Reina

Reina


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«Me cago en la puta. Le he dado un bofetón. Le he dado un bofetón de verdad».

Antes de poder apartar la mano, Mount me agarra de la muñeca.

—Solo tú te atreverías a hacerlo. —Su voz suena más ronca que antes mientras intento rodearlo, pero me coge la otra mano y me las inmoviliza las dos por encima de la cabeza, contra la pared—. Puta fierecilla.

Sus palabras resuenan con fuerza en mi cabeza, como un tren de mercancías a toda pastilla.

«Quiero azotarte el culo por haberte puesto en peligro y después quiero follarte hasta que te quede bien claro si te deseo o no. A lo mejor así por fin te enteras de quién es tu dueño».

Debería estar aterrada cuando este brutal hombre me atrapa contra la pared, pero una emoción descarnada me corroe por dentro, y no tiene nada que ver con el miedo. No, es la expectación por la idea de que cumpla su amenaza.

«Me está convirtiendo en alguien a quien no reconozco».

—Suéltame. —Se lo ordeno en voz alta, pero mis palabras carecen de poder.

Pega la cara a la mía y susurra una sola palabra.

—Jamás.

La boca de Mount se funde con la mía y sus dientes me atrapan el labio inferior y le dan un tironcito y un mordisco. Cuando saco la lengua para calmar el dolor, se cuela en mi boca y ladea la cabeza para tener mejor acceso.

El beso es absolutamente caótico. Una tormenta tempestuosa y feroz. Derriba todas mis inhibiciones y alimenta una temeridad en mi interior que no reconozco.

Con las manos inmovilizadas por encima de la cabeza y su torso contra el mío, se apodera de mi boca, conquistándola una y otra vez con seguridad, pero sin la habilidad que habría esperado. No se trata de un movimiento que haya perfeccionado a lo largo de los años. Es algo totalmente improvisado y volátil.

«Dije que nunca lo besaría. ¿Qué coño estoy haciendo?». Está dinamitando todas mis reglas. Está robándome hasta el último resquicio de control sobre mi cuerpo y sobre mis emociones. ¿Cómo es capaz de hacerme algo así? No puedo fingir que no lo deseo. Porque deseo a Mount.

Antes de darme cuenta de lo que pasa, Mount me separa de la pared y me obliga a retroceder hasta la cama, y luego los dos caemos sobre el colchón. Siento su peso caer sobre mí, provocándome un ramalazo de satisfacción que me corre por las venas.

Intento soltarme de sus manos, pero no busco liberarme. Busco la libertad para poder tocarlo, sin importarme que mi cerebro haya perdido la capacidad de raciocinio en aras del deseo animal.

Mount aparta la boca de la mía y me mira, y parece tan alterado como yo.

—Dime que lo deseas tanto como yo.

Me humedezco el labio inferior, y me encanta sentir el escozor que han dejado sus dientes mientras finjo recuperar el control. Un pensamiento coherente se abre paso en el anhelo atávico que me corre por las venas, y me aparto un poco para verle la cara con claridad.

—Primero, tienes que prometerme una cosa.

Guarda silencio mientras sus ojos oscuros me miran fijamente. El pulso le late con fuerza en la base de la garganta mientras sus pulmones se esfuerzan por respirar. El olor que recuerdo tan bien me envuelve. Por fin, me mira a los ojos.

—Prométeme que no permitirás que le pase nada a mi familia. Que no permitirás que ni Brett ni ninguna otra persona les haga daña. Jamás.

Le aparece un tic nervioso en el mentón, pero se lo piensa menos de un segundo antes de contestar.

—Hecho.

Vuelve a apoderarse de mis labios, y consigo liberar las manos, tras lo cual me aferro a sus hombros y levanto las caderas para pegarme a la dura erección que los pantalones del traje apenas consiguen contener. El

piercing me provoca una miríada de sensaciones que me recorren de la cabeza a los pies.

—Me vuelves loco, joder —me dice con voz entrecortada al tiempo que me atrapa un pecho con la mano, acariciándome el pezón por encima de la ropa antes de pellizcármelo entre el pulgar y el índice.

Un ramalazo de placer me corre desde el pezón al clítoris, y me estremezco contra él. Gimo, porque, joder, es más increíble que antes.

Me suelta el pezón y se aparta lo justo para poder levantarme la falda y arrancarme el tanga de un solo tirón. Me tenso, a la espera del siguiente asalto, pero él se detiene.

—Dilo.

Mi mente, vacía de todo pensamiento racional, es incapaz de saber a qué se refiere.

—¿El qué? —le pregunto, con la vista clavada en su tensa expresión.

—Dime que lo deseas. Aquí. Ahora.

Levanto las caderas de nuevo, en busca de la presión, pero él me sujeta con una mano en la cadera.

—Por favor… —Dejo la frase ahí, porque no quiero suplicarle.

—Por favor ¿qué?

—¡Fóllame!

Al igual que sucedió la noche que destrozó la vajilla y la cristalería en el salón al tirarlo todo al suelo, mi orden desata la naturaleza primitiva de Mount.

—Menos mal, joder.

Me acaricia con los dedos y, empapada como estoy, me mete uno.

No es suficiente. Necesito más. Quiero que me toque el clítoris y experimentar las sensaciones intensificadas por el

piercing. Y, después, quiero que me meta su polla dura.

—Más.

En sus ojos oscuros brilla el afán posesivo.

—Voy a darte todo lo que necesitas, joder.

Me acaricia el

piercing mientras me folla con el dedo hasta llevarme al borde del orgasmo, pero se detiene justo antes de alcanzar el clímax.

—¡No!

Se quita el cinturón y se desabrocha el botón de los pantalones antes de bajarse la cremallera. Se saca la polla y se la acaricia con una mano, dándose un tirón.

—No puedes decirme que no.

—¡Que te follen!

Menea la cabeza al tiempo que una sonrisa perversa asoma a sus labios. Se la acaricia una vez más antes de colocarse en posición.

—No, Keira, yo soy quien te va a follar a ti. El único.

Levanto las caderas en un intento por hacerme con el control de la situación y obligarlo a penetrarme, pero su mano me inmoviliza y solo consigo que me meta la punta.

—Dime que quieres mi polla. Solo la mía. —Masculla la orden entre dientes, como si estuviera perdiendo el control tan rápido como yo.

—¡Sí! ¡Métemela!

Con un rugido, me la mete hasta el fondo. Me suelta una de las muñecas, pero mantiene la otra sujeta sobre mi cabeza. Mientras me penetra, vuelve a besarme, apoderándose de más de lo que yo imaginaba poder dar, y dándome más de lo que yo jamás supe que necesitaba.

Su dominación es incuestionable mientras me penetra una y otra vez, y cada embestida me proporciona la fricción sobre el

piercing para que me corra.

—Todavía no —me ordena.

—No puedo esperar.

—Sí. Vas a esperar.

Enfatiza cada palabra con una embestida, pero da igual lo que diga, no puedo evitar correrme. Grito y siento cómo se mueve su polla en mi interior cuando él también se corre a la par.

Sigue sujetándome una cadera con la mano y el corazón le late con tanta fuerza que resuena por todo su cuerpo. Una gota de sudor le resbala por la frente y me cae en la barbilla antes de bajarme por el cuello.

No sé qué ha pasado aquí, pero mientras ha durado el momento, la única persona que existía en mi mundo era Mount. Todo lo demás dejó de existir.

Al cabo de un momento, me suelta la muñeca. Bajo el brazo al pecho y me rodeo la muñeca que me tenía sujeta con los dedos de la otra mano.

—¿Te duele?

Meneo la cabeza y susurro:

—No.

Pega la frente a la mía, y mis pulmones se llenan de su olor, único y adictivo.

—Te juro que creía que sabías que era yo la noche del baile de máscaras.

El cambio de tema me saca de ese refugio y me transporta a la realidad con un duro y cruel golpe.

—¿Cómo se te pudo pasar por la cabeza que te deseaba a ti…?

Antes de poder terminar la frase, le cambia la cara y adopta una expresión pétrea justo antes de apartarse de mí.

Iba a añadir un «cuando ni siquiera sabía que existías», pero ya se ha metido en el cuarto de baño, que cierra de un portazo. Oigo el sonido de la cisterna y después el agua del grifo del lavabo.

Unos segundos después, Mount aparece en el vano de la puerta, con los pantalones abrochados y los faldones de la camisa metidos por la cinturilla. Su expresión es más adusta que nunca. De no haber estado bajo su cuerpo momentos antes, de no tener los labios lastimados por sus besos, ni me imaginaría que era el mismo hombre que me ha arrancado gritos de placer. Su cara es esa horrible máscara pétrea. Se ha distanciado por completo.

—Lávate. Nos vamos, y todavía me tienes que contar unas cuantas cosas.

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