Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas

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3. ¿Por qué tienen ese olor los metales?

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CAPÍTULO

3

¿Por qué tienen ese olor los metales?

Si alguna vez compras un objeto que supuestamente está hecho de oro macizo y sospechas que te han colado algún otro metal de imitación, existen varias maneras de comprobarlo. Por poner algunos ejemplos, se puede verificar si su densidad se ajusta a la del oro midiendo su peso y su volumen, calentarlo al rojo vivo para ver si se oxida como un metal «corriente» o acercarle un imán por si pudiera ser un simple trozo de acero cubierto con una finísima capa de oro o material dorado. Y, aunque no es tan fiable, existe una prueba que me parece especialmente curiosa, que es la del olfato: si manipulas un objeto de oro y notas que tiene un característico olor a metal, entonces es muy probable que no sea oro macizo.

No lo entiendo. Si todos los metales huelen raro, ¿por qué no iba a oler también el oro?

Buena pregunta, voz cursiva. Para responderla, tendremos que hablar del olfato.

Algunas sustancias que nos rodean emiten lo que llamamos aromas, que son compuestos químicos que se evaporan con facilidad cuando se encuentran por debajo de su temperatura de ebullición y son capaces de disiparse por el aire hasta alcanzar nuestras fosas nasales, donde tienen la posibilidad de interaccionar con alguno de los 350 o 400 receptores del olor que posee la nariz humana. Cada uno de estos receptores reacciona químicamente con unos aromas concretos, y, cuando una o varias sustancias activan una combinación concreta de receptores, nuestro cerebro asigna a estos estímulos un olor determinado...1 O, al menos, parece que ese es el consenso actual, porque aún existe cierto debate sobre el mecanismo químico exacto que nos permite oler las cosas.

En cualquier caso, lo que sí está claro es que el olor de un objeto es un reflejo del tipo de moléculas volátiles que emite, lo que, a su vez, depende de las sustancias que lo componen. Por ejemplo, la agradable fragancia de las rosas es un resultado de la interacción entre nuestros receptores olfativos y varios aromas que emiten estas, como el 2-feniletanol, la beta-ionona, la beta-damascona y la beta-damascenona.2 El olor de las almendras, en cambio, proviene en gran parte del benzaldehído, que es una sustancia que se forma cuando la amigdalina que contienen estos frutos secos se descompone. Como dato curioso, cuando comemos almendras, la amigdalina reacciona con los líquidos de nuestro estómago, y, además de benzaldehído, produce cianuro de hidrógeno, una sustancia altamente tóxica.

¿Cómo que «dato curioso»? ¡Más bien «dato alarmante»! ¡No quiero morir por intoxicación de cianuro! ¡No pienso volver a comer almendras nunca más!

No te escandalices, voz cursiva, porque tendrías que consumir varios kilos de almendras en un día para que el cianuro producido durante su digestión supusiera algún riesgo.

Lo que sí es peligroso son las almendras salvajes. La amigdalina que contienen estos frutos secos no solo les da un sabor muy amargo al convertirse en benzaldehído en nuestras bocas, sino que, además, genera mucho cianuro de hidrógeno tóxico mientras nuestras muelas las machacan y cuando entran en contacto con nuestros jugos gástricos.3 Como resultado, ingerir unas pocas docenas de almendras salvajes sería suficiente para recibir una dosis letal de cianuro, así que es mejor mantenerse alejado de ellas... Que tampoco es difícil, teniendo en cuenta lo mal que saben.

Uf... Afortunadamente, nuestros sentidos están ahí para protegernos de las maldades de la naturaleza.

Pues sí, voz cursiva. En el fondo, nuestras lenguas y narices son instrumentos de análisis químico que nos permiten identificar sustancias que pueden resultar beneficiosas o perjudiciales. Pero, en lugar de mostrarnos unos resultados numéricos ordenados y detallados en una pantalla, estos sentidos nos comunican si los compuestos que contienen todo aquello que estamos a punto de ingerir son peligrosos a través de sabores horrendos y olores desagradables. Por ejemplo, la degradación que sufren las proteínas durante el proceso de putrefacción de la comida suele producir compuestos orgánicos de azufre volátiles, así que tanto nuestro sentido del olfato como el de otros animales se ha vuelto muy sensible a este tipo de compuestos con el paso de las generaciones,4 porque detectar su presencia nos permite identificar alimentos que no están en buen estado y aumentar nuestras probabilidades de sobrevivir en la intemperie.

De hecho, entre esa familia de compuestos orgánicos a los que nuestras narices son tan sensibles se encuentra la tiocetona, una sustancia que no solo tiene uno de los peores olores que se conocen, sino que, además, su hedor se puede percibir incluso aunque esté extremadamente diluida en el aire.

La verdad es que me cuesta concebir lo terrible que debe de ser el olor de la tiocetona a partir de las referencias que he encontrado sobre su pestilencia legendaria. Por ejemplo, en 1889, dos investigadores que experimentaban con ella manifestaron que «debido al muy desagradable olor del compuesto, que es más fuerte que el de cualquier otra sustancia conocida, incluso las trazas más pequeñas son suficientes como para infectar distritos enteros, así que el estudio de este compuesto se detuvo».5

Intrigado, indagué un poco más y pude acceder al artículo original en alemán de 1889 en el que los autores ofrecen más detalles sobre lo que ocurrió durante estos estudios... Y el resultado no me ha decepcionado.6

Resulta que los autores estaban en la ciudad de Friburgo investigando las reacciones que se dan entre la acetona y el sulfuro de hidrógeno, y notaron que, además de tetratiopentona y tritiocetona, en su experimento se formaba un líquido muy molesto de aislar porque «es ligero y muy difícil de separar de la tritiocetona». Aun así, en el artículo creyeron necesario puntualizar que «esos obstáculos se podían superar; nuestros intentos [de separar esta sustancia] fallaron por el hecho de que tiene un olor fétido que se propaga sorprendentemente deprisa [por el aire] y contamina partes enteras de la ciudad».

Aun así, curiosamente, parece que este olor nauseabundo solo se volvía perceptible si la sustancia estaba muy diluida en el aire. Por ello, no resultaba especialmente molesto en el laboratorio o en sus inmediaciones, pero sí en las calles que lo rodeaban. Por ejemplo, al preparar cien gramos de acetona mezclada con ácido clorhídrico concentrado y sulfuro de hidrógeno e intentar destilar esa sustancia que se formaba, los autores informan de que «el hedor se esparció en poco tiempo una distancia de tres millas y media hasta alcanzar las partes lejanas de la ciudad, y los residentes de las calles adyacentes al laboratorio se quejaron de que la sustancia olorosa había provocado desmayos, náuseas y vómitos en algunos individuos». El mismo resultado se observó en otra ocasión en la que se produjo una cantidad menor de la sustancia que apenas pudo evaporarse, lo que significaba que incluso «cantidades extremadamente pequeñas de este cuerpo sulfuroso bastaban para contaminar millones de metros cúbicos de aire».

Al final, los investigadores tuvieron que abandonar el proyecto porque «cada experimento con la sustancia desataba una tormenta de quejas contra el laboratorio». Pero, al menos, los datos que obtuvieron les permitieron deducir que el compuesto en cuestión era simple tiocetona.

Por supuesto, también existen sustancias que no están basadas en el azufre y producen un hedor terrible, como la cadaverina o la putrescina, dos compuestos con base de nitrógeno, que, como puedes imaginar por sus nombres, se emiten durante la putrefacción de los cadáveres, pero que también son producidos por algunos tipos de plantas para atraer a las moscas y otros insectos que normalmente rondan la carne en descomposición y para que actúen como agentes polinizadores.7 Un ejemplo es la llamada flor cadáver, una especie originaria de las selvas tropicales de Sumatra que puede superar los tres metros de altura y que huele a carne podrida cuando florece.

Vaya... Es como si la evolución hubiera creado una versión de película de terror del método de polinización de las abejas.

Bueno, a ver, para nosotros es un sistema un poco asqueroso porque nuestras narices han evolucionado precisamente para evitar este tipo de olores, pero imagino que para los insectos será un aroma irresistible.

Otro compuesto de nitrógeno pestilente que está presente en nuestra vida diaria es el escatol que emiten las heces y que huele a... Bueno, a eso. Pero, sorprendentemente, este compuesto tiene un olor agradable cuando se encuentra en bajas concentraciones y, de hecho, también lo producen algunas flores normales que no apestan a mierd...

Vaya, qué curioso que la concentración de una sustancia pueda cambiar su olor.

Pues sí, voz cursiva.

El escatol no es la única sustancia cuyo olor cambia en función de su concentración. Por ejemplo, el sulfuro de hidrógeno huele a huevos podridos cuando está en bajas concentraciones, pero cuando supera las treinta partes por millón en el aire (ppm), adopta un aroma dulce que puede llegar a ser muy molesto. Por encima de 100 ppm, el olor dulce desaparece porque el gas nos paraliza los nervios olfativos y perdemos la capacidad de detectarlo... Lo que es un verdadero incordio, porque le perdemos la pista a este gas justo cuando su concentración empieza a ser peligrosa.

De hecho, hay gases que usamos en nuestro día a día que pueden resultar peligrosos precisamente porque no huelen a nada, de manera que no podemos detectar su presencia ni evaluar su concentración a través del olfato. Por suerte, este problema se puede solucionar mezclando estos gases con otras sustancias volátiles que tienen un hedor muy fuerte. Un ejemplo es el del gas natural de los fogones de la cocina: para que nuestras narices reciban una alerta si se produce una fuga, este gas se suele mezclar con una sustancia volátil con base de azufre llamada metilmercaptano, que huele a huevos podridos en bajas concentraciones.

Vaya, nunca pensé que se pudieran salvar vidas con un gas pestilente.

Pues sí, la química está llena de sorpresas, voz cursiva. Es más, existe un elemento químico que tiene un efecto especialmente sorprendente sobre el olor del cuerpo humano: el telurio, un metaloide que no tiene ningún olor concreto por su cuenta, pero que, si lo ingerimos o lo inhalamos accidentalmente en forma de polvo, nuestro cuerpo lo metaboliza y...

Espera, ¿qué es eso de que el cuerpo lo «metaboliza»?

Se dice que nuestro cuerpo metaboliza una sustancia cuando la «procesa» químicamente o, dicho de otra manera, cuando modifica la estructura de sus moléculas añadiéndoles o quitándoles átomos de otros elementos y las convierte en un compuesto distinto. El objetivo de este proceso es convertir esas sustancias en otros compuestos más fáciles de absorber o excretar, según lo que necesite en cada situación.

En el caso que nos ocupa, nuestro cuerpo convierte el telurio que ingerimos en dimetil telurio, un compuesto orgánico volátil que se caracteriza por poseer un fuerte olor a ajo. Por tanto, si ingerimos o inhalamos telurio, exudaremos dimetil telurio a través de la piel o del aliento y nuestro olor corporal empeorará bastante... Y lo peor de todo es que este síntoma tan desagradable se puede prolongar durante meses, incluso aunque la dosis de telurio absorbida sea muy pequeña.

Una investigación sobre los efectos del telurio que me llamó la atención fue la de un médico llamado William Reisert, que, el 8 de mayo de 1883, tomó tres dosis de cinco miligramos de óxido de telurio a lo largo del día para estudiar en sus propias carnes cómo evolucionaban los síntomas. El resultado se narra en el siguiente testimonio:8

Quince minutos después de la primera dosis, el aliento tenía un fuerte olor similar al ajo, y, tras una hora, se observó un sabor metálico. Una hora después de la segunda dosis, la orina y el sudor también adoptaron un olor a ajo, que además se empezó a observar en las heces el 12 de mayo. El sabor metálico fue experimentado durante 72 horas, y el olor a ajo duró 382 horas en la orina, 452 horas en el sudor, 79 días en las heces, y en el aliento aún estaba presente, aunque de manera muy tenue, después de 237 días.

El mismo autor concluía, además, que solo 0,5 microgramos de telurio son suficientes para producir aliento de ajo durante treinta horas. Insisto, por si las unidades no lo han dejado lo bastante claro: eso son solo cinco millonésimas de gramo de este elemento.

Qué tipo de intoxicación más innecesaria, desagradable y aleatoria, la verdad.

Te había advertido de que la química estaba llena de sorpresas, pero no he dicho que todas fueran agradables... Pero volvamos al tema que nos ocupa.

Los metales en sí no tienen ningún olor, porque no se evaporan a temperatura ambiente y no hay manera de que sus átomos lleguen hasta nuestra nariz y activen nuestros receptores olfativos. En realidad, ese olor tan característico que percibimos cuando manipulamos un trozo de metal proviene de nuestra propia piel: muchos metales reaccionan químicamente con los aceites que cubren nuestras manos cuando los manipulamos y los convierten en sustancias volátiles que sí son capaces de dispersarse por el aire, introducirse en nuestras fosas nasales y activar sus receptores olfativos. O sea, que el «olor metálico» no proviene del propio metal, sino de esas sustancias volátiles que se forman en su superficie cuando lo tocamos. Y, de estas sustancias, la principal responsable de ese olor metálico es la 1-octen-3-ona, la misma que también le da a la sangre su olor ferroso.9

Ahora bien, los metales inertes como el oro no tienen ningún olor perceptible porque no reaccionan con los aceites que cubren nuestra piel y no los convierten en compuestos volátiles que se puedan esparcir por el aire. Si a esto añadimos que los átomos de oro tampoco se evaporan de su superficie, como es de esperar, ya sabrás por qué no somos capaces de oler este elemento.

Tu explicación tiene lógica, pero ¿hay algún modo de comprobar que es cierta de manera experimental?

Me alegra que lo preguntes, porque esta idea se puede verificar de una manera muy simple: basta con coger unas cuantas monedas olorosas, limpiarlas con jabón para deshacernos de todas esas sustancias volátiles que cubren su superficie y secarlas. Si después vuelves a oler esas monedas, no deberías notar ningún aroma, pero, si las manipulas durante un rato, recuperarán su olor otra vez. En cambio, si tienes a mano alguna moneda o una joya de oro, notarás que no emite ningún olor, por mucho tiempo que la sostengas entre las manos.

Vale, fantástico, pero creo que ya me he cansado de oír hablar de malos olores. La verdad es que podrías haber dedicado este capítulo al origen de otras fragancias más agradables, como los aromas frescos y dulces de las frutas.

Es que me daba la impresión de que romantizar la química hablando de aromas más placenteros ya estaba muy visto. Pero, mira, ya que quieres que hable de frutas, vamos a ver por qué los plátanos son radiactivos.

¡¿Que qué?!

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