Reina

Reina


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La agarro del brazo con firmeza para llamar su atención, pero no con demasiada fuerza para no hacerle daño ni dejarle marca, mientras abro la puerta del dormitorio con brusquedad.

No recuerdo la última vez que alguien me gritó de esa manera y me dijo que no habíamos acabado de hablar.

Solo ella se atrevería.

Y lo tengo en la punta de la lengua para decírselo, pero recuerdo las palabras de Titan.

«Deja el ego en la puerta».

Cuando la suelto, Keira se aleja con la espalda muy tiesa, dejando clara la actitud desafiante que tanto me esfuerzo por doblegar, pero en su expresión hay algo más mientras espera a que yo hable. Temor.

Odio que me mire así. Ya no quiero que me tema como todos los demás. Eso no me provoca satisfacción alguna.

Cierro la puerta y me apoyo en ella con los brazos cruzados por delante del pecho. Sus ojos siguen todos mis movimientos, como si estuviera esperando que la atacara en venganza, y esa certeza aviva las llamas de mi fogoso temperamento.

—Vamos a retomar la conversación, desde luego que sí.

El miedo de Keira se transforma en confusión, y me parece estupendo. Aunque no quiero que me tenga miedo, no me siento culpable por hacer que no sepa nunca a qué atenerse. Eso significa que tengo una oportunidad para inclinar la balanza a mi favor.

Me entrega el contrato.

—¿Qué es esto?

—Estoy segurísimo de que sabes leer.

Frunce el ceño por la frustración.

—Sabes que no me refiero a eso. ¿Por qué me has dado esto?

Juro que no ha existido jamás una mujer tan difícil de complacer como ella. Mantengo un tono de voz lánguido mientras le contesto:

—¿No prefieres vender seis mil cajas más al año? Si no es así, estoy seguro de que el comprador puede encontrar otro proveedor…

Keira me interrumpe.

—Por supuesto que quiero, pero ¿quién narices va a comprarlas? ¿Y cómo lo has conseguido?

Me aparece un tic nervioso en el mentón mientras me controlo para no ponerle fin a su interrogatorio. Nadie me hace tantas preguntas. Y no sé por qué narices se lo permito a ella.

La voz de mi conciencia me pone en mi sitio: «Sabes muy bien por qué».

—El distribuidor busca proveedores de licor de prestigio por todo el país.

—Nunca había oído su nombre y conozco a todos los importantes.

—Está claro que no los conoces a todos.

—¿Es tuya la empresa?

Sopeso la posibilidad de mentir, pero ¿para qué?

—Sí.

Tuerce el gesto. Su cara es un libro abierto, y salta a la vista que no ha terminado de interrogarme.

—¿Por qué haces esto? No tiene sentido. Seguro que el trato conlleva ciertas condiciones. Sé que contigo las cosas funcionan así.

No se equivoca. En mi mundo, no hay nada gratis. Todo tiene un precio.

Se lo explico.

—Trabajarás directamente conmigo mientras dure el contrato. Serás tú, no tu asistente ni alguien encargado del

marketing. Tú.

—Así que no es un regalo. Porque si lo fuera, no habría condiciones. —Agita los documentos entre nosotros—. Esto solo es una manera más de controlarme. —Habla en voz baja, y sus palabras me golpean como si fueran un puño.

Tiene razón. Mi primer intento de darle algo que sé que desea y la he cagado.

Le quito el contrato de las manos, saco un bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta y me acerco a la mesa. Tacho la cláusula, firmo con mis iniciales y se lo devuelvo.

—Ahí tienes —digo, arrojándole el contrato.

Su ceño fruncido se acentúa mientras mira el contrato y luego me mira a mí.

—No lo entiendo.

Mis dedos arrugan el documento por la fuerza con la que lo sujeto. Aprieto los dientes y le dejo clara la oferta final:

—No hay condiciones y te ofrezco un margen de beneficios sustancial.

Estoy rechazando ejercer mi poder en este trato y no voy a recibir nada a cambio, lo que me resulta extrañísimo.

Keira se muerde el labio inferior mientras extiende una mano para aceptar el contrato de mis manos. Sus movimientos delatan las dudas que tiene.

«Porque no confía en ti», me recuerdo.

—Tiene que haber algo más. Nunca haces nada que no sea premeditado, y no es normal que me hagas un favor.

Quiero recordarle que hay quinientos mil pavos extra en su cuenta bancaria y que sus deudas con el banco están saldadas, pero me muerdo la lengua.

—¿Tan difícil resulta creer que lo he hecho porque es un buen trato para Seven Sinners, lo que significa que es bueno para ti?

Su testaruda barbilla se levanta un par de centímetros más.

—Así que, ¿ahora eres mi benefactor?

Cuento hasta diez porque mi temperamento amenaza con salir a la luz de nuevo. Esta mujer vive para poner a prueba mi paciencia. Intento hacer algo útil y ella me lo recrimina… pero lo hace porque, en un primer momento, el acuerdo llevaba unas esposas doradas.

Suelto el aire despacio para controlar el estallido.

—No. No soy tu benefactor.

Keira asiente con la cabeza antes de coger el contrato con tanta fuerza que acaba arrugando las páginas. Sigue con la cabeza bien alta mientras dice:

—En ese caso, te haré saber si hay que modificar alguna otra cosa más antes de firmarlo.

Esta mujer… tiene que aprender que no puede presionarme mucho si no quiere que acabe rompiendo todas las reglas.

—Esto no puede pasar por tu abogado. Esa condición no es negociable.

La desconfianza asoma de nuevo a sus ojos. Quiere discutir ese punto, pero consigue contenerse. Al final, acaba asintiendo con la cabeza.

—Vale. Pero sería un desastre como directora general si no reviso los detalles antes de firmarlo, y no me gusta llevar así mi negocio.

Su comentario libera algo en mi interior, algo que altera mi percepción de la mujer que tengo delante. Keira Kilgore, la directora general. No Keira Kilgore, la mujer que planeo conquistar.

Mi mente recuerda otro de los consejos de Titan: «Escucha. Descubre lo que desea. Dáselo».

Soy capaz de reconocer cuándo alguien tiene razón y lo clava.

El contrato es un primer paso, pero me queda mucho camino por recorrer.

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