Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas

Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas


1. ¿Por qué se evaporan los charcos, aunque no hiervan?

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CAPÍTULO

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¿Por qué se evaporan los charcos, aunque no hiervan?

Empecemos este libro con una infame anécdota culinaria con la que seguro que todos estamos familiarizados: pones agua a hervir porque tienes antojo de macarrones, te olvidas por completo de la olla durante un par de horas y, cuando por fin te acuerdas y vuelves para meter los macarrones en ella, toda el agua ha desaparecido.

Dudo bastante que sea una situación con la que todo el mundo esté familiarizado.

Bueno, vale, voz cursiva, tal vez solo nos ha pasado a algunos. La cuestión es que este incordio ocurre porque, como todos sabemos, el agua tiene la molesta tendencia a hervir cuando se encuentra a una temperatura de cien grados centígrados (100 ºC), así que, a menos que se aparte de la fuente de calor, se irá evaporando hasta que no quede ni una gota.

Espera, ahora que lo mencionas... Si se necesita una temperatura de 100 ºC para que el agua hierva y se evapore, ¿por qué los charcos se evaporan? ¿Y el sudor? ¿Y cómo puede ser que el suelo recién fregado se seque tan rápido, incluso si estamos en invierno y hace un frío de narices?

Vaya, no sabía que estas cuestiones te atormentaban tanto, voz cursiva. Para responder a estas preguntas y, de paso, introducir algunos conceptos importantes de cara a los siguientes capítulos, primero tendremos que entender qué pasa cuando la temperatura de una cosa aumenta.

Toda la materia que nos rodea está compuesta por diferentes combinaciones de los 118 elementos de la tabla periódica. Bueno, técnicamente, solo 94 de esos elementos son lo bastante estables como para formar parte de nuestro entorno, pero de eso hablaré más adelante. Por el momento, la moraleja es que los seres humanos hemos conseguido diferenciar 118 sustancias puras distintas en nuestro entorno, cada una con unas propiedades distintas. Todas esas sustancias, los llamados «elementos químicos», están organizados en función de esas propiedades en la famosa tabla periódica.

Ahora bien, no solemos encontrar estos elementos en estado puro a nuestro alrededor porque tienden a combinarse entre ellos y formar «compuestos químicos». Explicaré este proceso con más detalle en el siguiente capítulo, pero, para no liar la perdiz, ahora nos basta con saber que la materia está compuesta por unas bolitas diminutas de alrededor de una millonésima de milímetro de diámetro llamadas átomos y que los átomos de cada elemento tienen masas, tamaños y propiedades distintas. Los compuestos químicos, en cambio, están hechos de conjuntos de átomos llamados moléculas que presentan propiedades diferentes a las de los elementos individuales que las componen. Por ejemplo, el oxígeno es el gas reactivo que nos pasamos el día respirando y el hidrógeno es un gas muy ligero e inflamable, pero cuando un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno se combinan, forman una molécula de agua, el líquido transparente, incoloro e inodoro que posibilita la vida en la Tierra.

En cambio, si sustituimos el átomo de oxígeno por uno de azufre, la estructura de la molécula no cambiará mucho, pero habrá dejado de ser agua para convertirse en sulfuro de dihidrógeno, una sustancia gaseosa que, en condiciones normales, posee un fuerte olor a huevos podridos. Y si sustituimos ese átomo de azufre por uno de un metaloide llamado telurio, la sustancia resultante seguirá siendo un gas, pero ahora olerá a ajo podrido y será muy inflamable.

O sea, cualquier pedazo de materia está compuesto por trillones de átomos o moléculas. Y, como detalle adicional, cada uno de esos átomos y moléculas ejerce una fuerza atractiva sobre sus vecinas. Teniendo esto en cuenta, podemos empezar a plantearnos por qué el agua se evapora incluso cuando no hierve.

El primer dato que conviene tener en mente es que lo que interpretamos como temperatura no es más que un reflejo de lo rápido que se mueven los átomos o las moléculas que componen un objeto: si vibran muy rápido, nos parecerá que el objeto está muy caliente, pero si se mueven despacio, entonces nos dará la impresión de que está frío. Y en este detalle tan simple está la clave para entender por qué las sustancias sólidas se convierten en líquidas cuando su temperatura aumenta y por qué los líquidos se evaporan.

Para ilustrarlo, imaginemos un cubito de hielo tirado en el suelo.

En este caso, el agua del cubito está congelada porque sus moléculas se mueven despacio y la fuerza atractiva que actúa entre ellas es capaz de mantenerlas bien unidas y encajadas en una posición fija, formando así una red rígida en la que cada molécula está confinada en su sitio y tiene tan poca libertad de movimiento que solo puede vibrar ligeramente. Dicho de otra manera, la sustancia se encuentra en estado sólido.

Ahora bien, en cuanto empecemos a subir el termostato, la velocidad a la que vibran las moléculas de agua se irá incrementando hasta que llegue un momento en el que sus sacudidas sean tan violentas que esa fuerza atractiva que actúa entre ellas dejará de ser capaz de mantenerlas unidas y ancladas en su posición. Llegados a este punto, la estructura rígida que formaban las moléculas se desmorona y quedan esparcidas por el suelo, sacudiéndose sin ningún orden, como un montón de escombros saltarines. Pero, ojo, porque, en este escenario, esa fuerza atractiva sigue siendo lo bastante intensa como para mantener las moléculas cerca unas de otras, aunque no estén confinadas en una posición fija. En este caso, el agua de nuestro cubito de hielo sólido se habrá convertido en un líquido... Y la temperatura a la que se produce el cambio, cero grados centígrados, es su punto de fusión.

Finalmente, si incrementamos aún más la temperatura de nuestra agua líquida, sus moléculas se empezarán a mover tan rápido que las fuerzas intermoleculares que actúan entre ellas ya no podrán mantenerlas cerca unas de otras, así que saldrán disparadas del charco a gran velocidad y quedarán suspendidas en el aire, chocando y rebotando caóticamente con las moléculas de los diferentes gases que componen la atmósfera, que se encuentran en la misma situación. Cuando esto ocurra, el agua habrá alcanzado su punto de ebullición y se habrá convertido en un gas.

Como puedes imaginar, estos principios no solo gobiernan los cambios de estado del agua, sino los de todos los materiales conocidos. Eso sí, la temperatura a la que se funde o se evapora cada sustancia depende de la fuerza con la que se atraigan sus átomos o moléculas: cuanto más fuerte sea esa atracción, más rápido tendrán que moverse para separarse y, por tanto, la temperatura necesaria para que cambien de estado será mayor. Por ejemplo, el mercurio es un líquido a temperatura ambiente porque la fuerza con la que se atraen los átomos de este metal es muy débil, de modo que basta un movimiento muy leve para impedir que formen una estructura rígida. De ahí que el mercurio se funda a –38,8 ºC. En cambio, en el otro extremo de la escala, los átomos del wolframio están unidos con tanta fuerza que se necesita una temperatura de 3.414 ºC para fundir este metal, lo que lo convierte en el elemento de la tabla periódica con el punto de fusión más alto.

Por supuesto, este mismo principio también influye en la temperatura a la que un líquido se evapora. Por ejemplo, los átomos de helio se ven atraídos con tan poca fuerza que solo pueden permanecer cerca unos de otros (en estado líquido) cuando están casi quietos, por debajo de los –268,9 ºC. El récord superior en esta categoría pertenece de nuevo al wolframio, cuyos átomos necesitan una temperatura de 5.555 ºC para escapar de la masa de líquido y convertirse en un gas.

Sabiendo esto, y volviendo al ejemplo del principio, todo el vapor que vemos salir de una olla que contiene agua hirviendo está compuesto por moléculas de agua que se mueven lo bastante rápido como para abrirse paso entre el resto de las moléculas del líquido y han conseguido escapar de él. Por tanto, si dejamos la olla sobre el fogón, tarde o temprano todas las moléculas acabarán alcanzando la velocidad suficiente como para salir a la atmósfera y el recipiente se vaciará.

Humm... Pero, si lo que dices es cierto, ¿por qué no percibimos el movimiento de las moléculas que nos rodean? ¿Hay alguna prueba de que exista?

Buena pregunta voz cursiva. Los seres humanos no sentimos el movimiento de las moléculas que nos componen y rodean porque ocurre en escalas demasiado pequeñas; pero, por suerte, este fenómeno se manifiesta de manera visible en algunas situaciones cotidianas fáciles de reconocer. Por ejemplo, el filósofo griego Lucrecio ya especuló sobre la existencia de este movimiento en el año 60 a. C., en el poema científico Sobre la naturaleza de las cosas:1

Observad lo que ocurre cuando los rayos del sol entran en un edificio y alumbran los lugares ensombrecidos. Veréis una multitud de pequeñas partículas moviéndose en una multitud de maneras diferentes. Su baile es una indicación de los movimientos subyacentes de la materia que está oculta a nuestra vista. Se origina a partir de los átomos que se mueven espontáneamente. Entonces esas pequeñas partículas [...] se ven propulsadas por los golpes invisibles y a su vez son disparadas hacia otros objetos más grandes.

En otras palabras, Lucrecio estaba diciendo que las motas de polvo que a veces se ven a contraluz se mueven gracias a sus choques con los «átomos del aire». Y, en parte, tenía razón, porque aunque el factor que más contribuye al baile de las motas de polvo en suspensión son las corrientes de aire imperceptibles, el impacto de las moléculas de gas individuales que componen la atmósfera es el responsable de sus movimientos más bruscos.

Otra pista de la existencia de este movimiento llegó casi dos milenios después, en 1827, cuando el botánico Robert Brown estaba observando con su microscopio unos gránulos de solo cinco milésimas de milímetro de longitud suspendidos en el agua que procedían del polen de una planta de la especie Clarkia pulchella. Brown notó que estos gránulos experimentaban pequeñas sacudidas en direcciones aparentemente aleatorias y, extrañado, sustituyó el polen por pequeños granos de vidrio y de roca del mismo tamaño. Al ver que estos pedazos de materia inanimada también se agitaban en el agua, supuso que la causa de ese movimiento no podía residir en el hecho de que el polen estuviera «vivo».

Con el tiempo, las evidencias empezaron a apuntar a que la temperatura de un fluido es un resultado directo de la velocidad a la que se mueven sus partículas y se dedujo que la causa del movimiento inexplicable que experimentaban esos objetos diminutos era el impacto constante de las moléculas del fluido en el que estaban sumergidos, como el agua o el aire. Es más, Albert Einstein llegó a describir este fenómeno de forma matemática y, en 1908, Jean-Baptiste Perrin verificó de manera experimental sus ecuaciones, demostrando que la idea del movimiento molecular se ajustaba a la realidad.

Aun así, aunque parece que quien describió por primera vez este fenómeno fue Jan Ingenhousz, que, en 1785, observó el movimiento irregular de unas partículas de polvo de carbón que flotaban sobre la superficie de alcohol, el crédito del descubrimiento se lo acabó llevando Robert Brown. Este es el motivo por el que este traqueteo aleatorio de las moléculas se conoce con el nombre de movimiento browniano.

Vaya, qué pena que Robert no tuviera un apellido británico menos común, como Culoy.

¡Voz cursiva, por favor!

Bueno, vale, me callo. De todas maneras, aún no has explicado por qué los charcos se secan, aunque no hiervan.

Cierto, me he despistado. Vamos a ello.

Hay un matiz muy importante que aún no he mencionado y es que, en realidad, la temperatura de un objeto no solo es un reflejo de la velocidad a la que se mueven los átomos o las moléculas que lo componen, sino de su velocidad media. Dicho de otra manera, si, por ejemplo, metemos un termómetro en un charco y marca que el agua está a 20 ºC, eso significa que la mayor parte de las moléculas del líquido que hay en ese charco se están moviendo a una velocidad que se corresponde a esa temperatura. Pero, ojo, porque también contiene una pequeña proporción de moléculas que se mueven más despacio o más rápido que casi todas las demás, o, lo que es lo mismo, moléculas más «frías» y más «calientes». Y, de hecho, en cualquier masa de agua, por muy fría que esté, siempre habrá unas cuantas moléculas que podrán escapar de la masa de líquido porque se moverán lo bastante rápido como para que su temperatura equivalente supere los 100 ºC.

Ahora bien, la cantidad exacta de moléculas que tienen una velocidad distinta a la media varía en función de si una sustancia se encuentra en forma de sólido, de líquido o de gas. En el caso de los sólidos, todas las moléculas se encuentran a una temperatura muy similar, porque están encajadas en una estructura rígida. En cambio, las moléculas de los líquidos y de los gases se pueden mover con mucha más libertad y se pasan el día chocando entre ellas e incrementando o reduciendo su velocidad de forma aleatoria, dependiendo de la dirección en la que tenga lugar la colisión.

Si nos ponemos un poco más técnicos, lo cierto es que no se puede predecir a qué velocidad se mueve cada molécula individual de los trillones que contiene una masa de líquido o gas. Pero, gracias a la estadística, sabemos que el perfil de velocidades de todo el conjunto de moléculas debería ser algo similar a lo que refleja esta figura:

Si no os gustan los gráficos (algo que no puedo concebir), esta figura simplemente representa que la mayor parte de las moléculas del fluido se mueven a una velocidad similar y que el número de ellas que van más rápido o más despacio disminuye rápidamente cuanto más te «alejas» de la velocidad media. La forma exacta del gráfico cambia en función de la sustancia en cuestión, de su temperatura o de si se encuentra en estado líquido o gaseoso, pero siempre se aproxima a esta figura, que es lo que se llama una distribución normal.

O sea, que todas las masas de agua líquida que nos rodean se están evaporando constantemente a un ritmo mayor o menor, sin importar cuál sea su temperatura, porque siempre contienen una pequeña proporción de sus moléculas que se mueven lo bastante rápido como para escapar a la atmósfera en forma de vapor.

No sé yo... Si eso es cierto, ¿por qué los charcos se acaban secando por completo? ¿No deberían dejar de evaporarse en cuanto todas sus moléculas rápidas escaparan a la atmósfera?

Eso podría parecer a primera vista, voz cursiva, pero hay que tener en cuenta que el perfil de velocidades que acabo de enseñar se mantiene constante mientras el volumen del líquido disminuye: a medida que las moléculas más rápidas escapan, las colisiones aleatorias constantes que tienen lugar entre las moléculas frías (o su colisión con las moléculas del aire que está en contacto con la superficie del líquido) siempre acelerarán algunas de ellas hasta la velocidad necesaria para escapar a la atmósfera.

Por tanto, la moraleja del asunto es que los líquidos siempre contienen algunas moléculas que están lo bastante calientes como para evaporarse, incluso aunque se encuentren por debajo de su punto de ebullición, así que su volumen irá disminuyendo con el tiempo a medida que estas escapan hasta que se haya evaporado por completo. Y por eso el agua de los charcos se evapora, aunque no hierva en ningún momento.

Captado, pero tengo una última duda. ¿Ese proceso de evaporación del agua se puede acelerar? Lo comento porque justo iba a fregar el suelo.

Me alegra que me hagas esa pregunta y que mantengas el orden en tu habitación, voz cursiva.

El agua caliente se evapora más rápido que el agua fría porque contiene una proporción mayor de moléculas que se mueven a una velocidad lo bastante alta como para escapar del líquido. Por tanto, el suelo se secará más rápido un día caluroso o cuando no friegas con el aire acondicionado de frío encendido. Si estas opciones no te gustan, también puedes usar una cantidad menor de agua o abrir las ventanas para que corra el aire. En este último caso, la brisa acelera la evaporación del agua porque reduce la humedad de la capa de gas que se encuentra justo encima de la superficie del líquido, pero de este fenómeno hablaré con más detalle hacia el final del libro.

Ahora bien, el suelo se secaría aún más deprisa si usáramos otra sustancia en lugar de agua, como el etanol.

Por supuesto, no recomiendo aplicar este consejo en la vida real, pero os propongo un experimento que os dará una idea de a lo que me refiero: usando una jeringuilla u otro instrumento graduado que sirva para medir líquidos, coloca dos volúmenes iguales de agua y de etanol puro en dos recipientes idénticos. A continuación, cronometra cuánto tiempo tarda el líquido de cada recipiente en evaporarse por completo, y, si vives en la misma dimensión que yo, deberías notar que el etanol tarda muchísimo menos tiempo en desaparecer que el agua.

Este fenómeno ocurre porque la fuerza con la que se atraen las moléculas de etanol entre ellas es más débil que la que mantiene la cohesión entre las del agua líquida. Esto significa que las moléculas de etanol no necesitan moverse tan deprisa para escapar de esta sustancia cuando se encuentra en estado líquido, lo que se traduce en un punto de ebullición de solo 78 ºC, muy inferior a los 100 ºC del agua. Por tanto, si una masa de etanol y otra de agua se encuentran a la misma temperatura, la primera se evaporará mucho más deprisa porque siempre contendrá una cantidad mayor de moléculas que se mueven a la velocidad necesaria para escapar del líquido. Por supuesto, se trata de un fenómeno mucho más complejo, pero la moraleja es que cada líquido se evapora a un ritmo distinto porque la velocidad a la que se tienen que mover las moléculas de cada sustancia para escapar a la atmósfera es diferente.

Con todo, el hecho de que los líquidos se evaporen a cualquier temperatura también es el motivo por el que algunas sustancias líquidas son peligrosas, pese a que no entremos en contacto directo con ellas. Por ejemplo, hace unas páginas he mencionado que el mercurio se puede encontrar en estado líquido a temperatura ambiente porque este metal se funde a –38,8 ºC.

A menos que tu ambiente sea Siberia en invierno.

Ya me entiendes, voz cursiva. La cuestión es que manipular mercurio en estado líquido es peligroso precisamente porque, al tener un punto de fusión tan bajo, se evapora continuamente delante de nuestras narices a temperatura ambiente sin que nos demos cuenta. Esa evaporación es relativamente lenta porque la temperatura de ebullición de este metal es de casi 357 ºC, pero si se deja suficiente tiempo para que se acumule en el ambiente, podemos acabar inhalando bastante vapor de mercurio como para desarrollar síntomas que van desde una simple irritación en la garganta hasta temblores crónicos incontrolables.2 Aun así, si tenéis algún termómetro de mercurio viejo por casa y algún día se os cae al suelo y se rompe, no hace falta que cunda el pánico: abrid las ventanas para ventilar la habitación, poneos guantes, barred todas las bolitas de mercurio que encontréis con un trozo de papel y metedlas todas en una bolsa de plástico o un bote de cristal junto con todas las cosas que habéis utilizado para recogerlas. Si os queréis quedar aún más tranquilos, espolvoread polvo de azufre por el suelo para convertir cualquier rastro de mercurio que os hayáis dejado en sulfuro de mercurio, un compuesto que es muchísimo más seguro porque no se evapora a temperatura ambiente. Cuanto terminéis, barredlo todo, metedlo en el bote junto con el resto de las cosas contaminadas y llevadlo a un punto de recogida de residuos. De esta manera, vuestra exposición a los vapores del mercurio será mínima y no tendréis de qué preocuparos.

Ahora bien, hay lugares en los que la gente sí que está expuesta a cantidades de mercurio dañinas. Por ejemplo, muchos mineros de oro que viven en países en vías de desarrollo usan este elemento para absorber y separar el oro de la tierra y luego calientan la mezcla para evaporar el mercurio y recuperar el valioso metal dorado. Pero, claro, debido a la exposición frecuente a los vapores de este metal, estos mineros acaban sufriendo síntomas crónicos como temblores, ataxia y problemas de memoria y de visión.3

O sea, que la evaporación constante que experimentan los líquidos a cualquier temperatura es un factor que no se puede ignorar cuando se manipulan ciertas sustancias. De todas maneras, a propósito del oro, me gustaría aprovechar la ocasión para seguir hablando de átomos a través de una anécdota menos tétrica sobre este preciado metal dorado.

Espera, no me digas que los lingotes de oro también se evaporan sin que nos demos cuenta.

No, voz cursiva, no te preocupes. Desconozco cuántos lingotes tienes, pero no se van a evaporar... Aunque existen otras maneras de hacer «desaparecer» un mazacote de oro.

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