Reina

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Quiero que me bese. Aquí mismo, en el bar, quiero que se dé media vuelta y que me bese de forma voluntaria, porque le salga del mismísimo. Al ver que no lo hace, me trago la decepción y la acompaño hasta la escalera, que bajamos para salir del edificio mientras me digo que, al menos, no pensará en la cerveza Guinness sin recordar este viaje. Y a mí.

Pasamos por la famosa Puerta de Santiago al salir del barrio de Liberties, y Keira extiende una mano para agarrarme el brazo.

—¡Ahí está! ¡Esa es!

La puerta negra lacada con el arpa dorada y debajo, el nombre de Guinness, que tantas veces he visto en los anuncios de la empresa, pero a Keira eso le da igual. Prácticamente está dando botes en el asiento al verla con sus propios ojos, y su emoción es contagiosa.

Ya he estado antes en Dublín. No fueron negocios agradables, pero había que hacerlos. Después de marcharme, habría sido incapaz de describir algo de la ciudad, salvo que era gris y lluviosa, y que el río tenía un insalubre tono verde.

Pero ahora la veo a través de los ojos de Keira, y su perspectiva es totalmente distinta. Ha conseguido que cambie de opinión sobre Dublín, solo por disfrutar de la ciudad a su lado.

No protesto cuando le dice a Padraig que nos deje en un verdadero pub irlandés situado cerca de Temple Bar. Dejo que me baje del coche cuando nos detenemos delante de un restaurante que tiene buena pinta, y me guía hasta el interior.

La comida es grasienta, pero llena bastante, que al parecer es lo que necesitamos, porque a Keira se le ha metido en la cabeza que debemos visitar todos los pubs que podamos de Temple Bar. Si lo comparásemos con Nueva Orleans, diría que Temple Bar es como el Barrio Francés, de ahí que ambos nos sintamos tan a gusto. Los edificios están pegados los unos a los otros, y paseamos por las calles adoquinadas sin tener un destino concreto, moviéndonos en la dirección que a Keira se le antoja.

Entre pub y pub, me lleva a vistosas tiendas para comprar un batiburrillo de cosas. ¿Mi preferida? Un colgante barato, pero original.

—Creo que me pega. ¿Qué te parece? —Está achispada porque llevamos bebiendo todo el día. Whisky irlandés, cerveza y sidra. La mezcla de las tres cosas la ha ayudado a perder la tensión que normalmente exhibe cuando está conmigo.

Le ofrezco los euros necesarios para pagar el colgante mientras lo cojo. Es una mano haciendo la peineta, y en los nudillos hay dos palabras tatuadas: «Trabaja duro». Siento el asomo de una sonrisa en los labios mientras se lo coloco en torno al cuello.

—Te pega, sí.

—Pero esta noche no. Esta noche es para divertirnos. Nada más. —Como si quisiera enfatizar las palabras que ha pronunciado con lengua de trapo, se quita la goma de la coleta baja que ha llevado durante todo el día y sacude la melena pelirroja—. Me he soltado el pelo. Ahora te toca a ti.

El dueño de la tienda parece alegrarse al ver que nos vamos, porque estaba a punto de cerrar. El sol se ha puesto, y en las calles se oye la música irlandesa procedente del interior de los pubs.

Keira se apoya en mí.

—¿Y?

No sé bien hasta qué punto está achispada, pero parece no haberse percatado de que falta una pieza del rompecabezas.

—No puedo soltarme el pelo. —Me paso una mano por la cabeza—. No lo tengo largo.

—Pues tendrás que hacer otra cosa.

—¿El qué? —De nuevo siento el asomo de una sonrisa en los labios.

—Eso —dice, señalándome la cara—. Sonreír. Casi nunca lo haces. Siempre pareces muy… severo.

Al ver que intenta imitar mi expresión habitual, acabo soltando una carcajada.

—¡Sí! —exclama, sonriendo satisfecha.

—¿Eso es lo único que quieres de mí?

Niega con la cabeza mientras llegamos a la puerta de otro pub.

—No. Esta noche vamos a fingir que tú no eres Mount y que yo no estoy contigo por el pago de una deuda. Vamos a ser Lachlan y Keira. ¿Podemos hacerlo?

Estoy a punto de decirle que ella es mucho más que eso, pero me muerdo la lengua. En cambio, yo también propongo algo.

—Con una condición.

Entramos en el bar, que está hasta los topes para oír al músico que está tocando en el escenario.

—¿Cuál? —pregunta a voz en grito para hacerse oír por encima del jaleo de la gente, así que la rodeo con los brazos y la levanto del suelo para que pueda hablarme al oído.

—Que digas mi nombre otra vez.

—Vamos, damas y caballeros. ¡A bailar! —grita el artista que está en el escenario, animando al público a que salga a la pista de baile.

Keira se muerde el labio inferior, y el deseo de besarla me golpea con fuerza. Me coloca las manos en los hombros y se inclina hacia delante.

Contengo la respiración a la espera de que sus labios rocen los míos, pero los sortean para acercarse a una oreja.

—Baila conmigo, Lachlan. Baila conmigo en Dublín.

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