Reina

Reina


28 Keira

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No sé si el comentario de Mount está pensado para hacerme saltar, pero es lo que consigue. Le he ofrecido sinceridad y él me responde con dominancia. Como siempre.

Pues voy a darle lo que espera de mí: rebeldía.

—¿Y qué quieres ahora mismo, Mount? —Hago hincapié en su nombre porque, por un instante, me ha parecido un hombre en el que podría confiar, pero ahora es el cabrón arrogante con el que me he enfrentado desde el principio.

—Lo que he querido siempre: a ti.

Sus manos se mueven a la velocidad de la luz, cogiendo las mías y pegándome a él. Es imposible pasar por alto el bulto tras la delgada tela de sus pantalones cuando me obliga a darme media vuelta.

—Así que lo de esta noche ha sido una farsa para llevarme a la cama, ¿no? —Lo miro con expresión desafiante y veo cómo entrecierra los ojos y se le tuerce el gesto.

—No necesito una farsa para eso. Ya has accedido a todas mis condiciones. Cuando quiera, y de forma voluntaria.

Aprieto los dientes al oír el recordatorio.

—¿Dan clases para conseguir ese nivel de arrogancia o ya lo traías de serie?

La predisposición que he sentido hacia él se derrite como la nieve en el pantano, y tengo la sensación de que hemos vuelto a la casilla de salida. Salvo que estoy en Dublín. Y que ha sido él quien me ha traído.

Enfrentarse a este hombre es como plantarse delante de un huracán de categoría cinco. Las emociones contradictorias me desgarran por dentro.

Mount suelta una carcajada ronca y cruel.

—¿Crees que estoy siendo arrogante? Pues todavía no has visto nada. Para que conste, solo porque te dejo llevar el control en el mundo no significa que puedas llevarlo en cualquier otro lugar.

—Eres imposible. —Mascullo las palabras, pero mi cuerpo ya responde al suyo, y me está costando la misma vida no frotarme contra él como una gata en celo. Hasta la más mínima presión aumenta las sensaciones, gracias al

piercing.

—Le dijo la sartén al cazo —replica.

—Que les follen a la sartén y al cazo.

—Solo quiero follarte a ti. —Su mirada me abrasa la piel, y resopla por la nariz al tiempo que me pone la mano libre en la parte posterior del muslo, desde donde sube hasta que se cuela por debajo del vestido y me aferra el culo—. Y tú te mueres porque lo haga.

—Esta noche no.

Me acaricia la oreja con los labios y susurra una sola palabra:

—Mentirosa.

Tengo dos opciones: matarlo en esta preciosa

suite de hotel y pasarme toda la vida huyendo o rendirme a la locura y pegarme a él como una lapa, tal como me pide el cuerpo.

—Te sigo odiando.

Me mordisquea el lóbulo de la oreja.

—No, no me odias. Odias desearme tanto como yo te deseo a ti. —Me da un tironcito del lóbulo, y se me endurecen los pezones—. Si lo admites, te daré todo lo que quieres.

—El juego no es nuevo. Los dos sabemos que eres capaz de conseguir que te desee, y eso solo demostrará que sabes jugar mejor que yo.

Me suelta de repente. Sorprendida, retrocedo unos tambaleantes pasos y me tengo que apoyar en la barra del mueble bar.

Mount retrocede un paso y se quita la chaqueta, que deja doblada sobre el respaldo del sofá del salón. Con otro paso hacia atrás, se afloja el nudo de la corbata y la tira sobre una silla. Un paso más y se desabrocha dos botones de la camisa, dejando al descubierto su firme y bronceado cuello. Otro paso y se desabrocha el resto de los botones antes de que la camisa se abra, descubriendo su duro torso y la tableta que tiene por abdominales.

Se queda de pie en mitad de la

suite, con las manos en los bolsillos, mirándome a los ojos.

—Quiero oírlo ahora. Antes de llevarte al borde del abismo, cuando eres capaz de decir lo que sea con tal de que te permita correrte.

Me humedezco los labios y luego los aprieto. Ya siento cómo se me tensan los músculos internos y también que tengo empapado el tanga, porque mi cuerpo está anticipando lo que va a venir a continuación.

«Asesinato o placer». ¿Qué le ha pasado a mi vida para que esas opciones sean una solución viable al mismo problema?

Mount es lo que le ha pasado.

—Bien. Lo admito. Tú ganas.

Mount menea la cabeza despacio.

—No se trata de ganar. Se trata de dejarle muy clarito a tu puto cerebro que ansías lo que te doy. No te conformas con que me haga con el control, es que lo necesitas.

Tiene razón. Es imposible que lo pueda negar. Los dos sabemos que mentir se me da de pena.

—Pues toma el control —le digo.

Una vez más, esa preciosa cabeza se mueve despacio de lado a lado.

—No, esta noche me lo vas a ceder de forma voluntaria.

—¿Qué quieres decir?

Señala con la cabeza los ventanales, ocultos por las cortinas.

—Descorre las cortinas.

Mi cabeza no atina a encontrarle sentido a la orden. ¿Adónde quiere llegar?

—¿Por qué?

—Como me hagas otra pregunta, te juro que esta noche no te corres.

Me muerdo el labio, porque el instinto me impulsa a cuestionar todas sus órdenes. Sin embargo, la idea de que me niegue el orgasmo toda la noche, cuando es evidente que me puede proporcionar varios, no es algo que me apetezca considerar siquiera.

Sus ojos oscuros brillan por el deseo cuando doy un paso hacia las cortinas y las descorro de un tirón. Las luces de la

suite están atenuadas, pero bastan para que puedan vernos desde el exterior.

—Las manos a los costados. No te muevas.

A través del reflejo en el cristal, veo a Mount desabrocharse los puños, quitarse la camisa y dejarla caer al suelo antes de echar a andar hacia mí.

El frío de la ventana ya me está provocando escalofríos por todo el cuerpo, y el calor corporal de Mount a mi espalda me provoca unas sensaciones encontradas que son habituales cuando trato con él.

La cremallera de mi vestido suena cuando Mount me la baja. Me baja los tirantes por los hombros con los dedos, pero los sujeto con los codos, para que el vestido se me quede pegado al pecho.

—Alguien podría vernos.

En voz baja, pero implacable, replica:

—Pueden mirar, pero, joder, no pueden tocar lo que es mío.

Por voluntad propia, dejo caer los brazos y el vestido se desliza hasta el suelo, alrededor de mis pies.

—Sal del vestido.

Los dientes de Mount me rozan el hombro antes de acariciarme la nuca, y contengo un gemido.

—¿Me vas a obligar a que me repita? —Me gruñe la pregunta al oído, tras lo cual me da un mordisco en el lóbulo.

Esta es la lucha de poder. La que ansío. Cuando ha dicho que lo deseo, no se equivocaba.

—No.

Obedezco, y Mount aparta el carísimo vestido con el pie antes de atraparme las muñecas con una mano y obligarme a poner las palmas abiertas contra el cristal. Me estremezco, y se me endurecen los pezones contra el encaje del sujetador sin tirantes cuando él me dice entre dientes al oído:

—No apartes las manos de la ventana o recibirás un castigo después, y te prometo que no será tan placentero como esto.

Asiento con la cabeza, y me suelta las muñecas. Me quedo en la posición que me ha indicado mientras sus dedos me recorren los brazos y los hombros, desde donde pasan a mis pechos para acariciarme los pezones por encima del sujetador.

—No les dedico el tiempo que debería a estas preciosas tetas. —Me desabrocha el sujetador y lo tira al suelo, y mis pechos acaban en sus manos. Juguetea con mis pezones, haciendo que una corriente de placer me pase entre los muslos.

Se me escapa un gemido, y eso lo anima a continuar.

—Inclínate hacia delante. Pégalas a la ventana. Que se te pongan bien frías. Los quiero más duros para mí.

Aunque el instinto me dice que no lo haga, porque la orden es muy obscena, lo obedezco, y me quedo sin aliento cuando mi sensible piel toca el cristal helado.

—Muy bien —dice Mount, justo antes de que me dé un guantazo en el culo.

Me enderezo, pero me agarra de las caderas para volver a colocarme en la posición que quiere al tiempo que frota su dura erección contra mí.

—¿Te sigue preocupando que alguien te vea?

—No lo sé —susurro.

Me desliza la mano por el abdomen y baja para juguetear con el elástico del tanga, que rompe antes de tirarlo al suelo. Me acaricia con la palma al tiempo que me mordisquea el hombro y gruñe de satisfacción.

—Pues será mejor que le enseñe a todo el que esté mirando quién es el dueño de este coño, por si empiezan a imaginarse cosas.

La excitación prohibida de que puedan observarnos se suma al resto de mis confusas emociones. Mount me mete un dedo entre los labios vaginales y descubre que ya estoy mojada. Cuando me acaricia con el mismo dedo el

piercing, muevo las caderas, desesperada por aumentar el contacto.

—¿Vas a decirme que no soy el dueño de este coño perfecto?

Sus palabras, apenas un gruñido, me enloquecen todavía más.

—¡No! —La palabra brota en forma de gemido cuando me mete dos dedos hasta los nudillos.

—Ya me parecía a mí.

Me folla un rato con los dedos, y cierro los puños. Sin embargo, consigo mantener las manos en el cristal, sin romper el contacto, ni siquiera cuando Mount se saca la polla y me la pone entre las nalgas.

—Pronto también quedará claro quién es el dueño de este culo, porque cuando te meta la polla, gritarás mi nombre.

Sus sucias palabras me arrancan otro gemido. Mount cambia de postura y la coloca en el lugar preciso, embistiendo lo justo para metérmela un poquito.

Abro la boca, dispuesta a suplicarle, pero ahora no me hace esperar. Me penetra hasta el fondo de una sola embestida. Apoya ambas manos en el cristal, al lado de las mías, y me penetra una y otra vez con fuerza, sin compasión, y me encanta cada segundo.

Cuando me corro, lo hago con un grito que toda Dublín podría oír… y ver.

Sin embargo, entre los brazos de Mount, se me olvida que debería importarme.

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