Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas

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4. ¿Por qué los plátanos son ligeramente radiactivos?

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CAPÍTULO

4

¿Por qué los plátanos son ligeramente radiactivos?

Este mensaje va dirigido al lector que se estaba comiendo un plátano mientras leía el título de este capítulo y que acaba de dejar de masticar, mientras se pregunta si debería escupir esa bola de fruta triturada que tiene en la boca: no te asustes, la radiactividad de los plátanos es tan baja que no representa ningún peligro. De hecho, para recibir una dosis de radiación similar a la de una radiografía, tendrías que consumir unos trescientos plátanos seguidos sin ir al baño a «descomer» durante todo el proceso.

Y si te estabas preguntando cómo sabía que te estabas comiendo un plátano, no te preocupes, lector anónimo, porque eso simplemente significa que el libro se está vendiendo bien y que la estadística ha hecho su trabajo.

En cualquier caso, si lo de los plátanos te sigue preocupando, seguro que te tranquilizará saber que casi todo lo que nos rodea es ligeramente radiactivo, desde el aire que respiramos hasta el suelo que pisamos, o incluso nuestros propios cuerpos y los del resto de los organismos que habitan este planeta. Hasta estamos siendo bombardeados de manera constante por radiación que proviene del espacio.

No sé si esta información estará reconfortando a mucha gente, ¿eh?

Puede que tengas razón, voz cursiva. A lo mejor sería una buena idea aclarar un par de conceptos sobre la radiación antes de continuar.

Empecemos hablando sobre los átomos, los «bloques» minúsculos componen la materia y consisten en un núcleo que contiene protones y neutrones, y está rodeado de electrones. En el primer capítulo he mencionado que en la actualidad conocemos 118 elementos químicos que están recogidos en la tabla periódica, pero no que la principal diferencia que existe entre cada uno de esos elementos químicos es el número de protones que contienen sus átomos en el núcleo. Por ejemplo, un átomo de helio y uno de carbono se distinguen fundamentalmente en que el primero tiene dos protones en su núcleo, mientras que el segundo tiene seis. Y, no sé a ti, pero siempre me ha resultado sorprendente que solo cuatro protones marquen la diferencia entre un gas superligero e inerte que nos pone la voz aguda cuando lo inhalamos y un sólido negro que se puede combinar con una gran cantidad de elementos químicos y producir la variedad inmensa de moléculas orgánicas que la vida compleja necesita para existir.

Y aquí es donde empiezan los matices, porque hay que tener en cuenta que todos esos protones que hay en el núcleo de un átomo tienen la misma carga eléctrica positiva. Y, como habrás notado si alguna vez has intentado juntar dos imanes por el mismo polo, las cosas que tienen la misma polaridad tienden a repelerse entre sí con una fuerza que se incrementa a medida que se acercan.

¿Y cómo es que los protones se mantienen confinados en el núcleo de los átomos y su repulsión mutua no hace que salgan disparados en todas las direcciones?

Porque tanto los protones como los neutrones están compuestos por tríos de unas partículas aún más pequeñas llamadas quarks que se atraen entre sí a través de la llamada fuerza nuclear fuerte, una fuerza que no solo mantiene unidos los quarks que se encuentran dentro de un mismo protón o neutrón, sino que también atrae a los que hay en el interior de las partículas vecinas. O sea, que los protones no salen despedidos de los núcleos de los átomos, porque tanto sus propios quarks como los de las partículas que los rodean se atraen con la fuerza suficiente como para sobreponerse a la repulsión eléctrica que los intenta separar.

Eso sí, la intensidad de la fuerza nuclear fuerte disminuye rápidamente con la distancia, así que, si los núcleos atómicos estuvieran hechos solo de protones, la repulsión electromagnética mutua entre los más alejados los mandaría a tomar viento fresco. Este es el motivo por el que los núcleos de los átomos necesitan neutrones para mantener su cohesión, porque, al no tener carga eléctrica, los quarks que contienen estas partículas ayudan a «tirar» de los protones y mantenerlos unidos. Por tanto, cuantos más protones contenga un núcleo atómico, más neutrones necesitará para retenerlos.

Pero, ojo, porque, aunque los átomos de un elemento determinado siempre van a poseer el mismo número de protones, la cantidad de neutrones que los acompaña no siempre es la misma. Esto se debe a que existen diferentes cantidades de neutrones que son capaces de mantener agrupado un número concreto de protones. Por ejemplo, el 98,9 % de los átomos de carbono que nos rodean contienen seis protones y seis neutrones, de modo que a este «tipo» de carbono concreto se le llama carbono-12, porque su núcleo posee un total de doce partículas. El 1,1 % restante de los átomos son carbono-13, lo que significa que contienen seis protones y siete neutrones en su núcleo. Estas versiones diferentes de un mismo elemento que contienen un número distinto de neutrones se llaman isótopos.

¡Ostras! ¿Y esas versiones distintas del carbono se comportan de manera muy diferente?

No demasiado, voz cursiva, porque, como he mencionado en el segundo capítulo, las propiedades químicas de un átomo no dependen de sus protones y sus neutrones, sino de cómo estén estructurados sus electrones alrededor del núcleo, algo que no cambia mucho de un isótopo a otro de un mismo elemento. En realidad, la diferencia principal que hay entre cada isótopo de un mismo elemento es su masa, que es un resultado de la cantidad de partículas que contiene su núcleo. En el caso del carbono, los átomos de carbono-13 son un poco más masivos que los de carbono-12, porque poseen un neutrón más.

Aun así, las propiedades químicas de las sustancias que nos rodean se pueden ver ligeramente alteradas por estas pequeñas diferencias de masa que se dan entre los diferentes isótopos de un mismo elemento... Y un ejemplo que me parece especialmente interesante es el de la llamada agua pesada.

No intentes buscar el agua en la tabla periódica, porque, pese a lo que pudieran pensar los griegos en la antigüedad, ya hemos visto que no es un elemento puro, sino una sustancia compuesta por moléculas que están hechas de un átomo de oxígeno unido a dos de hidrógeno, que ahora mismo son los que nos interesan.

El hidrógeno es el elemento más sencillo que hay en la naturaleza, con un núcleo que consiste en un simple protón solitario rodeado por un único electrón. Esta configuración se llama hidrógeno-1 y representa el 99,98 % de los átomos de este elemento que nos rodean, pero, en realidad, existen otros dos isótopos del hidrógeno: el deuterio o hidrógeno-2 y el tritio o hidrógeno-3, con un protón individual acompañado de uno o dos neutrones adicionales, respectivamente. Por supuesto, tanto el deuterio como el tritio siguen siendo átomos de hidrógeno, porque poseen un solo protón, pero su masa es mayor debido a que su núcleo contiene más partículas.

Para entender qué es el agua pesada, tendremos que centrarnos en el deuterio. Los átomos de este isótopo tienen el doble de masa que los de hidrógeno-1, pero sus propiedades químicas son muy similares, así que un átomo de oxígeno se puede combinar con dos de deuterio y formar moléculas de agua que son aparentemente normales... Pero, si nos fijamos, esas moléculas son un poco más masivas que el agua convencional debido a esa masa adicional que les proporcionan los átomos de deuterio. Por tanto, el agua que contiene deuterio es más densa que la «normal», que está hecha con átomos de hidrógeno-1. De ahí el sobrenombre de pesada.

Con todo, la densidad de los dos tipos de agua no es muy diferente. Una molécula de agua normal contiene dieciocho protones y neutrones (dieciséis partículas las proporciona el oxígeno, y el hidrógeno-1 aporta los dos átomos restantes), pero el neutrón adicional que proporciona sustituir el hidrógeno-1 por deuterio solo incrementa ese número de partículas hasta veinte. Como resultado, el agua pesada es «solo» un 11 % más densa que el agua normal y corriente.

De hecho, si, por casualidades de la vida, tuvieras una botella de agua pesada en casa, te propongo un experimento.

Si llenas una cubitera con agua pesada y la metes en el congelador, los cubitos resultantes parecerán hielo normal y corriente a primera vista. Pero, ojo, porque si metes esos cubitos en un vaso de agua ordinaria, ocurrirá algo que nunca habrás visto hacer al hielo normal: se hundirán hasta el fondo del vaso. Esto se debe a que el hielo de agua pesada es ligeramente más denso que el ordinario gracias a esa masa extra que le proporcionan los neutrones adicionales del deuterio.

¡Qué curioso! Voy a comprar un poco de agua pes... Ah, no, espera, que veo que el precio ronda los setecientos euros por litro. ¿Por qué puñetas es tan cara, si lo único que la diferencia del agua ordinaria son un par de neutrones?

Porque, como he comentado, el deuterio representa solo el 0,02 % de los átomos de hidrógeno, así que separar las moléculas de agua pesada que están perdidas entre el mar de moléculas de agua «ordinaria» que nos rodea es un proceso largo y costoso.

Pues, nada, queda anulada la broma de los cubitos de hielo que se hunden... Espera; ahora que lo pienso, ¿el agua pesada se puede beber?

Buena pregunta, voz cursiva.

El correcto funcionamiento de nuestras células depende de unas enzimas que se dedican a reorganizar los átomos que contienen varios tipos de moléculas para producir energía y nutrientes. Ahora bien, el comportamiento químico de los átomos de deuterio es lo bastante distinto del de los de hidrógeno-1 como para que a estas enzimas les cueste más procesarlos, ya que forman enlaces un poco más fuertes con los átomos que los rodean. Como resultado, si la concentración de agua pesada en nuestro cuerpo aumenta, el funcionamiento de nuestras células se verá afectado de manera negativa.

En cuanto a los síntomas que produce la «intoxicación» por agua pesada, el autor de este estudio indicaba que «se ha encontrado que un exceso de deuterio en el agua reduce la síntesis de proteínas y ácidos nucleicos, produce perturbaciones en los mecanismos de división celular y cambios en el ritmo cinético enzimático y la morfología celular».1 Además, añade que «los efectos del deuterio solo son parcialmente reversibles y resultan letales para los organismos complejos en dosis superiores a entre el 20% y el 30% de agua pesada», y que «la ingestión de cantidades de agua pesada relativamente pequeñas que dan como resultado un enriquecimiento de los fluidos corporales inferior al 0,5 % también producen efectos secundarios clínicamente relevantes».

O sea, que mejor renuncio a la idea de meter cubitos de hielo de agua pesada en las bebidas de mis amigos para desconcertarlos, ¿no?

Bueno, seguramente un sorbito de agua pesada no nos haría daño. Por ejemplo, en un estudio2 se proporcionó agua enriquecida con distintas concentraciones de deuterio a un grupo de ratas para determinar el efecto de este isótopo sobre los organismos vivos. Las ratas que bebieron agua con una concentración de agua pesada del 40 % sobrevivieron una media de sesenta días, mientras que una concentración del 75 % redujo esa cifra a doce días. Por tanto, parece que hay que beber cantidades considerables de agua pesada durante un tiempo prolongado para que su ingesta ponga en peligro nuestra vida... Pero, por si acaso, voz cursiva, no hagas cosas raras e invierte el dinero que tenías ahorrado para comprar botellas de agua pesada en otra cosa. Tus invitados y tus bolsillos te lo agradecerán.

Vale, vale, no me la voy a jugar. ¿Y qué hay del otro isótopo del hidrógeno que comentabas, el tritio?

Sí, sí, el tritio es el isótopo del hidrógeno que contiene un protón y dos neutrones en su núcleo. Ahora bien, esta combinación de protones y neutrones no es estable, así que los átomos de tritio son radiactivos.

¡¿Qué?! ¡¿Significa eso que parte del agua es radiactiva?! ¡¿Vamos a morir todos?!

Calma, voz cursiva. Ya que has sacado el tema y para que veas que no tienes de qué preocuparte, veamos qué es en realidad la radiación... Y así encaminamos el capítulo en dirección a los plátanos, ya que estamos.

Un átomo es radiactivo cuando la cantidad de neutrones que contiene en el núcleo no es capaz de mantener todos los protones retenidos. Con esto quiero decir que, si en un núcleo atómico sobran o faltan neutrones, la repulsión eléctrica de los protones y la fuerza nuclear fuerte que los mantiene unidos estarán desequilibradas y el átomo se volverá inestable. ¿Y qué ocurre cuando un átomo es inestable? Pues que las partículas sobrantes irán saliendo despedidas del núcleo hasta que contenga una cantidad de protones y de neutrones equilibrada.

Estas partículas que salen disparadas de los núcleos atómicos como si fueran pequeños proyectiles son lo que denominamos radiación nuclear, pero los átomos no las expulsan en cantidades aleatorias. En general, los átomos inestables sueltan, o bien un mazacote de dos protones y dos neutrones (un conjunto al que se suele llamar partícula alfa), o bien convierten uno de sus neutrones en un protón a través de la emisión de un electrón (en cuyo caso se llama partícula beta), aunque, con menos frecuencia, también pueden expulsar protones o neutrones individuales.

¿En serio? ¿La radiación nuclear es esa chorrada? ¿Y por qué a la gente le preocupan tanto los materiales radiactivos?

Bueno, es que estas partículas que salen disparadas de los núcleos inestables a toda velocidad pueden ser peligrosas, porque son capaces de romper los enlaces químicos que mantienen unidos los átomos que componen las moléculas de ADN al chocar con ellas. El problema es que en esos enlaces están codificadas las instrucciones que deben seguir las células para reproducirse de forma correcta, así que, si una célula no consigue reparar el daño producido en su ADN por el impacto de una partícula emitida por algún átomo radiactivo, es posible que continúe su ciclo de vida siguiendo unas instrucciones «corrompidas» y que acabe multiplicándose sin control a largo plazo, formando un tumor.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que los efectos nocivos de la radiación nuclear no son como los de un veneno, cuya toxicidad se incrementa de manera lineal con la dosis. Esto se debe a que cada eslabón de la cadena de acontecimientos que provoca que una célula dañada por la radiación termine formando un tumor depende en gran medida del azar. Por ejemplo, si 1.000 millones de partículas impactan con nosotros, no existe ninguna certeza de que alguna de ellas acabe chocando con una célula y dañando su ADN, igual que tampoco podemos predecir si esa célula en concreto conseguirá o no reparar el daño.

Por tanto, a menos que la dosis de radiación absorbida sea lo bastante alta como para afectar a tantas células que nuestros órganos empiecen a fallar de forma irreversible, lo único que se puede asegurar sobre la exposición a la radiación es que la probabilidad de sufrir consecuencias adversas se incrementa con la dosis absorbida. Este es el motivo por el que la exposición a la radiación se suele evaluar con una unidad llamada sievert (Sv), una escala en la que 1 Sv representa la dosis radiactiva que incrementa las probabilidades de que una persona sufra cáncer a lo largo de su vida en un 5,5 %.

A esto también hay que añadir que la dosis de radiación recibida cambia en función del tipo de partículas con las que nos irradia cada elemento inestable. Por ejemplo, las partículas alfa pueden hacer mucho daño a nuestras células porque su gran masa y carga eléctrica les permite romper los enlaces químicos con facilidad, pero, por suerte, interaccionan con tanta intensidad con la materia que las rodea que bastan unos pocos centímetros de aire para frenarlas, así que no suelen alejarse demasiado de la fuente de emisión. Con la radiación beta pasa algo similar: los electrones recorren una distancia mucho mayor a través del aire porque su capacidad para interactuar con la materia es menor, pero no son capaces de atravesar nuestra piel, que es un órgano especialmente resistente a la radiación, porque sus células se están renovando de manera constante.

En realidad, la radiación no suele representar un peligro grave para nuestra salud a menos que nos encontremos cerca de grandes cantidades de material radiactivo o que, por algún motivo, lo hayamos inhalado o ingerido. En este último caso, los átomos inestables entrarán en nuestro torrente sanguíneo y las partículas que salen disparadas de sus núcleos podrán bombardear directamente nuestros órganos internos, que son mucho más sensibles a la radiación y se dañan con más facilidad.

Captado. ¿Y cuántos millones de sieverts me proporciona el tritio que hay en el agua que bebemos cada día? Dímelo sin rodeos; ya he aceptado mi destino.

No dramatices tanto, voz cursiva, que tú no necesitas beber agua porque no tienes cuerpo. Además, ¿has tenido en cuenta que solo hay un átomo de tritio por cada 100.000 billones de moléculas de átomos de hidrógeno-1 antes de aceptar tu destino?

Bueno... Tal vez podría haber buscado ese dato3 antes de montarme la película.

Tal vez sí, porque la dosis de radiación anual que recibimos a través de la ingestión del tritio que hay en el agua ronda entre los 0,1 y los 13 microsieverts (µSv),4 una dosis ridícula comparada con los entre 1,5 y 3,5 milisieverts (mSv)5 que recibe un ser humano de media cada año. Así que no te rayes, voz cursiva, porque la ingesta de tritio representa alrededor de una milésima parte de la dosis radiactiva a la que estamos expuestos anualmente.

Sé que intentas tranquilizarme, pero no me hace mucha gracia que una persona esté expuesta a una radiación nuclear «media» en su vida diaria. ¿De dónde diablos sale esa radiación?

Pues a menudo viene de lugares que no esperamos, como por ejemplo el cielo. Esto se debe a que la Tierra está siendo bombardeada constantemente por los llamados rayos cósmicos, unas partículas que viajan a toda velocidad por el espacio y que, al impactar con las moléculas de gas de nuestra atmósfera, producen «duchas» de partículas secundarias que salen despedidas hacia la superficie terrestre y chocan con nuestros cuerpos. O sea, que parte de esa dosis radiactiva inevitable que recibimos cada año viene del espaci...

Eh, eh, para el carro, que te conozco y eres capaz de utilizar este dato para convertir este capítulo en un relato de ciencia ficción. De hecho, ahora que lo pienso, en tu canal de YouTube tienes un vídeo en el que tratas el tema de la radiación espacial y cómo la dosis se incrementa cuando volamos en un avión, estamos en la cima de una montaña o en otro planeta.

Tienes razón, voz cursiva. Remito a los lectores interesados en este tema a mi vídeo titulado «Por qué no podemos pasear por la superficie de Marte».

El caso es que los rayos cósmicos representan solo una parte de la radiación que recibimos en nuestro día a día. Una fuente de radiación más terrenal (literalmente) son los minerales que contienen elementos radiactivos como el uranio y el torio. Normalmente, estos minerales solo son responsables de una fracción de la dosis que recibe una persona de media cada año, pero existen ciertas zonas del planeta en las que la concentración de estos elementos en el suelo es tan alta que sus habitantes reciben dosis muy superiores a la media. Este es el caso de Ramsar, una ciudad de Irán en la que algunos barrios están expuestos a una dosis radiactiva anual de hasta 260 milisieverts, una cifra casi 87 veces superior a la media en el resto del mundo.

¡Ostras! Entonces, imagino que los habitantes de esta ciudad deben de tener un montón de problemas de salud, ¿no?

Es difícil de decir, voz cursiva. Aún se están estudiando los efectos que tiene la radiación de este pueblo sobre su gente a largo plazo, pero, aunque parece que los cuerpos de los habitantes de Ramsar se han adaptado hasta cierto punto a estos niveles tan altos, porque no están cayendo como moscas, se ha detectado una mayor frecuencia de aberraciones cromosómicas tanto entre la gente que vive en esta ciudad como en regiones de China, Brasil y la India, donde la radiación de fondo también es muy elevada.6 Como resultado, parece que vivir en estos lugares incrementaría el riesgo de sufrir problemas serios de desarrollo, cánceres o enfermedades genéticas.

Por suerte, hay pocos sitios en el mundo donde estos elementos radiactivos estén lo bastante concentrados como para someter a sus habitantes a dosis tan altas. La mayor parte de la radiación que recibimos los que vivimos en el resto de la superficie del planeta proviene de los isótopos inestables de algunos elementos mucho más comunes que nos encontramos en nuestro día a día.

Y, por extraño que parezca, uno de esos elementos es el potasio.

Casi todo el potasio que nos rodea consiste en átomos de potasio-39 (el 93,3 % de esos átomos) y potasio-41 (el 6,7 %). Los núcleos atómicos de estos dos isótopos poseen una combinación de protones y neutrones perfectamente estables, así que no son radiactivos, pero no se puede decir lo mismo del isótopo que representa el 0,012 % restante, el potasio-40, cuyos núcleos son inestables y emiten partículas beta (electrones). Es decir, como una pequeña fracción de los átomos de potasio que componen nuestros cuerpos son radiactivos, eso significa que todos los organismos vivos estamos siendo constantemente «bombardeados» desde dentro por los electrones que emiten estos átomos sin que nos demos cuenta.

Ahora mismo me alegro mucho de ser una voz cursiva incorpórea.

Bueno, a ver, que la cantidad de radiación a la que nos somete el potasio es minúscula. De hecho, los plátanos ilustran muy bien el poco peligro que la radiactividad de este elemento representa para nosotros.

Como los plátanos contienen una concentración de potasio más alta que otras frutas, eso significa que los plátanos son un poco más radiactivos que otros alimentos. Siendo más concretos, el potasio-40 de un plátano nos podría proporcionar una dosis radiactiva de alrededor de 0,1 µSv (una diezmillonésima parte de un sievert), pero, a efectos prácticos, esa cifra es mucho menor, porque el potasio no se acumula en nuestro cuerpo y lo excretamos de manera constante a través de la orina.

¿De manera constante? ¿Seguro?

Perdón, lo procesamos de manera constante y lo expulsamos de forma intermitente, voz cursiva.

En cualquier caso, si no te crees que los plátanos son ligeramente radiactivos, en mi canal de YouTube colgué un vídeo en el que extraía el potasio de unas cincuenta pieles de plátano para ver si podía detectar la radiación emitida por su potasio-40 con mi contador Geiger. Y, efectivamente, el aparato marcaba una cifra casi un 50 % mayor que la radiación de fondo de mi casa cuando lo colocaba cerca del potasio que había extraído.

Pero, bueno, me gustaría insistir en que todos los alimentos son radiactivos en mayor o menor medida, porque contienen diferentes cantidades de potasio. Eso no tiene por qué preocuparos, porque se trata de una cantidad de radiación minúscula que nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia evolutiva, y nuestros cuerpos están perfectamente adaptados para soportarla. Así que sigue comiendo plátanos sin miedo, que son muy sanos y solo un poco más radiactivos que nosotros.

Vale, vale, menos mal. Pero, oye, ¿qué les pasa a esos átomos inestables después de emitir esas partículas radiactivas? ¿Se desintegran o algo por el estilo?

Buena pregunta, voz cursiva.

Como he comentado antes, lo que determina a qué elemento pertenece un átomo es el número de protones que contiene en su núcleo. Por tanto, cuando un átomo inestable expulsa partículas de su núcleo, la cantidad de protones que contiene cambiará y se convertirá en un átomo de un elemento diferente. Por ejemplo, uno de cada billón de átomos de carbono que nos rodean es de carbono-14, un isótopo del carbono que contiene seis protones y ocho neutrones, pero, al ser inestable, tiende a convertir uno de sus neutrones en un protón, emitiendo un electrón durante el proceso. Tras la emisión, el carbono-14 se habrá convertido en nitrógeno-14.

¿Y por qué precisamente nitrógeno-14?

Porque cuando uno de los neutrones de un átomo de carbono-14 se convierte en un protón, su núcleo pasa a tener siete protones y siete neutrones. ¿Qué elemento tiene siete protones en su núcleo? El nitrógeno. ¿Y de dónde sale el «14»? Del hecho de que el núcleo sigue conteniendo un total de catorce partículas.

Ahora bien, esos nuevos átomos de nitrógeno-14 no se van a convertir en otros elementos, porque la combinación de protones y neutrones de su núcleo es estable, así que no necesitan emitir ninguna partícula. De esta manera, un átomo de un isótopo radiactivo de un elemento se habrá convertido en uno de un elemento distinto que no lo es.

Espera, espera... ¿Me estás diciendo que unos elementos se pueden convertir en otros modificando el número de protones y neutrones que contienen sus núcleos?

Efectivamente, voz cursiva.

Humm... ¿Y cuántos protones tienen los átomos de plomo en el núcleo? ¿Y los de oro? Es para un amigo al que se le acaba de ocurrir una idea para un negocio.

Si recorremos la tabla periódica de izquierda a derecha y de arriba abajo, cada elemento contiene un protón más que el anterior, así que ese supuesto amigo puede consultar cuántos protones tiene cualquier elemento fijándose en el número entero que aparece en la correspondiente casilla. Por ejemplo, los átomos de plomo contienen 82 protones, y los de oro poseen 79. Ahora bien, voz cursiva, si tu amigo ha hecho esta pregunta porque se le ha ocurrido que podría ganar dinero cogiendo una masa de plomo y quitándole tres protones a cada uno de sus átomos para convertirla en oro, dile que se puede ir olvidando.

¿Estás insinuando que le quieres robar la idea? ¿O debería tomármelo..., tomárselo como una amenaza?

¿Qué? ¡Claro que no! Lo digo por su propio bien, porque no le saldría rentable. Me explico.

Convertir un elemento en otro cambiando el número de protones que contiene su núcleo parece una tarea fácil a primera vista, porque, como hemos visto, los átomos radiactivos hacen eso mismo por su cuenta. El problema es que no tenemos manera de controlar qué tipo de partículas emite un átomo inestable y, por tanto, en qué elemento se va a convertir, por lo que la única forma más o menos fiable de convertir un átomo de un elemento en otro es coger núcleos ligeros y lanzarlos contra otros más masivos a toda velocidad con la esperanza de que, durante la colisión, el núcleo masivo absorba el núcleo ligero o se parta en dos. En el primer caso, el resultado será un núcleo con un número mayor de protones, o, lo que es lo mismo, un elemento más pesado, mientras que, en el segundo, cada uno de los fragmentos del núcleo masivo tendrá un número de protones inferior al original y se convertirá en un átomo de un elemento más ligero.

Pero, de nuevo, aunque el concepto suena muy simple, llevarlo a la práctica es bastante más complicado.

Por ejemplo, en 1980, unos investigadores bombardearon una fina lámina de bismuto (con 83 protones en el núcleo) con un haz de átomos de carbono y neón que se movían a velocidades cercanas a la de la luz. La idea era que algunos de esos núcleos de carbono y neón lograrían arrancar diferentes cantidades de partículas de los núcleos de bismuto al chocar con ellos y que, por estadística, una pequeña cantidad de esos átomos perdería los cuatro protones necesarios para convertirse en átomos de diferentes isótopos de oro, con 79 protones en el núcleo, desde el oro-190 hasta el oro-199. Y lo consiguieron, claro.

¿Ves? Fabricar oro está tirado. Cuando puedas, pásame una lista con los aparatos que hacen falta y los pido por internet. Ya negociaremos cómo repartimos los beneficios, pero yo estaba pensando en un noventa y och...

Espera, espera. No te hagas ilusiones, voz cursiva. ¿Cuánto oro crees que consiguieron sintetizar durante las aproximadamente veinticuatro horas que duró el experimento?

Yo qué sé... Centenares de kilos o incluso toneladas, imagino.

Pues no, para nada; solo consiguieron producir unos pocos átomos. De hecho, utilizar toda la sofisticada maquinaria necesaria para el experimento costaba unos 5.000 dólares por hora,7 así que producir ese puñado de átomos de oro les salió por unos 120.000 dólares. Si tenemos en cuenta que en un gramo de oro hay unos 3.000 millones de billones de átomos y que el precio del gramo ronda los cuarenta dólares, te puedes hacer una idea de lo poco rentable que es producir este metal modificando los átomos de otros elementos.

Aun así, aunque extraer el oro del suelo es mucho más rentable que crearlo de manera artificial, existen elementos que solo se pueden producir a través de este método, porque no se encuentran en la naturaleza... Y esos elementos son carísimos, como puedes imaginar.

Te escucho.

En el primer capítulo he mencionado que solo podemos encontrar 94 de los 118 elementos químicos conocidos en nuestro entorno. El motivo es que, aunque todos los elementos que tienen más de 84 protones en su núcleo son radiactivos en mayor o menor medida, porque no existe ninguna cantidad de neutrones que pueda mantener un número tan grande de protones confinados en su núcleo de manera indefinida, los que tienen más de 92 protones son tan inestables que todos los átomos de estos elementos que contenía la Tierra en el momento de su formación se han transformado en otros durante la historia del planeta, así que ya no queda ni rastro de ellos en nuestro entorno.

Vale, te he dejado de escuchar.

Perdona, voz cursiva, se me había olvidado mencionar un concepto importante.

Dada la naturaleza estadística de estos procesos, no es posible predecir cuánto tiempo va a tardar un átomo concreto de un elemento radiactivo en emitir una partícula y convertirse en otro elemento. Aun así, nos podemos hacer una idea de cómo de inestable es un elemento radiactivo midiendo su periodo de semidesintegración, o, lo que es lo mismo, el tiempo que tardan la mitad de los átomos de una masa de ese elemento en convertirse en átomos de otro elemento diferente.

Sé que es una definición un poco extraña, pero pongamos como ejemplo el carbono-14, que tiene un periodo de semidesintegración de 5.700 años. Esto significa que, si tenemos un bloque de carbono-14, la mitad de sus átomos se habrán convertido en nitrógeno-14 al cabo de 5.700 años.

Ah, vale. Y la mitad que falta tardará otros 5.700 años en desaparecer, ¿no?

Pues no, voz cursiva. El periodo de semidesintegración es independiente de la cantidad de átomos que contenga una masa concreta, así que, durante los siguientes 5.700 años, la mitad de los átomos de carbono-14 que hay en esa mitad que quedaba se convertirán en nitrógeno-14. Y, tras otros 5.700 años, lo hará la mitad de esa nueva mitad. O sea, que la cantidad de átomos de carbono-14 se reducirá a la mitad cada 5.700 años hasta que la masa entera se haya convertido en nitrógeno-14.

Por tanto, el motivo por el que no podemos encontrar elementos con más de 92 protones en su núcleo en nuestro entorno es que estos tienen periodos de semidesintegración tan cortos que han pasado por miles o millones de «ciclos» de desintegración durante los 4.600 millones de años que han pasado desde que la Tierra se formó. Y, como el número de átomos de esos elementos se reducía a la mitad con cada ciclo, hace mucho tiempo que en nuestro planeta no queda ni rastro de ellos.

Uno de esos elementos es el berkelio, con 97 protones en su núcleo: su isótopo más estable es el berkelio-247, con un periodo de semidesintegración de solo 1.380 años, por lo que todo el berkelio que contenía la Tierra en el momento de su formación ha pasado al menos 3,33 millones de periodos de semidesintegración desde entonces y ya no queda ninguno de los átomos originales de este elemento en nuestro entorno.

Aun así, casi con total seguridad existen unos cuantos átomos de berkelio en nuestro planeta en cualquier momento dado. El motivo es que la Tierra contiene otros elementos inestables que tienen un número de protones similar al berkelio y cuyos átomos pueden convertirse en berkelio al deshacerse de alguna de sus partículas. Pero, como hemos visto, esta transformación es temporal porque esos pocos átomos de berkelio se convierten relativamente deprisa en otros elementos.

Buf... Me apiado del pobre diablo al que le ha tocado encontrar esos átomos entre todas las rocas del mundo para contarlos.

A ver, no hay una persona que se dedique a buscar esos átomos por el mundo y meterlos en una bolsa, voz cursiva. Es una suposición que me saco de la manga basándome en la naturaleza estadística de estos procesos.

Pero, bueno, como el berkelio es tan increíblemente escaso, no se puede extraer de los minerales como otros elementos químicos. Por tanto, el berkelio solo se puede producir de manera artificial bombardeando elementos pesados con otros átomos más ligeros... Aunque el proceso es un follón.

Imaginemos que necesitamos una muestra de berkelio-249. El proceso para producir átomos de este isótopo empieza con el bombardeo de una muestra de uranio-238 con neutrones. El objetivo es que algunos átomos de uranio-238 absorban un neutrón y se conviertan en uranio-239, que tiende a descomponerse en neptunio-239 y luego en plutonio-239 a través de la emisión de una partícula beta cada vez. Esos átomos de plutonio-239 seguirán absorbiendo neutrones, y, tras acumular cuatro y convertirse en plutonio-243, podrán emitir una partícula beta y se convertirán en átomos de americio-243, que, a su vez, se convertirán en americio-244 y luego en curio-244 tras la captura de un neutrón y la emisión de otra partícula beta. En cuanto los átomos de este isótopo absorban otros cinco neutrones, se convertirán en curio-249, que, por fin, se transformarán en berkelio-249 al emitir una partícula beta.

Por si esta cadena de transformaciones no fuera lo bastante enrevesada, hay que tener en cuenta que todos estos procesos tienen lugar al mismo tiempo dentro de la masa de uranio-238 irradiada con neutrones. O sea, que este procedimiento no origina un bloque macizo de berkelio-249, sino un amasijo de átomos de diferentes isótopos incrustados dentro de ese trozo de uranio que hay que separar y aislar químicamente. Y, para complicar aún más las cosas, la muestra de berkelio-249 obtenida se tiene que utilizar rápidamente porque este isótopo tiene un periodo de semidesintegración de solo 330 días, y la cantidad que contiene la muestra irá disminuyendo cada día que pase.

Además de ser un proceso largo y costoso, la cantidad de berkelio que se produce a través de este método es minúscula. Por ejemplo, en 2009, el laboratorio de Oak Ridge necesitó 250 días de irradiación de neutrones de una muestra de uranio-238 y 90 días de separación química para producir solo 22 miligramos de berkelio-249.

Qué barbaridad. Entonces, teniendo en cuenta lo lento que es este proceso, imagino que esa muestra de berkelio debía de ser carísima, ¿no?

Exactamente, voz cursiva. El precio aproximado del berkelio ronda los 185 dólares por microgramo, así que esos 22 miligramos costaron algo más de 4 millones de dólares. De hecho, solo se ha producido alrededor de un gramo de berkelio a lo largo de la historia, que, en términos económicos, equivaldría a unos 185 millones de dólares.

¡¿Qué?! ¡¿Y quién está tan loco como para comprar un elemento que ronda casi los 200 millones de dólares por gramo?!

Pues la gente que intenta descubrir los elementos aún más inestables que están en los límites de la tabla periódica, por ejemplo. De hecho, el Instituto Central de Investigaciones Nucleares, en Dubna (Rusia), adquirió esa misma muestra de 22 miligramos de berkelio-249 para bombardearla durante otros 150 días con núcleos de calcio-48. Durante la irradiación, unos pocos átomos de calcio, con 20 protones en su núcleo, se fusionaron con los de berkelio, con 97, dando lugar a los 6 primeros átomos de teneso que se han observado jamás,8 el elemento que tiene 117 protones en su núcleo.

¡Entonces, el secreto para ganar cantidades ingentes de dinero está en fabricar teneso, que será aún más caro que el berkelio!

Más bien no, voz cursiva: los dos isótopos conocidos de este elemento tienen un periodo de semidesintegración de 22 y 51 milisegundos, por lo que cualquier muestra lo bastante grande como para observarla a simple vista que consiguieras producir desaparecería ante tus ojos en menos de un segundo. Y, durante el proceso, probablemente te irradiaría con una dosis letal de radiación.

En definitiva, el tiempo ha terminado demostrando que la transmutación que perseguían los antiguos alquimistas no era una fantasía. De hecho, ha resultado ser un proceso tan común que ocurría dentro de sus propios cuerpos sin que ellos lo supieran, mientras los átomos de potasio-40 y carbono-14 de su organismo se convertían en argón-40 y nitrógeno-14.

Eso sí, hay que decir que los métodos alquímicos iban muy mal encaminados, porque ellos intentaban convertir unos elementos en otros a través de reacciones químicas, pero, como hemos visto en los capítulos anteriores, estas reacciones solo modifican cómo están distribuidos los electrones alrededor de los átomos. Para conseguir lo que buscaban, los alquimistas tendrían que haber encontrado la manera de modificar la proporción de protones y neutrones de los núcleos atómicos... Algo imposible con la tecnología de aquella época.

De todas maneras, incluso aunque hubieran contado con aceleradores de partículas modernos, los alquimistas se hubieran llevado un chasco al darse cuenta de cómo de aparatoso y económicamente inviable es convertir el plomo en oro. De hecho, este dato no le habría venido mal al rey Enrique IV de Inglaterra, que, en 1403, aprobó una serie de leyes que prohibían la práctica de la alquimia por miedo a que la gente empezara a fabricar oro a mansalva y la moneda se devaluara.9

Creo que tu advertencia llega seiscientos años tarde.

Bueno, nunca se sabe qué clase de venazos extraños le pueden dar a un viajero del tiempo, ni qué libros se puede llegar a llevar al pasado. Por cierto, ya que estamos hablando del oro, ¿sabías que este metal es tan denso que una botella de un litro llena de oro pesaría unos 19,3 kilos?

¡¿Qué?!

Excelente pregunta, voz cursiva.

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