Radix

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VOORS » Los misterios

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Negra la sangre y los huesos…

Tala parpadeó bajo los destellos que producía en el agua el sol de mediodía y esperó que sus ojos se acostumbraran a la luz. Clochan y los otros arrastraban los botes desde los árboles, lo que significaba que ya habían estudiado la costa en busca de aulladores. No obstante, escrutó con atención. Pálidos esbozos de coral brillaban bajo el agua verde. Un tiburón nadaba cerca del arrecife, moviéndose rápidamente con los poderosos golpes de su cola. Más lejos, chispas plateadas aleteaban bajo la luz donde los pececillos cortaban la superficie. Y al otro lado, mangles rojos torcidos, palmeras de hojas negras, y arena blanca sucia con basura utíacfora y sargazos deshechos. No había aulladores… aunque sentía algo maligno y elusivo. Intentó concentrarse, pero su cuerpo soñoliento estaba frío y aletargado, y no pudo proyectarse muy bien.

Clochan hizo señas desde donde se encontraba, hundido hasta las rodillas en el amasijo de algas. Sintió que se calentaba por dentro, y una voz lejana se alzó en el interior de su mente: Trae las piedraluces.

Tala asintió, pero antes de darse la vuelta volvió a examinar la bahía. Los árboles temblorosos parecían vacíos. Ahuyentó su miedo con un bufido y regresó entre los pinos hasta una cueva de altos árboles. Voces que canturreaban a lo lejos se fundieron con el murmullo de las hojas agitadas por el viento y la marea que subía, sonando como el murmullo de un sueño. Sus ojos se ajustaron rápidamente a la oscuridad, y se movió aturdida entre las sombras rojas hasta una pendiente que se perdía de vista. Aquí el cántico era muy claro: Negra la sangre y los huesos bajo la piel. Negra la tierra bajo los dedos. Negro el vacío inclinado sobre el tiempo.

Tala no tuvo que ir más lejos. Dai Bodatta aún se encontraba allí, y sabía que si estuviera con él en el calor planetario dejaría su vida sin dudarlo. Su tiemposcuro se había empeorado mucho en el último año. Toda su carne se había endurecido, y vivir se había convertido en un trabajo. Sólo su devoción al nido impedía que cruzara a Iz. Su mente profunda era necesaria, especialmente cuando el viaje de piedraluz los acercaba tanto a los aulladores.

El cántico se redujo a un murmullo. El ritmo de un pandero se acercó y aparecieron figuras debajo. En fila india, una docena de voors emergió de la oscuridad, con las capuchas bajadas. Unos pocos estaban marcados: ojos helados, labios escamosos, piel transparente donde se podían apreciar las venas. Pero la mayoría estaban limpios. Los cientos de voors que habían llegado con ellos estaban en su tiemposcuro desde hacía mucho, y todos habían cruzado. Sus cuerpos habían sido transportados y puestos a la deriva en una ancha corriente subterránea que se adentraba profunda en la tierra.

Mientras cada uno de los voors restantes pasaba junto a ella, colocaron dos o tres joyas nido en una cesta de mimbre a sus pies. Con los sentidos amplificados por la kiutl, Tala inspeccionó brevemente cada piedraluz. Eran del tamaño de pasas, claras y reverberantes, con colores brillantes: algunas fieras y translúcidas, otras doradas y neblinosas como planetas gaseosos. La luz en su interior tenía siglos de antigüedad, el kha atrapado de los voors que salpicaba sus paredes con trocitos de sus vidas: luz de reliquias que agitaba su antigua historia en la clara piedra.

Tras colocar la última de las piedraluces en la cesta y después de cerrar, atar, y sacar la cesta de la cueva, dos voors regresaron al terraplén. Salieron lentamente, transportando a Dai Bodatta, una figura pequeña con un envoltorio de camelote ribeteado con armiño. Se detuvieron ante Tala, ella apartó la cubierta y examinó lentamente con la mirada la negra forma infantil del interior. Sobre la áspera superficie de la crisálida brillaba una luz azul como hongos, y mientras la contemplaba, la soñolienta soledad de su temposcuro aumentó y oyó una voz, suave como una nube, muy dentro de su mente: Pierde el camino.

Ella se enderezó sorprendida y luego se relajó, suavizando su consciencia, prestando atención a la voz de la imagen del niño. Pero Dai Bodatta permaneció en silencio.

Tala dobló el opulento paño sobre la crisálida y la observó mientras los dos voors atravesaban la boca de la cueva.

Se quedó un momento en la oscuridad, mirando la bóveda del cielo: las nubes corrían, una gaviota giraba sobre un ala, y más allá, el largo silencio de un grupo de pájaros. Pensamientos vivos como la estática surcaron su mente: el cruce de los voors en tiemposcuro debería de haberse hecho en cualquier otro lugar. No tan cerca de los aulladores. ¿Por qué había insistido Dai Bodatta?

Tala… es la hora. Un voor alto, anguloso y encogido, se encontraba en la boca de la cueva, con la capucha bajada. Era Clochan, su piel era tan pálida como la luz de la luna.

Una alegría visceral y sincera sacudió a Tala. Amaba a este voor. Estaba lleno de sensaciones y pensamientos. Para ella era líder y amante. Antes, cuando contemplaban juntos el profundo corazón de una joya, él la había llenado de tanta maravilla azul que durante un momento olvidó el peligro y se convirtió de nuevo en un nido, inconsciente de los senderos de sangre del tiemposcuro. Sus palabras aún resonaban en su interior: Dentro de trescientos años, alguien recogerá nuestras piedraluces en esta cueva y sabrá que vivimos.

Vamos, la llamó Clochan. Tenemos que aprovechar la marea.

—En seguida. —El sonido de su voz resonando en la oscura bóveda de la cueva la sorprendió.

—¿Estás preocupada? —susurró Clochan, acercándose. Sus ojos hundidos parecían acuosos con el reflejo de la luz.

Tala descartó sus presentimientos con un movimiento de manos.

—No lo sé. No he podido pensar con claridad.

Clochan la rodeó con un brazo, y ella se sintió ligera, igual que cuando la luna llena latía en su sangre. El hoy pertenece a unos pocos, citó Clochan.

—A demasiado pocos —repitió ella.

—Los otros no detectan a nadie al otro lado de la bahía. Tenemos que darnos prisa mientras el camino siga despejado.

Pierde el camino, repitió la voz del mage, pero ella no la proyectó.

—Estoy preparada —dijo.

La luz de la tarde, clara como el vino, se internaba entre los árboles. Tala siguió ausente a Clochan, preguntándose qué había dicho Dai Bodatta. Pierde el camino… ¿Entregar el cuerpo? Sí, el mage tiene razón. Sus senderos de sangre se habían estrechado, dejándola fría. El dolor se retorció en su vientre como los hijos que jamás había tenido. Sentía el cuerpo extraño. Es raro cómo estos seres de sangre caliente fueron formados para creer que son el centro exacto. Oídos, ojos, todos sus sentidos conspiran para hacerlos sentir completos, repletos. No me extraña que sean tan arrogantes.

Una vaina roja aleteó sobre el césped con una ráfaga de viento y Tala la observó con atención mientras revoloteaba sobre el agua. Había recorrido un largo camino desde el norte y todavía le quedaba mucho más. Una señal-Iz: toda la vida llevada por el viento que sigue su propio camino y nunca vuelve.

Los voors navegaron en tres esquifes, deslizándose rápidamente con la marea entre remolinos de brillantes sargazos marrones y chispas de saltarines peces aguja. En el primer bote, Clochan escrutaba la bahía arrodillado en la proa. No había barcos a la vista, y la isla repleta de árboles que habían dejado atrás impedía ver los tres botes desde Laguna.

En el ultimo bote, con la crisálida envuelta en camelote, Tala observaba el delta cercano. Dai Bodatta guardaba silencio, profundamente recogido, sólo se oía el siseo del bote al surcar el agua. Tala contempló la pared de mangles cada vez más cercana, los troncos de los árboles retorcidos y las dunas de basura. Las gaviotas que volaban en círculos sobre los desechos le dijeron que no había aulladores en la playa, pero en su oído izquierdo empezó a tronar un zumbido, sonido que hasta el momento siempre había significado una señal de peligro; ahora, sin embargo, no estaba segura. El tiemposcuro llenaba a menudo su cabeza con remolinos de sonido.

Clochan utilizó su mente profunda y señales manuales para guiar a los botes que le seguían a través de la barrera de cabezas y ramas de coral. La resaca restallaba tras ellos y el primer bote se precipitó en la playa con un ronquido. Clochan y los otros saltaron al agua y llevaron el bote a la orilla. Cuando llegó el segundo bote, estaban de nuevo en el agua, alzando la cesta de joyas nido sobre sus cabezas.

En los lechosos bajíos, se les liaron entre las piernas tallos de copra y raíces de mangles. El tercer bote lo sujetaron ocho voors, y Dai Bodatta fue alzado con cuidado y llevado a la playa. Arrastraron la proa hasta la orilla y dejaron la popa en el agua, meciéndose y orzando.

Dai Bodatta guardaba silencio, Tala estaba preocupada. Introdujo una mano entre la tela y palpó la seca superficie de la crisálida. Una fría energía canturreó por sus dedos, y una voz suave se abrió en su interior: Pierde el camino.

Clochan y otros dos arrastraron el primer bote por la arena hasta una brecha en los mangles. Otros cuatro alzaron el segundo bote con las piedraluces dentro y, apartando con los pies latas y basura, los siguieron. Tres regresaron para portar el tercer esquife, y Tala apretó el envoltorio alrededor del mage y supervisó su manejo por los dos voors que quedaban. Entonces, mientras avanzaban, la arena estalló bajo sus pies y la playa ante ellos rugió al cielo.

Un impacto de calor y presión desgarradora derribó a Tala. Los escombros cayeron a su alrededor, y se cubrió la cabeza mientras otra explosión surgía de entre los árboles. Hojas de palmera y una lluvia de arena la volvieron a derribar, y rodó hacia el agua. Cuando alzó la cabeza, vio que la playa estaba llena de humo y los siete voors y los dos botes que había ante ella se habían desvanecido.

Mirando con atención, se sintió ahogada por la furia y el terror. Esparcidos por toda la basura aparecían miembros cercenados dentro de mangas humeantes, entrañas azul-grises resplandecían sobre la arena blanca, y la cara blanca de luna de Clochan la miraba desde un charco de sangre con la sorprendida somnolencia de los muertos.

—¡Dai Bodatta! —gritó un voor, y saltó hacia donde los impactos habían derribado la crisálida. Dio otro paso y su cabeza cayó hacia atrás, de un ojo se alzó un borbotón de sangre. Otros dos voors se precipitaron sobre los escombros humeantes y trataron de recuperar las piedraluces esparcidas por toda la playa. Uno cayó al suelo con una nube de sangre en la nuca y el otro se derrumbó como si hubiera tropezado. El kha de ambos hombres escapó de sus cuerpos antes de que tocaran el suelo.

Tala se arrastró por la arena hacia la crisálida, que había caído contra un barril de petróleo oxidado. Se arrojó contra ella, apartó el envoltorio de camelote y vio que estaba intacta.

Los tres voors que habían vuelto por el tercer bote corrían hacia ella, y les gritó con su mente profunda que se agacharan. Uno de ellos se arqueó y cayó a la arena, con el cuello ensangrentado. Un segundo se agachó para ayudarle, de repente se enderezó, se retorció violentamente y se derrumbó. El tercero se arrastró hacia un tronco arrastrado por la marea, se revolvió en la arena un instante y dejó de moverse.

El terror se apoderó de Tala, y sintió que se debilitaba por momentos. ¿Qué estaba sucediendo? Su mente cargada de miedo no sentía a nadie cerca. Estaban solos. ¿Pero qué los estaba matando? Pierde el camino.

Volvió la cabeza y vio que todos estaban muertos. ¡La luz de sus kha se había esfumado tan rápidamente! Una mano cortada llena de sangre yacía ante ella en la arena llena de podredumbre. Apartó la mirada y vio salir a un hombretón vestido con harapos de la sombra de los mangles. Su kha estaba muy cerca de su cuerpo, dorado solar y radiante, y su cara era plana y cruel, poblada de cicatrices. Se dirigió hacia ella con un rifle plateado en las manos, y el corazón de Tala se encogió. El hombre era silencioso como el humo, un asesino. Pierde el camino.

La presencia de Dai Bodatta era lo único que le impedía volverse loca. Palpó su fría superficie y la psinergía que chispeó sobre ella disolvió su terror. La luz a su alrededor se hizo más brillante, vítrea. Un diáfano fulgor blanco lo sofocaba todo, y se dio cuenta de que podía cruzar a Iz. ¿Pero quién protegería a Dai Bodatta? ¿Quién salvaría…? ¡Pierde el camino!

Un implacable resplandor estalló en sus pensamientos, y su mente sintió un espasmo: estaba contemplando un río de lava de luz roja que se convertía en una telaraña de furiosa energía blanca: un sol de locura, todo repleto de luz de fuego y brillo.

Paredes temblorosas y gritos ahogados de los voors muertos la deslumbraron y golpearon hasta que una voz como una llama balbuceante la barrió: Dentro de trescientos años, alguien recogerá nuestras piedraluces en esta cueva y sabrá que vivimos.

La voz de Clochan, resonando en la distancia como una campana… Alegría y luego furia surcaron su aturdimiento. Inmediatamente, el viento de voces atormentadas se difuminó y se desvaneció, y volvió a quedarse sola en la blanca energía estelar.

Pierde el camino… Olvida la soledad del cuerpo, habló en su interior la voz del mage. Y ella comprendió que era el momento de dejar de comprender. La ardua jornada por los senderos de sangre había acabado. Un viento poderoso y sensual corría por su consciencia, esparciendo sus recuerdos más allá de su alcance. La corriente amplia y caliente la empujó a través de extensiones de gas brillante como el cristal, apartándola del dolor, la distancia y el pensamiento.

Sumner disparó a un voor que se acurrucaba junto a un oxidado barril de petróleo. ¿Dai Bodatta?, se preguntó, inclinándose sobre el barril y apartando la capucha del voor.

Apretó los dientes con fuerza al contemplar la grotesca criatura a la que había matado: una cosa goteante, de brillante piel blanquiazul, las venas como queso fundido, la boca un revuelo burbujeante. Le dio la vuelta con el pie y miró el bulto que la cosa estaba protegiendo.

Su cara se ensombreció con una mueca de preocupación. Con la punta del rifle apartó el camelote que lo cubría y contempló la forma infantil. ¿Una estatua? No. Agitó la negra superficie entretejida y se dio cuenta de que era un niño momificado… una abominación voor.

Indiferente, colocó el cañón del rifle entre los ojos de la momia y apretó el gatillo.

La crisálida saltó hecha pedazos y un estallido de picor caliente le salpicó el rostro, derribándole al suelo. Se revolvió en la arena y se cubrió la cara con las manos, un terrible dolor apuñalaba su carne. Un hedor que su sangre recordaba de años atrás invadió su garganta y sus fibras y cegó sus ojos. ¡El psiberante lusk! Fuego líquido surcó su cara y los huecos de su cabeza, arrancando de sus pulmones aullidos maníacos.

Se revolvió espasmódicamente en la arena, tratando de ponerse en pie, pero sus músculos temblaron con el veneno que ardía en su cuerpo. Indefenso, sin pensarlo, Sumner vació su mente y dejó que la agonía lo consumiera. Su cuerpo se debatió y se agitó, hundiéndole cada vez más profundamente en la arena con convulsiones gigantescas. Se debatió durante horas, ahogado por el dolor, antes de que los espasmos se redujeran y advirtiera que no iba a morir.

Cuando sus miembros se calmaron lo suficiente como para permitirle ponerse en pie, tenía la cara hinchada y le colgaba la piel despellejada. El aire estaba roto. La luz parecía lechosa, y la crisálida que había explotado en su cara había desaparecido, reducida a una débil mancha incolora junto a la elegante tela que la había envuelto.

Fuerzas invisibles temblaban en el espacio y lo envolvían como un viejo panel de cristal. Las distancias parecían reducirse, doblarse sobre sí mismas, y el tiempo quedó estancado. Las altas olas de la marea llegaban a la orilla como cisnes elegantes.

Lo más terrible de todo, una voz canturreaba en su cabeza. Se frotó las sienes y se meció, tratando de deshacerse del ruido, pero el cántico sombrío e ininteligible persistió. Era el mismo horrible murmullo, arrullador, chasqueante, con el que el fantasma de Jeanlu le había atormentado años atrás. Rebotó en el interior de su cráneo, sombrío y retorcido, apenas audible sobre el angustiado movimiento de sus pulmones.

Recorrió la arena, queriendo correr, pero el tiempo era revuelto y el espacio estaba magullado y distorsionado, el volumen se doblaba como papel. Cada paso le arrastraba a distancias inmensas, aunque toda la longitud del delta se extendía ante él delgada como un reflejo.

Una penumbra draconiana poblaba el cielo oriental, un atardecer ventoso, las nubes bajas y veloces. Un bote negro que se mecía con dificultad en las olas oscuras se dirigió hacia la costa. Ocho hombres salvajes con pelo revuelto y ojos que ardían rojos por el pulque y el sol se alzaban en la corona. Ellos, como todos los demás en Laguna, se preguntaban por las explosiones en el delta del vertedero. Al principio temieron acercarse, pero después de recibir señales de humo que avisaban que dos rangers venían de camino, decidieron explorar primero el vertedero.

Después de asegurar su bote con un ancla hecha de coral, los ocho chapotearon hasta la costa. Los cadáveres retorcidos les alarmaron, pero la vista de las joyas nido esparcidas como constelaciones sobre la playa les hizo acercarse más. Estaban de rodillas en el suelo recogiéndolas cuando divisaron al loco. Estaba medio desnudo y era alto como un pino y su rostro era una máscara de carne achicharrada. Vino corriendo hacia ellos desde la oscuridad de los mangles, gritando como un mono rabioso. Uno de ellos iba armado. Alzó la pistola con las dos manos mientras suspiraba y derribó al lune con el primer tiro.

Molestos, los corsarios reunieron las joyas nido en un saco y decidieron repartírselas más tarde. Todos sabían, sin embargo, que la muerte jugaría a los dados con ellos, pues había un extraño número de joyas. Esperando igualar su botín, saquearon los cadáveres.

Entretenidos en su pillaje, no vieron salir a Sumner del pozo de basura en el que había caído, con el hombro herido por la bala, manchado de sangre y arena. Con un remo roto en las manos salió del pozo y corrió hacia el hombre que le había disparado. Antes de que ninguno pudiera moverse, se revolvió con el remo y alcanzó al tirador en la cara, derribándole en el acto.

Los otros reaccionaron al instante y sacaron cuchillos y espadas. Pero Sumner era imparable. Aplastó cabezas a golpes de remo, hundió caras en los maderos a la deriva y se abrió camino a la tranquilidad con los cuerpos de los que habían caído. Cuando no quedó ninguno, no pudo detener la horrible danza, la fuerza que le obligaba a golpear una y otra vez los amasijos de sangre de aquellos que había matado, hasta que sintió que su cuerpo no podía más, y se derrumbó de rodillas, exhausto de ira.

En lo más profundo de su mente tormentosa, el loco cántico se redujo y comenzó una cadencia susurrante: Negra la sangre y los huesos.

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