Reina

Reina


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¿Cómo puedo tener los pezones endurecidos y el coño chorreando al mismo tiempo que me arden los dedos con las ganas de coger la lámpara del escritorio y matarlo a golpes?

Este hombre me vuelve loca de remate. Si no me alejo de él ahora mismo, cometeré una estupidez.

«¿Cómo tumbarte en su mesa y suplicarle que te folle a cambio de lo que él quiera siempre y cuando deje que te corras?» Silencio esa vocecilla interior mientras me libero de las manos de Mount.

Por sorprendente que suene, me deja escapar.

Me aparto de la mesa mientras intento averiguar qué está pensando. Es imposible descifrar su expresión.

—Supongo que hoy querrás ir a trabajar —me dice.

El trabajo. ¿Cómo coño me he olvidado del trabajo?

—Sí, por supuesto. Siempre hay muchas cosas que hacer.

—Eso lo entiendo.

Aunque resulte raro pensarlo, tal vez sea lo que tenemos en común: los dos dirigimos negocios. O, en su caso, un imperio. Claro que ese también es mi objetivo, porque quiero que Seven Sinners domine el mercado del whisky irlandés. Mi padre nunca tuvo unos planes tan grandiosos, ni su padre o su abuelo, pero yo pienso a lo grande. Veo lo que podríamos ser si tuviera los contactos adecuados y los fondos necesarios. Por eso Brett me engañó con tanta facilidad. Me hizo creer que compartía mi visión. Me dibujó el futuro que yo deseaba con desesperación, y me lo tragué, me tragué ese futuro y el personaje que él creó.

Brett…

Pensar en él hace que sienta la bilis en la garganta, porque recuerdo la nota que apareció esa mañana junto al recordatorio de mi primera cita: «La cita de las diez está solucionada».

Retrocedo unos cuantos pasos para alejarme de Mount antes de hacer la pregunta que me ha llevado a entrar en tromba.

—¿Cómo has…? ¿Qué has…? —Se me atropellan las palabras, y soy incapaz de formular la pregunta—. ¿Qué le ha pasado a Brett?

Mount adopta esa expresión pétrea que ya conozco tan bien.

—No tendrás que preocuparte por él en la vida.

—Pero ¿qué quiere decir eso? —Termino la frase con voz chillona, porque no puedo olvidarme del tema sin más.

Ver anoche en mi puerta al hombre al que creía haber enterrado me dejó absolutamente de piedra. Nunca antes me había desmayado, pero caí al suelo como un saco de patatas.

Cuando recuperé el conocimiento, tenía a Brett a mi lado, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro mientras cruzaba y descruzaba los brazos. El cañón de la pistola que tenía en la mano se movía de un lado para otro, porque usaba la mano para frotarse la nariz al tiempo que sorbía, como si tuviera un resfriado. Hasta ahora no reconocía los síntomas, pero después de lo que me contó Magnolia, supe que iba colocado. Cocaína, supuse. No tengo la experiencia necesaria para saber si era otra cosa, algo de lo que estoy muy agradecida.

Su cara, tan familiar en otra época, estaba más delgada, con las mejillas macilentas y unas bolsas enormes que hacían que sus ojos parecieran saltones, muy parecidos a los míos cuando me despertaba tras una noche de juerga sin haberme desmaquillado antes de acostarme.

No tardó mucho en decirme exactamente lo que quería. Dinero. ¿El castigo por no hacer lo que me ordenaba? Matar a toda mi familia.

¿Me dio un susto de muerte? Sí. ¿Me cabreó que amenazara a mis seres queridos? Y tanto.

Me explicó sus planes y yo le prometí llevarlos a cabo porque, joder, ya había vendido el cuerpo por mi familia, ¿qué más daba renunciar a un dinero que ni siquiera sabía que existía? A esas alturas, me parecía que no había absolutamente nada que no sacrificaría con tal de salvarla, aunque mi familia no lo supiera.

Cuando Brett se fue, lo hizo con una carcajada perversa antes de cerrar la puerta.

«Una pena que fueras una negada llevando el negocio. Me habría quedado más tiempo si la empresa no estuviera en la ruina. Claro que no tenías ni medio polvo. No sé si habría tenido estómago para meter la polla de nuevo en ese coño tan frígido tuyo».

Me entraron ganas de gritar. De echar espumarajos por la boca. De decirle que el único motivo de que hiciera lo más impulsivo que había hecho en la vida, fugarme con él para casarnos, fue que creía que era quien había hecho realidad todos mis deseos la noche del baile de máscaras. Pero no lo hice. Ya estaba medio loco, y no quería empeorar las cosas.

Solo quería que se fuera, y ahora quiero saber que se ha ido para siempre.

—¿Lo has matado? —Le hago la pregunta a Mount sin rodeos.

Se sienta en el sillón de su mesa, entrelaza los dedos y apoya las manos en la superficie de madera.

—¿Todavía no te has dado cuenta de que nunca contestaré esa pregunta por más veces que me la hagas, me lo preguntes por quien me lo preguntes?

Enderezo la espalda al oír su evasiva, y cruzo el despacho hasta que solo nos separa la mesa.

—¿No crees que me merezco saber si soy viuda de verdad?

Clava la vista en la mesa, y yo sigo todos sus movimientos. Se golpea los pulgares tres veces antes de levantar la cabeza y mirarme a los ojos.

—Podría llevarte delante de cualquier juez o pastor de la ciudad y serías mi esposa en menos de diez minutos.

Cargo el peso del cuerpo sobre los tacones de aguja, con la mente a mil por hora por su respuesta, antes de balbucear una réplica:

—Porque seguramente tienes trapos sucios de ellos y harían cualquier cosa que les dijeras. ¿No funciona así la vida para el infame Lachlan Mount?

Descruza los dedos, apoya las palmas de las manos en la mesa y se levanta del sillón lo justo para que nuestros ojos queden a la misma altura.

—Joder, y tanto que sí. —Habla con voz ronca y hosca, como si me retara a desafiarlo de nuevo.

Abro la boca para soltarle algo, pero vuelve a hablar.

—No pongas en duda mis palabras cuando te digo que si me casara contigo hoy, serías legalmente mía.

No es la insinuación de que haya matado o haya ordenado matar a mi marido en algún momento entre anoche y esta mañana lo que me lleva a retroceder un paso, tambaleante. No, la mera idea de que Mount me arrastre ante un juez o un pastor para casarme con él es lo que me aterra.

Recupero el equilibrio y también el valor, y cuadro los hombros.

—Menos mal que los dos sabemos que eso no va a suceder en la vida.

La sonrisa ufana que tan bien conozco aparece en su cara.

—Nunca digas que de esa agua no beberás, Keira.

Aparto los ojos de él y me doy media vuelta, porque necesito salir de este despacho todo lo deprisa que me lo permitan los ridículos taconazos. Cuando llego a la puerta, vuelve a hablar.

—Tienes la ropa de trabajo en mi vestidor. Déjate el dilatador otra hora y no te quedes en la destilería hasta tarde. Esta noche tengo planes para ti.

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