Reina

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2 Mount En la actualidad

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Keira me lleva al límite, mina mi control, algo que nunca le he permitido a ninguna persona.

«He pegado un puto portazo».

No reacciono con furia. Ya no. Todos mis actos son el resultado de unas maquinaciones frías y exactas.

Pero esta tía me tiene pegando portazos, joder.

Me dije que no sería un problema. Que podría poseerla, controlarla… sin dejar en ningún momento que se convirtiera en algo más que una posesión. Me prometí que me mantendría desapegado e indiferente, porque la alternativa nunca conduce a nada bueno. Lo aprendí de niño.

«Trátalo todo como si fuera temporal». Es lo único que nunca falla. Ninguno de nosotros salimos vivos de esta, así que ¿para qué fingir lo contrario?

¿Otra cosa en la que siempre he creído? Que tengo un control absoluto sobre mi persona y mis reacciones.

Falso.

Keira Kilgore se ha convertido en algo que nunca quise, pero yo pongo las reglas en mi mundo, así que nadie me impide cambiar los planes, joder. ¿Lo mejor de ser el rey? Que puedo hacer lo que me dé la gana.

Retenerla sería un error, pero no pienso dejarla marchar. Sobre todo ahora, cuando tengo más poder sobre ella, después de haber pagado sus préstamos bancarios y añadirlos a su deuda.

Nunca me he permitido desear algo de esta manera. Es cierto que rijo un imperio, y he permanecido en la cima porque nunca he demostrado debilidad.

«Solo será una debilidad si permito que lo sea, y esta chorrada se termina ahora mismo».

Quiero volver a sus habitaciones y decirle exactamente cómo maté a Lloyd Bunt, algo que la alejará de mi lado para siempre.

Eso es lo que debería hacer. Pero ¿qué sentido tiene regir un imperio si no puedes tener lo que deseas, aunque no deberías tenerlo?

Mientras esas ideas se me pasan por la cabeza, me doy cuenta de que estoy a punto de crear una debilidad que otros podrán explotar. Algo contra lo que llevo años luchando.

Pero soy Lachlan Mount. Conseguí salir de las cloacas de esta ciudad inmisericorde, cambié de identidad, aprendí todo lo necesario no solo para sobrevivir, sino para llegar a la cima. Me convertí en la mala hierba que crece en las grietas de las aceras y se niega a morir. Ascendí a codazos por las filas de esta organización y reclamé el oro a la fuerza. Para el mundo exterior, reino gracias al miedo, a la intimidación y la determinación de llevar a cabo todas y cada una de las amenazas que hago.

Tengo todas las posesiones materiales que cualquier hombre pueda desear jamás. En este preciso momento, piso alfombras persas en tonos blancos y dorados, y paseo entre paredes enlucidas por maestros artesanos italianos, iluminadas con apliques realizados en oro de 14 quilates y arañas de cristal cuyo precio no quiero ni imaginarme. Me rodeo con lo mejor de lo mejor, y no finjo, ni siquiera por un segundo, que no es porque sigo intentando olvidar lo que es vivir rodeado de mi propia mierda.

Cuando por fin extiendo la mano para activar el resorte oculto que abre una de las muchas entradas secretas al laberinto de pasadizos que conectan todas las propiedades que poseo en esta manzana, he conseguido controlar la respiración.

Cada encuentro con Keira me afecta más que el anterior, y este no es una excepción. No puedo permitir que la cosa siga así. «Voy a recuperar el control». Es una promesa que me hago mientras un cuadro, que se extiende del suelo al techo, se desliza para dejarme pasar al laberinto.

Solo tres personas más conocen cada centímetro del laberinto: V, a quien Keira llama «Cicatriz»; J, mi mano derecha; y G, mi sastre. Los tres me han demostrado su lealtad una y otra vez, pero sería muy ingenuo si confiara en alguien completamente.

Y si hay algo que nunca he sido es ingenuo.

Tomo varios desvíos, sin apenas echar un vistazo a través de las mirillas existentes en los pasadizos interiores para poder ver lo que sucede más allá de las paredes. Son imposibles de localizar a menos que sepas dónde mirar.

Otros hombres en mi posición tendrían a hombres con armas automáticas patrullando la casa, pero me niego. En primer lugar, porque me las apaño de puta madre, gracias; y, en segundo lugar, porque ¿para qué permitir la presencia de más eslabones débiles en mi propia organización? Sobornar a un vigilante de poca monta es fácil. Lo he hecho tantas veces que ya he perdido la cuenta. La gente que trabaja para mí no puede ser sobornada porque me debe la vida, por un motivo o por otro.

Además, las cámaras son más eficaces, y mi sistema de seguridad es imposible de piratear… o tan imposible como lo permite la tecnología.

Cuando termino de dar vueltas y subo los tramos de escalera necesarios para llegar a mi santuario, la habitación a la que J se refiere como mi «guarida», espero poder aplastar del todo lo que queda de mis revolucionadas emociones con la misma eficacia que una rebelión.

Aunque no es así, porque cuando la chimenea gira y aparece ante mí la biblioteca, sé que he cometido un terrible error al creer que este lugar me aislaría de lo que siento.

Solo puedo verla a ella. La primera noche que se quedó entre estas paredes, se quitó esa horrible gabardina para dejar al descubierto sus sensuales curvas con ese ridículo tatuaje de henna, y tengo la imagen grabada en la cabeza.

Tenía el porte de una reina. De una mujer capaz de soportar la intensidad del rey que me declaro ser.

«Ninguna debilidad», me repito.

Aprieto los puños y siento la tentación de asestarle un puñetazo a la pared. Por primera vez desde hace muchísimo tiempo, la duda me asalta.

«Mantén el control». Eso es lo que hago, y no puedo permitir que Keira Kilgore cambie las cosas.

Me vuelvo hacia la mesa donde están las licoreras y cojo mi bebida favorita, pero dejo el vaso a mitad de camino.

Es un whisky de Seven Sinners que uno de mis asociados sacó de los almacenes externos de la destilería siguiendo mis órdenes, porque todavía no está a la venta, salvo en pequeñas cantidades en el restaurante de la última planta de la Destilería Seven Sinners, y no soy un hombre dispuesto a que le nieguen algo. Aparto la mano de la botella de Espíritu de Nueva Orleans y cojo el whisky escocés. Al fin y al cabo, mi nombre es de origen escocés. Lachlan Mount sonaba como un hombre que exigía poder, y tenía quince años cuando lo elegí.

Durante los dos años que viví en la calle después de acabar con la miserable vida de Jerry, no tuve nombre. A nadie le importaba una mierda otro chico que se había escapado de casa. Las poquísimas noches que dormí en albergues, usé un nombre falso distinto en cada uno. Mentí. Engañé. Robé.

No soy una buena persona. Tengo el alma ennegrecida. Mi corazón es de piedra. Mi reputación no es una leyenda ni un mito, sino una colección de hechos.

Si hubiera una balanza para medir la pureza del alma de las personas, uno de los brazos se estamparía contra el suelo bajo el peso de mis pecados, y me echaría a reír mientras contemplo la escena.

Iré al infierno. Lo sé sin lugar a dudas, pero hay una larga lista de personas que pienso mandar allí antes.

Keira Kilgore es todo lo contrario. Es pura. Es inocente. Es ingenua que te cagas. Todavía cree que la gente se ciñe a las reglas y que el sentido común es lo que te lleva al éxito. Se equivoca, pero nunca me creería. No debería haberla metido en mi mundo, pero soy lo bastante egoísta para que me dé igual. Lo bastante egoísta para retenerla aquí.

«No deseo esto. No lo he pedido y jamás me someteré voluntariamente. Lo juro por lo más sagrado».

Me soltó esas palabras mientras estaba de pie, desnuda, delante de mí, y su cuerpo la traicionó. La convertí en una mentirosa, porque cada vez que la poseía, su sometimiento era más voluntario. Lo deseaba tanto como yo.

Juro que puedo olerla en esta habitación, que su olor se impone al cuero, a los libros antiguos y al humo del tabaco, y me entran ganas de volver a su dormitorio, abrir la puerta de una patada y volver a convertirla en una mentirosa.

«No te atrevas a tocarme ahora, joder. No te atrevas a tocarme nunca más».

Ya debería saber que no puede arrojarle semejante guante a un hombre como yo. Gano siempre.

Aprieto los dientes y me obligo a acercarme a la estantería, como si fuera a ponerme a leer uno de los libros, coño.

El leve sonido de la chimenea al girarse hace que me dé media vuelta. Casi espero ver a una diosa pelirroja enfurecida, que aparece para cantarme las cuarenta de nuevo. Algo que, en mi sucia cabeza, acabaría con ella doblada sobre uno de los reposabrazos del sillón, con las manos inmovilizadas a la espalda, mientras me la follo.

Pero no lo es. Se trata de J, mi mano derecha.

—Tenemos un problema, y es delicado. Me encargaría en persona, pero sé que querrás dar tu opinión.

—¿Qué pasa? —pregunto, aliviado por la distracción.

—Al lugarteniente de uno de los jefes de los cárteles ya le habíamos dado un aviso por su forma de tratar a la chica con la que va a pasar la noche en la sala de juegos, pero el muy gilipollas no capta el mensaje.

La conocida frialdad de tener un objetivo se apodera de mí y me centra de nuevo. Aquí es donde me crezco. Es algo que puedo controlar fácilmente.

J tiene razón. No es una situación que requiera mi presencia, pero sí quiero dar mi opinión. Y esta noche… a lo mejor incluso puedo encargarme en persona.

—Vamos.

Sigo a J mientras salimos de la biblioteca y de todo lo que me recuerda a Keira. Volvemos al laberinto de pasadizos que conducen hasta la planta del casino. Ser el dueño de toda una manzana del Barrio Francés tiene sus ventajas, como poder eliminar las paredes interiores y convertir la parte central de la mitad de la manzana en un local de juego subterráneo que genera más beneficios en una noche de lo que la mayoría de los hombres gana en todo un año. Es un club exclusivo, muy selecto, al que a muy pocos se les concede el acceso. Solo a los muy ricos y muy poderosos, o a los que tienen muy buenos contactos, se les permite entrar, con una amenaza implícita que pende sobre sus cabezas: «Como te vayas de la lengua, mueres. Como me mires mal, mueres».

Cuando digo que reino gracias a la intimidación y al miedo, todo respaldado por mis actos, no exagero.

Entramos por la puerta posterior del club que siempre uso, y tardamos muy poco en localizar la sala privada en la que el lugarteniente con ganas de morir está jugando al

blackjack y apostando fuerte.

Las chicas que trabajan en el club están bajo mi protección, y cualquier ofensa que reciban es una ofensa que me hacen a mí. Me da igual que los vestidos casi no les tapen las tetas, el coño o el culo, o que vayan más pintadas que una puerta. Da igual que se ganen la vida con el oficio más antiguo del mundo. En mi club nadie las maltrata. Así son las reglas, pero a los borrachos se les olvida a veces. Cuando lo hacen, no me importa que mi personal les recuerde las consecuencias de sus actos.

Esa chica, una rubia delgada con las raíces oscuras, intenta soltarse con discreción de su abrazo, intenta no montar un espectáculo. El gilipollas, tal como J lo llamó, no deja que se vaya. En cambio, le entierra la mano en el pelo y la obliga a tirarse al suelo con tanta fuerza que la chica se golpea las rodillas.

El móvil me vibra en el bolsillo, pero paso de él mientras la rabia me corre por las venas. Los capullos que maltratan a las rubias siempre me cabrean más.

El lugarteniente, al que le saco casi una cabeza y más de veinte kilos, le estampa la cara contra su entrepierna.

—Chúpamela, zorra.

—Ese la palma esta noche. —Lo digo en voz baja, pero J no me pide que se lo repita. Es una conclusión inevitable.

—Me ocupo yo, jefe.

Meneo la cabeza mientras controlo la rabia y la convierto en una sensación gélida.

—No. Me encargo yo personalmente.

—¿Seguro? Puedo…

Cuando vuelvo la cabeza para mirar a J, mi mano derecha se queda sin aliento.

—Ya veo que estás seguro. A lo mejor causa más efecto si lo haces tú.

J supone que lo hago en persona porque mandará un mensaje inequívoco al jefe de ese tío, pero ese solo es uno de los motivos. Esta noche, necesito una válvula de escape para expulsar todo lo que me corroe por dentro, y ese cabrón ha escogido un mal día y el peor sitio del puto mundo para causar problemas. No volverá a cometer semejante error.

Entró en la sala, reclamando la atención de los otros tres jugadores y del croupier en cuanto cierro la puerta a mi espalda con un golpe seco.

El croupier nunca contará lo que ve en esta sala porque me debe la vida. Impedí que lo ejecutara un tío que vendía crack en una esquina cuando él tenía dieciséis años. También sabe que contar algo, por poco que sea, de lo que sucede aquí sería una traición que le acarrearía el mismo destino del que escapó. Además, se gana bien la vida, tiene una novia embarazada con la que piensa casarse el mes que viene y no se arriesgaría a poner a ninguno de los dos, ni a su novia ni al bebé, en peligro.

Los otros jugadores son un concejal corrupto, un telepredicador muy famoso y un magnate del petróleo que ha expulsado a mucha gente de su casa para expandir su imperio. Con toda la mierda que tengo de ellos, tampoco se atreverían a abrir la boca.

No hablo mientras cruzo la estancia. Los actos valen más que mil palabras, y sé muy bien lo que valgo y el poder que tengo. Me detengo a un paso de la silla del gilipollas y lo agarro de la trenza que lleva en la nuca. Me enrosco la trenza en la mano y, con un tirón, le echo la cabeza hacia atrás hasta que tiene el cuello totalmente expuesto. Veo que la nuez se le mueve arriba y abajo.

Cuando suelta a la chica, lo levanto de una sacudida de la silla y lo arrastro por encima del respaldo. Usando la trenza a modo de cuerda, lo levanto del suelo y lo observo mientras sus pies se agitan a varios centímetros del suelo y su cara refleja la sorpresa.

Puede que tenga más de cuarenta años, pero me entreno al máximo. Aprendí demasiado joven de primera mano que, a veces, la fuerza bruta es lo único que se interpone entre tu peor pesadilla y tú.

El cuero cabelludo se le estira hasta que le arranco una parte de la trenza, dejando un trozo sanguinolento de piel colgando del pelo que sostengo en la mano. Sus pies tocan primero el suelo, pero después se le aflojan las piernas y cae de rodillas, delante de mí.

En el sitio que le corresponde.

Pronuncia una retahíla ininteligible de palabras en español, pero me da igual lo que dice. Nadie cruza la línea aquí, sin excepciones.

Apoya ambas manos en el suelo, preparado para levantarse de un salto. Ni de coña… Antes de que pueda moverse, le aplasto con el talón la mano que ha usado para tocarla, partiéndole los huesos con mis zapatos italianos hechos a mano.

Su patético grito no saldrá de la sala, porque las paredes y la puerta están insonorizadas.

Miro a la chica y me percato de las marcas enrojecidas de su garganta, allí donde él ha debido de agarrarla antes de que yo apareciera. Asqueado, tiro la trenza al suelo, delante de él.

Creo en la justicia callejera. No solo en el ojo por ojo, sino en que la venganza debe ser mayor. Cuando lo agarro por segunda vez, lo hago por el cuello y lo arrastro hasta la pared, donde lo levanto hasta que le golpeo la espalda contra ella.

Intenta hablar, pero la presión que ejerzo sobre su tráquea se lo impide. Los ojos amenazan con salírsele de las órbitas, y por fin demuestra algo de miedo, y recuerdo aquella noche. La noche en la que forjé al hombre que soy. La chica del suelo se convierte en Hope, y ese cabrón es el hijo de la gran puta que intentó violarla.

Aflojo la mano un momento, sin hacerle caso a la vibración constante del móvil en el bolsillo izquierdo mientras meto la mano en el bolsillo derecho y cierro los dedos en torno a un accesorio que rara vez me falta.

El mexicano se queda sin aliento y extiende una mano hacia mí al tiempo que retoma las súplicas en español. Debería ahorrar saliva. No va a salir vivo de aquí, y todos los presentes lo saben.

Cuando me saco la mano del bolsillo, lo hago con los dedos cerrados en torno a unos puños americanos de latón, chapados en oro de 24 quilates. Echo el brazo hacia atrás y le asesto un puñetazo en la garganta, aplastándole la tráquea y partiéndole el cuello. Las letras grabadas en relieve en el puño americano le han dejado una marca: Mount.

Su cuerpo se desliza hasta el suelo y retrocedo un paso mientras me guardo el puño americano en el bolsillo y flexiono los dedos.

—Que alguien se encargue de sacar la basura —le digo a J antes de coger el pomo de la puerta, pero me detengo.

Me doy media vuelta y enfrento las expresiones horrorizadas de todos los presentes. No me cabe la menor duda de que perciben la brutalidad que exudo y de que no voy a tener problemas por lo sucedido esta noche. Como mucho, mi leyenda y el miedo que me tienen aumentarán.

Satisfecho, abro la puerta que conecta con la sala principal y la cierro a mi espalda antes de llevarme la mano al bolsillo para sacar el móvil.

Tengo ocho mensajes de texto de V y seis llamadas perdidas de la sala de control.

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