Reina

Reina


26 Keira

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Me despierto, sobresaltada, en brazos de Mount cuando este me deja en el asiento trasero de un coche.

—¿Dónde estamos?

—En Dublín. Te has perdido el resto del vuelo. Y que sepas que roncas.

Me quedo boquiabierta.

—De eso nada.

Esboza una sonrisilla torcida.

—Lo haces a esa altitud y cuando estás borracha.

El chófer cierra la puerta, y fulmino a Mount con la mirada, pero es imposible mantener el enfado cuando el coche se aleja del aeropuerto y enfila las calles que se internan en Dublín.

La emoción me embarga. He querido venir toda la vida. Es la ciudad, el país, del que procede mi familia, donde nació nuestro whisky. Es mi legado. Mis raíces. Todavía no puedo creerme que el hombre que tengo al lado sea quien haya convertido mi deseo en realidad.

—Por fin estoy aquí —susurro mientras clavo la mirada al otro lado de la ventanilla, admirando las maravillosas vistas a medida que nos acercamos a la ciudad. Es muy temprano, y la ciudad empieza a cobrar vida.

—¿De qué parte de Irlanda es tu familia? —me pregunta Mount.

—De aquí, de Dublín.

—Entonces tiene sentido que siempre hayas querido venir.

Asiento con la cabeza mientras se me forma un nudo en la garganta.

—La destilería original se cerró cuando el mercado del whisky se fue a pique, y mi bisabuelo trasladó a la familia durante la Ley Seca. Acabaron en Nueva Orleans, y él empezó a hacer whisky de forma ilegal porque nadie lo contrataba.

—Debe de ser agradable saber de dónde vienes.

Aparto la mirada de la ventanilla para clavarla en él, pero Mount ya ha vuelto la cara. Recuerdo la historia que me contaron sobre él, que lo abandonaron de pequeño delante de una iglesia. Siempre me he preguntado si es verdad, y sus palabras me hacen creer que sí.

—Te busqué en Google, ¿sabes? —No era mi intención admitirlo, pero se me ha escapado.

Cambia de postura y vuelve a concentrarse en mí.

—¿Y?

—No había nada. Pero nada de nada. ¿Cómo es posible?

—Dinero. Poder. Mi deseo de mantener la privacidad. El miedo de los demás.

—¿Alguna vez has empleado ese dinero y ese poder para encontrar tus raíces?

Su expresión se endurece.

—No, y nunca lo haré.

—¿Por qué no? —Sé que debería dejarlo estar, pero soy incapaz de no hacer la pregunta.

—Porque quien me diera a luz no tiene absolutamente nada que ver con quien soy o con lo que hago, joder.

Abandono el tema y vuelvo a mirar por la ventanilla, deleitándome con Dublín mientras enfilamos las estrechas calles antes de cruzar el río Liffey. Sin embargo, la emoción que siento está empañada por la respuesta de Mount.

No quiero ni imaginarme lo que se siente cuando te abandonan. Al saber que tus padres no te querían. Mi padre siempre quiso tener un hijo varón, pero acabó con tres hijas, y ya era bastante malo ser consciente de ese hecho mientras crecía. Sin embargo, en comparación, mi infancia fue un cuento de hadas al lado de la de Mount.

Por primera vez, cuando miro su perfil, no veo al diablo con traje que ostenta el poder necesario para hacer que mi cuerpo me traicione, el diablo que me come la cabeza. En cambio, veo a un hombre que ha luchado contra viento y marea para llegar hasta donde está ahora. No sé cómo ha construido el imperio que rige, y dudo mucho que reciba de buen grado semejante pregunta.

Quién iba a decir que solo hacía falta un vuelo transatlántico y un paseo en coche por la ciudad que llevo toda la vida deseando visitar para darme cuenta de que Lachlan Mount no es un mito ni una leyenda. Solo es un hombre. Peligroso, sí, pero un hombre al fin y al cabo.

«Eso no cambia nada», me digo, pero no estoy segura de creerlo.

Llegamos al alto y lujoso hotel de estilo victoriano y nos acompañan de inmediato a una enorme

suite.

—Le subirán el equipaje de inmediato, señor —le dice el conserje mientras Mount le entrega un billete de los grandes.

¿Lleva euros encima? Entre el avión privado y el servicio, empiezo a darme cuenta de que, con independencia de la ciudad en la que estemos, la vida de Mount es diametralmente opuesta a la mía.

Se me ocurre otra cosa.

—¿Tengo equipaje? —Ya me ha sorprendido al verlo con mi pasaporte.

—Por supuesto. G te preparó la ropa y la envió al avión antes de que llegaras. Me aseguró que tendrías todo lo necesario, pero si no es así, puedes comprar lo que quieras.

Se tensa como si esperase que me ponga a discutir, pero se equivoca mucho.

—¿Estás de coña? Estoy en Dublín, una ciudad que quiero ver desde que era pequeña, para asistir a una convención donde podría aprender cosas y establecer contactos que llevarán a Seven Sinners al siguiente nivel. No pienso malgastar el tiempo eligiendo ropa cuando hay tanto que hacer y que ver. Mientras no me haya escogido lencería, me da lo mismo.

Mount me mira como si me hubiera salido otra cabeza.

—No te pareces en nada a ninguna otra mujer que haya conocido.

Su expresión se torna indescifrable, y no sé cómo responder. Por suerte, alguien llama a la puerta, dando por terminada la conversación.

Después de que nos suban el equipaje al dormitorio de la

suite, el botones nos mira.

—¿Necesita algo más, señor? Estamos a su entera disposición.

Mount se vuelve hacia mí.

—¿Quieres algo de comer? Seguro que te mueres de hambre.

Aquí es por la mañana, claro, pero para mi cuerpo sigue siendo plena noche.

—No sé qué deberíamos comer ahora mismo.

—Da igual. Tú dime lo que te apetece.

Estoy a punto de decirle que me da igual, que comeré lo mismo que él, pero me muerdo la lengua. «Mount me está dando a elegir». Desde el principio, me ha dado muy pocas oportunidades para hacerlo, y esta no puede ser más evidente.

—Un gofre con mantequilla y caramelo, acompañado de beicon.

El botones asiente con la cabeza, y Mount pide a continuación:

—Entrecot y huevos. Y que suban una botella de cada whisky irlandés que tengáis en el hotel.

Le reconozco el mérito al botones, porque no se sorprende ni la mitad que yo por la petición. Claro que Mount le pone un billete en la mano antes de irse.

—¿A qué viene lo del whisky?

Mount me mira de reojo.

—¿No es por lo que hemos venido? ¿Para aprender y establecer contactos al máximo?

Me ha escuchado.

—Sí.

—En ese caso, supongo que una botella de cada whisky que tengan te ayudará a preparar las preguntas para los directores generales de la competencia.

—Como si fueran a hablar conmigo —replico con una carcajada—. Cuando hablaba de contactos, me refería a proveedores y compradores. Pequeños. De mi nivel. No soy precisamente la directora general de un conglomerado internacional. Sigo dirigiendo una pequeña destilería que apenas deja beneficios.

Mount acorta la distancia que nos separa y me fulmina con la mirada.

—Ni se te ocurra pensar que eres inferior a cualquiera que haya aquí. Entra en la convención como su igual, porque lo eres. Puede que tu empresa sea pequeña, pero tal como me has dicho, no eres un desastre como directora general y todavía estás empezando. ¿Quieres dominar el mundo del whisky irlandés? Pues compórtate como si ya lo hicieras.

Sus palabras resuenan en mi interior y me dan la confianza que no sabía que necesitaba.

—No te tenía por uno de esos que dan charlas motivacionales.

Aprieta los labios.

—No lo soy.

Las palabras me golpean con más fuerza, porque quiere decir que el discursito es exclusivo para mí. Siento algo cálido en la zona del pecho.

—Gracias. Por todo. Significa mucho para mí. —Me pongo de puntillas y le doy un beso fugaz en el mentón, que ya luce un asomo de barba. Cuando vuelvo a apoyar los talones en el suelo, él me rodea la cintura con un brazo y me pega a su torso.

—Así que esto es lo que hace falta. Una escapada a Irlanda. Tomo nota.

No tengo tiempo para procesar sus palabras antes de que sus labios se apoderen de los míos y de que me meta la lengua en la boca, haciéndose con el control.

Cuando me levanta en volandas, le rodeo la cintura con las piernas de forma instintiva. Me lleva al dormitorio, y los dos caemos sobre el colchón, donde rebotamos. El peso de Mount me aplasta mientras le entierro las manos en el pelo.

Me digo que lo que me motiva es la gratitud, pero me niego a examinar el asunto con detenimiento.

Mount me arranca la blusa, haciendo que los botones salgan volando. Ya me ha levantado la falda hasta la cintura cuando oímos unos golpecitos en la puerta de la

suite.

—Mierda, la comida —susurro con voz entrecortada.

—Que le den a la comida.

—Me parece bien.

Los dos pasamos de los golpecitos en la puerta y del teléfono, que empieza a sonar, para poder devorarnos el uno al otro.

Por primera vez, no hay una lucha de poder. Es algo distinto. Algo más… abrumador.

Me desentiendo de esa idea tan perturbadora cuando Mount se saca la polla y me aparta las bragas. Me la mete muy despacio, centímetro a centímetro, sin dejar de mirarme a los ojos. Cuando lo tengo en mi interior, me dice entre dientes al oído:

—¡Mía!

Es lo más aterrador que me ha dicho nunca, porque empiezo a creerlo.

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