIV
Efectos secundarios.
Esos hechos ocurrieron hace tres años. Ahora resido en Kailua, no muy lejos de mi hermano Conrad. Es un bonito pueblo costero en Big Island. Vivo en Oneawa Street, una calle de un barrio a cierta distancia de la playa y no precisamente elegante, pero el apartamento es espacioso y —al menos para Hawái— barato. Además, está cerca de Kuulei Road, y ese es un detalle importante. El Centro Psiquiátrico Brandon L. Martin está en Kuulei Road, y es ahí donde pasa consulta mi psiquiatra.
Edward Braithwaite dice que tiene cuarenta y un años, pero yo le habría echado treinta. He descubierto que cuando uno llega a los sesenta y un años —yo los cumpliré este agosto—, todos los hombres y las mujeres de edades comprendidas entre veinticinco y cuarenta y cinco aparentan treinta. Es difícil tomarse en serio a la gente cuando da la impresión de que justo acaban de superar los Fatídicos Veinte (o lo es para mí), pero con Braithwaite hago un esfuerzo, porque mis sesiones con él me han ayudado mucho… aunque más me han ayudado, debo añadir, los antidepresivos. Sé que algunas personas no los ven con buenos ojos. Sostienen que las pastillas adormecen tanto su pensamiento como sus emociones, y doy fe de que así es.
Gracias a Dios, así es.
Encontré a Ed gracias a Con, que dejó la guitarra por el deporte y dejó el deporte por la astronomía… aunque sigue siendo una fiera del voleibol, y tampoco se desenvuelve nada mal en la pista de tenis.
Le he contado al doctor Braithwaite todo lo que han leído ustedes en estas páginas. No me he guardado nada. Él no se cree la mayor parte, por supuesto —¿quién en su sano juicio se lo creería?—, ¡pero qué alivio contarlo! Y ciertos elementos del relato le han dado qué pensar, porque son constatables. El Pastor Danny, por ejemplo. Aun ahora, una búsqueda en Google de ese nombre da casi un millón de resultados; compruébenlo ustedes mismos si no me creen. Si sus curaciones fueron verdaderas o no sigue siendo objeto de debate, pero eso puede afirmarse incluso del papa Juan Pablo, quien, cuando vivía, presuntamente curó de párkinson a una monja francesa y, seis años después de morir, curó a una costarricense de un aneurisma. (¡Un buen truco!) Lo ocurrido a muchas de las personas sanadas por Charlie —lo que se hicieron a sí mismas o lo que hicieron a otros— es también una realidad, no simples conjeturas. Ed Braithwaite cree que introduje esos datos en mi narración para conferirle verosimilitud. El año pasado, un día, casi llegó a decírmelo claramente, cuando citó textualmente una frase de Jung: «Los fabuladores más brillantes del mundo están en manicomios».
Yo no estoy en un manicomio; cuando acabo mis sesiones en el Psiquiátrico Martin, tengo entera libertad para marcharme y volver a mi apartamento silencioso y soleado. Doy gracias por ello. Doy gracias también por estar vivo, porque muchas de las personas sanadas por el Pastor Danny no lo están. Entre el verano de 2014 y el otoño de 2015 se suicidaron a docenas, quizá a centenares; es difícil saberlo con certeza. No puedo por menos de imaginarlos despertando en ese otro mundo, avanzando desnudos bajo las estrellas ululantes, hostigados por espantosos soldados hormigas, y me alegro mucho de no estar entre ellos. Creo que la gratitud por la vida, sea cual sea la causa, indica que uno ha conseguido aferrarse al eje de su cordura. He aprendido a convivir con el hecho de que he perdido para siempre parte de mi cordura —amputada, como un brazo o una pierna— por lo que vi en la habitación donde murió Mary Fay.
Y durante cincuenta minutos todos los martes y jueves, entre las dos y las dos cincuenta, hablo.
Vaya si hablo.
La mañana posterior a la tormenta desperté en uno de los sofás del vestíbulo del complejo turístico de Monte Cabra. Me dolía la cara y tenía la vejiga a punto de reventar, pero no sentía el menor deseo de hacer mis necesidades en los lavabos de hombres situados frente al restaurante. Allí había espejos, y yo no quería ver ni de pasada mi imagen reflejada.
Salí afuera a mear y vi uno de los carritos de golf del complejo estampado contra los peldaños del porche. Había sangre en el asiento y en el rudimentario salpicadero. Me miré la camisa y vi más sangre. Cuando me llevé la mano a la nariz hinchada, se desprendió en mi dedo una costra granate. Deduje, pues, que había conducido el carrito de golf, y lo había estrellado, y me había golpeado la cara, aunque no recordaba nada de eso.
Decir que no quería volver al chalet próximo a Lo Alto del Cielo sería quedarme corto, pero no me quedaba más remedio. Subir al carrito de golf fue la parte fácil. Descender en él nuevamente por el camino a través del bosque fue más difícil, y cada vez que tenía que detenerme para apartar ramas caídas, luego me costaba más seguir adelante. Me palpitaba la nariz y me martilleaba la cabeza a causa de una cefalea inducida por la tensión.
La puerta seguía abierta. Aparqué, me apeé del carrito, y en un primer momento solo fui capaz de quedarme allí parado, frotándome la nariz hinchada hasta que empezó a sangrar de nuevo. Era un día soleado, magnífico —la tormenta se había llevado todo el calor y la humedad—, pero el espacio más allá de esa puerta abierta era una caverna de sombras.
No hay nada de qué preocuparse, me dije. No pasará nada. Se acabó.
Pero ¿y si no era así? ¿Y si ese algo aún estaba pasando?
¿Y si ella estaba esperándome, y lista para tender hacia mí aquella garra hecha de rostros?
Me obligué a subir por la escalera, peldaño a peldaño, y cuando un cuervo lanzó un áspero graznido desde el bosque a mis espaldas, me encogí y grité y me tapé la cabeza. Lo único que me impidió huir a toda prisa fue saber que si no veía lo que había allí dentro, la habitación donde murió Mary Fay me obsesionaría durante el resto de mi vida.
No vi ninguna abominación pulsátil con un único ojo negro. La Paciente Omega de Charlie yacía tal como la había visto antes, con dos orificios de bala en el camisón y otros dos en la sábana en torno a las caderas. Tenía la boca abierta, y aunque no se veía el menor rastro de aquella horrenda protuberancia negra, ni siquiera intenté convencerme de que lo había imaginado todo. Sabía que no era así.
La diadema metálica, ahora mate y oscura, aún le ceñía la frente.
La posición de Jacobs había cambiado. En lugar de yacer de costado junto a la cama con las rodillas dobladas, estaba sentado al otro lado de la habitación, apoyado en la cómoda. En un primer momento pensé que Jacobs no debía de estar aún muerto cuando me fui de allí. El terror le había provocado otro derrame cerebral, pero no fatal de manera inmediata. Jacobs había recobrado el sentido, se había arrastrado hasta la cómoda y había muerto allí.
Podría haber sido así, salvo por el revólver que tenía en la mano.
Me quedé mirándolo durante largo rato y, con la frente arrugada, rebusqué en mi memoria. No recordé nada en ese momento, y pese a los ofrecimientos de Braithwaite, no me he dejado hipnotizar para ver si así es posible rescatar los recuerdos bloqueados. Mi renuencia se debe en parte a que temo lo que la hipnosis podría desenterrar en las regiones más oscuras de mi psique. Pero se debe sobre todo a que sé lo que debió de ocurrir.
Aparté la vista del cadáver de Charlie (aquella expresión de horror seguía grabada en su rostro) para mirar a Mary Fay. Yo había disparado el revólver cinco veces, de eso estaba seguro, pero a ella solo la habían alcanzado cuatro balas. Había errado uno de los tiros, lo cual no es sorprendente si tenemos en cuenta el estado en que me encontraba. Cuando alcé la vista hacia la pared, vi allí dos orificios de bala.
¿Acaso la noche anterior yo había ido al complejo y luego regresado al chalet? Supuse que era posible, pero me pareció improbable que hubiese sido capaz de reunir el valor para eso, ni siquiera en un estado de inconsciencia. No, había preparado ese escenario antes de irme. Luego volví al complejo, estrellé el carrito de golf, subí tambaleante por la escalera y me dormí en el vestíbulo.
Charlie no había cruzado la habitación a rastras; lo había arrastrado yo. Lo dejé apoyado en la cómoda, le puse el arma en la mano derecha y la disparé contra la pared. Quizá los policías que tarde o temprano descubrieran esa extraña escena no examinaran la mano de Charlie en busca de residuos de pólvora, pero si lo hacían, los encontrarían.
De buena gana le habría tapado la cara a Mary Fay, pero debía dejarlo todo tal como estaba, y mi mayor deseo era huir de esa habitación de sombras. Sin embargo me quedé aún un momento más. Me arrodillé junto a mi antiguo quinto en discordia y toqué una de sus delgadas muñecas.
—Deberías haberlo dejado correr, Charlie —dije—. Deberías haberlo dejado correr hace mucho.
Pero ¿podría haberlo dejado? Sería cómodo decir que sí, porque eso me permitiría atribuir la culpa a alguien. Solo que entonces tendría que culparme también a mí mismo, porque tampoco yo lo había dejado correr. La curiosidad es algo espantoso, pero es humana.
Muy humana.
—Yo ni siquiera había estado allí —dije al doctor Braithwaite—. Eso decidí, y solo una persona podía declarar que sí había estado.
—La enfermera —dijo Ed—. Jenny Knowlton.
—Pensé que no tenía más remedio que ayudarme. Teníamos que ayudarnos mutuamente, y la manera de hacerlo era decir que nos habíamos marchado juntos de Monte Cabra cuando Jacobs empezó a desvariar, decidido a desconectar el soporte vital de Mary Fay. Estaba seguro de que Jenny me seguiría la corriente, aunque fuera solo para asegurarse de que yo no delataba su participación en aquello. No tenía su número de móvil, pero sabía que Jacobs sí. Guardaba la agenda en la Suite Cooper, y efectivamente allí figuraba el número. Telefoneé y salió el buzón de voz. Le pedí que me devolviera la llamada. También constaba en la agenda el número de Astrid, así que acto seguido probé con ella.
—Y también salió el buzón de voz.
—Sí. —Me tapé la cara con las manos. Para entonces, los días en que Astrid contestaba el teléfono habían terminado—. Sí, así es.
He aquí lo que ocurrió. Jenny regresó al complejo en el carrito de golf; Jenny montó en su Subaru; Jenny viajó hasta la isla de Monte Desierto sin parar. Solo quería el consuelo de estar en casa. Eso incluía a Astrid, y esta en efecto estaba esperándola. Encontraron los cuerpos de las dos mujeres junto a la puerta de entrada. Astrid debió de clavar el cuchillo de trinchar en la garganta de Jenny en cuanto apareció. Luego lo utilizó para cortarse las venas. Lo hizo en diagonal, que no es la técnica recomendada… pero se hundió la hoja hasta el hueso. Las imagino a las dos allí tendidas en charcos de sangre a medio secar mientras sonaban primero el teléfono de Jenny en su bolso y luego el de Astrid en la encimera de la cocina, bajo el cuchillero. No quiero imaginarlo, pero me resulta inevitable.
No todas las personas sanadas por Jacobs se suicidaron, pero sí lo hicieron muchas de ellas a lo largo de los años siguientes. No todas se llevaron consigo a seres queridos, pero sí fue así en unos cincuenta casos. Esto lo sé por mis investigaciones, de las que hice partícipe a Ed Braithwaite. Él preferiría considerarlo una coincidencia y desecharlo. No puede hacerlo sin más; aun así, le complace poner en tela de juicio mis propias conclusiones a partir de este despliegue de locura, suicidios y asesinatos: la Madre exige sacrificios.
Patricia Farmingdale, la mujer que se echó sal a los ojos, recobró la vista lo suficiente para asfixiar a su anciano padre en su cama antes de volarse los sesos con la Ruger de su marido. Emil Klein, el devorador de tierra, mató a tiros a su mujer y a su hijo, y luego fue a su garaje, se roció con gasolina del cortacésped y encendió una cerilla. Alice Adams —curada de cáncer en una sesión de reviviscencia en Cleveland— entró en una tienda de abastos con el AR-15 de su novio y disparó, matando a tres personas al azar. Después de vaciar el cargador, sacó del bolsillo una pistola de cañón corto, calibre 38, y se descerrajó un tiro en el velo del paladar. Margaret Tremayne, una de las personas sanadas por el Pastor Danny en San Diego (enfermedad de Crohn), arrojó a su hijo de corta edad por el balcón de su apartamento de una octava planta y a continuación se lanzó detrás de él. Según los testigos presenciales, no emitió el menor sonido mientras caía.
Estaba también Al Stamper. Probablemente ya se habrán enterado de lo suyo; ¿cómo pasar por alto los estridentes titulares en la prensa sensacionalista vendida en los supermercados? Invitó a cenar a sus dos ex mujeres, pero una de ellas —la segunda, creo— se retrasó por un atasco, lo cual fue una suerte para ella. Al llegar a la casa de Stamper en Westchester, la puerta estaba abierta. Entró y encontró a la Esposa Número Uno atada en una silla ante la mesa del comedor con la coronilla hundida. El ex vocalista de los Vo-Lites salió de la cocina blandiendo un bate de béisbol impregnado de sangre y pelo. La Esposa Número Dos huyó gritando de la casa, perseguida por Stamper. A medio recorrer la calle residencial, se desplomó en la acera, muerto de un infarto. Cosa que no es de extrañar: era obeso.
Seguramente no encontré todos los casos, desperdigados por el país y confundidos entre los muchos estallidos de violencia sin sentido que parece formar parte cada vez más de la vida cotidiana de Estados Unidos. Bree podría haber encontrado más, pero no me habría ayudado aunque fuera aún soltera y viviera en Colorado. Bree Donlin-Hughes no quiere saber nada de mí hoy día, y lo comprendo perfectamente.
El año pasado, poco antes de Navidad, Hugh telefoneó a la madre de Bree y le pidió que se pasara por su despacho en la casa grande. Dijo que tenía una sorpresa para ella, y sin duda la tenía. Estranguló a su antigua amante con el cable de una lámpara, acarreó el cadáver hasta el garaje y lo colocó en el asiento del acompañante de su Lincoln Continental de época. Luego se sentó al volante, arrancó el motor, puso un poco de rock en la radio y aspiró los gases de escape.
Bree sabe que prometí mantenerme alejado de Jacobs… y Bree sabe que mentí.
—Supongamos que todo es verdad —dijo Ed Braithwaite durante una de nuestras recientes sesiones.
—Qué osado por su parte —comenté.
Sonrió, pero no se desvió del tema.
—Aun así, de ahí no se desprendería que su visión de esa otra vida espeluznante sea una visión real. Sé que aún lo obsesiona, Jamie, pero piense en todas las personas, sin excluir a Juan de Patmos, autor del Apocalipsis, que han tenido visiones del cielo y el infierno. Ancianos… ancianas… incluso niños sostienen que han echado un vistazo al otro lado del velo. El cielo es real es en esencia la visión de la otra vida tal como la concibió un niño que estuvo a punto de morir a los cuatro…
—Colton Burpo —atajé—. Lo leí. Habla de un caballito que solo puede montar Jesús.
—Ríase todo lo que quiera —dijo Braithwaite con un gesto de indiferencia—. Bien sabe Dios que ese es un relato del que es fácil reírse… pero Burpo también se reunió con una hermana abortada cuya existencia desconocía. Eso es información constatable. Como todos esos asesinatos y posteriores suicidios.
—Muchos asesinatos y posteriores suicidios; Colton, en cambio, solo se reunió con una hermana —aduje—. La diferencia es cuantitativa. Nunca he estudiado estadística, pero eso lo sé.
—Con mucho gusto daré por supuesto que la visión de la otra vida de ese niño es falsa, porque refuerza mi tesis de que su visión, la de usted, esa ciudad estéril, los seres hormigas, el cielo de papel negro, es igualmente falsa. Ve adónde quiero ir a parar, ¿no?
—Sí. Y de buena gana me lo creería yo también.
Claro que me lo creería de buena gana. Yo y cualquiera. Porque a todos nos llega la muerte, y la idea de ir al sitio que vi no simplemente ha proyectado una sombra sobre mi vida; ha convertido esa vida en algo endeble e insignificante en apariencia. No, no solo mi vida, todas las vidas. Me aferro, pues, a un único pensamiento. Es mi mantra, lo primero que me digo por la mañana y lo último que me digo por la noche.
La Madre mintió.
La Madre mintió.
La Madre mintió.
A veces casi lo creo… pero hay razones por las que no lo consigo del todo.
Hay signos.
Antes de volver a Nederland —donde descubriría que Hugh se había quitado la vida después de asesinar a la madre de Bree— fui al hogar de mi infancia en Harlow. Para eso existían dos razones. Después de hallarse el cadáver de Jacobs, quizá la policía se pusiera en contacto conmigo y me pidiera alguna explicación sobre mi estancia en Maine. Eso me parecía importante (aunque al final no ocurrió), pero otra cosa era aún más importante: necesitaba el consuelo de un lugar conocido, y de personas que me quisieran.
No lo recibí.
Se acuerdan de Cara Lynne, ¿verdad? ¿Mi sobrina nieta? ¿La que llevé en brazos de aquí para allá en la fiesta del puente de primeros de septiembre de 2013, hasta que se quedó dormida en mi hombro? ¿La que tendía los brazos hacia mí cada vez que me acercaba? Cuando entré en la casa donde me había criado, Cara Lynne estaba entre su madre y su padre, sentada en una anticuada sillita que quizá había ocupado yo mismo en otro tiempo. Cuando la niña me vio, empezó a gritar y a agitarse de lado a lado con tal vehemencia que se habría caído al suelo si su padre no la hubiese cogido a tiempo. La niña escondió la cara en el pecho de su padre, berreando aún a pleno pulmón. Solo calló cuando su abuelo Terry me acompañó al porche.
—¿A qué demonios viene eso? —preguntó, medio en broma, medio en serio—. La última vez que estuviste aquí nunca se cansaba de ti.
—No lo sé —contesté, pero claro que lo sabía. Tenía la esperanza de pasar allí una noche, o quizá dos, absorbiendo normalidad como un vampiro chupasangre, pero no iba a poder ser. Ignoro qué percibió exactamente Cara Lynne, pero no quería volver a ver su rostro pequeño y aterrorizado.
Dije a Terry que solo me había acercado a saludar, que no podía quedarme siquiera a cenar, que tenía que tomar un avión rumbo a Portland. Había estado en Lewiston, añadí, colaborando en una grabación cutre de un grupo del que me había hablado Norm Irving. Dijo que le parecía que tenían posibilidades de saltar a nivel nacional.
—¿Y las tienen? —preguntó.
—Qué va. Exclusivamente lo-fi. —Consulté el reloj con un gesto ostensible.
—Olvídate del avión —dijo Terry—. Ya cogerás otro. Entra a comer con la familia, hermanito. Cara ya se calmará.
No lo creía.
Le dije a Terry que tenía grabaciones en Wolfjaw a las que no podía faltar. Le dije que otra vez sería. Y cuando abrió los brazos ante mí, lo estreché con fuerza, consciente de que era muy probable que nunca volviese a verlo. Por entonces no sabía aún lo de los asesinatos y suicidios, pero sí que llevaba dentro algo emponzoñado, y probablemente lo llevaría durante el resto de mi vida. Nada deseaba menos que contagiar a personas que quería.
De regreso a mi coche de alquiler, me detuve y contemplé la franja de tierra entre el césped y Methodist Road. La calle estaba asfaltada desde hacía años, pero esa franja de tierra parecía exactamente igual que cuando yo jugaba allí con los soldaditos que mi hermana me regaló por mi sexto cumpleaños. Mientras jugaba con ellos un día de otoño de 1962, allí de rodillas, una sombra se proyectó sobre mí.
La sombra continúa ahí.
—¿Y usted ha asesinado a alguien?
Ed Braithwaite me ha planteado esta pregunta varias veces. Es, creo, lo que se llama «repetición incremental». Siempre sonrío y contesto que no. Es cierto que descerrajé cuatro tiros en el cuerpo de Mary Fay, pero entonces ella ya estaba muerta, y Charles Jacobs murió de un último derrame cerebral de consecuencias catastróficas. Si no hubiera ocurrido aquel día, habría ocurrido otro, y probablemente antes de acabar el año.
—Y es obvio que no se ha suicidado —continúa Ed, sonriendo para sí—. A menos que sea usted una alucinación mía, claro está.
—No lo soy.
—¿No siente el impulso?
—No.
—¿Ni siquiera como posibilidad teórica? ¿Una idea que lo asalta en plena noche, quizá, cuando no puede dormir?
—No.
Hoy día mi vida dista mucho de ser feliz, pero los antidepresivos ponen un límite a mi caída. El suicidio no lo tengo en perspectiva. Y en vista de lo que puede venir después de la muerte, quiero vivir lo máximo posible. También hay otra cosa. Vivo con la sensación —con o sin razón— de que tengo mucho que expiar. Debido a eso, sigo fiel a mi determinación de hacer las cosas bien. Preparo comidas en el comedor de beneficencia de Harbor House, en Aupupu Street. Trabajo como voluntario dos días por semana en la tienda de Goodwill en Keolu Drive, al lado de la panadería Nene Goose. Si uno muere, no puede expiar nada.
—Explíqueme, Jamie, ¿por qué es usted el lemming especial que no siente el impulso de tirarse desde lo alto del precipicio? ¿Por qué es usted inmune?
Me limité a sonreír y a encogerme de hombros. Podía decírselo, pero no me creería. Mary Fay era la puerta de la Madre a nuestro mundo, pero yo era la llave. Disparar contra un cadáver no es matar —ni es posible matar a un ser inmortal como la Madre—, pero cuando disparé ese revólver, eché el cerrojo a esa puerta. Dije «no» con algo más que la boca. Si contara a mi psiquiatra que otro ser ultraterreno, uno de los Grandes, me reservaba para una venganza final y apocalíptica como consecuencia de ese «no», dicho psiquiatra quizá empezara a plantearse la reclusión en contra de mi voluntad. Eso no lo quiero, porque tengo otra obligación que cumplir, una que considero mucho más importante que prestar ayuda en Harbor House o clasificar ropa en Goodwill.
Al final de cada sesión con Ed, pago a la recepcionista con un cheque. Puedo permitírmelo porque el guitarrista de rock ambulante convertido en técnico de grabación es ahora un hombre acaudalado. Qué irónico, ¿no? Hugh Yates murió sin descendencia y dejó una considerable fortuna (heredada de su padre, su abuelo y su bisabuelo). Su patrimonio se dividió en muchos pequeños legados, incluidos regalos en efectivo a Malcolm McDonald, más conocido como «Mookie», y Hillary Katz (alias Pagan Starshine), pero una gran parte debía repartirse entre Georgia Donlin y yo.
Dado que Georgia murió a manos de Hugh, ese legado en concreto podría haber proporcionado a los abogados testamentarios veinte años de brega jurídica y sustanciosas minutas, pero como nadie tenía intención de armar alboroto (desde luego yo no iba a hacerlo), no hubo disputa.
Los abogados de Hugh se pusieron en contacto con Bree y le dijeron que, como la difunta era su madre, posiblemente tenía derecho a reclamar el botín.
Pero Bree no lo reclamó. El abogado que me representó en el asunto me dijo que, según Bree, el dinero de Hugh estaba «contaminado». Quizá así fuera, pero yo no tuve reparos en aceptar la porción que me correspondía. En parte porque no intervine en la curación de Hugh, pero sobre todo porque yo mismo me considero contaminado, y pienso que es mejor estar contaminado en una posición holgada que en la pobreza. Ignoro qué fue de los varios millones que habrían correspondido a Georgia, y no tengo el menor deseo de averiguarlo. Saber demasiado no es bueno para una persona. Eso lo sé ahora.
Al final de cada una de mis dos sesiones semanales con Ed Braithwaite, pago y salgo de la consulta a un ancho pasillo enmoquetado con puertas a otras consultas. Doblar a la derecha me llevaría al vestíbulo, y desde el vestíbulo saldría a Kuulei Road. Pero no doblo a la derecha. Doblo a la izquierda. Verán, encontré a Ed por casualidad; en un principio acudí al Centro Psiquiátrico Brandon L. Martin por otra razón.
Recorro el pasillo, y luego cruzo el aromático y bien mantenido jardín que constituye el corazón verde de esta gran institución. Aquí los pacientes se sientan a tomar el infalible sol hawaiano. Muchos van vestidos de calle; otros están en pijama o camisón, y unos cuantos (recién llegados, creo) llevan batas de hospital. Algunos conversan, ya sea con pacientes como ellos o con compañeros invisibles. Otros, sentados, se limitan a contemplar los árboles y las flores con la mirada perdida y expresión de estar empastillados hasta las cejas. A dos o tres los acompañan auxiliares, por temor a que se autolesionen o hagan daño a otros. Por lo general, los auxiliares me saludan por mi nombre cuando paso. A estas alturas me conocen ya bien.
En el otro extremo de este atrio al aire libre está Cosgrove Hall, una de las tres residencias con pacientes recluidos del Centro Martin. Las otras dos son para personas con internamientos de corta duración, en su mayoría por problemas relacionados con el consumo de sustancias adictivas. En esas la estancia es por término medio de veintiocho días. Cosgrove es para gente con afecciones que tardan más tiempo en resolverse. Si es que lo hacen.
Al igual que el pasillo del edificio principal, el de Cosgrove es ancho y está enmoquetado. Al igual que el pasillo del edificio principal, el aire se nota fresco, a una temperatura idónea. Pero no hay cuadros en las paredes, ni tampoco hilo musical, porque en él algunos de los pacientes oyen voces que murmuran palabras soeces o dan instrucciones siniestras. En el pasillo del edificio principal, algunas puertas permanecen abiertas. Aquí, todas están cerradas. Mi hermano Conrad está internado en Cosgrove Hall desde hace casi dos años. Los administradores y el psiquiatra del Centro Martin encargados de su caso quieren trasladarlo a una institución más permanente —se ha mencionado Aloha Village en Maui—, pero hasta el momento me he resistido. Aquí en Kailua puedo visitarlo después de mis sesiones con Ed, y gracias a la generosidad de Hugh, puedo financiar su mantenimiento.
Aunque debo admitir que mi recorrido por el pasillo de Cosgrove es una dura prueba.
Intento avanzar con la mirada fija en los pies. Eso puedo hacerlo, porque sé que hay exactamente ciento cuarenta y dos pasos desde la puerta del atrio hasta la pequeña suite de Con. No siempre lo consigo —a veces oigo una voz que susurra mi nombre—, pero casi siempre.
Se acuerdan del acompañante de Con, ¿verdad? ¿El guaperas del Departamento de Botánica de la Universidad de Hawái? No he dado su nombre antes, ni tengo intención de darlo ahora, aunque quizá lo habría hecho si hubiera visitado a Connie alguna vez. Pero no lo visita. Si le preguntaran, seguramente diría: ¿Por qué demonios voy a visitar al hombre que intentó matarme?
Se me ocurren dos razones.
Una, Con no estaba en su sano juicio… ni sano ni no sano, a decir verdad. Después de estampar una lámpara al guaperas en la cabeza, mi hermano se fue corriendo al baño, se encerró allí y se tragó un puñado de Valiums, un puñado pequeño. Cuando el botánico volvió en sí (con una herida sanguinolenta en el cuero cabelludo que requirió puntos de sutura, pero por lo demás nada del otro mundo), telefoneó al 911. La policía llegó y echó abajo la puerta del baño. Con, sin conocimiento, roncaba en la bañera. Los técnicos médicos lo examinaron y ni siquiera se molestaron en hacerle un lavado de estómago.
Con no puso mucho empeño en matar al botánico ni en quitarse la vida él mismo: esa es la otra razón. Pero el hecho es que fue una de las primeras personas curadas por Jacobs. Probablemente la primera. El día que Charlie se marchó de Harlow, me dijo que Con casi con toda certeza se había curado él mismo; el resto había sido un truco, puro abracadabra. Es una aptitud que enseñan en la facultad de Teología, había dicho. A mí siempre se me ha dado bien.
Pero mintió. La curación fue tan real como el actual estado de semicatatonia de Con. Eso ahora lo sé. A quien engañó Charlie fue a mí, y no solo una vez, sino una tras otra. Aun así, uno ha de dar gracias por lo que tiene, ¿no? Conrad Morton tuvo ocasión de contemplar las estrellas durante muchos años antes de que yo despertara a la Madre. Y hay esperanzas para él. Al fin y al cabo juega al tenis (aunque nunca habla), y como he dicho, es una fiera del voleibol. Su médico dice que ha empezado a manifestar una mayor respuesta al exterior (a saber qué querrá decir con eso), y las enfermeras y los auxiliares, cuando entran, cada vez se lo encuentran menos a menudo de pie en el rincón y dando ligeros cabezazos contra la pared. Según Ed Braithwaite, quizá con el tiempo Conrad se recupere del todo; quizá reviva. Yo he decidido creer que así será. La gente dice que mientras hay vida, hay esperanza, y no lo pongo en duda, pero también creo lo contrario.
Hay esperanza, por tanto vivo.
Dos veces por semana, después de mis conversaciones con Ed, me siento en el salón de la suite de mi hermano y charlo un poco más. Algunas de las cosas que le digo son reales —una trifulca en Harbor House que obligó a venir a la policía; una remesa especialmente grande de ropa casi nueva en Goodwill; que por fin he conseguido ver las cinco temporadas enteras de The Wire— y algunas son inventadas, como que supuestamente salgo con una mujer que atiende en la panadería Nene Goose, y las largas conversaciones que mantengo con Terry por Skype. Mis visitas son monólogos más que conversaciones, y debido a eso es necesaria la ficción. Mi vida real no basta, porque hoy día está amueblada tan exiguamente como la habitación de un hotel barato.
Siempre acabo diciéndole que está muy delgado, que tiene que comer más, y diciéndole que lo quiero.
—¿Tú me quieres a mí, Con? —pregunto.
Hasta la fecha no me ha contestado, pero a veces sonríe un poco. Eso viene a ser una respuesta, ¿no les parece?
Al dar las cuatro y acabarse la visita, desando el camino hasta el atrio, donde las sombras —de las palmeras, los aguacates y el baniano retorcido que se alza en el centro— han empezado a alargarse.
Cuento los pasos, y lanzo ojeadas a la puerta situada enfrente, pero por lo demás mantengo los ojos fijos en la moqueta. A menos que oiga mi nombre susurrado por esa voz.
A veces cuando eso ocurre, consigo desentenderme.
A veces no puedo.
A veces alzo la vista a mi pesar y veo que la pared del hospital, pintada de un tranquilizador amarillo pastel, ha sido sustituida por piedras grises unidas mediante antiquísima argamasa y cubiertas de hiedra. La hiedra está muerta, y las ramas parecen manos esqueléticas extendidas en ademán de agarrar. La pequeña puerta en la pared está oculta, en eso Astrid tenía razón, pero está ahí. La voz procede de detrás, y pasa a través del ojo de la antiquísima cerradura herrumbrosa.
Sigo adelante resueltamente, claro que sí. Horrores inconcebibles aguardan al otro lado de esa puerta. No solo la tierra de la muerte, sino también la tierra más allá de la muerte, un lugar lleno de colores delirantes, geometría demencial y simas sin fondo donde los Grandes viven sus vidas extrañas e infinitas y conciben sus pensamientos malévolos e infinitos.
Al otro lado de esa puerta está el Vacío.
Sigo adelante, y pienso en el pareado del último email de Bree: «Que no está muerto lo que eternamente yace, / y en los eones por venir aun la muerte puede morir».
Jamie, susurra la voz de una anciana por el ojo de la cerradura de una puerta que solo yo veo. Ven. Ven a mí y vive eternamente.
No, le contesto, tal como le contesté en mi visión. No.
Y… de momento, todo bien. Pero con el tiempo algo pasará. Siempre pasa algo. Y entonces…
Atenderé la llamada de la Madre.
6 de abril de 2013 - 27 de diciembre de 2013