Reina

Reina


24 Keira

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El día se me pasa en lo que me parecen minutos. Cuando salgo del despacho, Temperance sigue al teléfono, ultimando los detalles del evento de los Voodoo Kings, y me despido de ella con un gesto de la mano. Me sonríe y me indica con un gesto que me vaya.

Cicatriz me está esperando junto a la acera, como es habitual, y me meto en la parte trasera del coche. Después de mi huida, se acabó la tontería aquella de la capucha, así que cuando empieza a conducir en la dirección contraria a la que me espero, le pregunto, aunque sé que no me va a contestar.

—¿Adónde vamos?

Su gruñido es la única respuesta que obtengo.

Media hora después, enfilamos la carretera que lleva al aeropuerto de Nueva Orleans Lakefront, y me quedo más perpleja si cabe.

—¿Qué pasa?

Cicatriz conduce hasta un hangar privado y aparca cerca de las puertas de cristal. Sale del coche y me abre la puerta antes de conducirme al interior del hangar. Apenas consigo echarle un vistazo a la elegante zona de espera, que no se parece en nada a las zonas con asientos de plástico de los vuelos comerciales, cuando me insta a pasar por otras puertas de cristal y nos topamos con una alfombra roja que conduce a la pista y a las escaleras de un precioso y enorme avión privado.

¡La leche!

Contemplo con admiración el avión negro y dorado y, aunque no tengo ni idea de aviones, me apuesto lo que sea a que es carísimo de narices. No hay nombre ni logotipo que indique quién es su dueño, pero solo tengo un candidato en mente.

Cicatriz señala las escaleras con un gesto de la cabeza, y titubeo un instante.

¿Volar en el avión privado o no volar? No era una decisión que pensaba que iba a tener que tomar cuando salí de Seven Sinners hace un rato. No puedo mentir y decir que nunca me he preguntado qué se sentiría al volar en uno… pero pensar en el hombre que ya está dentro o de camino me mantiene los pies clavados en el sitio.

¿Qué es lo peor que me puede pasar? A ver, ya me ha secuestrado… El hecho es que mi lógica y mi razonamiento están totalmente locos, pero ese es el impacto que tiene Mount en mi vida.

Lo que me hace decidirme es el contrato de esta mañana. Es un gesto que no entiendo, pero he sido incapaz de encontrar alguna trampa oculta en el texto legal.

Cicatriz gruñe a mi espalda, y tomo una decisión.

«A la mierda».

Con paso firme, recorro la alfombra roja y llego al avión. Apoyo un pie en el primer escalón, me sujeto a la barandilla y subo hasta la cabina.

El interior hace juego con todo lo demás de Mount: negro, dorado y blanco.

Mount está sentado en uno de los mullidos sillones de cuero negro, con un portátil abierto en la mesa que tiene delante. Levanta la vista cuando entramos.

—¿Qué pasa?

Cierra el portátil y se pone de pie.

—Nos vamos de la ciudad.

—¿Como si estuviéramos en una cita? —La incredulidad es evidente en todas y cada una de mis palabras.

Mount señala el asiento que tiene delante con un gesto de la barbilla.

—Siéntate. Le diré al piloto que estamos preparados para despegar.

Me siento mientras intento averiguar qué narices está tramando esta vez. Primero el contrato y ¿ahora esto? ¿De qué va?

Mount vuelve al cabo de un momento, y la cabina parece empequeñecerse una vez que la puerta se cierra y quedamos atrapados en su interior. Su presencia me provoca la misma sensación con demasiada frecuencia.

—¿Adónde vamos? —le pregunto, desesperada por no pensar en que el avión empieza a recorrer la pista.

Me aferro a los reposabrazos con tanta fuerza que se me ponen los nudillos blancos mientras repaso mentalmente las estadísticas de los accidentes aéreos de aviones privados en comparación con la de los aviones comerciales. Llegamos hasta el final de la pista, damos la vuelta y nos sacudimos conforme el avión empieza a ganar velocidad.

«Ay, mierda. ¿Qué van a pensar mis padres cuando descubran que he muerto con él?»

Es una estupidez, pero la lógica no está de mi parte ahora mismo. Casi estoy hiperventilando mientras el avión sigue recorriendo la pista.

—Keira, mírame.

La voz ronca de Mount me saca de mi estado de pánico, y lo miro a los ojos.

—¿Qué?

Cuando se desabrocha el cinturón, quiero gritarle que vuelva a ponérselo, pero se cambia al sillón que tengo al lado antes de que me dé tiempo a organizar una frase coherente.

—¿Te da miedo volar? —me pregunta, y estoy demasiado acojonada para darme cuenta de la preocupación que destila su voz.

Meneo la cabeza a toda prisa. Sé que no debo admitir una debilidad, mucho menos ante él.

—¿Y por qué parece que vas a vomitar?

Aparto la vista de sus ojos y la clavo en la ventanilla. Ay, madre del amor hermoso. Casi hemos despegado. Muy mala idea esto.

Mount me acaricia una mejilla con la mano y me insta a mirarlo de nuevo.

—Escúchame bien: estás a salvo.

—Eso no lo sabes.

—Sí, lo sé. Porque no voy a permitir que te pase nada malo.

Trago saliva al oír sus palabras, y el estómago me da un vuelco. No sé si se debe al acuciante miedo a volar que me está abrumando o a la penetrante mirada de Mount. A lo mejor a ambas cosas a la vez.

Me obligo a relajarme, músculo a músculo, hasta que mi espalda se amolda al sillón de cuero.

—Se me había olvidado. Te interesa mucho que no me pase nada malo, porque si me pasa, ¿quién te va a pagar la deuda?

Me acaricia le mejilla con el pulgar, y vuelvo a tensarme por ese gesto tan poco habitual en él.

—En algún momento, te darás cuenta de que esto va más allá de una simple deuda. —Mount habla en voz baja, pero sus palabras hacen que la ansiedad se dispare.

—¿Qué quieres decir?

Me suelta la cara y se vuelve hacia los sillones vacíos que tenemos delante, tras lo cual apoya el tobillo en la rodilla de la pierna contraria. No me mira cuando me contesta:

—Eres lista. Acabarás por descubrirlo tú solita.

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