Reina

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Mientras un coche particular nos lleva por las calles de Dublín, mi emoción aumenta por segundos. Casi no he salido del hotel desde que llegamos, pero hoy por fin voy a ver la ciudad que he explorado tantas veces en mi imaginación.

—¿Adónde vamos? —le pregunto al hombre callado que tengo junto a mí.

—Ya lo verás.

Pongo los ojos en blanco, a sabiendas de que por más que le insista no voy a conseguir una respuesta. De hecho, seguramente me ganaría una buena azotaina, y detestaría admitir que me gusta.

Me mantengo en silencio, absorbiendo el ambiente de la ciudad. Los edificios están muy juntos, lo que me recuerda a Nueva Orleans, pero están diseñados con diferentes estilos arquitectónicos: algunos georgianos, otros victorianos y otros con un estilo que no tengo ni idea de lo que es. El cielo está gris, pero eso no impide a la gente salir a la calle, ni a los turistas subirse a los autobuses verdes y rojos de dos pisos que dan vueltas por la ciudad.

A saber lo que diría Mount si intentara montarlo en un autobús. Se me escapa una carcajada por semejante ridiculez.

—¿Qué pasa? —me pregunta, y cuando aparto la vista de la ventanilla, me lo encuentro mirándome fijamente.

—Intento imaginarte montando en uno de los autobuses para turistas.

—¿Y eso te hace gracia?

—La verdad es que me parece ridículo intentar imaginármelo.

Vuelvo a mirar por la ventanilla mientras el chófer recorre las callejuelas. Una alta iglesia aparece delante de nosotros, y de repente caigo en lo que es.

—Es la catedral de San Patricio, ¿verdad?

—Creo que sí. ¿Padraig?

Padraig, nuestro chófer para este día, empieza a hablar.

—Sí, señora. Tiene más de ochocientos años de antigüedad. El mismo san Patricio bautizaba a las personas en el mismo lugar. La construcción del edificio actual no empezó hasta 1220.

Los altos chapiteles grises se elevan hasta el cielo. La idea de que san Patricio en persona haya estado en este lugar, el hombre cuyo nombre le pusieron a mi abuelo, me provoca una increíble sensación, como si estuviera en comunión con la historia.

Doblamos otra esquina y, a la derecha, los edificios de ladrillo marrón recorren toda la calle. Me doy cuenta de que deben de ser adosados, pero cada uno parece tener una puerta de diferente color: roja, blanca, verde, amarilla, azul, morada o turquesa. Un auténtico arcoíris.

—¿A qué viene lo de las puertas?

El chófer me mira a través del retrovisor un segundo antes de explicar el motivo.

—Todos los adosados eran iguales y tenían que ser uniformes por ley, pero los residentes empezaron a pintar las puertas de diferentes colores para saber cuál era el suyo. De esa forma, el vecino borracho no intentaba colarse en tu casa después de tomarse más pintas de la cuenta en el pub.

Me echo a reír por la explicación, porque tiene todo el sentido del mundo. Doblamos otra esquina, y luego otra, e intento absorberlo todo antes de que el coche se detenga delante de un enorme edificio con un nombre y un logotipo que conozco muy bien. He seguido a esta familia los últimos dos años. Tienen una historia parecida a la de mi familia, y me inspiraron cuando me lancé al proyecto de construcción. Si pudiera llevar Seven Sinners a su nivel, conseguiría gran parte de los objetivos que me he planteado.

Aparto la vista del logotipo con el fénix dorado que hay en el enorme edificio para mirar a Mount.

—¿Cómo sabías que quería venir aquí?

—A pesar de lo que puedas creer, presto atención.

Me he pasado la mitad de la convención intentando encontrar la forma de hablar con el dueño de esta destilería, pero nunca he podido acercarme a él.

Parpadeo, sorprendida por el hecho de que Mount se haya dado cuenta.

El chófer aparca y sale del coche antes que nosotros para abrirme la puerta. Mount me sigue. El fresco aire irlandés hace que agradezca llevar la chaqueta de cuero, los vaqueros y el jersey que G metió en el equipaje, pero si cabe la posibilidad de que el dueño esté dentro de la destilería, preferiría llevar un traje o algo más formal.

Aunque es imposible. Seguro que está todo el día de reunión en reunión, como casi todo el mundo, aunque este sea nuestro día «libre». Han rechazado mis intentos por reunirme con los directores generales de empresas que son pesos pesados en el sector, y esperaba que Mount no se hubiera dado cuenta. A juzgar por esta sorpresa, seguro que sí lo ha hecho.

—Disfruten de la visita. Estaré esperando su llamada cuando estén preparados para irse —dice Padraig al tiempo que cierra la puerta del coche.

Sus palabras me recuerdan que esta destilería hace exactamente lo que quieren Temperance y Jeff Doon que haga Seven Sinners: abrir sus puertas al público para visitas guiadas.

Cuando entramos, el interior me recuerda a mi remodelación de Seven Sinners, y estoy tomando notas mientras Mount le da mi nombre a la mujer que hay tras el mostrador.

—Por supuesto. Le indicaré a su guía que ya han llegado. ¿Me permiten sus abrigos? Dentro hará bastante calor.

Le doy mi chaqueta, al igual que Mount. Hoy no se ha puesto un traje, sino unos vaqueros oscuros, pero no he visto lo que lleva debajo de la chaqueta hasta este momento: una camiseta gris desgastada con el logotipo de Seven Sinners. Han pasado años desde que se hicieron esas camisetas. Mi padre seguía al mando de la empresa, y yo estaba subiendo por el escalafón desde abajo. La ropa con el logotipo fue un experimento que duró un año antes de que mi padre lo considerase un fracaso.

—¿De dónde la has sacado?

Mount me mira de reojo.

—¿Importa?

—Sí.

Se encoge de hombros.

—Sé de la existencia de Seven Sinners desde hace mucho. Desde mucho antes de que supiera de ti.

El cerebro me empieza a trabajar a marchas forzadas mientras intento averiguar el significado de esas palabras, pero nuestro guía se reúne con nosotros en la entrada. Y es, ni más ni menos, que el director general en persona.

—Señora Kilgore, es un placer conocerla. Tengo entendido que nos llega una competencia feroz desde Nueva Orleans gracias a Seven Sinners y a usted. —Me estrecha la mano con respeto, y recuerdo lo que Mount me dijo.

«Ni se te ocurra pensar que eres inferior a cualquiera que haya aquí».

Supongo que aquí es donde aplico eso de «finge hasta que sea verdad».

—Señor Sullivan, es un honor. Le presento a…

Me vuelvo para presentarle a Mount, pero el director general de Destilería Sullivan se me adelanta.

—Un hombre que no necesita presentación. —Deegan Sullivan le tiende la mano a Mount, y el hombre que tengo al lado se la estrecha—. Ha pasado mucho tiempo, Mount. ¿Debo suponer que recibiste la caja de whisky que te mandé como agradecimiento?

Mount asiente con la cabeza, y miro a uno y a otro como si estuvieran jugando al pimpón.

¿Mount conoce a Deegan Sullivan? ¿Por qué me sorprendo siquiera?

—Así es.

Deegan mira la camiseta de Mount.

—Pero parece que tus gustos en cuanto a whisky han cambiado. No sé si te impresionará lo que tenemos para ofrecer en nuestra cata de hoy.

Mount levanta las manos con las palmas hacia arriba y lo mira con una sonrisilla torcida.

—Soy un chico de Nueva Orleans. Tampoco hay que esforzarse mucho para saber dónde está mi lealtad. Sea como sea, la visita no es por mí. La señora Kilgore está preparada para su visita, así que espero que te luzcas, Deegan.

—Pues claro. Te llamas Keira, ¿verdad? Insisto en que nos dejemos de formalidades.

—Sí, Keira. Y me parece estupendo. Confieso que llevo unos años siguiendo tus progresos.

—Lo mismo digo. Preparar whisky según la tradición irlandesa en Nueva Orleans desde luego que llama la atención de la gente.

—Supongo que la de algunas personas, sí.

—¿Te gustaría ver la destilería? No hay más visitas guiadas hasta dentro de varias horas, así que tenemos la destilería para nosotros solos.

—Por supuesto —respondo al tiempo que la emoción cobra vida en mi interior.

—Como ya eres toda una experta, te ahorraré la charla y nos lanzaremos de lleno a la enjundia.

Deegan abre una puerta enorme y el calor de los alambiques me golpea en la cara, recordándome a Seven Sinners. Subimos un tramo de escaleras hasta llegar a una pasarela metálica que nos ofrece una panorámica de toda la sala. En Seven Sinners, debido a la antigüedad de la nave, no lo tenemos tan organizado.

—Varias veces a la semana recibimos envíos de grano, y de cebada, tanto malteada como sin maltear, y usamos unos contenedores especiales para transportarlo todo de los silos a la molienda en húmedo.

—¿Ese proceso no es más habitual en la elaboración de cervezas que en una destilería? —le pregunto, básicamente porque yo he estado pensando en hacer lo mismo. Pero cuando le comenté la idea a mi padre el año pasado, la rechazó de plano.

—Nos importa la eficacia, y hemos descubierto que así funciona mucho mejor.

Me acerco al borde de la plataforma y me inclino sobre la barandilla para examinar el molino.

—A mí también me importa la eficacia, pero mi padre… —dejo la frase en el aire y veo que Deegan asiente con la cabeza.

—A veces, cuando se toman las riendas, tienes que dejar de hacerle caso a la generación anterior. Cuando lo único que te dicen es que «es la tradición», yo pienso que la tecnología seguramente pueda hacerlo mejor.

He contradicho a mi padre en varias ocasiones, la primera vez cuando pedí el enorme préstamo y remodelé el edificio. Cambiar las tripas del negocio, sin contar con el uso de los cereales ecológicos, es algo que nunca se me ha pasado por la cabeza. Pero, al parecer, debería hacerlo.

Deegan pasa a la siguiente fase del proceso.

—Estoy seguro de que reconoces la malta remojada nada más verla y olerla.

Aspiro el conocido olor y le hago unas cuantas preguntas acerca de la temperatura y del tiempo de reposo, y Deegan se muestra, para mi sorpresa, muy abierto a la hora de hablar del tema.

—No tengo que explicarte que separamos el líquido para mandar el mosto a las fermentadoras y que el grano escurrido se usa para hacer piensos.

Sonrío.

—Sí, controlo lo básico.

—Y mucho más, no me cabe la menor duda.

A medida que vamos avanzando por la destilería y hablamos de la fermentación y de las ventajas de usar cubas tanto de acero inoxidable como de madera, Mount se queda un paso por detrás de mí, sin abrir la boca.

O se aburre como una ostra o… o me está dejando que yo lleve la voz cantante, tal como hizo durante la convención. Por primera vez, le concedo el beneficio de la duda y creo que es lo segundo.

La calidez que se extiende por todo mi cuerpo no tiene nada que ver con el calor que emanan los preciosos alambiques de cobre, pero sí con el hombre que me sigue.

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