Reina

Reina


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Cuando salimos de la Destilería Sullivan, mi cerebro funciona a toda pastilla. Mount debe de haberle enviado un mensaje de texto a Padraig, porque el chófer sale del coche y le quita de las manos a Mount la caja de whisky que Deegan ha insistido en que nos lleváramos para meterla en el maletero.

Saco el móvil y anoto un sinfín de cosas que debo discutir con Temperance y con Louis cuando regresemos. Tengo planes. Muchos.

—Señor, ¿quiere que lo lleve de vuelta al hotel? —pregunta Padraig.

—Depende —contesta Mount, y yo aparto la vista del móvil para mirarlo a los ojos—. ¿Algún otro lugar de Dublín que quieras ver en esta ocasión?

«En esta ocasión». Eso suena como si fuera a regresar, y decido que Mount tiene razón. Regresaré. Pero de momento… sé exactamente qué otra cosa quiero ver.

—No me gusta mucho la cerveza, pero siempre he querido ver la Puerta de Santiago y beberme una pinta de cerveza en el Gravity Bar del Guinness Storehouse.

—¿Vamos, entonces? —pregunta Padraig—. No está lejos, dentro del barrio Liberties, y pueden hacer gran parte de la visita sin supervisión. Es una zona muy frecuentada por turistas.

Quiero decir que sí. No me imagino a Mount mezclándose con una multitud de gente que no para de hacer fotos, pero las imágenes que he visto del Gravity Bar me inspiraron en parte para darle forma al restaurante del último piso de Seven Sinners. Estar tan cerca y no verlo en persona sería una decepción.

—Lo que la señora prefiera —contesta Mount, que me deja a cuadros—. Vamos al Guinness Storehouse. Si vamos a ser turistas por un día, lo mejor es hacerlo bien.

Diez minutos después, salimos del coche y pisamos una calle de adoquines situada junto a un enorme edificio de piedra y ladrillo. Echo a andar hacia la puerta, donde se puede leer: BIENVENIDOS AL HOGAR DE GUINNESS. El interior es un manicomio. El jaleo provocado por los cientos de turistas reverbera en las paredes. La mano de Mount no abandona en ningún momento la base de mi espalda mientras hacemos cola para comprar las entradas y nos acercamos a la tienda de regalos, donde están las escaleras mecánicas a través de las cuales da comienzo la visita.

—Arthur Guinness era un hombre listo.

Mount señala con la cabeza una frase escrita en lo que parece una réplica de un tanque de fermentación. Dice así:

 

NO TODO LO QUE ESTÁ EN BLANCO

Y NEGRO TIENE SENTIDO.

 

El hecho de que Mount haya visto la frase me hace pensar en la abrumadora presencia del blanco, el negro y el dorado en las dos

suites que he visto en su complejo. Y en el comedor. Y en los pasillos.

—¿Te inspiraste en Guinness para la decoración?

Cuando me vuelvo para mirarlo, veo que sus ojos están a la altura de los míos, porque se ha quedado en el peldaño inferior.

La risa de Mount reverbera sobre las conversaciones, que juraría que se detienen por un segundo.

—No. No, nada de eso.

—Entonces, ¿a qué viene?

El humor desaparece de su rostro, y me da la impresión de que no va a contestar, aunque dice:

—Es un recordatorio.

—¿De qué?

—De que los absolutos existen. El bien y el mal. Lo bueno y lo malo.

Eso explica lo del blanco y el negro.

—¿Y dónde dejas el dorado?

—La regla de oro. El que más oro tenga pone las reglas… y decide dónde está la línea que separa el bien del mal.

Tengo la impresión de que Mount acaba de revelarme un trocito de sus pensamientos, y no estoy segura de lo que hacer. En nuestras circunstancias, es evidente que Mount tiene más oro, de manera que es él quien pone las reglas. Pero el bien y el mal, lo bueno y lo malo… esos conceptos no parecen preocuparlo mucho. O, en todo caso, hasta ahora había pensado que se movía en los matices de gris.

Mount alza la barbilla y levanta la vista.

—Te estás perdiendo lo bueno.

Miro hacia el lugar que ha señalado. Un cristal con un texto grabado.

 

ESTE ES EL LUGAR DONDE DURANTE UN SIGLO TUVO LUGAR EL MÁGICO PROCESO DE LA FERMENTACIÓN. SE COMENZÓ A CONSTRUIR EN JULIO DE 1902. CUATRO AÑOS DESPUÉS, EMPEZÓ LA FERMENTACIÓN Y SIGUIÓ HASTA 1988.

 

La curiosidad que me genera el comentario sobre el negro, el blanco y el dorado queda relegada a un segundo plano mientras absorbo la historia del lugar que me rodea. Aunque no tenga nada que ver con el whisky, que es mi pasión, mis raíces y mis vínculos con la ciudad me parecen más fuertes que nunca.

Mount y yo recorremos los distintos pisos, leyendo las placas, y oyendo las explicaciones de los vídeos que describen la historia de Guinness. Lo que más le impresiona a Mount es que Arthur Guinness tuviera la previsión y la confianza de firmar un contrato de alquiler de nueve mil años por las instalaciones.

—Le echó un par. En todo caso, hay que respetarlo por eso.

—¡Fue una locura! Debieron de tomarlo por loco —dijo.

Mount menea la cabeza.

—Más bien fue un genio.

Después de aprender cómo se debe tirar una pinta y de probarla, llegamos por fin al Gravity Bar, y puedo ver con mis propios ojos la panorámica de 360º de Dublín. Es irreal.

Mount se detiene detrás de mí. Coloca las manos a ambos lados de las mías, sobre la mesa alta en la que descansan los restos de las pintas, para protegerme de los empujones de la multitud que atesta el lugar.

—No me puedo creer que de verdad estoy aquí. —Vuelvo la cabeza para mirarlo—. Gracias. Sé que no entraba en tus planes hacer esto hoy, pero significa mucho para mí.

No me replica, pero esa mirada oscura se clava en la mía y deseo poder echarle otro vistazo al interior de esa cabeza. Este hombre es un enigma.

Me coloca las manos en la base de la espalda de nuevo mientras dice:

—Acábate la pinta. Todavía no hemos terminado de ver Dublín.

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