Reina

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Me echan de la habitación durante dos horas, mientras las estilistas que he contratado para que peinen y maquillen a Keira obren su magia. Me encargué de que comiera, de que durmiera un poco más y cuando llegaron, parecía preparada y casi humana.

Estoy en el bar del hotel cuando recibo una llamada de J a través de la línea segura.

—Tenemos un problema.

—¿Cuál? —Me saco la cartera del bolsillo y dejo el dinero en la barra antes de alejarme hacia los reservados insonorizados disponibles para hablar por teléfono.

—El cártel está haciendo preguntas sobre la desaparición de su lugarteniente.

—No me jodas. —Localizo un reservado libre, entro y cierro la puerta.

—Pues sí, y parecen muy insistentes.

Rememoro aquella noche y repaso la lista de testigos presentes en la estancia. El concejal corrupto, el telepredicador hipócrita con miles de fieles que sisaba dinero de las donaciones y el magnate del petróleo con un ego mayor que el mío.

De todos ellos tengo información y a todos les encantaría que el cártel me quitara de en medio, con la esperanza de que sus secretos murieran conmigo.

—Todos saben las consecuencias a las que se enfrentan si hablan. Si te apetece, mándales un recordatorio de mi parte.

J sabe que el «recordatorio» consiste en un grupo de hombres.

—Creo que el telepredicador es el eslabón débil. Es un gallina —asegura.

—No. Él es la menor de nuestras preocupaciones. No quiere renunciar al avión privado ni a sus amantes. Es el petrolero quien debe preocuparnos, porque no lo tenemos sometido. Vigílalo. Si el cártel aparece para interrogarlo, asegúrate de que está temporalmente no disponible.

—¿Cuánto?

—Hazle saber que le conviene llevarse a su familia a disfrutar de unas largas vacaciones en su villa italiana.

—¿Y si se niega?

—Lo haces, joder, J. ¿No querías demostrar que puedes encargarte de más cosas? Pues encárgate de esta mierda.

El tono de voz de J cambia.

—Todo está controlado. Disfruta del resto de las vacaciones.

—Si te surge algún problema, llámame. No quiero sorpresas.

—Entendido, jefe.

Cuelgo, molesto por que mi escapada se haya visto interrumpida por la mierda del cártel.

J sabe tan bien como yo que los mexicanos nunca encontrarán el cuerpo y, sin cuerpo, no pueden demostrar que fui yo. Y sin pruebas, no se atreverán a hacer el menor movimiento.

Pero los testigos… Los testigos pueden ser un problema.

No lo serán.

He vadeado problemas más gordos que este y he salido airoso, así que espero que esta situación acabe igual.

Abro la puerta del reservado y miro la hora en el móvil. La fiesta de clausura debe de haber empezado, y no pienso permitir que Keira se pierda la entrega de premios.

No lo sabe, pero me he asegurado de que Seven Sinners esté presente en distintas categorías en el último minuto. No tengo control alguno sobre los jueces, pero su producto habla por sí solo.

No se lo he dicho porque si no gana, no tiene por qué saber que, de entrada, estaba entre los candidatos al premio.

Desconozco en qué momento decidí que necesitaba protegerla no solo de las amenazas físicas, sino de cualquier cosa que pueda suponerle una decepción. Esta semana ha cambiado muchas cosas.

Llego a la

suite y cierro la puerta al entrar, mientras aguzo el oído para comprobar si las estilistas siguen con ella, pero todo está en silencio.

—¿Keira?

—¡Un momento! —responde desde las proximidades del dormitorio—. Ya casi estoy. —Parece estar bastante mejor que cuando me fui.

La espero en el salón y sopeso si me sirvo otro trago o no mientras mi mente repasa la conversación con J, pero decido no hacerlo.

En cambio, contemplo la ventana contra la que me follé a Keira hace unos días. Otra cosa que me gustaría repetir.

Joder, me gustaría repetir toda la semana entera. Pero esta noche volvemos a la realidad. El avión privado nos estará esperando en el aeropuerto cuando la fiesta termine.

—Bueno, ¿qué te parece?

Me vuelvo hacia ella, que está en el vano de la puerta del dormitorio, y me quedo paralizado.

El vestido, de un verde reluciente a juego con sus ojos, marca cada una de sus curvas, pero la cubre lo bastante como para ser el epítome de la elegancia. Le han recogido el pelo, y algunos mechones le caen alrededor de la cara.

—Por Dios.

—¿Es un «Por Dios» bueno o malo? —me pregunta mientras entra en el salón. La raja del lateral deja ver una pierna torneada y unos zapatos de putón.

—Es un «Por Dios, espero que no sigas con resaca, porque no sé si dejarte salir de la habitación esta noche».

En sus labios aparece una sonrisa.

—Pues la verdad es que me siento bien. Debe de ser mi genética irlandesa. —Me mira de arriba abajo, y sus ojos se detienen en mi entrepierna—. Siempre estás estupendo con traje, pero creo que tienes un problemilla.

—Nunca utilices un diminutivo para referirte a mi polla.

Se echa a reír, y el sonido me recuerda a lo mucho que se rio anoche.

Joder. Tengo que dejar de pensar en eso, me digo.

Atraviesa el salón, dejando a la vista la pierna mientras anda con un brillo travieso en los ojos.

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