Reina

Reina


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La puerta de mi apartamento se abre de golpe de nuevo, por segunda vez esta noche. Me doy la vuelta cuando la débil luz del pasillo se derrama por mi salón, donde he estado andando de un lado para otro en la oscuridad, con un cuchillo de carnicero en la mano derecha y un martillo en la izquierda.

Brett tenía un arma. Yo no. Todos sabemos quién gana en esa ecuación. Sin embargo, no me disparó porque, al parecer, no me quiere muerta. No, le soy más útil viva.

Se me nubla la vista por las lágrimas y por lo que estoy a punto de hacer, pero eso no me impide soltar un grito de guerra mientras me abalanzo sobre el intruso, con el cuchillo por encima de la cabeza al tiempo que blando el martillo. Me quita el cuchillo de la mano, que cae con estrépito al suelo, pero el martillo sí golpea su objetivo. El desconocido gruñe antes de arrancármelo de las manos. Cae con un golpe seco al suelo mientras me da la vuelta y me pega de cara a la pared para después aferrarme las muñecas e inmovilizarme las manos junto a las caderas. Un torso duro se pega a mi espalda, aplastándome contra la pintura descascarillada de la pared. Forcejeo e intento soltarme, pero estoy inmovilizada por una chaqueta de fuerza que, en este caso, es humana.

—¡Suéltame, so cabrón! Ya te he dicho que lo haría. Como les hagas daño a mis padres o a mis hermanas, te mato yo misma.

En vez de la voz acaramelada de Brett al oído, lo que oigo es un gruñido. Respiro hondo, y el olor que percibo del hombre que me inmoviliza no es el que me atormenta el pasado ni el presente. Pero el gruñido me resulta familiar.

—¡Suéltame! —le exijo de nuevo, y él me sacude las muñecas.

Parpadeo para contener las lágrimas al tiempo que vuelvo la cara, casi temerosa de tener razón. El perfil de Cicatriz es visible gracias a la tenue luz.

Me abruma un alivio que seguramente no debería sentir al verme en los brazos del hombre que ha sido indispensable a la hora de retenerme prisionera, y dejo de forcejear. Sigo jadeando por el esfuerzo, pero mi cuerpo se relaja bastante.

—Suéltame. No voy a huir. Ni a matarte. Seguramente. Tal vez. —A estas alturas, ya no sé de lo que soy capaz. Desde luego, de mucho más de lo que había creído posible.

Cicatriz espera unos segundos antes de soltarme las muñecas. Me doy la vuelta y me froto la piel allí donde me ha tocado mientras me aparto, sin apartar los ojos de su cara. Cuando siento el sofá en las corvas, me dejo caer. Los estremecimientos me sacuden, y me rodeo la cintura con los brazos como si así pudiera contenerme.

—¿Ni siquiera se ha molestado en venir en persona? —Me tiembla la voz tanto como el resto del cuerpo, y me cabrea que me moleste que no haya sido Mount a quien he estado a punto de matar—. No debería sorprenderme. No le importo lo bastante como para abandonar su fortaleza.

Cicatriz no me responde con palabras. En cambio, se mete la mano en el bolsillo y saca el móvil. Teclea algo y, unos segundos después, sus dedos vuelan de nuevo por el teclado.

Oigo que me llega un mensaje al móvil, que está en la mesa situada al otro lado de la estancia, y miro a Cicatriz a los ojos. Él señala el móvil con la barbilla.

Me levanto y cruzo el salón con las piernas todavía temblorosas para coger el móvil y me encuentro un mensaje de texto:

NÚMERO DESCONOCIDO: El jefe viene de camino.

Miro a Cicatriz. En vez de tranquilizarme, la información crea un hervidero de emociones en mi interior, y todas brotan de los intensos recuerdos que afloraron a mi mente al descubrir mi nota y el tanga que llevé al baile de máscaras del Mardi Gras. Seguro que Mount esperaba que yo descubriera la verdad desde el principio, ese cabrón manipulador. Tal vez no tan pronto, pero sí con el tiempo.

—¿Conocías su plan desde el principio? —Cuando pienso en todo lo que me ha dicho Brett antes de irse, me cabreo todavía más.

Cicatriz me mira con expresión pétrea y no hace ademán de teclear una respuesta. En cambio, enciende las luces que yo había apagado en cuanto mi no tan difunto marido se fue, por temor a que Brett volviera. Quería disponer de cualquier ventaja posible si tenía la oportunidad de cargármelo.

—Os odio a los dos —le digo a Cicatriz, y la convicción con la que pronuncio cada palabra es más férrea que una plancha de acero.

Durante los siguientes minutos, me quedo sentada en silencio, porque no tiene sentido hacer más preguntas cuando sé que no voy a recibir respuesta. Con cada segundo que pasa, se me tensan más los hombros y enderezo más la espalda, preparándome para el inevitable enfrentamiento.

Mount viene de camino. Es cuestión de tiempo.

Se oyen pasos apresurados por el pasillo, como si alguien estuviera corriendo, y la puerta de mi apartamento se abre de par en par de nuevo.

Con los ojos negros brillantes y la respiración agitada, Mount se planta en el vano de mi puerta, como si estuviera preparado para matar a alguien.

No pienso antes de actuar. Me levanto de un salto y cruzo la estancia a toda prisa para abalanzarme sobre él. Hace ademán de abrazarme, pero no busco consuelo. No de él.

Cierro los puños y le golpeo el duro torso. Las lágrimas que me he esforzado toda la noche en contener caen por mis mejillas.

—¿Cómo has podido hacerme algo así, cabrón? ¡Es mi vida, no un juego! ¿Hasta qué punto tienes que odiar a alguien para hacerle algo así?

Lo golpeo con la fuerza necesaria para dejarle marcas, pero no me detiene. Me duelen los brazos y empiezo a golpearlo cada vez con menos fuerza, hasta que susurro con la voz rota por las emociones:

—¿Por qué yo? ¿Por qué no otra persona? Cualquiera.

Apoyo la frente en el pecho de Mount, sin importarme que le esté empapando la camisa con mis lágrimas. Mi llanto es un torrente, pero no me da vergüenza. Este hombre es el responsable de haberme puesto la vida patas arriba incluso antes de que yo conociera su existencia.

Uno de sus fuertes brazos me rodea la cintura y me coloca la mano libre en la nuca, invitándome a pegar la cara contra él.

—Chitón.

—No me digas que me calle. —Mi temblorosa réplica es apenas un susurro, pero sigue siendo airada.

—Mi fierecilla irlandesa. Serías capaz de luchar hasta el último aliento.

—Como tú.

Siento algo en la coronilla, y creo que es su mentón.

—Por fin empiezas a comprender las cosas. —Aunque me habla en voz baja y tranquila, me enciende de nuevo.

Lo empujo con ambas manos y me suelta, permitiéndome que me aleje.

Ya no me hago ilusiones al respecto. No sucede nada en mi vida sin que él lo permita. En fin, casi nada.

—No sé qué está pasando, no lo entiendo, porque si lo hiciera, esta noche no habría visto a un fantasma cuando mi difunto marido entró por esa puerta.

La expresión de Mount, que por un instante se había dulcificado, se endurece.

—Se suponía que iba a seguir muerto.

Retrocedo otro paso hacia mi dormitorio y me cruzo de brazos.

—Me ha dicho que le pagaste. Me ha dicho que le diste el dinero del préstamo que usaste como arma contra mí con la condición de que desapareciera. ¡Me ha dicho que tú fingiste su muerte! ¿Es verdad?

—Sí. —Mount da un paso hacia mí sin el menor rastro de remordimiento en la cara.

Los temblores vuelven a recorrerme el cuerpo mientras él se acerca. Trago saliva, sin estar segura de querer hacer la siguiente pregunta, porque ya sé la respuesta. Sin embargo, una estúpida parte de mí necesita oír cómo admite la verdad.

—Aquella noche, la del baile de máscaras, cuando le escribí la nota a Brett para que fuera, eras tú en realidad, ¿a que sí?

Da otro paso hacia mí.

—Sí.

Cierro los puños.

—¿Por qué? ¿Cómo pudiste hacerlo a sabiendas de que yo creía que era él?

La expresión de Mount, dura de por sí, se vuelve pétrea. Le aparece un tic nervioso en el mentón.

—Creía que sabías que era yo.

—Eso es imposible. —La réplica brota con una exhalación sorprendida.

Él entrecierra los ojos mientras menea la cabeza.

—Yo recibí tu nota, no Brett. Supuse que te ordenaron que la escribieras. Creía que era parte del juego y que tú eras un regalo que me habían dejado.

Me quedo de piedra al oírlo.

—¿Un regalo? ¿Como si fueras un señor feudal al que la gente le entrega mujeres como premio?

En vez de contestarme, Mount se vuelve hacia Cicatriz y le hace un gesto con la cabeza, señalando la puerta del apartamento.

—Espera fuera. Asegúrate de que estamos a salvo. Ocúpate de cualquier amenaza.

—¿Qué…?

Ni siquiera me da tiempo a formular la pregunta antes de que Mount se acerque a mí con paso tranquilo, acechándome, hasta que llegamos a mi dormitorio. Cierra la puerta de un puntapié.

Estoy atrapada en mi dormitorio con el hombre que creía que me habían dejado para él como si fuera un regalo.

Y, además, mi difunto marido no está muerto.

Ya nada tiene sentido, mucho menos el hecho de que me dé más miedo el hombre con quien me casé que el brutal desconocido que tengo delante.

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