Reina

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Cuando le digo a Keira que mis planes de esta noche han cambiado porque tengo que ocuparme de unos asuntos y la mando con V a casa, es una mentira a medias.

Veo la confusión en su cara, pero da igual. Tengo que alejarme de ella. Las palabras de J siguen resonando en mi cabeza, y sé que lo que ha pasado esta noche ha desviado todavía más las cosas del rumbo que deberían tomar.

¿Separar la vida privada del trabajo? Joder, tendré suerte si puedo mirar cualquier mesa sin que se me ponga dura al pensar en Keira inclinada sobre ella.

Pese a la mentira que le he contado, se han contado demasiadas verdades en su despacho. Le encanta lo que le doy y está a un paso de admitirlo, aunque no tiene que hacerlo. Lo veo en sus reacciones. Su cuerpo responde ante mí como nadie lo ha hecho antes. Estaba hecha para mí, lo supe la noche del baile de máscaras. Por eso tenía que poseerla de nuevo, pero me hicieron esperar demasiado.

Trabajar. Eso es lo que necesito.

Aunque el casino no está tan lleno como lo estará dentro de un rato, me paseo por la sala y me detengo para ver cómo los crupieres deslizan las cartas por los tapetes verdes en una mesa tras otra y cómo la ruleta da vueltas mientras la bola salta entre las casillas negras y rojas, y las dos verdes. En la mesa de dados, una chica los sopla para un jugador antes de que este los lance, y luego lo oigo gemir cuando lo pierde todo.

Estrecho las manos de varias personas y veo cómo mueven los labios, pero no me entero de lo que dicen. Estoy demasiado distraído. Las luces y los sonidos del casino solían fascinarme, pero no bastan para impedirme pensar en ella.

En menos de diez minutos, podría estar en mi dormitorio, a ser posible con Keira debajo de mi cuerpo y su melena pelirroja otra vez sobre mi almohada. Salvo que, en esa ocasión, sus ojos verdes me mirarían con rebeldía hasta que me enterrase en ella. Después me mirarían con dulzura, con deseo, porque necesitaría, y me suplicaría, lo que solo yo puedo darle.

Se me pone dura al pensarlo, así que descarto la idea. Porque no voy a hacer eso. Me voy de aquí.

Entro en la sala de seguridad, les recuerdo que vigilen con atención a unos cuantos invitados y salgo por el panel deslizante que hay en la pared.

Tomo el camino más largo para dirigirme al garaje emplazado en la zona norte del complejo. Esta noche necesito dar una vuelta en coche para despejarme la cabeza, y nada como conducir mi Chevelle para eso.

Mientras recorro el laberinto de pasadizos para llegar, veo una persona conocida que se dirige hacia sus propias habitaciones.

—¿G?

El anciano levanta la cabeza y se detiene.

—¿Señor? ¿Necesita de mis servicios?

—No. ¿Cómo ha ido?

—He podido planchar casi todo, pero la señora Kilgore volvió antes de lo esperado, por lo que tengo que terminar el trabajo. Eso sí, estará todo listo mañana. —Hizo una pausa antes de añadir—. Se ha sorprendido bastante al ver el vestidor. Ha sido más que sorpresa. En realidad, se ha alterado mucho.

G es una de las pocas personas en las que confío, de modo que le pregunto:

—¿Se ha alterado?

—Mucho. Al parecer, no habría estado mal que la pusieran sobre aviso.

La mayoría de las mujeres, al menos en mi experiencia, estaría encantada de recibir una enorme cantidad de ropa de diseñador como la que le he encargado a G que le consiguiera a Keira. No debería sorprenderme que ella haya reaccionado de forma totalmente distinta.

—Ya me ocupo yo de ella.

G asiente con la cabeza y aprieta los labios, que desaparecen bajo su bigote canoso.

—¿Qué pasa? Me doy cuenta de que quieres decirme algo más.

Se toma su tiempo, como si estuviera sopesando las palabras con mucho cuidado.

—Parece distinta a las otras, señor. Todo esto parece distinto.

Es casi una cita literal de lo que J me ha dicho antes.

Abro la boca para decirle a G que no es distinta, que solo son las circunstancias. La deuda. Es el único motivo de que esté haciendo todo esto. Pero él es una de las pocas personas que sabe cuándo miento. De modo que, en cambio, le digo la verdad.

—Lo es. Todo lo es. Y no sé qué coño estoy haciendo.

No admito las debilidades. Siempre irradio un control absoluto. No se puede mantener el poder como lo he hecho yo sin hacerlo. Pero G es distinto. Su lealtad es incuestionable.

—En ese caso, ¿me permite una sugerencia?

—Adelante.

—Parece la clase de mujer a la que hay que tratar con más cuidado.

—No le he hecho daño. —Mi voz adquiere un tono acerado.

G menea la cabeza.

—No, no, nunca insinuaría algo así. Lo que quiero decir es que… es que usted sabe que es distinta. Eso implica que tiene que tratarla de forma distinta.

Me paso una mano por el pelo.

—Lo hago. Y ahí está el puto problema.

—Con todo respeto, señor, no entiende lo que le quiero decir.

—Pues dilo sin rodeos, hombre. Explícamelo clarito, porque es evidente que no capto las indirectas.

—¿Alguna vez ha tenido que cortejar a una mujer?

Lo miro como si me acabara de pedir una papelina.

—¿Cortejarla?

—Sí. Incitarla, seducirla… pero no en el plano sexual, sino en el emocional. Conquistarla. Demostrarle que ella es distinta al darle algo que necesite o que desee.

Sopeso sus palabras mientras sigue hablando.

—Si lo piensa, llegar a su mundo desde fuera ha debido de ser una transición muy difícil, sobre todo en estas circunstancias. Usted ostenta una posición que muy pocos hombres pueden alcanzar, una posición que conlleva gran responsabilidad y peligro. Tal vez debería demostrarle que dicha posición también conlleva ciertas ventajas. Convencerla de que hacer la transición no está exento de premio.

Sé a lo que se refiere G. Al menos, creo que lo sé.

Le he quitado a Keira todo el control que tenía, y se ha enfrentado a mí a cada paso del camino. Su fuego interior es lo que me atrajo de ella, pero si sigo presionándola, hay peligro de que dicho fuego se extinga. Y eso no es ni mucho menos lo que quiero.

«¿Qué coño quiero?» G no podrá responder a esa pregunta, así que no tiene sentido dejar que se quede aquí plantado, en el pasadizo.

—Gracias. Aprecio tu sinceridad.

—No hay de qué, señor. Estoy siempre a su servicio —replica G, que sigue su camino.

Sus palabras me hacen pensar tanto como las de J, pero sus consejos me llevan en direcciones distintas.

Me dirijo al garaje, más decidido que antes a salir de aquí echando leches para así poder aclararme las ideas en algún sitio que no me recuerde a Keira Kilgore.

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