Reina

Reina


22 Keira

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Cuando me despierto a la mañana siguiente, me echo un sermón de los gordos. «No voy a dejar que me controle. Cree que es mi dueño, pero nunca lo será». Lo repito lo suficiente para convertirlo en un mantra.

La almohada de al lado tiene la marca que indica que alguien ha dormido ahí esta noche, pero no lo recuerdo. Si Mount ha dormido aquí, desde luego que no se molestó en despertarme. Algo positivo seguramente, porque tenía las tijeras de uñas en la mesita de noche y podría haberlas usado para intentar apuñalarlo si me tocaba.

Me paro en seco una vez en el cuarto de baño cuando esa idea se me pasa por la cabeza y me miro al espejo.

Parezco la misma, pero, joder, ¿no me comporto como una lunática sangrienta? Es por la influencia de Mount, seguro, pero estoy convencida de que nunca había pensado algo así. Tal vez.

Recuerdo la vez que Jury saboteó la cita que yo tenía con el capitán del equipo de fútbol cuando estaba en cuarto de secundaria y, en vez de acabar en una fiesta con él, el coche se le paró en la cuneta y tuvimos que pedirle ayuda a un vecino. No supe que Jury le había echado azúcar en el depósito de combustible hasta el día siguiente, cuando me quejé de que seguro que nunca volvería a salir conmigo porque era gafe para su adorado Mustang.

Cuando Jury me miró a través del espejo y me dijo sin rodeos lo que había hecho, cogí el objeto más afilado que tenía a mano, el puntiagudo mango de mi brocha de maquillaje, y lo agité en su dirección.

—¿Por qué me has hecho algo así?

—Porque les dijo a todos sus amigos que iba a echarte un polvo. El próximo fin de semana pensaba hacerlo con Imogen, y el mes que viene lo haría conmigo. Lo llamó el «triplete Kilgore», que al parecer es un desafío apto para un jugador de fútbol. Pero ni de coña va a pasar mientras yo pueda impedirlo.

Así que, en definitiva, solo Mount y Jury me provocan ganas de apuñalar a alguien. Y a veces Imogen, cuando se comporta como si su mierda no oliera. Pensar en mis hermanas me da ánimos, pero también me desanima que no hayamos mantenido una relación más estrecha como adultas.

Con esa deprimente idea, tardo una eternidad en ducharme antes de ir al vestidor que casi me destrozó anoche. Me niego a decir que me destrozó, porque eso le daría a Mount demasiado poder. Tardo un buen rato en decidir qué ponerme, y luego me pongo la ropa como si fuera una armadura.

Cuando termino y entro en el dormitorio, veo a Mount apoyado con gesto relajado en la jamba de la puerta de su despacho, que suele estar cerrada. Está increíble con un traje gris oscuro de tres piezas que hace que sus ojos parezcan más claros de lo habitual. También tiene una caja negra en las manos.

«Dichosas cajas negras».

—Si es otro dilatador anal, desde ya te digo en qué culo no va a entrar esta mañana.

Le tiemblan las comisuras de los labios, pero no sonríe… aunque sus ojos sí tienen una expresión risueña.

Eso es nuevo. Como también lo es el buen humor que veo en sus ojos, tan distinto de la amenazadora oscuridad.

—No me tientes a ir a por la otra caja —replica—. Porque no bromeaba cuando te dije que hay más de uno.

«Vale, no es un juguete sexual».

—¿Qué es?

Me ofrece la caja.

—Un regalo.

—No necesito nada más que añadir a la deuda, muchas gracias. —Enderezo la espalda, y sé que sueno como una zorra estirada, pero no puedo evitarlo. Es la única defensa que tengo contra él.

El buen humor desaparece de sus ojos, pero no empieza a darme órdenes de inmediato, tal como espero que haga.

—No es eso. De ahí que haya usado la palabra «regalo». —Se me acerca, me pone la caja en las manos y, después, cruza el dormitorio y sale por la puerta antes de que pueda replicar.

Miro fijamente la caja como si contuviera todos los misterios del universo, porque, la verdad, no tengo la menor idea de lo que estoy sosteniendo ahora mismo.

Con cuidado, levanto la tapa y echo una miradita.

Es un contrato. Entre una empresa que no reconozco y Seven Sinners por la compra de seis mil cajas al año de nuestro whisky más caro.

¿Qué coño es esto?

¿Seis mil cajas? Hago los cálculos mentalmente. Eso me daría suficiente margen durante un par de meses, y no tendría que tocar los quinientos mil dólares que Mount metió en la cuenta de gastos.

Pero ¿dónde está el truco? Con Mount, siempre hay truco.

Reviso el contrato a toda prisa. Es un acuerdo de distribución con todas las condiciones habituales que esperaría ver.

Cuando llego a la última página, algo me llama la atención. En concreto, mi nombre. El contrato solo será válido siempre que yo sea la persona de contacto durante la duración del acuerdo de distribución, que será renovado anualmente de forma automática con cantidades cada vez mayores a menos que alguna de las partes indique que desea ponerle fin. La firma es un garabato que no puedo identificar.

Entro en el dormitorio en tromba, pero Mount ya se ha ido.

—¡Joder! ¡Tengo que hacerte unas cuantas preguntas! —grito, pero es evidente que no me oye.

Giro el pomo para salir, aunque espero que la puerta esté cerrada con llave. Cuando se abre de golpe, casi me caigo de culo. Veo que Mount se acerca a una esquina del final del amplio pasillo.

—¡Oye! ¡Que no hemos terminado de hablar!

Veo que sus anchos hombros se detienen despacio antes de darse media vuelta para mirarme. Aunque está a más de diez metros, puedo ver su expresión. No hay ni rastro del buen humor de antes, cuando me dio la caja.

Sus largas zancadas recorren la distancia entre nosotros más deprisa de lo que esperaba.

Ay, mierda… Trago saliva para deshacer el nudo que tengo en la garganta e intento aparentar seguridad, aunque me siento como un novillero delante de su primer toro.

A lo mejor debería pensarme bien lo de gritarle al tío más acojonante de toda la ciudad.

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