Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas

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10. ¿Por qué las hormigas no se hacen daño al estrellarse contra el suelo?

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CAPÍTULO

10

¿Por qué las hormigas no se hacen daño al estrellarse contra el suelo?

A la hora de percibir el peligro, los seres humanos a menudo no usamos la lógica. Por ejemplo, la probabilidad de morir en un accidente de coche ronda el 0,0167 % por cada 16.000 kilómetros conducidos,1 mientras que la probabilidad de sufrir el mismo destino en un accidente de avión a lo largo de toda una vida ronda el 0,01 %, y la de que no se abra un paracaídas durante un salto es del 0,0007 %. Sin embargo, mucha gente preferiría conducir 16.000 kilómetros en coche en lugar de subirse a un avión o tirarse en paracaídas una única vez (en este último grupo me incluyo). No sé qué produce exactamente esa impresión desmesurada de riesgo que generan ciertas actividades, pero, en el caso de los aviones y el paracaidismo, estoy convencido de que la idea de precipitarse sin control desde el cielo hacia una muerte asegurada no ayuda mucho a percibirlo de manera objetiva. Y, por supuesto, tampoco ayuda demasiado que los seres humanos seamos tan vulnerables a los impactos con el suelo que la mayor parte de las caídas que se producen a diez metros de altura resultan mortales.

Como ser humano que tiene suficiente vértigo como para que le ponga bastante nervioso estar relativamente cerca del borde de un acantilado o en un balcón alto con una barandilla incómodamente baja, la verdad es que toda esta información hace que me plantee si no habría sido mejor nacer siendo un insecto.

Vaya, ese giro sí que no me lo esperaba. No sé cómo puñetas has llegado a esa conclusión, pero creo que estás siendo innecesariamente dramático.

Tienes razón, voz cursiva, me he dejado llevar por el vértigo. En realidad, este paripé era una excusa para explicar que existen animales que, al contrario que nosotros, se pueden precipitar desde cualquier altura y vivir para contarlo porque son prácticamente inmunes a las caídas. Y eso lo consiguen gracias a una serie de características anatómicas básicas que incrementan drásticamente sus probabilidades de sobrevivir a una caída.

Mejor me explico.

Los diez metros que resultarían letales para un ser humano no representan prácticamente ningún peligro para un gato, pero aún menos para los insectos, que pueden caer desde cualquier altura y marcharse tan campantes tras el impacto. Parte del secreto, en este caso, está en la masa: los animales pequeños y ligeros son capaces de sobrevivir a caídas desde alturas mucho mayores que los grandes y pesados porque tienen una masa mucho menor, así que golpean el suelo con menos fuerza.

Seguro que los lectores están encantados de haber gastado dinero en este libro para que les des datos tan reveladores como este.

A ver, sé que es un detalle muy obvio a primera vista, pero lo que quiero decir es que la masa de un cuerpo cambia muchísimo a la mínima que su tamaño varía un poco, que es algo que normalmente no tenemos en cuenta. Por ejemplo, imaginemos que tenemos un cubo que mide un metro de lado. Cada cara de ese cubo tendrá una superficie de un metro cuadrado y su volumen será de un metro cúbico. Hasta ahí no hay problema. Pero, ojo, atentos a esta jugada: si doblamos la longitud de cada lado del cubo, ahora la superficie de cada una de sus caras será de 4 metros cuadrados (2 metros × 2 metros) y su volumen será de 8 metros cúbicos (2 metros × 2 metros × 2 metros). Si volvemos a doblar el tamaño de cada lado del cubo, alcanzando los 4 metros, entonces la superficie de cada cara alcanzará los 16 metros cuadrados y su volumen será de 64 metros cúbicos.

Como puedes ver, la superficie del cubo se multiplica por cuatro y su volumen aumenta ocho veces cada vez que doblamos el tamaño de sus lados. Esto se debe a que la superficie de un cuerpo aumenta de manera cuadrática con su tamaño, mientras que el volumen lo hace de manera cúbica. Y, aunque esto puede parecer un detalle sin importancia, significa que, si nuestra altura fuera diez veces menor, la superficie de nuestro cuerpo se reduciría cien veces y nuestra masa sería mil veces más baja.

Esta disminución drástica de la masa con el tamaño permite a los animales pequeños sobrevivir a caídas desde una altura mayor por dos motivos.

Por un lado, la carga que puede resistir un hueso o la fuerza que puede ejercer un músculo depende de su sección, o, lo que es lo mismo, de lo grueso que es. A su vez, la sección de estas partes del cuerpo varía según el cuadrado del tamaño, igual que su superficie, pero, como hemos visto, la masa de un animal se incrementa con el tamaño de forma cúbica. Es decir, que la carga que experimentan los huesos y los músculos de los animales más pequeños no solo es mucho menor que la que soportan los de un animal grande, sino que, además, el esfuerzo proporcional al que estarán sometidos será más bajo, así que tienen una mayor probabilidad de salir ilesos.

El otro factor importante que determina la gravedad de un impacto es la velocidad terminal, la velocidad máxima que es capaz de alcanzar cualquier cuerpo mientras cae a través de un fluido. Y, en este aspecto, los animales pequeños también salen ganando porq...

Espera, espera... ¿Cómo que hay una velocidad máxima a la que puede caer cualquier cosa?

Como lo oyes, voz cursiva, un cuerpo en caída libre alcanza la velocidad terminal cuando su rozamiento con el aire ejerce suficiente fuerza sobre él «hacia arriba» como para compensar su peso. Cuando un objeto que está en caída libre alcanza esta velocidad, estas dos fuerzas se equilibran, su velocidad deja de incrementarse y continúa cayendo a un ritmo constante.

La velocidad máxima que puede alcanzar un cuerpo durante una caída depende de su forma, su masa, su superficie y la densidad del medio que lo rodea, pero, como todos los seres vivos del planeta caen a través del mismo fluido, el aire, la velocidad que alcanza cada organismo está determinada exclusivamente por sus características físicas propias. Y, por supuesto, cuanto mejor adaptado esté el cuerpo de ese organismo para reducir lo máximo posible su velocidad terminal, más suave será su impacto contra el suelo y más probabilidades tendrá de sobrevivir.

Dos de los factores principales que determinan a qué velocidad máxima caerá un animal son su masa y la superficie de su piel. La primera regula la fuerza con la que cae, mientras que la segunda establece la cantidad de área que está en contacto con el aire durante la caída y, por tanto, la magnitud del rozamiento que lo empuja en dirección contraria.

Pero, ojo, porque, como he comentado, la masa y la superficie son dos factores que varían a un ritmo distinto con el tamaño. Volviendo al ejemplo que he usado hace un momento, un humano miniaturizado que fuera diez veces más pequeño sería unas mil veces menos masivo, pero su piel tendría una superficie solo cien veces menor que la nuestra. Por tanto, en relación con su peso, este humano diminuto tendría una superficie de contacto con el aire diez veces mayor, así que, proporcionalmente, experimentaría una fuerza de rozamiento mayor durante una caída y alcanzaría una velocidad máxima mucho más baja que nosotros.

O sea, que los animales pequeños sobreviven con más facilidad a las caídas no solo porque sus músculos y sus huesos son proporcionalmente más resistentes, sino que, además, el esfuerzo que tienen que soportar durante el impacto también es muchísimo menor, porque chocan con el suelo a una velocidad más baja. Por supuesto, existen otros factores que contribuyen a la supervivencia de un animal tras una caída, como la postura que adopta al caer, su forma o la densidad de su pelaje, pero el tamaño y la masa son los más fáciles de evaluar a simple vista.

Vale, vale, ha quedado claro, pero creo que hablo en nombre de los lectores si te digo que te dejes de teoría y que hables de las velocidades terminales de diferentes organismos, que el tema suena interesante.

Sí, creo que será lo mejor. Para que te hagas una idea de cómo influyen todos estos factores en la velocidad máxima a la que puede caer un cuerpo, los seres humanos tenemos una velocidad terminal de unos 195 kilómetros por hora, pero, en comparación, la de los gatos es de solo de 97 kilómetros por hora, gracias a su menor tamaño y su denso pelaje, que incrementa la fricción con el aire.

El caso concreto de los gatos es interesante porque estos animales tienen la ventaja adicional de que son capaces de adoptar la posición de «caer de pie» durante los treinta primeros centímetros de caída debido a la gran flexibilidad de su columna vertebral, una postura que incrementa aún más sus probabilidades de sobrevivir a una caída. Ahora bien, hay que tener en cuenta que los gatos no caen literalmente «de pie» cuando se precipitan desde grandes alturas. En su lugar, lo que hacen es relajar su cuerpo y estirar las patas para caer al suelo dando una especie de planchazo que reparte la fuerza del impacto por una superficie mucho mayor. Eso sí, incluso aunque un gato pueda sobrevivir a una gran caída aparentemente ileso, también es cierto que el impacto en esta postura le puede producir lesiones internas graves que no se manifiestan en el momento.

De hecho, es probable que hayas oído hablar alguna vez de ese mito que dice que la gravedad de las heridas que sufren los gatos al caer se incrementa con la altura hasta el equivalente a una séptima planta y que, de ahí hacia arriba, la probabilidad de que un gato muera a causa del impacto disminuye. En teoría, la explicación a este fenómeno tan poco intuitivo sería que los gatos no adoptan su posición de caída hasta que alcanzan la velocidad terminal, una cifra que adquieren cuando han caído una distancia de unos 37 metros. Por tanto, la mortalidad de los gatos debería aumentar con la altura hasta alcanzar la distancia a la que les da tiempo a adoptar su «posición de seguridad». Sin embargo, aunque se trata de un dato persistente, el estudio de 1987 que llegó a esta conclusión tenía un problema: estaba basado en las lesiones observadas en 132 gatos que habían llegado a una consulta veterinaria tras sobrevivir a caídas desde alturas mayores. Es decir, que sus autores estaban ignorando un montón de posibles casos de gatos que no habrían llegado a acudir al veterinario porque no habían sobrevivido a la caída, pese a que se produjera desde alturas similares a las de los demás. Es más, un estudio de 2003 analizó otros 119 casos, y concluyó que los gatos tienden a experimentar lesiones más graves cuanto mayor es la altura desde la que caen,2 como cabría esperar.

En cualquier caso, los organismos aún más pequeños que los gatos toleran las caídas aún mejor. Por ejemplo, un ratón tendría más probabilidades de sobrevivir a una caída desde una gran altura que un gato porque su velocidad terminal es aún más baja. No he conseguido encontrar datos exactos, pero sí intentos de conseguir una cifra aproximada basándose en simplificaciones bastante ingenieriles, como suponer que el ratón es esférico o que es un ser humano en miniatura. Sea como sea, estas estimaciones sugieren que la velocidad máxima que puede alcanzar un ratón durante una caída rondaría entre los 5,4 y los 10,8 kilómetros por hora.

O sea, que estás sugiriendo a los lectores que lancen ratones por el balcón para medirlo por su cuenta, a modo de experimento, porque no les va a pasar nada.

Por supuesto que no, voz cursiva. Los animales pequeños tienen una mayor probabilidad de sobrevivir a alturas mayores, pero eso no significa que no exista la posibilidad de que caigan en mala postura y el impacto los deje «muñecos».

Por ejemplo, hace unos años tuve un hámster que tenía la mala costumbre de escalar la mosquitera de la puerta de la terraza. Y digo que esa costumbre era mala porque, aunque sabía subir sin problemas, no era capaz de bajar. Por tanto, si dejaba el hámster suelto por casa, tenía que estar un poco pendiente de él y recogerlo cuando lo veía ahí arriba enganchado, porque, de lo contrario, simplemente se dejaba caer y se pegaba un leñazo contra el suelo (algo que probablemente pasó muchas veces cuando yo estaba despistado). Total, que un día salí de casa y se me olvidó meter al hámster en la jaula, y, cuando volví, lo encontré muerto junto al marco de la puerta. O sea, que, al final, pese a que la probabilidad de un animal tan pequeño de sobrevivir a una caída tan baja como esa era elevada, siempre existe la posibilidad de que se dé un mal golpe... Así que no te dediques a tirar ratones por la ventana para medir su velocidad terminal, por favor.

Espera, espera. ¿El hámster del que hablas no será el mismo hámster que usabas como ejemplo en el libro El universo en una taza de café3 para hablar de la teoría de la relatividad?

Efectivamente, voz cursiva, ese fue el triste desenlace de Coliflor. Pero, al menos, murió de una manera que me ha permitido inmortalizarlo en un ejemplo de este libro.

¿Y qué fue de Comandante, el otro hámster del ejemplo de la relatividad?

Se escapó y nunca supe nada más de él, pero dejemos de hablar de mamíferos y pasemos a los insectos, porque la mayor parte de los bichos tienen velocidades terminales tan bajas y masas tan minúsculas que son capaces de sobrevivir a una caída desde cualquier altura.

Para empezar, aunque no he podido encontrar una referencia académica seria, parece que las hormigas caen a una velocidad máxima de solo 6,4 kilómetros por hora (lo que me hace sospechar que la anterior aproximación de los ratones está bastante desencaminada). Por otro lado, en otro estudio sobre la velocidad terminal de las arañas durante el «vuelo arácnido» (cuando flotan por el aire agarradas a un trozo de tela) se midieron velocidades de entre uno y seis kilómetros por hora, dependiendo de la longitud del hilo que arrastraban.4 Por tanto, al tener una velocidad máxima de caída y una masa tan bajas, no existe una altura desde la que un insecto pueda caer y le resulte letal.

¿Cómo que no? Y si dejáramos caer los bichos desde la Estación Espacial Internacional, a cuatrocientos kilómetros de altura, ¿no arderían como meteoritos mientras atraviesan la atmósfera y morirían?

Pues no creo que llegaran a caer tan deprisa como para arder, voz cursiva, pero gracias por sacar el tema, porque mucha gente piensa que los meteoritos llegan al suelo prácticamente incandescentes, pero lo cierto es que muchos están muy fríos al tacto cuando impactan con la superficie. Esto ocurre porque, aunque los meteoritos se calientan muchísimo mientras entran en la atmósfera a decenas de kilómetros por segundo, el aire los frena rápidamente hasta su velocidad terminal, que es de unos pocos cientos de kilómetros por hora. Por tanto, los meteoritos suelen recorrer el tramo final de su caída a una velocidad relativamente baja que permite que el aire frío de las capas altas de la atmósfera reduzca su temperatura.

Por supuesto, eso no significa que todos los meteoritos lleguen fríos al suelo. Las oportunidades de medir la temperatura de un meteorito recién caído son poco frecuentes, porque la probabilidad de que uno caiga cerca de alguien es muy baja, pero, aun así, en la base de datos de The Meteoritical Society hay algunos ejemplos interesantes:5

• Breitscheid (Alemania), 1956. Se encuentra un meteorito de 1,5 kilos que rompió varias ramas antes de tocar el suelo. Los testigos dijeron que seguía caliente media hora después de recogerlo.

• Haverö (Finlandia), 1971. Un meteorito de 1,54 kilos atraviesa las tejas de hormigón del tejado del almacén de una granja. La familia dijo que la roca que encontró estaba «cálida, pero no caliente».

• Górlovka (Ucrania), 1974. Un meteorito de 3,6 kilos cae a unos 20 metros de un grupo de residentes, dejando un agujero de 25 centímetros de diámetro y diez de profundidad. Tras su recogida inmediata, notaron que estaba frío.

• Acapulco (México), 1976. Un meteorito de 1,9 kilos deja un cráter de 30 centímetros de profundidad. Los testigos dijeron que estaba frío cuando lo recuperaron, quince minutos después del impacto.

• Jalisco (México), 2007. Un hombre oyó un estruendo en la parte trasera de su casa a las 3.00 horas, y encontró una piedra de 1,36 kilos que estaba caliente al tacto. Usó esa piedra como tope para la puerta durante cuatro años hasta que, en 2011, la vendió después de darse cuenta de lo que era mientras veía un documental sobre meteoritos.

• Pernambuco (Brasil), 2013. Un meteorito de 1,55 kilos cae a menos de un metro de un hombre a las 15.00 horas. Al tocarlo, una de sus caras estaba caliente y la otra fría.

No digo que estos datos no sean interesantes, pero ¿qué se supone que querías demostrar con estas anécdotas?

Pues que, a menos que alguna fuerza externa lo impida, cualquier objeto en caída libre a través de la atmósfera tenderá a la velocidad terminal, sin importar si su velocidad inicial es superior o inferior a esta cifra. Además, para variar, quería aprovechar la ocasión para colar el tema de los meteoritos.

Volviendo a los seres vivos, es posible que muchos lectores envidien ahora mismo a esos organismos pequeños que tienen una velocidad terminal tan baja que son prácticamente inmunes a las caídas, pero tal vez te consuele saber que, pese a que la de los seres humanos es bastante elevada, se puede sobrevivir a una caída desde una altura tremenda si se dan las condiciones adecuadas.

Es probable que el caso más famoso sea el de Vesna Vulović, la persona que ostenta el récord de supervivencia a una caída desde mayor altura, con 10.160 metros. Vesna trabajaba como azafata de vuelo cuando, el 26 de enero 1972, una maleta explotó en la bodega del avión y la aeronave se precipitó contra el suelo. Contra toda probabilidad, la mujer sobrevivió al incidente, pero sufrió lesiones graves (una fractura en el cráneo con hemorragia cerebral, otra fractura de pelvis, tres vértebras rotas, así como las piernas y varias costillas) que la mantuvieron varios días en coma y cinco meses ingresada en el hospital. El traumatismo fue tal que Vesna no era capaz de recordar nada de lo que ocurrió durante el incidente o las semanas posteriores: su último recuerdo antes del incidente era el embarque del avión y el siguiente era una visita de sus padres al hospital, un mes después. De hecho, parece que dos semanas después del incidente, los médicos le enseñaron una noticia del periódico sobre lo ocurrido y ella simplemente se desmayó.6

¡Ostras, qué barbaridad! ¿Y cómo puede alguien sobrevivir a una caída así?

Buena pregunta, voz cursiva, porque resulta que existe una página web llamada The Free Fall Research Page7 que se dedica a recopilar y verificar todas las historias de caídas y supervivencias. Gracias a esas historias y a un interesante artículo de Popular Mechanics8 se puede ver que las caídas de la mayor parte de la gente que se ha precipitado desde alturas extremas y ha vivido para contarlo tienen varias características en común.

Por un lado, si acabamos de estar involucrados en un accidente aéreo y nos estamos precipitando hacia el suelo a toda leche, lo ideal es caer agarrado a algún objeto que reduzca tu velocidad terminal durante la caída o que incluso amortigüe el golpe. Además, también conviene intentar no chocar directamente contra el suelo rígido, sino caer sobre un terreno que alargue nuestro tiempo de impacto, como por ejemplo una gruesa capa de nieve, un bosque o un pantano cubierto de maleza. Si el terreno sobre el que aterrizamos encima está inclinado, aún mejor, porque el choque no será tan brusco si resbalamos por una pendiente.

Teniendo todo esto en cuenta, la caída de Vesna Vulović no podía haber sido más perfecta, dada la gravedad de la situación: cayó atrapada dentro de una sección rota del avión (incrustada entre su asiento, un carrito del cáterin y el cuerpo de otro miembro de la tripulación, y el armatoste cayó sobre una pendiente cubierta de nieve por la que se deslizó hasta que se detuvo.

Otro caso similar es el de Juliane Koepcke, que tenía diecisiete años en 1971, cuando el avión en el que viajaba fue destruido por un rayo a 3,2 kilómetros de altura mientras sobrevolaba Perú. Juliane tuvo la suerte de caer sobre la jungla de espaldas, aún abrochada a su asiento. Gracias a esa amortiguación, sobrevivió al impacto únicamente con la clavícula rota y un ojo hinchado. Aun así, su situación no era fácil, ni mucho menos: para encontrar ayuda, tuvo que seguir el cauce de un riachuelo durante nueve días hasta que llegó a un campamento de leñadores que le llevaron a un hospital. En las «Notas» dejo una entrevista (en inglés) a Juliane que me pareció muy interesante.9

Pero, por lo que respecta a caídas extremas «a cuerpo desnudo», un caso especialmente afortunado fue el de Alan Magee, un piloto de un bombardero B-17 que se vio obligado a saltar de su avión durante la Segunda Guerra Mundial, pese a que su paracaídas estaba dañado. El aviador rápidamente quedó inconsciente debido a la baja concentración de oxígeno que había a esa altitud, pero tuvo la suerte de caer sobre el techo de cristal de la estación de tren de Saint Nazaire, en Francia. El impacto contra un techo de cristal no debió de ser agradable, pero, al romperse, el cristal amortiguó la caída lo suficiente como para que Alan tocara el suelo a una velocidad que no resultó letal.10

¡O sea, que hay esperanza! ¡Sobrevivir a una caída extrema es posible!

Bueno, sí, es posible, pero ten en cuenta que es extremadamente improbable. Para que te hagas una idea, de las 118.934 personas que murieron en los 15.463 accidentes de avión mortales que tuvieron lugar entre 1940 y 2008, solo 157 sobrevivieron.

Ah, vaya... ¿Y qué debería hacer para incrementar mis escuetas probabilidades de sobrevivir si alguna vez me encontrara en esa situación?

Poca cosa, voz cursiva. Si no consiguiéramos agarrarnos a un objeto grande y con mucha superficie o mantenernos abrochados en nuestro asiento, entonces nos encontraríamos en el siguiente escenario.

En primer lugar, lo más probable es que nos desmayáramos durante los primeros segundos de la caída debido a la falta de oxígeno, pero seguramente recuperaríamos la consciencia en cuanto descendiéramos hasta los seis o siete kilómetros de altura. Una vez lúcidos, lo primero que tendríamos que hacer sería estirar los brazos y las piernas para aumentar nuestra superficie de contacto con el aire y reducir la velocidad terminal. Esta ligera reducción de la velocidad solo servirá para ganar un poco de tiempo para maniobrar; no creas que esta posición de «planchazo» es lo que te salvará del impacto. Una vez adoptada esta postura, tocará buscar un terreno blando o en pendiente y dirigirse hacia él. Lo ideal sería una gruesa capa de nieve o un camión lleno de cojines, pero si no tuviéramos estas opciones a nuestra disposición, deberíamos intentar dirigirnos hacia un bosque o unos matorrales.

Como habrás notado, este proceso requeriría maniobrar por el aire usando nuestro propio cuerpo. Si nunca has hecho paracaidismo antes y no tienes ninguna experiencia en este campo, como yo mismo, pocos consejos te pueden ayudar. Tocará improvisar un curso acelerado y autoimpartido sobre la marcha.

Captado. ¿Y si intentara caer en el agua para amortiguar la caída aún más?

Ni de broma, voz cursiva. Chocar con el agua a estas velocidades es como impactar contra un suelo de cemento, pero si no quedara más remedio que caer en el agua, es mejor hacerlo en posición «de palillo» para romper la tensión superficial del líquido con el menor punto de contacto posible. A lo mejor algún saltador de trampolín profesional está leyendo estas líneas y estará pensando que sus probabilidades de sobrevivir aumentarían si se zambullera en el agua de cabeza, como en las competiciones, pero eso lo dejo a su criterio. Él sabrá lo que es mejor.

Ahora bien, si no consigues alcanzar un terreno blando, tengo malas noticias: no he encontrado ningún caso en el que alguien haya sobrevivido a una caída impactando directamente contra el suelo rígido. Hay gente que sugiere que, en este escenario, lo mejor es caer de puntillas, echarse hacia delante y empezar a rodar en cuanto tocas el suelo. O hacer más o menos lo mismo, pero dejándose caer hacia el lado. El problema, creo yo, es que debe de ser un poco complicado coordinar todos esos movimientos cuando tus pies acaban de tocar el suelo, pero el resto de tu cuerpo sigue moviéndose a doscientos kilómetros por hora.

Uf, menudo percal... No me extraña que se inventaran los paracaídas.

Pues, mira, de hecho, los paracaídas reducen drásticamente nuestra velocidad terminal porque incrementan muchísimo la superficie de contacto con el aire, lo que se traduce en un gran aumento de la fricción y en una fuerza «hacia arriba» mucho mayor.

Curiosamente, en la naturaleza se pueden encontrar ejemplos de organismos a los que la evolución ha dotado de estrategias similares a la del paracaídas para reducir su velocidad terminal. Un ejemplo son las semillas de la sámara, cuyas «alas» aplanadas incrementan su superficie de contacto con el aire y hacen que roten mientras caen, reduciendo su velocidad de caída y proporcionándole más tiempo al viento para que las aleje del árbol.11 Sinceramente, para una planta, me parece una alternativa mucho más elegante para esparcir tus semillas que la estrategia de atraer a algún animal para que se las coma y las cague bien lejos de ti.

En cualquier caso, durante estas páginas he estado hablando de estrategias para reducir nuestra velocidad terminal, pero lo cierto es que, si queremos, también podemos incrementarla. Es más, la velocidad terminal humana de 195 kilómetros hora que he mencionado antes se corresponde con la que alcanza una persona si está cayendo de cara al suelo y con los brazos estirados, pero, si esa misma persona cae de cabeza, con los brazos pegados al cuerpo y en una posición completamente vertical, puede alcanzar velocidades de entre 240 y 290 kilómetros por hora.

Este incremento de velocidad que tiene lugar cuando cambiamos la postura en la que caemos ocurre por dos motivos.

Por un lado, la fricción con la atmósfera disminuye cuando pegamos los brazos al cuerpo y juntamos las piernas por el simple hecho de que nuestra superficie de contacto con el aire se reduce. Pero, además, esta postura nos permite caer más deprisa porque es más aerodinámica, lo que significa que perturba menos el aire mientras lo atraviesa, y la presión del gas que nos rodea se mantiene más o menos uniforme. En cambio, un objeto poco aerodinámico desplaza el aire de manera más caótica, formando frente a él una región donde la presión es muy alta y otra tras él donde es muy baja.12 Este desequilibrio da como resultado una fuerza que actúa en dirección contraria a la caída del objeto que reduce su velocidad, y que será más intensa cuanto mayor fuera la diferencia entre la presión del aire en cada uno de sus extremos.

Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que existan trajes que permiten que la persona que lo lleva puesto supere con creces la velocidad terminal humana normal durante una caída libre. Según Guinness World Records, el récord en 2019 lo ostenta Henrik Raimer, que en 2016 alcanzó los 601,26 kilómetros por hora en caída libre tras saltar desde una altura de 4.000 metros con uno de estos trajes,13 pero el récord absoluto de velocidad de caída libre lo tiene Felix Baumgartner, el tipo que saltó desde una altura de 39 kilómetros en 2012 y alcanzó una velocidad de 1.357 kilómetros por hora, convirtiéndose en el primer ser humano en superar la velocidad del sonido sin un vehículo que...

¡Eh! ¡Para el carro! ¿Cómo que rompió la barrera del sonido? ¿No habíamos quedado en que la velocidad terminal era de 195 kilómetros por hora y lo máximo que se ha alcanzado con trajes especiales es 601,26 kilómetros por hora?

Ojo, voz cursiva, porque las velocidades que mencionas se alcanzaron en saltos desde altitudes bajas, donde la densidad del aire es más alta. Baumgartner pudo alcanzar estas velocidades tremendas precisamente porque, a 39 kilómetros de altitud, la densidad del aire es muy baja y apenas producía fricción sobre su cuerpo. Pero, igual que un meteorito, su velocidad fue disminuyendo durante el descenso a medida que la densidad del aire que lo rodeaba se incrementaba.

Ah, comprendo. Pero si la densidad del aire afecta a la velocidad terminal, ¿significa eso que la velocidad máxima a la que caeríamos en otros planetas sería distinta?

Efectivamente, voz cursiva.

Nuestra velocidad terminal cambia entre un mundo y otro en función tanto de su atmósfera como de la intensidad de su gravedad. Por ejemplo, la gravedad sobre la superficie de Titán es siete veces menos intensa que en la Tierra, porque el diámetro de este satélite de Saturno es 2,5 veces menor que el de nuestro planeta. Como, además, la densidad de su atmósfera es unas 4,4 veces superior al nivel del mar, se puede calcular que la velocidad máxima de caída de un ser humano en la atmósfera de Titán debería rondar los 32 kilómetros por hora, en lugar de los 195 kilómetros por hora que alcanzamos en la Tierra.

¡Ostras! ¿Y por qué no nos vamos todos a vivir a Titán y nos volvemos inmunes a las caídas?

Bueno, supongo que a nadie le hace especial ilusión vivir en un mundo donde la temperatura ronda los –180 ºC, la atmósfera no contiene oxígeno y los únicos lagos que cubren su superficie están hechos de nitrógeno y metano líquidos.

Ah, sí, cierto. Se me había olvidado.

Sea como sea, la disminución de velocidad terminal en Titán proviene principalmente del hecho de que la gravedad sobre la superficie de este satélite es menor que en la Tierra. En cambio, en el planeta Venus ocurre lo opuesto: su atmósfera es tan espesa que el aire, al nivel del mar, tiene una densidad de 65 kilogramos por metro cúbico, una cifra seiscientas veces superior a la de la atmósfera terrestre. Como resultado, pese a que la gravedad venusiana es muy parecida a la de la Tierra porque los dos planetas tienen un tamaño y una densidad similares, la velocidad terminal de un ser humano en Venus sería de solo veinticinco kilómetros por hora, aún más baja que en Titán.

No me quiero hacer ilusiones otra vez, pero ¿existiría la posibilidad de mudarnos a Venus si no queremos experimentar nunca más el dolor de una caída?

Depende, voz cursiva. ¿Te gustaría vivir en un mundo donde la temperatura media ronda los 460 ºC, la presión del aire en la superficie es tan alta que nos chafaría al instante y, para rematarlo, llueve ácido sulfúrico?

A ver, para gustos, colores, pero a mí ese panorama no me llama demasiado la atención. ¿Y qué hay de Marte, el único otro planeta que parece medianamente habitable en este endemoniado sistema solar?

Pues resulta que la gravedad de Marte es casi tres veces menor que la de la Tierra, pero su atmósfera es prácticamente inexistente, así que los objetos que caen a través de ella apenas experimentan rozamiento. Es más, la densidad del aire marciano al nivel del mar es solo de 0,02 kilos por metro cúbico, unas 62 veces menor que en la Tierra. Como resultado, la velocidad terminal de Marte ronda los 940 kilómetros por hora... Así que te puedes dar unos buenos leñazos en el planeta rojo.

¡Uf! ¿Es que no hay un puñetero planeta rocoso en el que la gente con vértigo pueda vivir tranquila o qué?

Bueno, Marte no sería una opción tan mala, porque, debido a su menor gravedad, la velocidad de nuestra caída tardaría más tiempo en incrementarse que en la Tierra. De hecho, para alcanzar la velocidad terminal en la atmósfera marciana tendrías que precipitarte desde unos 9,3 kilómetros. Extrapolando a alturas menores, si cayeras desde diez metros sobre la superficie de Marte, tocarías el suelo a una velocidad de solo 31 kilómetros por hora. En cambio, en la Tierra, una caída desde la misma altura daría como resultado un impacto a 50 kilómetros por hora.

Bah... Tampoco me parece una reducción tan grande como para justificar una mudanza a un planeta diferente.

Estoy de acuerdo, voz cursiva. Quedarse en la Tierra y mantenerse alejado de los acantilados me parece una opción más práctica que irse a Marte a vivir, sobre todo teniendo en cuenta los detalles que voy a comentar en el último capítulo.

De todas maneras, existe otra solución mucho más segura que nos permite protegernos de cualquier caída y que aún no hemos considerado: eliminar el suelo de la ecuación. ¿Y qué mejor manera de conseguirlo que excavar un agujero de punta a punta del planeta?

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