Reina

Reina


1 Mount Treinta años antes

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Un escalofrío terrorífico, como si me hubiera acariciado una mano espectral, me recorrió la espalda mientras la chica subía los escalones rotos del porche, acompañada por la asistente social. Era rubia y muy delgada, y llevaba en los brazos una bolsa de basura negra mientras atravesaba la puerta mosquitera rota. No hacía falta ser un genio para suponer que contenía todas sus pertenencias.

Mi bolsa de basura negra y yo nos habíamos mudado catorce veces en los últimos nueve años. No recordaba cuántas veces me había mudado antes de eso. Mi primer recuerdo era el del hambre que me carcomía el estómago, de manera que le pedí a mi padre de acogida un poco más de comida y él me cruzó la cara. Tenía cuatro años, o eso me dijeron. Era difícil llevar la cuenta sin ver las velas en tu cumpleaños porque nunca te habían regalado una tarta.

Apostaría lo que fuera a que si la señora Holiday estuviera viva, me habría regalado una, incluso una todos los años, pero enfermó y me mudaron a otra casa seis meses después de llegar, cuando quedó claro que no iba a vivir mucho tiempo más y no podría cuidarnos. La primera vez que sentí que alguien me quería. La primera vez que alguien me dejó elegir la ropa que me gustaba en una tienda. La primera vez que alguien me preguntó qué quería para cenar. La primera vez que sentí que tenía una madre de verdad. Solo me sirvió para que las cosas me resultaran más difíciles después de perderla. Me enseñó a no encariñarme con nada ni con nadie en esta vida, porque eso no aportaba nada bueno.

Todas las casas en las que había estado antes y después de la suya eran distintas versiones de la misma mierda. No eras uno de sus hijos verdaderos. Eras el cheque que cobraban sin hacer nada para ganárselo. Apenas te alimentaban. Tenías suerte si te daban un cepillo de dientes. ¿Y la ropa? Lo que la iglesia donara o lo que se le quedara pequeño a sus verdaderos hijos. Nada nuevo, eso seguro.

La camiseta interior que llevaba en ese momento había perdido el color blanco y después de que le hiciera un agujero, porque se me trabó a principios de semana en una valla metálica, Jerry me estampó contra una pared y se quitó el cinturón para darme una lección, algo que le gustaba hacer un par de veces a la semana, sobre todo después de haberse bebido un paquete de cervezas y de haberse fumado unos cuantos porros.

Los borrachos agresivos tampoco eran nada nuevo. A esas alturas los identificaba a kilómetros de distancia.

Si Jerry no me sacara más de una cuarta y casi setenta kilos, le habría devuelto los golpes la primera vez que se quitó el cinturón. Bueno, no se los devolvía por eso y por la certeza de que si me echaban de esa casa, nadie protegería a Destiny. Solo tenía seis años, pero era consciente de las miradas que Jerry le echaba. No me parecía bien, así que hacía todo lo posible por no alejarme mucho de ella.

Muchas noches me escabullía de mi dormitorio y dormía delante de la puerta del suyo, solo para asegurarme de que él no intentaba hacerle algo. No me fiaba ni un pelo de ese cabrón y no pensaba quitarle el ojo de encima.

—Estamos muy contentos porque Destiny y su hermana por fin van a poder estar juntas. Chicos, esta es Hope, dadle la bienvenida —dijo la asistente social, con un deje esperanzado en la voz para hacer juego con el nombre de la recién llegada. No había captado que en esa casa no había esperanza, ni siquiera con la llegada de Hope.

No había esperanza en todo el puto sistema de acogida.

Las piernas cortas y esqueléticas de Destiny volaron sobre el suelo mientras atravesaba la estancia para lanzarse a los brazos de la chica, mientras Jerry, su mujer, Dixie, y su hijo, Jerry, observaban la escena a cierta distancia. Ya no se acercaba mucho a mí. Seguramente porque sus padres solo me dejaban ducharme una vez a la semana. Querían ahorrar agua, o eso decían.

Cuando la recién llegada soltó la bolsa de basura para abrazar a su hermana pequeña, Jerry se pasó la lengua por los dientes y la miró como si fuera uno de esos gruesos chuletones que compraba en la carnicería y que eran para él solo.

Sentí un peso en el estómago al comprender que era mayor de lo que había pensado en un primer momento, porque era muy menuda. Seguramente fuera mayor que yo. Ya tenía tetas y era evidente que no llevaba sujetador.

Jerry no podía dejar de mirárselas y ni siquiera intentaba disimular.

A Destiny la miraba de forma asquerosa, pero lo de Hope era todavía peor. Había encontrado sus revistas pornográficas en una caja en el garaje, donde pensaba que nadie las vería. Le gustaban rubias y jóvenes, y ardía en deseos de gritarle a la asistente social que se llevara a las dos hermanas lo más lejos posible de esa casa.

Pero sabía lo que pasaría si abría la boca. Me darían la patada a mí y no habría nadie que las defendiera de Jerry.

—Te he echado mucho de menos —le susurró Hope a Destiny mientras se ponía de rodillas en el sucio suelo de linóleo. Se dieron un largo y fuerte abrazo antes de que Hope alzara la vista para mirarnos.

Jerry fue el primero en acercarse, por supuesto. La camiseta de tirantes parecía a punto de estallarle sobre la barriga mientras abría los brazos y le decía:

—Soy tu nuevo padre, Hope. Bienvenida a casa.

La chica puso los ojos como platos y miró por la estancia hasta que me vio. Nos reconocimos como iguales. Supo enseguida que yo no era uno de los hijos de verdad. Meneé la cabeza lo justo para que entendiera la advertencia.

Y la admiré porque captó las señales rápido. Aunque luego comprendí que eso era una mierda, porque significaba que había sobrevivido a experiencias que habrían hecho que yo me subiera por las paredes.

Mantuvo a Destiny pegada a su costado y ella le dio unas palmaditas, como si lo abrazara, aunque ese cabrón no cejó en su empeño. Las estrechó a ambas entre sus brazos con fuerza.

—Tengo la impresión de que nuestra familia por fin está completa.

Dixie la saludó con un breve asentimiento de cabeza. No hablaba mucho, probablemente porque se pasaba la mayor parte del día bebiendo de una botella de Sprite de dos litros. Claro que el contenido no tenía burbujas. La primera vez que la vi quedarse dormida en el sofá después de mudarme, le quité el tapón a la botella para beber un sorbo.

Vodka.

¿Debería saber yo esas cosas a los trece años? Seguramente no, pero no había disfrutado del lujo de una infancia. Además, siempre intentaba taparse los moratones que Jerry le dejaba después de esas noches durante las cuales ponía el tocadiscos a todo volumen en su dormitorio.

A lo mejor estaba mal que pensara así, pero como de todas maneras estaba convencido de que acabaría en el infierno porque mi última madre de acogida me llamaba «hijo de Satán», me alegraba de esas noches. Porque significaban que Jerry no intentaría hacerle nada a Destiny.

Pero ¿Hope? La presencia de Hope suponía un problema.

Jerry soltó a las hermanas después de un incómodo y largo abrazo. La asistente social todavía sonreía por el logro de haber conseguido reunirlas.

—Bueno, os dejaré para que os conozcáis mejor. —Miró a Dixie—. Ya sabes cómo va esto. No es nuevo.

Jerry se echó a reír y se le levantó la camiseta, haciendo que se le viera la barriga que le colgaba por encima de los pantalones.

—La única novedad es que ese cheque que recibimos todos los meses va a ser un poco más alto, a eso te refieres, ¿no?

La sonrisa de la asistente social flaqueó un poco, pero asintió con la cabeza.

—Por supuesto. —Miró a las hermanas, pero se dirigió a la recién llegada—. Si necesitas hablar de cualquier cosa, tienes mi número de teléfono. Espero que disfrutes en tu nuevo hogar y me alegro mucho de que Destiny y tú por fin estéis juntas de nuevo.

—Le va a encantar —dijo Jerry.

En cuanto la asistente social se marchó en su coche, Jerry agarró del brazo a Hope con esos dedos que parecían salchichas.

—Voy a enseñarte tu nueva habitación. Está al lado de la nuestra.

—Puedo compartir la habitación de Destiny —replicó ella—. No quiero molestar. No necesito una habitación para mí sola.

Jerry se pasó la lengua por los dientes otra vez.

—Eres demasiado mayor para compartir habitación. Tenemos mucho espacio. Vamos, no discutas.

Otra vez me invadió esa desagradable sensación mientras Jerry arrastraba a Hope escaleras arriba, en dirección a un dormitorio que tal vez hubiera ocupado otro hijo en acogida antes de que llegáramos Destiny y yo, con unos cuantos días de diferencia entre uno y otro.

Según Jerry hijo, también era una chica. El niño solo tenía siete años, así que no supo decirme por qué se fue y yo no sabía si quería averiguar la respuesta.

Los ojos azules de Hope, igualitos que los de Destiny, se clavaron en mí mientras la bolsa de basura golpeaba los escalones a medida que subían. Vi el miedo. La chica sabía que acababa de caer en un polvorín y que solo hacía falta una chispa para que le explotara en la cara.

Sostuve su mirada hasta que doblaron en el rellano, pero en ese momento juré que si ese gordo cabrón la tocaba… cualquier cosa podría pasar.

Hope durmió en la habitación de Destiny durante la primera semana en vez de hacerlo en la suya, porque Destiny lloraba cada vez que se separaban.

Jerry ya había perdido la paciencia. Esa noche estaba borracho y golpeó la encimera con un puño lo bastante fuerte como para que la vajilla barata tintineara.

—Deja de lloriquear. Hope no va a irse a ningún lado y esta noche va a dormir en su dichosa habitación lo quieras tú o no.

Yo llevaba toda la semana casi sin pegar ojo, porque no me fiaba de él. Empezaba a sentirme atontado por la falta de sueño, y mi rendimiento escolar, que jamás me había preocupado mucho, era peor que nunca. Había pasado más tiempo en el despacho del director que en la clase desde que me trasladaron a ese instituto. Pero eso era lo que se esperaba de nosotros, de los niños integrados en el sistema de acogida. Era como si todos supieran que estábamos destinados al fracaso desde el primer día, así que no valía la pena esforzarse.

Solo éramos mierda.

En mi caso, era cierto. Según me habían contado, mi madre me abandonó en las escaleras de una iglesia del Barrio Francés y me encontró una monja, llenito de caca.

Fue un comienzo muy apropiado para la vida que iba a tener. El estigma de lo que era, de quien era, me seguía allí donde iba.

A veces, me preguntaba si mi madre se había molestado siquiera en ponerme un nombre antes de abandonarme, pero daba igual. El único nombre que tenía era el que me había puesto la monja que me encontró: Michael. Tan genérico como el resto de los nombres bíblicos que les ponían a los niños abandonados.

—¡No! ¡Quiero a mi hermanita! —lloriqueó Destiny.

Jerry la aferró por uno de sus delgados brazos y la acercó a él mientras buscaba el cinturón con la otra mano.

—¿Quieres llorar? Pues ahora mismo voy a darte un motivo para que lo hagas.

Hope se puso de rodillas delante de su hermana, una postura que la dejó a la altura de la entrepierna de Jerry.

—No pasa nada, Desi. Voy a estar casi al lado de tu habitación. No voy a irme de esta casa. No dejaré que vuelvan a separarnos. Te lo prometo.

Esa promesa me indicó que Hope no llevaba tanto en el sistema como yo pensaba. De lo contrario, sabría que lo mejor era no hacer promesas. Porque todas se rompían tarde o temprano.

Jerry siguió aferrando a Destiny con una mano y el cinturón con la otra, pero su mirada se había trasladado a Hope. O más bien a la camisa de esta.

Alguien debería comprarle un sujetador a la chica, pero estaba segurísimo de que no sería Jerry quien lo hiciera.

—¿Ves? Tu hermana sí que sabe comportarse como una niña buena. —Se pasó la lengua por los dientes, sin abrir la boca—. Buenísima.

Supe que esa noche no pegaría ojo tampoco.

Jerry no entró en acción hasta que Destiny se durmió y Dixie se quedó frita en el salón. Me pesaban los párpados como si tuviera una tonelada de ladrillos encima de ellos, pero en cuanto oí el crujido de los viejos tablones de madera, supe que se había puesto en marcha.

Se me aceleró el pulso mientras salía de mi dormitorio y enfilaba el pasillo evitando las tablas que crujían y que me aprendí de memoria durante los primeros días en esa casa. Moverse en silencio tenía sus ventajas.

Las bisagras de la puerta, que necesitaban aceite desde hacía mucho tiempo, chirriaron cuando Jerry la abrió.

Se acercó a la cama de Hope y desde el lugar donde me encontraba, detrás de él, la vi incorporarse en la cama y llevarse las sábanas al pecho como si fueran la bolsa de basura negra con la que llegó el primer día.

Jerry se abalanzó sobre ella y le tapó la boca con una mano.

—Ni un puto grito o me aseguraré de que te resulte más difícil pagar tus deudas, niña.

Hope forcejeó para librarse de él, pero Jerry le rasgó la camiseta por la parte delantera y le dejó las diminutas tetas al aire. Le cubrió una con una mano. La otra desapareció.

—Prepárate para pagar la renta, niña. Y la de tu hermana. A menos que quieras que se la cobre a ella. Seguro que llora tan bien como tú.

La ira ardía en el vacío interior de mi estómago y tuve que hacer un esfuerzo para no vomitar por sus palabras. No merecía vivir.

Flexioné los dedos en torno al bate de béisbol que llevaba apoyado al hombro, un Louisville que Jerry le había regalado a su hijo para que jugara en la Liga Juvenil. Sería capaz de acabar con la vida de un degenerado para salvar la de una inocente un día sí y otro también.

Jerry apartó las sábanas de un tirón mientras yo entraba por la puerta.

—Ni se te ocurra ponerle un puto dedo encima.

Jerry se volvió para mirarme y los sollozos aterrados de Hope me llenaron los oídos.

La mirada de Jerry se posó en el bate que yo llevaba al hombro.

—¿Qué cojones crees que vas a hacer con eso, muchacho? ¿Quieres que te lo meta por el culo ya que te crees tan importante?

Se movió más rápido de lo que yo había creído posible. Levantó su enorme cuerpo de la cama y se abalanzó sobre mí como si fuera un toro, mientras la polla se le salía de los sucios pantalones y se balanceaba como si fuera una salchicha cocida.

Qué cabronazo.

No pensé siquiera. Blandí el bate.

Pero Jerry se agachó y el bate acabó golpeándolo en un lateral del cuello. Trastabilló hacia atrás hasta apoyarse en la pared, con las manos en la garganta. Se deslizó hasta el suelo mientras Hope lloraba en silencio en la cama, temblando por el miedo, y aferraba la sábana para cubrirse de nuevo con ella.

Jerry intentaba respirar mientras yo me acercaba a él, cada vez más asqueado por lo que le habría hecho a Hope si yo no hubiera aparecido. De no haberse agachado, le habría abierto la cabeza con el bate como si fuera un melón, pero me alegré de que no hubiera sucedido así. No se merecía morir tan rápido ni con tanta facilidad.

Un adulto que intentara violar a una niña de catorce años merecía morir despacio y con tanto dolor como fuera posible.

Presioné el extremo del bate contra sus manos, con las que seguía aferrándose el punto del cuello donde lo había golpeado, decidido a dejarlo sin respiración poco a poco, a medida que iba presionando.

—No volverás a tocar a otra niña en esta puta casa.

Con cada segundo que pasaba, los ojos parecían salírsele más y más de las órbitas. Al final y por primera vez desde que pisé ese agujero infernal, vi miedo en ellos.

Un miedo que alimentó la sangre que me corría por las venas, así que ni siquiera titubeé a la hora de presionar con más fuerza mientras él trataba de liberar las manos en vano.

Pronto perdería la consciencia, y quería que ese dolor y ese miedo lo desgarraran antes de morir. Si mis sospechas eran ciertas, era lo que él les había hecho a muchas otras niñas indefensas.

—Nunca más, Jerry. ¿Me oyes?

Con toda la fuerza de la que fui capaz, presioné el bate contra sus manos y oí un crujido, tras el cual vi cómo la vida se le escapaba de los ojos.

Presioné de nuevo para asegurarme de que estaba muerto de verdad. Hope empezó a llorar con más fuerza al ver que se caía hacia un lado. Me agaché para ver si tenía pulso.

Nada. Ese negro corazón no se movía siquiera.

Acababa de hacerle un favor al mundo.

Me incorporé con el bate aún en las manos y enfrenté la mirada de Hope, que seguía aterrada. Pero en ese momento no supe qué le provocaba más miedo, claro que podía adivinarlo sin problemas.

O a lo mejor me equivocaba.

Hope se levantó de la cama al instante, se cubrió con la sábana y se pegó a mi costado. Sus brazos me rodearon la cintura.

—Gracias.

Apenas si conseguí entender lo que me decía a causa de sus sollozos. Sus lágrimas me estaban empapando la sucia camiseta.

—Solo he hecho lo que había que hacer. Vístete y recoge tus cosas. Yo iré a por Destiny. Vais a salir las dos de esta puta casa. Os acompañaré hasta el albergue de la iglesia, que está a un par de manzanas. Cuando lleguéis, les dices que llamen a tu asistente social. Cuéntale a esa señora lo que intentó hacerte Jerry.

Hope apartó la cabeza de mí para mirar el cadáver.

—¿Qué le digo de… de esto?

—La verdad.

Esos ojos azules cuajados de lágrimas me miraron, de nuevo rebosantes de miedo.

—Pero vendrán a por ti…

—No me encontrarán nunca.

Hope se mordió el labio y me soltó.

—Date prisa. Tenemos que irnos.

En cuanto salí de esa casa por última vez, seguido por las dos chicas, comprendí que mi anterior madre de acogida se equivocó al acusarme de ser el hijo de Satán.

Era el mismísimo demonio.

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