Radix

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MENTEDIÓS » Puerto trance

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—Sí, por supuesto. —La voz de Jac era débil. Ahora recordaba a Sumner como el hombre que Rubeus le había revelado. [La rueda de la ley, rodando.] Tembló cuando un efluvio de miedo se albergó en su pecho.

—¿Voz? —preguntó Assia.

—Sí. —La mirada entre ellos era una nube de intimidad y miedo compartido—. Todo vuelve a suceder. Han pasado mil doscientos años, pero para mí el principio fue ayer, una noche de la mente.

—No, Jac, ahora está acabando —le tranquilizó Assia, acariciando su nuca—. Rubeus ha levantado filtros en el cielo. La linergía no puede tocarte. La Voz es sólo telepatía residual. Pronto pasará. Te estás convirtiendo en el ser que siempre fuiste.

Deriva oyó la profunda compasión en su voz y supo que la mujer era alegre y sana. Pero el hombre, Jac, carecía de sustancia, estaba asustado. A través de los flujos de su sangre, el né sintió la Voz, el latido de la presencia del Delph dentro de Jac, y dio un paso atrás.

—Sé quién eres —dijo Jac, mirando a la cara de Sumner como si lo hiciera a una llama—. Recuerdo la visión de miedo cuando entré en la cualidad de mentedios. Tenía miedo de los Otros, los seres que procedían de lugares alienígenas, Pero me equivoqué con ellos. Eran seres creativos, amables… —Abrió y cerró las manos, tenso de represión—. Recuerdo tan poco. Pero sé esto. Mis enemigos no vienen de ahí fuera. Vienen de mi interior. Rubeus es peligroso. ¿Y tú?

Una sonrisa oblicua cruzó la cara de Sumner.

—No siempre.

—Rubeus vino a mí anoche —dijo Jac—. Había olvidado quién era. Quiere que vaya a una vaina de sueño…

—La Crisálida —terminó Assia—. Sé lo que es. Los eo la han monitorizado desde que el Delph la creó hace un siglo.

—¿Los eo no son fantasmas? —preguntó Sumner.

—Fantasmas inteligentes. Son mentes sin cuerpos humanos, pero son lo suficientemente conscientes para ser una amenaza para Rubeus.

Antes, los llamaste «consciencia».

Assia asintió.

—Lo son. Tienen sensibilidad humana. Fueron personas una vez, y quieren que la Tierra sea buena para la humanidad. Su único problema es que son demasiado humanos. Aquí existen sistemas de armas que podrían destruir a Oxact y liberar al mundo del dominio de Rubeus, pero los eo no actuarán hasta que no se les provoque. Y entonces será demasiado tarde. Rubeus es poderoso.

¿Crees que el señor-ort atacará a los eo?

—Cuando Jac esté recluido a salvo en Crisálida, no habrá nada que impida que Rubeus ataque Ausbok.

Jac se sobresaltó.

—Pareces muy segura.

—No hay duda, Jac —dijo Assia—. Rubeus fue creado por un dios. Está convencido de su soberanía. Somos el enemigo.

Una serpiente de viento se enroscó entre las plantas aéreas, y todos miraron a las tropas de soldados Massebôth al otro lado del río. Jac contempló a Sumner, sintiendo conexión, compasión por este ser que había creado su miedo. Los reflejos ondearon en los ojos claros de Sumner y la sal bordeó sus labios como una tela de araña. Sus anchos hombros y la fuerza de su espalda se recortaban claramente en el oscuro sudor de su camisa azul.

Assia escrutó el río. Recordó la inocente confusión de Anareta, y sus sospechas se reforzaron hasta convertirse en convicción. Rubeus esperaba utilizar a estos humanos como escudo viviente, sabiendo que los eo no atacarían al señor-ort si estaba en juego la vida de gente. El temor de Assia tamborileó en su interior.

El né parpadeaba bajo la inquebrantable luz del sol, mirando a los soldados, pero su mente era consciente del temposueño que se abría en la mente de Jac. Deriva se acercó más, dispuesto a ver en la mente del hombre. Sorprendentemente, era un ser de mente simple, los zafiros de sus pensamientos eran lúcidos, limpios de ambiciones. Acercándose más, Deriva tocó un recuerdo que explicaba mucho de la vida de Jac. Nevé. El né vio sus ojos, ambarinos y brillantes, el paso de la pubertad en las flexibles líneas de su cuerpo, y el negro fulgor de su cabello. La soledad temblaba alrededor de Jac en este punto, y Deriva vio la expresión de la cara de Nevé aquella calurosa mañana de verano cuando su marido le habló de su tumor cerebral. Aquella expresión había iniciado un miedo especial en la vida de este hombre. Ella le amaba.

Un duro sentimiento de pesar empujó al vidente de regreso a sus propios sentidos. Assia daba la espalda al brillante río que formaba un prisma en la bruma.

—Lo que pasa está claro —dijo, la voz casi enmudecida por sus sentimientos—. Ésta es una guerra antigua, vieja como la vida. Es la batalla entre la historia y la creatividad, la reacción y la consciencia. Rubeus es una máquina, una mente sin alma. Lleva cientos de años manipulando los hechos, consolidando su poder. Busca la dominación.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Jac.

Deriva tocó el codo de Sumner y señaló a un pájaro quezal de ojos helados que les observaba desde el extremo de la terraza. Sentía el vacío de los ojos mecánicos del pájaro y sabía que era un ort. Todo lo que hacemos queda registrado.

—Rubeus no es un profundo —les dijo Assia fervientemente—. No puede seguir nuestra simbovída, la psinergía que extraemos de nuestro yo más profundo.

Deriva, como vidente, comprendió, pero la larga elipsis en los ojos de Sumner hizo que Assia explicase:

—La simbovida significa usar nuestra consciencia, ver el mundo y todo lo que nos sucede en él con símbolos, como significado. Viviendo de esa forma, la psinergía fluye hacia el mundo en vez de caer simplemente hacia adentro con nuestras sensaciones y hacernos reaccionar. Nuestro yo profundo, la UniMente, puede resolver este problema con Rubeus si activamos esa parte de nosotros a través de nuestra consciencia. A esto se refería Quebrantahuesos, Sumner, cuando te decía que el autoscan no era suficiente. No podemos hacer solamente que el mundo entre en nosotros y nos equilibre. También tenemos que entrar en el mundo.

La cara de Jac mostró su aturdimiento.

—¿Cómo?

—Todos sentimos un lazo psíquico aquí —dijo Assia, bajando la voz—. Por eso los eo nos han reunido. Somos los únicos humanos conscientes de lo que sucede. Sabemos que no podemos dejar que Rubeus nos domine. Pero no podemos combatirle con estrategia. Rubeus es un maestro estratega. Así fue designado. Nunca seremos más listos que él. Sin embargo, porque tiene un designio, se atrapará a sí mismo. Lo sé. Pero tenemos que evitar reaccionar ante él… o nos atrapará.

Una portentosa sensación se elevó en Jac. Destellaron voces frenéticas como agua en el fondo de su mente. En su excitación por lo que Assia decía, su mente se había abierto a Iz, la matriz del tiempo. Semi-inconscientemente, se abrió paso entre los sonidos susurrados hasta que encontró lo que era familiar, noumenal y tranquilizador: Voz. [La revelación está en todas las cosas.]

Una brisa de aire frío ululó entre las plantas y latió el enlace. Detrás de la pantalla de hiedra blanca apareció un ort de cara simple. Por el brillo sabio de sus ojos, observaron que estaba animado por una fuerza más inteligente que su forma.

—Materia Madre Murmullo —dijo en el saludo tradicional eo. La cara artificial capturó un rayo de sol y brilló con la luz opaca y dorada de una concha. El ort contempló a Sumner, sus ropas amarillas agitándose al viento—. Los eo son conscientes de ti, eth. Sabemos que estás metaordenado y te ayudaremos contra el señor-ort cuando llegue el momento adecuado. Pero primero debes esperar. El Ahora es siempre más que la medida. Es el Hecho en sí. Debemos dejar que el momento se cumpla a sí mismo.

La mirada de Sumner osciló entre el ort y las filas de soldados Massebôth al otro lado del río.

—Esos que están ahí son las tropas de asalto Massebôth, los incursores del infierno, eo. Tienen strohlplanos y artillería pesada. Podrían arrasar este bosque en que vivís en cuestión de minutos. ¿No es amenaza suficiente? —Miró al eo, y el ort le devolvió la mirada, impasible.

—Soy un hombre de acción —dijo Sumner, con un resquicio de furia en la voz—. Quiero actuar, no esperar. —Miró a Assia y luego al ort—. Rubeus mató a mi hijo. Proporciona poder a los Massebôth que oprimen un mundo por mantener unas cuantas ciudades moribundas. ¿Habéis visto alguna vez un pozo dorga? ¿O el interior de un procesador de esquisto donde el aire es tan tóxico que sólo pueden trabajar allí los tarjetas marrones terminales?

Jac le observaba junto a Assia. Era un testigo triste, fascinado por lo que veía de la vida animal de la historia.

—Kagan. —Empezó a decir el eo, su voz suave como los abetos.

—Lo sé —interrumpió Sumner, la separación gatuna entre sus ojos ensombrecida por la intensidad—. El universo no tiene esquinas. Cualquier momento es tan pleno como cualquier otro. —La risa se atropello en su garganta y surgió sin sonido—. Todo es nada. Si queréis ayudarme, usad el poder que tenéis ahora para matar a Rubeus.

—La muerte no es la respuesta a la vida —replicó el eo—. A menos que Rubeus actúe directamente contra la vida, no podemos movernos contra él.

La cabeza de Sumner golpeó su pecho como una tabla.

—Si fueras un ser humano, eo, comprenderías lo que es la libertad. No necesitamos directores como Rubeus, los Massebôth o el Delph. Dices que soy el eth. Bien, utilízame entonces. Estoy preparado para destruir.

—No comprendes —dijo el eo sin alterarse—. Estás perdido en tus sentimientos. Cada uno de nosotros está metaordenado en un sentido o en otro. Los antepasados de Assia lo llamaban karma, las pautas inexplicables que forman nuestras vidas. El tiempo es lo que hace inefable esa pauta, pero originalmente, cuando la gente vivía más cerca del momento, la palabra karma significaba hacer. ¿Quieres de verdad ser el paladín de la muerte? ¿Es eso lo que quieres hacer? No. Eres una forma de vida preciosa, un humano. Lo que necesitas, Sumner, es aprender amor.

—¿Amor? —La mirada de Sumner se atascó en su cabeza—. He reducido mis emociones hasta el hueso para conquistarme a mí mismo. He acumulado mi ansia sexual en mi espina dorsal para que mis ojos pudieran sentir. He elegido el flujo sobre la forma, siempre. Amo la vida.

—¿Pero es tu vida amor?

La cara de Sumner irradiaba una calma extraña, animalesca.

—¿Por qué hacer nada? ¿Por qué no esperar? Mamá es fauces, ¿no?

—No. —La cara del ort estuvo a punto de ensombrecerse en una mueca—. Los eo creemos que la Madre es el intermedio entre nuestros principios orgánicos y nuestra expresión creativa. Por eso nos saludamos: Materia Madre Murmullo. La vida, Kagan, es amor. Sí, tenemos armas que destruirían completamente a Rubeus. Pero sin un espíritu que las guíe sólo son ficciones de la ciencia. Ese espíritu es la compasión y el amor. Si Rubeus no tiene ese espíritu, el universo le destruirá.

—No estés tan seguro. —Algo parecido a la luz de las estrellas remitió en los ojos de Sumner, y se volvió hacia Jac—. ¿Qué quieres que haga?

Jac se envaró.

—Soy un hombre del siglo veintiuno, Kagan. Estamos en el siglo treinta y tres. No sé nada.

—A un amigo mío le encantan los kro —dijo Sumner en voz baja, pensando en el Jefe Anareta—. Una vez le sentí pensar que en tu tiempo la humanidad reconocía el valor del individuo. Lo llamó auto-anarquía. Lo que piensas significa mucho para mí.

—Confío en Assia y los eo. Tú y yo hemos sentido el vidamor de la UniMente y le hemos visto cambiar Ja realidad. Pero no fuimos nosotros. Fueron el Delph y Corby. Fuimos simplemente huéspedes. Accidentes. Pero vimos el vidamor. Creo que ahora tenemos que confiar en ese poder como individuos. No sé lo que significa eso exactamente para ti, pero los eo son buenos.

—¿Qué bien han hecho por los distors? ¿O los voors?

—¿Qué podemos hacer? —replicó el eo—. No somos humanos. Sólo somos recuerdos de conocimiento. Eso tienen que hacerlo las personas. —El eo se dirigió a Assia—. Hermana, como puedes ver, han llegado los Massebôth. Rubeus nunca nos ha permitido ninguna forma ort de aspecto humano. ¿Nos ayudarás a comunicar con ellos? Uno de ellos, su portavoz, ha estado preguntándote. Y Jac… te invito a quedarte con nosotros. Estarás más seguro.

Assia se acercó a Sumner.

—Los eo tienen razón, Sumner. Ahora tenemos que esperar. Pero Rubeus se atrapará a sí mismo. Soy una mujer vieja, muy vieja. Mucho más que Rubeus. Mi experiencia es profunda. Ya lo verás.

Ella, el eo y Jac se dieron la vuelta y tras entrar en el enlace se perdieron de vista. Deriva tocó la mano de Sumner, y una sensación balsámica lo calmó. Sacó el seh y miró la cara redonda del né.

—Vamos a volar.

Se internaron en el cielo de la tarde hacia las nubes azules que se arremolinaban en el horizonte, intrincadas como trinos de pájaros. Los oídos de Sumner restallaban, y el aire se volvía más frío y brillante a medida que ascendían. Remontaron la serpiente marrón del río y pasaron sobre montañas donde se enroscaba la niebla y los brillantes glaciares resonaban con la luz del sol.

Al final del largo día descendieron en Reynii, una ciudad abandonada de espirales de cristal y jardines colgantes. Aterrizaron en un prado de alta hierba y contemplaron cómo los rojos halos de la luz del sol abandonaban las torres vacías. Fríos mundos titilaban en el horizonte: Llyr, cubierto de rocío, y la esquirla de hierro de Macheoe, moteada con el aura del sol.

Frente al bulevar y un parque de árboles oscuros había una iglesia entre dos olmos ensombrecidos por la luna. Sobre las puertas, en né-futhorc, aparecía tallado:

Todas las esculturas proceden de un mismo barro[1], tradujo Deriva. A través de la puerta vieron estatuas de todos los demiurgos y dioses innombrables del mundo contemplándoles desde sus enclaves iluminados. La cerrada soledad del templo fuliginoso les invitó a entrar.

Has cambiado, pensó Deriva, pero no lo bastante alto como para que Sumner le oyera sin su sentido voor. El kha dorado de Cara de Loto era más débil, y sin la máscara negra de sus quemaduras faciales, parecía humano y vulnerable. Cuando el vidente le miró a los ojos, ya no sintió el sopor de las profundidades voor. La mente de este hombre era superficial como la de cualquier simple tribeño. La tristeza sacudió el alma del né.

—¿Qué buscas en mi cara? —preguntó Sumner. Estaba cansado y emocionalmente roto. Desde la muerte de Quebrantahuesos, su auto-horror había ido en aumento, y quería tiempo para encontrar en sí mismo algo que le gustara.

Veo en ti, Cara de Loto. Las lágrimas chispearon en los ojos del né. Sin el magnar estoy tan vacío como tú. Todo lo que me gustaba de mí era tribal. Pero aquí estamos. Solos. El vidente se dirigió a la oscuridad y al olor de los dioses. Estoy cansado.

Deriva vagabundeó entre los pequeños altares y columnas de adoración para conceder a Sumner un momento de intimidad. Estaba cansado tras un día completo de uno-con, y en cuestión de minutos se acurrucó en un rincón y se quedó dormido.

Sumner se sentó en las sombras. El dolor de su soledad se desató a su alrededor: todo lo que había hecho siempre era un sueño. Tengo mi vida, pensó. Vivo. Pero eso no era cierto. No era el mismo ser que había conocido el vidamor en Miramol y la UniMente en el desierto. Sin su sentido voor, sus recuerdos de Quebrantahuesos y los Serbota estaban cojos. Todo lo que había hecho entonces era un sueño.

La sangre llamaba a la sangre: verdaderamente somos.

Incluso las cosas sombrías que los voors le habían hecho se habían vuelto lúcidas con el tiempo: el intento de lusk de Jeanlu le había llevado a los Rangers, y el lusk de Corby le había conducido a los Serbota. Los voors habían sido su fuerza secreta la mayor parte de su vida. En el fondo de sus huesos sabía que eran Rubeus y los Massebôth los que habían convertido su realidad en algo errabundo e indigno de confianza.

Las manos le colgaban fláccidas sobre el regazo, la cabeza echada hacia atrás, apoyada en la dura madera. Se quedó sentado como si toda su vida se hubiera hundido. Las sombras encapuchaban sus ojos, y su respiración se redujo. En autoscan, se convirtió en templo: sonidos ahogados de pasos y campanillas de cristal, brumosos olores de incienso y un aire calmo, casi inmóvil, salpicado de humedad…

Su cuerpo durmió mientras su mente lo observaba todo. Sentimientos demasiado grandes para el recuerdo cambiaron su enorme peso, y la oscuridad de las sombras empezó a endurecerse. Tan despacio que tardaron toda la noche, los ojos de Sumner se llenaron de lágrimas.

Un ala de luz azulgrisácea se alzaba como una presencia entre las sombras desnudas del recodo cuando Sumner se despertó. Su pena había desaparecido con el sueño, dejándole tranquilo y vacío. El frío calor del amanecer se esparció por los bancos con la fragancia de la pimienta.

Se dispuso a desperezarse… pero su cuerpo estaba inerte, inmovilizado igual que en presencia de Rubeus. Sus piernas eran formas aturdidas y sus manos ya no eran suyas. Extrañamente, sus manos empezaron a retorcerse y su muñeca giró. Incluso su respiración se agitaba bajo otra voluntad. Muy cerca, oyó a su corazón quejarse.

La confusión se apoderó de él cuando su cuerpo se retorció para ponerse en pie. Se movía como poseído por un voor, pero no había ningún sentido voor, ni ruido-Iz, ni sensibilidad voor… sólo la inmensa compulsión de moverse. Entonces lo vio: un cuchillo con el mango de cuero, su negra hoja reluciente, larga y curvada, clavada en la madera negra de la alcoba. Su brazo derecho levitó, y sus dedos se abrieron para agarrar el mango de cuero.

Con la mente dándole vueltas, Sumner contempló indefenso cómo su mano desclavaba el cuchillo de la pared y giraba la hoja hacia adentro. Un frío espacio en blanco en su vientre se ensanchó, y en su garganta chasqueó el terror. Mientras el cuchillo se dirigía hacia su pecho, el horror explotó para convertirse en voluntad, y se retorció de cintura para arriba. El filo del cuchillo rebanó la parte superior de su túnica y manchó de sangre su mano armada.

Retorciéndose, miró más allá de los contornos de la alcoba, donde se encontraba tendida una figura entre las sombras veteadas de rayos de sol. Era Deriva, inconsciente o muerto. Sobre él, a la luz caliginosa, un distor le observaba con la mirada abstracta de una iguana. Su cara era delgada, bronceada y rota. Su mano derecha se alzó, y también la mano derecha de Sumner. Los ojos del distor chispearon. Sobre los pelos de araña de sus cejas, dos placas de su cráneo capturaron la luz del sol y destellaron como cuernos. Su mano derecha golpeó su pecho.

La furia se retorció en el brazo de Sumner, y el cuchillo se dirigió hacia él. Una vez más, la energía del pánico le hizo moverse hacia atrás, y salió del rincón y chocó contra una bandeja con figuras de ceniza. La hoja le alcanzó en el hombro, y el dolor le traspasó. El distor permaneció cerca, sus ojos musicales, su cara arrugada tensa por la voluntad. Retiró la mano derecha de su hombro y se la pasó con fuerza por la garganta.

La mano de Sumner extrajo el cuchillo de su hombro, y el dolor brilló como la luz. Con su brillo tembló su miedo, y el espacio se apartó de él, desdoblándose en las distancias de su cuerpo. Hizo falta todo el poder de su autoscan, todo su conocimiento interno, para que se detuvieran las ruedas de pensamiento que rebullían en su interior.

De repente, dejó de temer, sentir dolor o pensar. La hoja que lamía su garganta se retiró.

La cara del distor pareció reformarse. Dio un paso atrás y su mano izquierda corrió hacia un bolsillo de su cadera.

La mano con la que Sumner aferraba el cuchillo se retorció, y la hoja siseó al atravesar el aire. Alcanzó el brazo del distor y le arrancó el seh que éste trataba de buscar. Con la velocidad de un lagarto, el hombre se arrancó el cuchillo del brazo y se abalanzó hacia el lugar donde había caído el seh.

Casi con indiferencia, Sumner rodó sobre su costado y, con un brazo, agarró la bandeja de hierro de las cenizas esparcidas. El distor se detuvo en seco cuando la bandeja ornada aplastó el seh.

El distor se dio la vuelta, alzando el cuchillo. Sumner, de pie, se acercaba con calma, moviéndose entre él y Deriva: no había furia ni duda en el azul pacífico de sus ojos.

El distor hizo una finta con la hoja y se abalanzó hacia las sombras. Corrió entre los altares y las columnas pobladas de demonios, derribando ídolos e incensarios para cortar el paso a Sumner y golpeando su cuchillo contra las tallas de cristal y dioses metálicos.

—¡Apártate de mí, eth! —gritó, la voz eléctrica de orden—. No sabes quién eres. —Sus ojos brillaban de urgencia—. Eres menos a cada paso. —Se dio media vuelta y agitó su brazo herido hipnóticamente, mientras caminaba despacio hacia atrás—. No eres nada, nada…

Las palabras del distor resonaron por el templo con fuerza, pero Sumner no estaba escuchando. Pasó junto al altar de Paseq, midiendo la distancia a la salida, detectando las formas de escape que el hombre buscaba para sí. Dejó que el distor se internara entre los pilares, planeando derribar las filas de bancos y atraparle en la puerta. Pero se movió más rápido de lo que Sumner pensaba podía hacer un humano. Se abrió paso entre las lanzas azules de la luz del amanecer y salió corriendo por la puerta antes de que Sumner pudiera acercarse.

El aturdimiento detuvo a Sumner. Sin pensar, pero consciente, sacó su seh, y sus dedos fríos se movieron sobre su superficie metálica, reagrupando las hileras de luces. Con el brazo herido, arrancó un grueso ídolo en forma de dragón de su nicho y embistió el mango de madera del seh contra sus fauces abiertas. El dios de hierro surcó el aire con la potencia del seh. Las pisadas del distor se debilitaron cada vez más. Sumner dispuso el impulso del seh al máximo, pulsó la detención y lanzó al dragón en dirección al eco del asesino.

La pared del templo estalló hacia afuera, y en el vestíbulo de entrada otra explosión tronó cerca. Sumner se abrió paso sobre un pilar y vio la metálica luz de la mañana en la que el dragón volador había encontrado su blanco. Las piernas del distor colgaban sobre el tronco hendido de un árbol. El ídolo estaba embebido en un pequeño cráter manchado de sangre.

Sumner se frotó la oreja. Un silbido resonaba en su cabeza. Mientras se adelantaba para comprobar si el seh seguía intacto, el silbido se convirtió en un agudo chirrido. Vio que los otros al pie de la colina no lo oían. El chirrido se convirtió en una aguja clavada entre sus ojos, que taladró su cráneo. Cayó de rodillas, agarrándose la cabeza, y rugió. La resonante agonía se le clavó en los dientes, redujo su visión a fragmentos y le derribó bajo su grito.

[Nos vemos a nosotros mismos sólo como lo que vemos.]

Un olor punzante asaltó la nariz de Sumner y envió agujas de luz a su cerebro. El olfato le despertó, pero dejó sus sentidos danzando en una ceniza acuosa de sueño. Las palabras acudieron a él envueltas en la cálida corriente de su sangre, internándose a través de una secuencia irregular de capas…

—Despierta. Vamos.

La voz le atravesó pesadamente. Era ominosa, aunque no estaba seguro de por qué. Temerosas premoniciones atenazaron sus nervios, urgiéndole a revolverse con violencia para liberarse y echar a correr. Pero una consciencia más profunda, que acababa de enfocar, fijó esa decisión. La voz, por supuesto. La reconoció.

Lentamente, abrió los ojos y contempló la cara firme y ducal de Rubeus.

Sumner intentó dar la vuelta y levantarse, pero estaba atado, su cuerpo inmovilizado en una especie de catapulta. Las esposas mordían su carne, y esa sensación endureció sus contornos a una definición más aguda.

Vio que un destello verde daba paso a una panoplia tachonada de gemas: un mándala cruciforme. A su alrededor, el techo estaba dividido en rombos de luz azul-pétalo. Las bandas de color jabón, tensas con su peso, estaban unidas a bolas de anclaje que parecían flotar en mitad del aire.

—El asesinato está penalizado con el exilio de Grial, Kagan. —La voz de Rubeus era una mueca—. El distor está muerto.

Sumner trató de liberarse, y el señor-ort alzó una gema romboidal. La luz del interior del cristal se derritió hasta adquirir un brillo reflexivo. Sumner se relajó, fijando su atención en las declinaciones de color de la gema.

—¿Dónde está Deriva? —murmuró.

—En Reynii. No te preocupes por esa rareza. Te espera más angustia que su sufrimiento. El distor que mataste no era nadie… un animal fácilmente encontrado y condicionado. Pero lo mataste. —Rubeus hablaba con severidad, pero por dentro sentía admiración. El distor no tenía que morir. Era un maestro-psi. La mente emocionalmente magullada de Sumner tendría que haber sido barro en sus manos. Palmeó la gema odyl y miró de nuevo para asegurarse de que los miembros del asesino estaban bien inmovilizados—. Cometiste una estupidez. Aquí las reglas son duras con los asesinos.

Los ojos de Sumner le miraron fríamente.

—Intentó matarme.

—No. Intentó que te mataras. —La cresta de pelo de Rubeus se alzó contra el brillo de las luces del techo. Su sonrisa era demencial—. No hay nada en contra de eso. Visualizó tu potencial para la muerte. El asesinato no era la respuesta adecuada para con él. Podías haber matado a un montón de gente cuando lanzaste tu seh. Eso fue una locura. —Sus ojos se estrecharon críticamente—. Estás loco. Te ves a ti mismo como algo distinto y arrojas a los que te rodean a la zanja existente entre el mundo y tú. —La panoplia de cristal se encendió en crestas y cartelas de colores entremezclados—. Ahora es el momento de que bajes al pozo y te enfrentes a lo que has arrojado en él.

Mientras el ort hablaba, Sumner se comprimió interiormente, empleando técnicas aprendidas en Dhalpur. Los músculos se doblaron sobre sí mismos y el hueso se deslizó sobre el hueso. Con un chasquido, el brazo derecho de Sumner se liberó de su argolla y cargó violentamente contra la cara de Rubeus, fallando por un centímetro.

El señor-ort dio un salto atrás con un grito de alarma, y la gema odyl giró entre sus dedos. La luz del sueño chasqueó en los ojos de Sumner y se derrumbó.

—Te has abierto paso en la vida hasta aquí, Kagan, pero no irás más lejos. —Los dedos de Rubeus temblaban mientras aseguraba la mano de Sumner. Este hombre era mucho más peligroso de lo que habían indicado las sondas—. Las leyes de Grial exigen el exilio para los asesinos. Pero como te mataría en cuanto salieras de Grial, el exilio no está permitido. Los mentedioses no permiten la ejecución. La única alternativa es el trance.

Rubeus miró por encima del hombro la cruciforma enjoyada.

—El trance sólo durará unos momentos —dijo mientras la luz se reducía—, aunque para ti pueda ser interminable.

Una luz intensa latió sobre Sumner, y éste torció la cabeza para mirar al ort. Recopiló todo el control emocional que pudo y dijo, con la violenta fuerza de la seguridad calmada:

—No puedes detenerme, ort. Soy el eth. Soy el pozo.

Rubeus aturdió rápidamente a Sumner con la gema odyl.

—¡No te tengo miedo… eth! —Se echó a reír, pero su pecho estaba helado por dentro—. No hay camino de regreso del lugar al que vas a ir.

Una tesitura de repiqueteos subió hasta los límites de la audición y la cámara se convirtió en un diamante de luz verdiblanca. Un vértigo soñoliento llevó a Sumner al borde de la consciencia.

—El Delph, si estuviera aquí, tendría un par de consejos que darte. —La voz de Rubeus se fragmentó en el zumbido de los cristales—. No frotes demasiado tiempo una parte de un elefante… y no te sorprendas por un dragón de verdad.

La oscuridad estaba tensa de luz: destellos, chispas y reflejos acuosos entretejían el silencio. Una imagen surgía de aquella brillante negrura. Tocado por la nada, sordo y distante, Sumner observó la figura de un hombre brillando hasta reconocer en ella a Colmillo Ardiente.

Se alzó la oscuridad y todas las sombras se fueron con ella. En el blanco cegador, Colmillo Ardiente latió de color: vibrante pelo negro y barba, piel color café, ojos brillantes con claridad en una cara cuadrada y tranquila. Llevaba las ropas Serbota desgarradas con las que había muerto.

Al acercarse, el espacio a su alrededor, blanco con la nada, se rompió. Unas formas ensombrecieron la blancura: un árbol de copa plana apareció en mitad del aire extendiéndose, las raíces desiguales y colgantes. Cerca, flotaba un charco de agua lúcida, copos de luz solar se deslizaban sobre ella. Ante él se desdoblaron matojos retorcidos y el esqueleto de un peral.

Cuando Colmillo Ardiente le alcanzó, todo estaba completo. Se encontraban de pie en medio de una luz verdosa entre perales inclinados. En este bosquecillo, Nefandi había destrozado a Colmillo Ardiente mientras Sumner observaba. Ahora su cara estaba tan clara y límpida como el cielo. Tendió una mano nudosa hacia adelante y la abrió para mostrar una joya nido.

Sumner se sorprendió por el supremo realismo del trance. No había nada de ensoñación. Los árboles nervudos, el brillo de las telarañas y el aleteo de un pájaro cantando estaban teñidos de realidad.

Miró el amuleto, y Colmillo Ardiente lo dejó caer en la hierba. La gema brilló caliente sobre un parche de luz. La sandalia de Colmillo Ardiente se dirigió tras ella y al aplastarla produjo un chasquido.

—Es mentira. —Sus ojos brillaban amarillos de furia—. No hay fuerza en los ídolos. No hay poder en la forma… a menos que yo esté allí.

Sumner arrancó una hoja de limón y advirtió que en el sueño iba vestido igual que en su vida consciente. Una fina luna colgaba en el cielo.

—Esto es un trance, Colmillo Ardiente. —Su voz parecía alocadamente real.

—No soy Colmillo Ardiente. —La voz era ronca—. ¿No me reconoces? He estado contigo desde el primer día del mundo. Te he hablado con muchas voces.

Colmillo Ardiente se hinchó, temblequeó y se convirtió en un enorme lagarto de mandíbula de cuchilla. Su largo hocico negro chirrió una vez y la bestia se derrumbó en su acometida, transmutándose con un destello en la columna ardiente de un fuego-deva y luego en las corrientes de plasma y llamas viscosas de la luz-Iz.

—He sido todos estos seres en tu vida —susurró una voz-vacío—. Soy el Formasueños, tan cerca de ti que no soy nada. Vivo en todo lo que muere. Intocable. Innombrable. Libre. Soy. —Las luces-Iz destellaron hasta convertirse en un centro de interno resplandor blanco.

Sumner se desplomó. Cuando alzó la cabeza, Colmillo Ardiente se encontraba junto a él, y los perales se asomaban a la luz mecida por el viento.

—Colmillo Ardiente es el primero —dijo el cambia-formas, ayudándole a levantarse—. Sé que para ti es duro enfrentarte a él. Traté de limpiarle un poco para que pudieras recordar más lentamente cuánto sufrió.

Sumner se sentía mareado y se tambaleó. Al ver a Colmillo Ardiente, un frenesí de recuerdos compartidos se agolpó en su mente: alegres paseos por el bosque del río y la lluvia, apareamientos con las distors en los establos de Miramol, cazando río arriba… Sus manos apretaron su cabeza en un intento por detener la cascada de sus pensamientos.

—¿Dónde crees que fue el dolor cuando dejaste de recordarlo? —Colmillo Ardiente se hallaba tendido en el suelo, su cuerpo reducido a un esqueleto roto y calcinado. Toda la pena, vergüenza y confusión que Sumner no había tenido tiempo de sentir el día de la muerte de Colmillo Ardiente regresaron. Cayó de rodillas bajo su peso.

Colmillo Ardiente era fuerte, tanto de voluntad como de cuerpo, y habían compartido muchas cosas. ¿Debería de haber intentado salvarle de Nefandi? La duda aún se arremolinaba en él. No, no, pensaba parte de sí… en ese momento no había ninguna esperanza contra la espada-campo de Nefandi. Y por eso tuvo que dejar ir a Colmillo Ardiente. Había sacrificado al hombre…

—Muy bien. —Una voz tranquilizadora habló desde el cráneo de cenizas peladas—. Ábrete a tus dudas y tus repulsas. Siéntelo todo. Es la única manera de curarse.

Sumner se quedó con Colmillo Ardiente, rememorando en sueños todas las horas que habían pasado juntos, hasta que llegó al final de sus recuerdos y al principio de sus sentimientos.

Sumner pasó horas soñando a través de los recuerdos de cada experiencia que le había formado. Con el tiempo, empezó a reducirse. La empatía lo erosionaba y los sentimientos tabú, las ansias ocultas y la gentileza negada de su alma se convirtieron en su experiencia-trance.

Abrazó a Zelda como siempre había querido hacerlo, sintiendo sus pechos suaves y sueltos contra su cara. Abrazó a su padre las veces necesarias para amarlo. Vivió una vez más la maravilla hipnótica que de niño le había hecho sacar el caballo al hielo. Al ver su pira de nuevo, se desvaneció en el profundo hechizo de sus sentimientos.

Libre de pesadillas, los días de su vida ondearon a su alrededor como harapos. Se encontraba en la zona negra del trance, sus pensamientos y sensaciones eran trazos de luz que circundaban el punto de su consciencia. No era recuerdo. Cuando más recordaba, más se empequeñecía. Era distancia, el espacio entre lo que era ahora y lo que había sido en su concepción. ¿Y antes de eso? Se alzaron en él sentimientos transparentes, coloreados por su mente: recordó a Corby llevándole a Rigalu Fíats y mostrándole Iz. Recordó las imágenes evanescentes de animaciones pasadas: tiburón, halcón, rata-canguro. Pero también aquello había sido distancia. No distancia cubierta (o descubierta) por su ego, sino más bien la distancia de energías enormemente complejas. Apartado de su cuerpo y absorto en el nudo de su ser, sintió esas energías.

Psinergía, Kagan, la voz del Formasueños se abrió en forma de luz. ¡La psinergía es energía moldeada a lo largo de eones: la célula yantra, la visión estéreo, la coordinación de mano y ojo, atrapando el fuego, animales, pensamientos!

El trance se convirtió en la luz moteada de una escánsula. La consola plateada se curvó ante él, y sobre la pantalla cubierta aparecieron las palabras del Formasueños entre imágenes cinéticas y dibujos rotatorios: «El pensamiento es matriz». Las letras se enlazaban como átomos, y palabras-moléculas se fundieron y desaparecieron:

«MATRIZ (kro), mater, madre, vientre.

»El pensamiento es una matriz que engendra su propia realidad. Las ideas, conceptos, sistemas de creencias que tus antepasados atraparon se han convertido en tu trampa».

Una serie de aseveraciones apareció en la pantalla.

LOS ATRAPADOS Y LA TRAMPA SON LO MISMO.

LO QUE CREAS, TE CREA.

LO QUE TE CREA, TE DESTRUYE.

MAMÁ ES FAUCES.

MATRIZ ES MATRIZ.

La matriz de pensamiento es auto-engaño, continuó el Formasueños. Es un sentido continuado del que cada uno de nosotros es el centro, el sentido que necesitamos de niños. Los trucos de Ma siempre funcionan. Las personas están biológicamente engañadas. El ego se sintetiza como las uñas o el pelo. Es un caparazón, una cubierta protectora, un casco vacío. Rodea el yo-sentidor y no se puede acabar con él o el ser morirá. Lo más que se puede esperar es transparencia. El ego debe de ser claro. Nunca es cuestión de voluntad, de hacer algo para mejorarte a ti mismo. Eres. De lo que hablo es de distancia. Debes ser claro para que las distancias puedan pasar a tu través.

Sumner vaciló ante la escánsula y una señal de cancelación roja parpadeó: «¡NO LO INTENTES!»

No trates de comprender, dijo el Formasueños, y una palabra se formó ante él:

TRITURAR (Kro), tritare, hacer pedazos.

Tu ego es la entraña de la consciencia. Quiere romper todo en formas más simples que sí mismo. Quiere conocer la distancia. Pero lo más cerca que puede llegar es al sentimiento, e incluso entonces sólo toca una parte de tu ser. El único secreto es que todas las cosas son secretas.

La escánsula escribió: «COMPRENDER ES UNA MENTIRA», y se desvaneció en humos rosa.

Escucha. La negrura era densa como el deseo, y sólo la voz del Formasueños mantenía concentrado a Sumner. Ser es más que pensamiento y huesos. Ser es interminable y móvil, como la luz, nunca está en un lugar el tiempo suficiente para estar en cualquier sitio. La existencia parece pequeña a través de los agujeros de un cráneo. Pero eres grande, más grande de lo que crees. ¿No puedes sentirlo? Ardes a través de todos los momentos de tu vida. Y seguirás ardiendo, porque la distancia es todo lo que hay, y acabarla no es todo.

Una voz lejana vino a él, aguda, salvaje, llena de ecos. Era un pensamiento, irrepetible. Lo repitió: Soy. Soy. Y fue…

Sumner despertó. Llevaba unos pantalones negros, botas grises y una camisa oscura de mangas anchas. Sentía el cuerpo tranquilo y concentrado, descansado.

El sueño había terminado. El carrusel de estrellas, la forma y posición de la luna, estaban como tendrían que estar fuera del trance. Y aunque iba vestido de forma diferente y se hallaba en un lugar desconocido, estaba seguro de que se encontraba despierto.

Buscó a Rubeus. Se encontraba en un patio cerrado iluminado por los arcos iris nocturnos y el pálido fuego de la luna. Un grupo de hombres se acercaba. Soldados. Los miró como si lo hiciera desde otra vida.

—¡Tú! —llamó uno de los hombres uniformados—. ¡Alto!

Bajo los vestigios de luz de las estrellas, al principio Sumner no advirtió lo que veía. Los pensamientos eran demasiado pequeños y tensos, demasiado parecidos a huevos: vivos pero inanimados. Cuando se dio cuenta de que los soldados que se acercaban eran Massebôth, era ya demasiado tarde para correr.

—¿Dónde están tus galones, soldado? —preguntó un oficial con planta de mono. Lo flanqueaban otros seis hombres.

—Soy un ranger —replicó Sumner—. Estoy aquí a petición de los eo.

Una expresión de asombro asomó en el rostro del oficial; luego se encogió de hombros.

—Lo único que veo es que tu uniforme no tiene galones. —Se giró y ordenó por encima del hombro—: Llevadlo dentro y averiguad quién es en realidad.

Los seis hombres se abalanzaron sobre Sumner inmediatamente, agarrándole para inmovilizar sus brazos. Pero él se lanzó contra uno de los soldados y pateó al otro con ambos pies. Un momento después, ya habían caído cuatro hombres. La furia de Sumner aumentó, sus manos ahora libres y rebosantes de ira. Pero mientras avanzaba, un soldado abrió un rociador de muñeca y empapó la cara de Sumner con un spray reseco y sofocador. Este retrocedió, los ojos débiles y soñolientos, brillantes de miedo.

Los Massebôth se le acercaron empuñando sus cuchillos. A través de las sacudidas de dolor, las manos de Sumner se dispararon, alcanzando a un asaltante entre los ojos y retorciendo la muñeca de otro. Pero la droga con la que le habían atacado retardaba todos sus movimientos. Con mecánica velocidad apareció una mano armada, y la hoja rasgó el aire y se hundió en el centro de su pecho.

El impacto le liberó de sus captores y le hizo retroceder con torpeza, agarrando el cuchillo con las manos. Algo parecido al cristal se rompió a un par de pulgadas por detrás de sus ojos. Mientras caía de espaldas, el regusto de la sangre se volvió pastoso en su boca. La visión se oscureció. Un puño de frío apretaba su pecho y su lengua se debatía como una cuchilla contra sus dientes.

Se desvaneció el fino borde musical de sueño. Un fuerte olor esparció luz a través de su cerebro.

—Vamos. Despierta. —La densa voz introdujo visión en sus ojos, y contempló una cúpula de luz enjoyada… una radiante cruciforma mándala. La luz azul-pétalo se concentró alrededor de las bolas de anclaje que flotaban en el aire. Las bandas color jabón estaban tensas con su peso.

Se retorció en la catapulta de trance, y la cara cincelada de Rubeus apareció en su campo de visión. El romboide de una gema odyl destellaba en su mano.

Sumner se resistió, pero la catapulta lo sostuvo con fuerza. Sus ojos estaban ebrios.

—¿Cuánto tiempo?

—¿El trance? —La cara sonriente miró la constelación de gemas de zafiro—. Unos cuarenta y dos segundos. El primer trance era una forma libre. Yo manipulé el segundo.

—Los Massebôth…

—Estás en trance desde que mataste a mi distor —confirmó Rubeus.

Los ojos de Sumner gimieron.

Rubeus le miró divertido.

—Estás empezando a percibir las dimensiones de todo, ¿no? —La luz refulgió en la gema odyl que sujetaba y la catapulta rotó hasta mantener erguido a Sumner—. Ahora nunca estarás seguro de lo que es real y lo que no, ¿verdad? —La cara de Sumner se volvió dura como la piedra—. Tal vez en los siguientes cinco minutos de tiempo real vivirás cincuenta años. —Un tic restalló en la comisura de la boca de Sumner—. Tal vez horas de tiempo real… sean toda una vida en trance.

Un grito helado arrasó a Sumner. Rubeus hizo titilar la gema odyl en su cara, y Sumner se colapso.

—Te asusta un dragón real, Kagan. —Rubeus acercó su cara a la de Sumner, los ojos llenos de alegría—. Sé valiente.

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