Radix

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El vaciado

Un hombre de cara leonina se encontraba en el tejado de una torre coronada por flores, sus ojos amarillos fríos por la fatiga. Era un distor, pero no carente de atractivo. El cabello dorado le caía por la espalda y brillaba como pelaje en sus brazos y piernas. Sus rasgos resplandecían con una afabilidad sapiente y sus movimientos mientras recorría el tejado circular eran largos y regios. Era un semental, acababa de pasar la noche entre hembras. Bajo el suave manto rojo que llevaba, sus gruesos músculos latían de cansancio. Se apoyó en la balaustrada salpicada de flores y contempló el poblado.

Como el distor más completo de su tribu tenía el privilegio de alzarse en lo alto de los establos criadores y vigilar Miramol. El poblado, construido en un bosquecillo de baobabs y brumosos arroyuelos, rebosaba vida. Al este, la jungla daba paso a un desierto donde aún ardían los fuegocielos, los sueños de todos los seres vivos. Debajo, los trabajadores con sus linternas de color verde amanecer deambulaban entre las cabañas redondas de Miramol, preparando al pueblo para otro día. Y al oeste, hacia donde miraban todas las puertas menos las de las cabañas muertas, el sol se desenredaba de las raíces de la jungla.

La espiral está en todas las cosas, se maravilló el semental.

La llamada de un adorador resonó en el cielo. Los gritos de respuesta de las hembras inquietas brotaron de los establos, y el semental se dio la vuelta y ladró una vez hacia la mustia oscuridad del umbral para tranquilizar su irreverencia. Sería feliz cuando las Madres pasaran sus deberes a un semental más joven y ansioso. Era semental desde hacía más de una década y se estaba volviendo demasiado ensimismado y contemplativo para vivir en los establos. No obstante, encontrar a alguien tan responsable como él entre los jóvenes machos sedientos de sexo sería difícil. Sin duda tendría que servir al menos durante otro ciclo.

Los densos olores carnales que surgían del establo le revolvían el estómago. Se abrió el taparrabos y orinó en los oscuros jardines de abajo. Sólo pensar en sexo hacía que las rodillas le temblaran. Estaba cansado de copular, cansado de atender a tantas hembras excitables. Quería estar solo. Pero sabía que al final del día se sentiría diferente. La espiral está en todas las cosas, desde luego.

Se ajustó el taparrabos y bajó hasta la calle, tambaleante pero con dignidad, las escaleras de la torre de apareamiento. Incluso entre las densas sombras fue reconocido por trabajadores que se detuvieron a mostrar su respeto por su posición. El semental sonrió amablemente, pero no se detuvo. Esta noche había tenido una sesión más difícil que de costumbre, quería irse a casa y dormir.

—Colmillo Ardiente.

El semental se dio la vuelta, y sus rasgos felinos se ensancharon de reverencia. Entre los blancos tentáculos de un baobab surgió una aparición de una mujer grande y de rostro ancho envuelta en una capa negra que le cubría la cabeza. Era Orpha, una de las Madres, y mientras su imagen se formaba en las sombras del amanecer, su voz resonó en los oídos del semental: Ven a la Madriguera, semental. Tenemos trabajo para ti.

Colmillo Ardiente se inclinó ante donde había aparecido el espectro; entonces regresó corriendo por entre la oscuridad de los árboles para evitar a otros habitantes de la tribu.

Tras llegar a la madriguera de las Madres, un montón de tierra rocosa rodeada por sauces, se detuvo y se postró. Esperó hasta que una anciana gorda con ropas negras salió del agujero fangoso tachonado de turquesa.

Era Orpha, su maestra espiritual y consejera de vida. Con su mano carnosa le cogió del brazo y lo condujo por los peldaños de grava hasta la cima del montículo. Desde allí pudieron ver a través de un claro en el bosque cómo el sol se alzaba sobre el río. Orpha permaneció de pie, dando la espalda al sol naciente. La luz roja arrancaba destellos anaranjados a su pelo corto. Con un giro de muñeca agarró el aire y extrajo una joya nido lechosa. Se la tendió y la tenue luz resplandeció verde alrededor de la gema blanca.

—Mira con atención, Colmillo Ardiente —dijo la anciana—. El magnar en persona nos dio este cristal. Puedes verle aquí.

Incluso en escorzo, la cara cuadrada de Orpha era fuerte y amable. Colmillo Ardiente se sintió seguro gracias a ella y luego miró profundamente en el interior de la joya nido. Sólo dos veces en su vida había mirado dentro de una roca voor. En ambas ocasiones le asaltó una trepidación tan intensa que no pudo comprender lo que veía. Sucedió lo mismo esta vez. Mientras su visión se hundía en las nubosas profundidades de la piedra, el cogote se le tensó y las plumas de su mandíbula se agitaron tanto que le rasparon las orejas.

Orpha colocó una mano bajo su mandíbula y fijó su cabeza temblorosa.

—¿Qué ves?

Colmillo Ardiente no sabía lo que veía. Era como si estuviera colgado en el borde ventoso de un vasto cañón. A su alrededor horribles profundidades se desplegaron. Formas vagas por la distancia se movían al filo de su visión, y todo lo que pudo identificar con claridad fue un filamento caliente de miedo ardiendo en su pecho. Alzó la mirada con ojos suplicantes.

—Sientes el miedo, ¿verdad? —Los ojos de Orpha brillaban bajo la luz gris.

Colmillo Ardiente asintió vigorosamente.

—Estoy demasiado nervioso para ver con claridad.

Orpha soltó una carcajada y palmeó la joya nido.

—No eres tú, semental. El miedo que ves es del magnar.

Colmillo Ardiente abrió la boca, sorprendido.

—El magnar… ¿asustado?

—Lo has visto.

Colmillo Ardiente sacudió la cabeza y casi sin hacer ningún ruido preguntó:

—¿Por qué?

—Si lo supiéramos, no tendrías que recorrer el Camino, ¿eh? —Rodeó sus hombros con un robusto brazo y le ayudó a bajar los peldaños del montículo.

Una madre con las ropas desgarradas estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo ante la entrada de la madriguera. Su cara era vivida y fea y sus movimientos salvajemente animados mientras disponía pequeñas joyas y huesecillos en la arena. Estudió los portentos con los dedos, casi tocando el suelo con la nariz.

Orpha abrazó a Colmillo Ardiente y le susurró una bendición al oído.

—He estado trabajando mucho en mi última lección —contestó él, también en susurros—. Empiezo a ver cómo la espiral está en todas las cosas.

La anciana agachada se enderezó y volvió las cuencas vacías de sus ojos hacia Colmillo Ardiente.

—¡La espiral! —cloqueó y se puso en pie con dificultad—. Las lluvias vienen y después se van. La luna mengua y después crece. ¡La espiral, sí, la espiral! —Se rió histérica, y por pura ansiedad también Colmillo Ardiente se echó a reír.

—Jesda, cálmate. —Orpha abrazó a la Madre ciega, volviendo a sentarla amablemente en la arena. La mujer sonrió, pidiendo disculpas a Colmillo Ardiente—. Ve, semental, te espera un largo viaje.

—Sí, ve —repitió Jesda, alzando sus huesudos brazos por encima del pelo enmarañado de su cabeza—. Ve con la espiral. Ve. Ve. Como las estrellas. Como la sangre. Como todo. Ve. El magnar está asustado, y es el principio de una época oscura —aulló con alegría.

Colmillo Ardiente rió y sonrió amablemente mientras se retiraba. Madres locas, pensó. Locas hasta los huesos. En cuanto salió de la madriguera, la risa desapareció de su rostro. El magnar, el que vivía al final del Camino, tenía miedo. Durante toda la vida de Colmillo Ardiente y la de todos sus antepasados, el magnar nunca había tenido miedo.

Bajó una avenida de baobabs flanqueados a intervalos por inmensos colmillos y grandes osamentas de jabalís. Varias veces ignoró los saludos de los habitantes de la tribu que pasaban por su lado, y en cada ocasión, alertado por sus siseos insultantes, tuvo que detenerse y explicar su preocupación. La noticia de que el magnar tenía miedo preocupó a la tribu, y todos se marcharon deprisa con las manos en las rodillas.

Cuando Colmillo Ardiente alcanzó el borde oriental de Miramol, donde las viviendas de abeto de los né se apiñaban en una colina cerrada, había resuelto el asunto para sí mismo. Es la espiral otra vez, advirtió. Tarde o temprano, incluso el magnar debe convertirse en lo que no es.

Al final de un camino salpicado de árboles, esperaba Deriva, el né personal de Colmillo Ardiente y probablemente el mejor vidente de todo el reino Serbota. Los né eran asexuados, divinidades vivientes que trabajaban como artesanos y creadores para la tribu. Telepáticamente fuertes y sin las preocupaciones del ansia sexual, eran ideales como cazadores y exploradores. Su claridad y sus recuerdos ancestrales los guiaban por la única ruta no marcada que conducía a través del desierto a las lagunas de estrellas y el magnar… el Camino.

Deriva era pequeño, oscuro y delgado, y su rostro, como el de todos los né, era una pura máscara: labios breves curvados en una mueca permanente y sin significado bajo unos pómulos anchos como bumerangs y una nariz consistente en dos ventanillas arqueadas.

Deriva tosió y silbó en su imitación de una risa de saludo. Le gustaba Colmillo Ardiente porque era un hombre fuerte. La energía rebullía en su cuerpo a un ritmo excitante. De la punta de su cabellera se desprendían chispas azules, visibles para cualquier vidente, y resplandecían por sus hombros penachudos. Pero aparte de ser fuerte, Colmillo Ardiente era también hermoso. Tenía una cara grande y despejada, sus ojos amarillos eran claros, y sus dos manos trabajaban. Aparte del punzante olor marrón de su sexo y las escamas plateadas de sus piernas, estaba virtualmente entero.

Deriva sintió el propósito de Colmillo Ardiente, y a causa de su telepatía no fue necesario conversar. Pero, para beneficio del semental, Deriva alcanzó la mente del hombre y preguntó psíquicamente: ¿Por qué estás aquí, Colmillo? ¿La noche en los establos te ha dejado sin descanso?

Colmillo Ardiente sonrió sin ganas.

—Soy el semental y hace tiempo que los establos no me inquietan. No, vidente… son las Madres las que me han enviado. Dicen que el magnar está asustado. Increíble, ¿no? ¡El magnar! —Colmillo Ardiente se sentó en un tronco ante el soportal que conducía a las viviendas de la colina—. Eres vidente, Deriva. ¿Es verdad?

Deriva asintió. También él había sentido el miedo zumbando por el desierto, donde siempre reinaba una paz tan tranquila y segura como en el interior de una joya. ¿Quién tiene que recorrer el camino del magnar?

—Aparentemente nosotros. Aunque se supone que no tendremos que ver de nuevo al magnar hasta después de las lluvias, las Madres quieren que recorramos el Camino ahora. ¿Podemos hacerlo, Deriva?

El né dobló su cabeza oscura y redonda con incertidumbre. El desierto ahora está en su momento más caluroso. Las propias Madres lo llaman la estación del sol asesino, ¿no es cierto? Pero si dicen que debemos ir, entonces te guiaré.

—¿Por qué es así, vidente? —preguntó Colmillo Ardiente, alzando la mirada hacia el cielo verde del amanecer, donde los vapores se alzaban como mástiles sacudidos—. ¿Qué puede asustar al magnar, cuando ni siquiera la muerte puede tocarle?

Deriva chasqueó de ignorancia. ¿Cómo podemos saberlo? El magnar es imposible de conocer, como las nubes.

Con el estómago vacío, con Deriva guiándole a través del desierto que separaba Miramol del magnar, Colmillo Ardiente se plegó en su interior. Intentó dejar de pensar en el magnar y se concentró en la purga de su cuerpo.

Deriva se sentía orgulloso de estar con él. Muy pocos de los alegres Serbota podían recorrer el Camino tan abiertamente como Colmillo Ardiente. Al hombre no le asustaban los escorpiones y ciempiés que habitaban en la poca sombra reinante, y había encontrado elogios incluso en el sofocante calor que les derretía la piel sobre los huesos. Lo más maravilloso de todo: confiaba en Deriva. Los né, incluso los videntes, no eran considerados dignos de camaradería por los habitantes sexuados del pueblo. Colmillo Ardiente era diferente. Trataba a todos los né como tribeños, y era especialmente deferente con los videntes. Era uno de los líderes tribales más alegres. Y, por mucho que Deriva las despreciara, había que reconocer el mérito de las Madres por guiarle bien en su trabajo interior.

Tras el segundo día en el Camino, Colmillo Ardiente quedó libre de venenos. Por todo su cuerpo ardían energías salvajes, guiadas por el testarudo sol, que envolvían su visión, pero el lento y pacífico cántico de Deriva le sostenía. El vidente, con su triste vocecita, cantaba la poderosa certeza del cuerpo y su éxtasis por ser hijo del sol:

El sol ansia sentir

Y por eso estamos aquí

Al final del cuarto día, dejaron atrás los velos de aire estriado y entraron en la sombra de una extensión de piedra de veinte metros de alto. El frescor era narcótico, y tras mirar a los pináculos deslumbrantes y las lanzas de roca envueltas en el trémulo flujo, Deriva cantó felizmente:

Como las largas rocas

Encogidas en las olas de calor

Parecemos rotos

Pero estamos enteros…

¡Siempre estaremos enteros!

Deriva condujo a Colmillo Ardiente a una pequeña cueva donde siguieron las líneas de fuerza a través de un laberinto de túneles hasta llegar a un vasto estudio de roca en la cima de la montaña.

En el fondo de la brillante cámara el magnar estaba sentado en una estera. Tras él, se vislumbraba el cielo azul y mesetas rojizas y el polvo se arremolinaba alrededor de su cuerpo como un aura.

Al principio, no los vio. Miraba con atención un cristal scry, una joya nido verde que los voors le habían dado hacía muchísimo tiempo. El reflejo de la luz esmeralda ondulaba sobre su larga cara de mulo y hacía que la impresionante maraña de su pelo blanco destellara como fuego verde.

El magnar tenía más de mil doscientos años de edad. La presciencia había espaciado sus pensamientos y vuelto creativos la mayoría de sus sentimientos, y por eso muy poco de él era estilizado o predecible. Incluso su memoria era sabia y sin pensamientos.

Se veía claramente, desde su pobre infancia como simio en un boro experimental a través de mil años de cambios ardientes y santificantes que le habían transformado en lo que era ahora: movimientos de luz en forma de carne.

Quinientos años antes, el magnar se había convertido en la consciencia misma, y había comprendido con la orina, el sudor y el flujo de su cuerpo que era luz. Todo era luz: toda la realidad era una estrella brillante.

Pasaba la mayor parte de su tiempo en éxtasis, su cuerpo cargado con una fuerza eléctrica que fluía de su espalda y subía girando al cielo. La psinergía en aumento extendía su consciencia cada vez más profundamente en los campos etéreos de su entorno y le perdía en los lagartos, árboles del desierto y pájaros que le apartaban de su actitud humana. No obstante, a veces, y últimamente con más frecuencia, se perdía en las diferencias del mundo, incluso ante el miedo. La muerte era un frío misterio. Después de mil doscientos años, sólo la luz era más extraña.

Cuando el magnar alzó finalmente la cabeza, sus párpados correosos anegados de visiones, miró en silencio a los dos viajeros, dudando que fueran reales. Lunas de brillante luz destellaban de su gran rostro, y cuando el reconocimiento animó sus rasgos, una sonrisa dentuda se ensanchó. Se rió estentóreamente y palmeó las pieles de animales que llevaba por pantalones. Se formaron nubecillas de polvo a su alrededor, y los ecos de su risa llenaron la estancia. Extendió sus largas manos retorcidas.

—¡Colmillo Ardiente! ¡Deriva! ¡Héroes de Miramol! ¡Salud!

Colmillo Ardiente y Deriva avanzaron y se postraron ante él.

—¡Levantaos! —El magnar los agarró por los hombros y los obligó a enderezarse—. ¿Qué tontería es ésta? —Los miró intensamente con sus burlones ojos marrones—. Soy yo quien debería inclinarme ante vosotros. ¡Habéis atravesado la tierra más mala del mundo!

Antes de que ninguno de los dos pudiera responder, el anciano se hincó de rodillas en el suelo y se postró ante ellos con risa contagiosa. Cuando alzó la cabeza, su cara burlona estaba manchada de arena.

Los tribeños le miraron, intranquilos.

—¿Por qué estáis tan alicaídos? —preguntó el magnar, inclinándose hacia delante para mirarles a los ojos. Olía a alcanfor y a salvia—. ¡Ah, claro! ¡Debéis de estar agotados! Bien, amigos míos, otros visitantes me han traído vino de escaramujo y albaricoques secos. Después de eso…

—Magnar —interrumpió Colmillo Ardiente, bajando deferentemente la mirada.

El magnar puso los ojos en blanco.

—¿Cuándo dejaréis esas formalidades y me llamaréis por mi nombre? Quebrantahuesos, por favor.

Colmillo Ardiente asintió, vacilante.

—Quebrantahuesos… hemos descansado y no tenemos hambre.

Quebrantahuesos estrechó los ojos.

—Esto no es como la tribu del éxtasis. Vuestra seriedad me preocupa, amigos.

—Las Madres nos han dicho que tienes miedo —rezongó Colmillo Ardiente.

Las pobladas cejas de Quebrantahuesos se alzaron y después bajaron lentamente.

—Ya. —Un poderoso peso se apoderó de él, y de repente pareció cansado—. Es cierto. —Estudió la textura de la uña de su pulgar—. Yo… el intemporal, asustado. —Una sonrisa débil asomó en las comisuras de su boca—. Pensaríais que ya habría hecho las paces con ella.

—¿Con quién?

Quebrantahuesos miró con benevolencia a Colmillo Ardiente y una sonrisa triste surcó su cara cansada.

—Con la muerte, naturalmente.

—¿Te estás muriendo?

—No, no. Mi cuerpo, pese a todo lo que ha atravesado, está tan obstinadamente sano como siempre. Ya sabéis, la felicidad produce eso.

—¿Pero tienes miedo?

—Sí, tengo miedo. —Se giró y señaló con un gesto el paisaje desierto tras la abertura en las rocas—. Hay alguien ahí fuera. Llevo días sintiéndolo. Sé que es un hombre, pero eso es todo. No puedo acercarme a él.

Deriva, más que Colmillo Ardiente, quedó anonadado por este reconocimiento, pues comprendía el poder del magnar. Como el vidente, el magnar era telépata y podía percibir todas las fuerzas del mundo. Pero, más grande que ningún vidente, el magnar podía salir de su cuerpo y recorrer las líneas de poder, invisible y, sin embargo, fuerte. El magnar podía ir a cualquier parte y entrar y convertirse en cualquier cosa.

—¿Ni siquiera con la forma de cuervos y serpientes pudiste encontrar a este hombre? —preguntó Colmillo Ardiente, incrédulo.

Quebrantahuesos sacudió su enorme cabeza.

—Ni siquiera con la forma de cuervos y serpientes. El hombre es invisible, aunque sé que tiene un cuerpo. He visto sus huellas. Es un hombre grande, pero sigo sin poder encontrarlo. Por eso creo que lo ha enviado el Delph.

Colmillo Ardiente y Deriva se miraron mutuamente.

—¿El Delph? —Quebrantahuesos leyó su asombro—. Un antiguo enemigo… muy poderoso en su dominio del norte. En realidad, pensaba que el Delph se había olvidado de mí. Ha pasado más de un milenio desde que me alcé contra él.

Colmillo Ardiente sacó su cuchillo de obsidiana y lo hundió en el suelo entre ellos.

—Te defenderemos —juró con convicción.

Los ojos de Quebrantahuesos se ensancharon al contemplar el cuchillo y estalló en una carcajada.

Colmillo Ardiente se arrodilló con ambos puños cerrados.

—Lo digo en serio, magnar.

—Por supuesto que sí —jadeó Quebrantahuesos, entre estertores de risa—. Pero creo que no comprendes la naturaleza contra la que te alzas. Al Delph lo llaman mentedios. Y por buenas razones. No permitiré que sacrifiquéis vuestras vidas.

—No es un sacrificio —insistió Colmillo Ardiente—. Es devoción.

—Tu lengua tiene más visión que tu cerebro —dijo Quebrantahuesos con una sonrisa imperfecta.

—Háblanos del mentedios, pidió Deriva.

Quebrantahuesos hizo una pausa, sacudido súbitamente por una visión que había experimentado hacía más de un siglo. Había previsto este preciso instante. Todo sucedía como lo había visto en su presciencia: dos distors se acercaban a él, le preguntaban por el Delph, la luz del ambiente destellaba en sus ojos, el aire denso por acción de las motas de polvo iluminadas por el sol. El magnar dejó que la visión se abriera en él, sintiéndose eudemónicamente fuera de sí, por encima de lo real.

Todo es vacío, pensó por sí mismo un pensamiento profundo, excepto la ausencia del yo.

—Tal vez los tribeños no deberían hablar de los dioses —dijo Colmillo Ardiente, malinterpretando la tranquilidad en la expresión de Quebrantahuesos.

El magnar frunció el ceño.

—El Delph no es un dios. Es una mente… una mente humana amplificada por una tecnología sorprendente. Hace doce siglos era sólo un hombre. Y yo… yo era un gruñón, un trabajador simio biodesignado para servir a los humanos. Pero era diferente de la mayoría de los gruñones. —Una luz melancólica resplandeció en su cara—. Mis creadores humanos me biotectuaron para razonar. Peligrosa misión para un simio de servicio. Cuando vi lo que estaban haciendo los humanos: tratando de crear un superhumano, uno de su propia clase que fuera lo suficientemente fuerte para sojuzgar la realidad, me rebelé. Mi único error fue no tener éxito. Y desde entonces he estado viviendo de cuerpo en cuerpo, escondiéndome de un mentediós vengativo.

—¿Más de un cuerpo? —La voz de Colmillo Ardiente estaba sofocada por la sorpresa.

—Ésta es mi séptima forma física —dijo Quebrantahuesos. Sonreía, pero su voz era ahogada—. En los mil doscientos años que han pasado desde mi fútil rebelión, los propios gruñones se han convertido en una cultura mentediós con el poder tecnológico para crear cuerpos… incluso mentes. Sin su ayuda, nunca habría eludido al Delph tanto tiempo.

—Tal vez los gruñones puedan ayudarte ahora, —sugirió Deriva.

—No… —Quebrantahuesos se mesó pensativamente su perilla—. Los gruñones no harán nada contra su antiguo amo. El Delph es el que los liberó de su servidumbre a los humanos.

—Entonces deja que te ayudemos —insistió Colmillo Ardiente—. Podemos encontrar a ese hombre en el desierto. Deriva es un vidente poderoso. Puede seguir el rastro de cualquier cosa viva. Y yo recibí entrenamiento como guerrero antes de que las Madres me convirtieran en semental. Sé matar.

Quebrantahuesos pareció molesto y descartó el tema con un gesto.

—No, amigos míos.

Me enfrentaré a esta prueba yo solo. Compartiremos una cena y algunas leyendas, y volveréis a vuestra tribu.

—¿Pero cómo podrán sobrevivir los Serbota sin ti? —gruñó Colmillo Ardiente—. ¡Nos has guiado durante siglos!

—Los né son sabios, y los gruñones os ayudarán. Pero no hablemos más del tema.

—Magnar…

—¡Se acabó! —La voz de Quebrantahuesos era un golpe, su cara tensa como un puño. Entonces se sentó, los ojos encogidos de risa—. Y llámame Quebrantahuesos.

Al amanecer del día siguiente, Colmillo Ardiente y Deriva regresaron al desierto dorado. Pero en vez de seguir las líneas de fuerza por donde habían venido, se encaminaron hacia la meseta, púrpura bajo la luz de la mañana. La arena susurraba bajo sus pies, y en la mente de Deriva el sonido se convirtió en los suspiros desaprobatorios del anciano en la torre de roca tras ellos.

El calor los rodeaba como una esfera de cristal, curvando visión y sonido. Colmillo Ardiente canturreaba alegremente, asombrado por la belleza de las dunas y sus suaves tonos marchitos. Deriva cantaba en silencio sobre el sol siguiendo a dos guerreros por un desierto interminable.

Sumner estaba sumido en autoscan. En el fondo de su mente, tenue pero siempre allí, se oía el ruido arrullador, chasqueante, cimbreante de un insecto prehistórico. A veces se tensaba hasta convertirse en un diminuto grito ahogado. Otras veces simplemente arrancaba un canturreo del fondo de su corazón. Pero siempre estaba presente, y si salía del autoscan (si se congratulaba o se distraía) una larga aguja helada punzaba la base de su cráneo.

Silencio. Presencia animal.

Ésta era la tierra de la muerte (Skylonda Aptos), un millón de hectáreas de árido desierto.

Sumner no podía pensar en ello, pero sabía que había venido aquí a morir. No con una bala entre los ojos: los Rangers le habían quitado sus armas. Pero aunque las tuviera, no lo habría hecho así. Aún era un ranger. Llevaba su insignia cobra y los colores de su regimiento, ahora, rotos y manchados, pero enteros. Los llevaría hasta que la tierra lo matara.

Al borde del aturdimiento tras tantas horas de caminar, todo su cuerpo exigía descanso, y se sentó apoyando la espalda en una roca, sin prestar atención a los insectos del desierto. Cerró los ojos y se concentró en el peso del sol contra sus piernas. Trató de relajarse sin dormirse. No quería dormir. Todavía no. No hasta que oscureciera.

El aullido que chirriaba en la base de su cráneo resonó con más fuerza en sus oídos. Era un cántico voor apagado, como el imposible lenguaje que el cadáver de Jeanlu había entonado en su cara hacía tanto tiempo.

Atrapado en autoscan, no había podido pensar a través de su apurada situación. Sin embargo, comprendía que un voor había invadido su cuerpo. Los voors lo llamaban lusk.

El gemido se convirtió en un cántico staccato: negra… negra… negra…

Tras el incidente en Laguna, Sumner había quedado sujeto a observación. Los Rangers no tenían ni idea de lo que le sucedía a su hombre, pero ninguna herida infligida por los voors sanaba bien. Sus miedos se confirmaron cuando los médicos renunciaron a seguir tratándole. La cara quemada no se parecía a nada que hubieran visto. Y en cuanto a los ruidos fantasmales que decía oír, ¿qué podían hacer? No existía cura para la locura.

Pronto se hizo obvio que Sumner estaba seriamente dañado. No sólo había quedado reducido al nivel de la consciencia animal, sino que en sueños se levantaba de su camastro y andaba en círculos. Incapaz de llevar a cabo las funciones normales de un ranger, le despojaron de todas las armas excepto su cuchillo, y le enviaron al norte a estudiar las actividades tribales.

Sumner cumplió con su misión durante una temporada, deambulando por las fronteras de un bosque de río y lluvia, estudiando en secreto las hogueras de las cabañas y los cuerpos grotescamente formados de los distors. Pero su mente era un holocausto de sonidos lunáticos, y cada amanecer se despertaba en un lugar que no había seleccionado durante la noche. Temiendo que los distors lo emboscaran y lo humillaran durante sus paseos nocturnos, buscó la muerte de Skylonda Aptos. Si iba a morir, sería con anónima dignidad.

Sumner abrió un poco los ojos. Lo que asomó a través de ellos no era humano. Formas retorcidas de fuego destellaron por el espacio tras los ojos, y globos de sonidos extraños estallaron y volvieron a formarse. Corby se esforzó por concentrarse. La escena que flotaba en sus retinas ondeó: piedras calcinadas por el sol y el cielo de color de metal. Tenía dificultades en encajar en aquella escena. Iz se enfureció en su interior, amenazándole con barrerle, lejos del cuerpo, lejos del tiempo.

¡No! Corby reagrupó todas sus fuerzas. ¡Ven al centro y extiéndete!

Los ruidos se convirtieron en una frenética amalgama, y luego en un murmullo. La vibrante luz de Iz tomó la forma de un mosaico celular. El cuerpo le aceptaba.

Torpemente, puso en pie el cuerpo de Sumner… su cuerpo ahora, pues el lusk estaba casi completo. Durante años, encerrado sin forma en la crisálida, llevado de nido en nido por los voors, había usado su psinergía para Iz-llamar a Sumner, e Iz le había respondido guiando a Sumner a Laguna. Aquel día en la playa habían muerto demasiados voors. Tendría que redimir sus muertes usando bien este cuerpo.

Corby tropezó y colocó una mano sobre la roca rosa para afianzarse. Ruidos restallantes aún nublaban sus oídos. Era la loca corriente de Iz, recorriéndole, amenazando con destrozar su mundo.

Iz… el ventoso continuo de psinergía que su cuerpo conducía entre realidades. Sin su propio cuerpo para anclarle a tiempo, era casi imposible resistir el tirón de ese poder.

En la oscura cúpula de su mente sintió las formas de pensamiento de Sumner: una laguna aceitosa y tranquila con formas fantasmales bajo su superficie. Sumner estaba cerca, pero encerrado en autoscan. Como un virus, Corby había permeado el sistema nervioso de Sumner. La mente de su padre estaba inmovilizada, incapaz de pensar sin las reverberaciones de Iz que le paralizaban. Corby podría haber reducido el ruido-Iz, pero entonces su control sobre Sumner se debilitaría también… y necesitaba control completo sobre el cuerpo de este aullador.

Corby se movió sobre la roja arena, entrelazando las manos y tambaleándose. Su corazón latía turgentemente, y su visión voló mientras su cabeza se agitaba de un lado a otro. Insistió en el control y caminó junto a un macizo de roca tratando de enderezar su paso. Llanos pelados y óseos con sólo una brizna de hierba aparecieron al borde de su visión, y se volvió en aquella dirección.

Le estaban dando caza. Por muy aturdida que su mente profunda se hubiera vuelto en este nuevo cuerpo, aún era consciente de la presencia de otros seres cercándole. Dos tenían cuerpo, otro estaba cambiando de forma. Hasta el momento no había tenido problemas para eludirlos, pero estaba preocupado. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían de él?

Tropezó y cayó al suelo en un charco de arena y polvo. Rápida, pero torpemente, se puso en pie, avanzó y recuperó el ritmo.

Había decidido que se arriesgaría a comunicarse con Sumner sólo después de que aprendiera a usar este cuerpo. Entonces, aunque su padre no estuviera de acuerdo con sus planes, tendría una leve oportunidad de llevarlos a cabo él solo.

Su padre… era extraño que este adulto tuviera tanto en común con su vieja forma infantil. Habría sido interesante ver desarrollarse su propio cuerpo. Pero Nefandi le había traicionado. Ahora lo máximo que podía esperar era eliminar a los enemigos declarados de su gente. Nefandi y el mentediós llamado Delph… tarde o temprano se enfrentaría a ambos con este nuevo cuerpo experimentado en el arte de dar muerte.

Bajó deslizándose la pendiente de una duna escarlata, exultante con su libertad. Manteniendo erguida la cabeza, la visión temblando en sus ojos, caminó con decisión hacia adelante. Pero el esfuerzo por mantener el control debilitó su voluntad. Tiempo… tardaría tiempo.

Se detuvo junto a un peñasco y se sentó contra él. Las células de su cuerpo cantaban, y escuchó con atención…

Sumner despertó y gruñó al ver dónde se encontraba. El viento, fino y persistente como un rumor, había empezado a borrar sus huellas. Vagamente recordó un sueño lleno de sonidos. Se frotó la cara y se levantó, temblando bajo el calor rojizo.

—¿Crees que la espiral está en todas las cosas? —preguntó Colmillo Ardiente, cortando un cactus con su cuchillo de obsidiana.

El né silbó, bajo y sombrío, y su suave voz habló en el interior de la cabeza del tribeño: ¿Más tonterías de las Madres?

—¿Tonterías? —dijo Colmillo Ardiente sin mirar a Deriva—. Dices eso porque eres un né.

Lo digo porque es cierto. Lo único que tienen que ofrecer las Madres son tonterías.

Se detuvieron para sorber la dulzura del cactus, Deriva sin expresión, Colmillo Ardiente con sus ojos amarillos encogidos de placer. Al terminar, el tribeño escupió al suelo la pulpa del cactus.

—Né… ¿crees que la espiral está en todas las cosas?

Deriva parpadeó como un lagarto.

¿Qué es la espiral?

—La vuelta, el regreso —respondió Colmillo Ardiente—. Lo lleno se vuelve vacío; lo vacío, lleno. Como respirar.

¿Ciclos? ¿En todas las cosas?

—Sí.

Deriva escupió por encima del hombro la pulpa del cactus y habló con su propia voz desde el fondo de su garganta, casi con un ronquido.

—Yo-soy-né. ¿Tendré-alguna-vez-género?

La hoja oscura siseó cuando Colmillo Ardiente la enfundó.

—Se dice que regresaremos… cada vez de un modo diferente.

Tonterías.

—Se dice.

Querrás decir que las Madres te lo han dicho.

Colmillo Ardiente frunció el ceño, sus rasgos afilados como los de un lobo.

—Las Madres saben.

Un carajo.

—Entonces, né, ¿cómo saben con cuáles de nosotros aparearse?

No lo saben.

Un tic gritó en silencio en la comisura de la boca de Colmillo Ardiente.

Deriva palmeó sus manos huesudas ante él, y se encogió de hombros. Las Madres se aparean con los que parecen más fuertes. Los verdaderamente excepcionales, por lo general aquellos más hermosos, son elegidos como líderes… como tú mismo. Pero las Madres no saben más de lo que sabe nadie que tenga ojos.

Una fina sonrisa de sabiduría flotó sobre los labios de Colmillo Ardiente.

—Hay misterios-madre, né, revelados sólo a unos pocos.

No, semental, sólo están mintiendo. Los ojos cristalinos de Deriva no parpadearon. No hay misterios. No hay espiral.

Colmillo Ardiente contempló al vidente como si escrutara en la profundidad del mar. Se golpeó las rodillas y se levantó.

—Es tarde —anunció—. Debemos encontrar un sitio y comunicar.

Deriva le observó buscar cactus escondidos, y sintió un latigazo de remordimiento por haber desafiado las simples creencias de este hombre. Colmillo Ardiente era un buen líder, justo y amable con la tribu y con los né. Su fe era parte de su actitud abierta. El vidente miró en su interior y se gritó a sí mismo: No vuelvas a descargar en los amigos el odio a las Madres. Se levantó y se encaminó a la zona del manantial donde el agua quedaba aislada por sus meandros. Tras agacharse para tomar un último sorbo, el vidente contempló las huellas de un puma de los pantanos en la tierra, frescas como pétalos negros.

¡Colmillo!

Colmillo Ardiente acudió corriendo y estudió las huellas.

—Menos de dos horas. ¿Quebrantahuesos?

Tiene que ser, pensó Deriva, y Colmillo Ardiente palpó su respeto. No le siento en absoluto ¿pero por qué otra razón se internaría tan profundamente en el desierto un puma de pantano?

Un grito gimoteante se alzó en la distancia… el maullido etéreo y solitario de un gato grande.

Ahora somos tres.

—Vamos, tenemos que encontrar un sitio antes de que oscurezca.

Colmillo Ardiente abrió camino entre los matojos quemados por el sol hacia un paisaje hirviente de riscos negros y dunas de sal.

Durante los dos últimos días habían recorrido el Camino de un manantial al siguiente, buscando la presencia del enemigo de Quebrantahuesos. A finales del tercer día empezaron a preguntarse si el extranjero era realmente un enemigo. Deriva lo sentía, aunque le resultaba imposible detectarlo. Así de vacía se hallaba su mente. Se encontraba cerca y permanecía por los alrededores, recorriendo el terreno ensombrecido. Les vigilaba, pero no actuaba como un enemigo. No orinaba en los manantiales después de beber, y no había dejado pinchos envenenados en la arena que hubieran descubierto hasta el momento.

Lo que asustaba a Colmillo Ardiente era que no era visible ningún rastro: ni una huella ni un olor de orina. El hombre era sobrenatural. Aquello sorprendía e inquietaba a Colmillo Ardiente, y como no podía sentir las tenues vibraciones de la sal del extraño, ni siquiera a través de Deriva, había empezado a dudar de su existencia. Tal vez era uno de los planes del magnar para comprobar su lealtad o su profundidad espiritual.

Se deslizó por una pendiente de arena rojiza y subió una colina de roca negra lamida por el viento. En lo alto miró más allá de las ondulantes dunas saladas, más allá de los campos de color de bronce de arena cubierta de guijarros, en dirección a las tierras altas llenas de cráteres. Supuso que aquél, sería un buen sitio para comprobar su teoría, ya que las praderas de ceniza alrededor de los cráteres atrapaban incluso las huellas de las libélulas.

Colmillo Ardiente avanzó atrevido por encima de la extensión de ceniza, cortando una línea recta de huellas hasta una zona de macizos de azufre. Sentado en el duro suelo entre los macizos de azufre, Deriva se sentía en calma. La noche anterior la habían pasado al aire libre, y hasta el amanecer Deriva yació sumido en semiestupor, sintiendo la fina psinergía del extraño moviéndose a través de las formas pétreas que les rodeaban. Al menos aquí, aunque no había nada de comer, habría huellas por la mañana.

Colmillo Ardiente rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto y sacó un arpa diablo, un oscuro dado de madera de castaño que los voors le habían dado a cambio de comida cuando era joven. La madera desgastada estaba hueca por dentro, y sus cables plateados eran visibles a través de los agujeros en sus lados. Colmillo Ardiente se llevó a los labios uno de los agujeros, y una corona de sonido agudo y chispeante se formó a su alrededor.

Deriva cerró los ojos y experimentó un latido de cálida energía humana en algún lugar hacia el oeste. El extraño se encontraba aún con ellos.

Colmillo Ardiente tocó su arpa diablo durante largo rato, enviando su música por las tierras altas, a veces melancólica con vibrantes ensombrecimientos y desgarros, y otras veces acuosa, brillante como el hielo, se retiraba y regresaba como sonidos sumergidos. Deriva siguió las resonantes vibraciones de psinergía humana que rodeaban a la música, cerca y luego lejos, hasta que se hundió en el sueño.

—¡Deriva!

Una mano gruesa y dura sacudió al vidente hasta despertarlo, y un cálido susurro acarició su oído:

—¡Está aquí!

Deriva se sentó. Colmillo Ardiente estaba agazapado e inmóvil, mirando a uno y otro lado, con una mano aferrada al crucifijo que llevaba colgado al cuello.

—Le he oído pisar las rocas —susurró.

Tal vez fuera Quebrantahuesos.

—No, no era el peso de un gato o… ¡Mira!

Deriva se volvió en la dirección que indicaba la mirada de Colmillo Ardiente y vio dos ojos luminosos junto a uno de los macizos. Se desvanecieron.

El vidente tranquilizó su mente, tratando de sentir la presencia que acababa de confrontar. Nada: la brisa del amanecer resonando entre las rocas y el distante siseo de las grutas de vapor. Una sensación apartada y precaria se extendió en el né, y tembló al pensar que lo que había encarado podría ser realmente un enemigo.

—¡Paseq! —Colmillo Ardiente gritó el nombre sagrado a la neblinosa oscuridad—. ¡Paseq!

¡Calla! Deriva agarró con fuerza el brazo de Colmillo Ardiente. Podría pensar que lo estás amenazando.

—Los espíritus no pueden soportar el nombre del Divisor —explicó el tribeño, y entonces volvió a gritar hacia el lugar donde había visto aquellos ojos chispeantes—. ¡Paseq!

No es un espíritu. ¡Los espíritus no tienen ojos!

—¡Paseq!

Los dos miraron con atención tras el eco de los gritos de Colmillo Ardiente. Un largo momento de silencio se tensó a su alrededor. Y entonces, silencioso como una sombra, un hombre fornido salió de detrás de un montículo de azufre, a cinco metros del lugar donde miraban. Incluso agachado bajo la débil luz del amanecer, su pecho henchido y su espalda cubierta de músculos eran majestuosos. Ojos planos y delgados de víbora contemplaban sin expresión desde una cara purpúrea: un rostro de ídolo, rematado por pómulos animales y amplia mandíbula. Su carne brillante era una oscura máscara irisada.

Colmillo Ardiente retrocedió un paso. Gruñó, pero había temor en sus ojos.

Deriva se arrodilló, extendiendo los brazos en el gesto né de sumisión. Arrodíllate, le comunicó al tribeño.

—¡Foc! —ladró Colmillo Ardiente, su labio superior temblaba. Se inclinó desde la cintura, rápidamente, y se encaró a la aparición con los brazos abiertos pero con la cabeza alta.

Deriva envió su mente hacia adelante. Saludos, extranjero. Somos vagabundos de los Serbota… un guerrero éxtasis y su vidente. Saludos. Pensó en duchas de sol. Pensó en árboles de flores azules.

La luz del día se agitaba en los ojos de Sumner.

Quería estallar, dejarse arrastrar por la violencia y librarse del aturdimiento de su cerebro. Pero la voz de su mente, la misma que oía desde hacía dos días, era amable. Venía de la criatura baja y negra, la cosa sin pelo con ojos de aguja y labios partidos. No llevaba armas, pero la otra criatura, el ser peludo con ojos de león y cara con hocico, tenía un cuchillo.

Colmillo Ardiente leyó la mirada de Sumner y sacó el cuchillo lentamente, presentando primero su mango.

Sumner lo apartó. ¿Por qué le habían perseguido estos distors de carne retorcida si no iban a matarle? Tras pensarlo, un dolor ácido reverberó en su cráneo y se tambaleó.

¿Quién eres?, preguntó la voz quebradiza, y su amabilidad le tranquilizó.

Sumner se enderezó lentamente, como si se elevara de una gran profundidad.

—Kagan —susurró.

El vidente se señaló, Deriva, y señaló a su compañero, Colmillo Ardiente. Somos vagabundos Serbota del bosque del sur. Hemos venido porque hemos sentido tu presencia. ¿Podemos ayudarte?

Sumner se sorprendió de que aquella cosa brillante como un escarabajo pudiera alcanzar su cabeza como un voor.

No somos voors, envió Deriva, y deseó no haber visto envararse a Kagan. Sólo vagabundos. Soy un vidente, un… Tan cerca de Kagan podía sondear profundamente en su mente: ya sabía que el hombre no intentaba hacerles daño, aunque parecía preocupado. La palabra que buscaba saltó en su cabeza… telépata. ¿Te gustaría ver?

Sumner frunció el ceño, y entonces hizo una mueca mientras el distor extendía sus manos arácnidas para tocarle.

No hay daño. No hay engaño.

Colmillo Ardiente, al ver que Kagan le miraba, tomó la otra mano de Deriva. El poder psíquico que le arrebató produjo una sonrisa estúpida y benévola en su cara.

Sumner observó con atención a los dos distors. Parecían mucho menos amenazadores de lo que se le habían antojado desde lejos. Era difícil creer que estas criaturas llenas de miedo hubieran creado aquella loca música que le había hecho sentir la necesidad de confrontarlos. ¿Y ahora? Extendió la mano y dejó que el distor tocara su antebrazo.

Un resplandor, claro y balsámico, latió en él, inundando todo su cuerpo de luz. Por la superficie de su cerebro chispearon esquirlas de plata. Sintió con certeza cinética que eran buenas personas, el pueblo alegre. Su mente se abrió, vacía por fin de las demoníacas riñas y el dolor atenazante que habían congelado sus pensamientos.

Pero Deriva y Colmillo Ardiente no sintieron su súbita alegría, pues sus mentes bullían con los gritos lastimeros y sobresalientes de los voors muertos. El frío silbido del espacio se curvaba en sus huesos, haciendo temblar su carne.

Sumner vio el terror en los ojos de Colmillo Ardiente y sintió el rigor del miedo en el contacto de Deriva, y retrocedió. La paz del corazón de la joya que le envolvía estalló y quedó transfigurado por una espina clavada en su cráneo. Apretó los dientes hasta que el dolor remitió.

Tú… ¡sufres! Deriva se había derrumbado y yacía en el suelo contra un pedrusco de lava, frotándose la cabeza calva con sus gruesos dedos. Colmillo Ardiente se acurrucó a su lado, mirando a Sumner con ojos acobardados húmedos de dolor. Ambos oían todavía el viento etéreo y sus gritos totales ensombreciendo el núcleo de sus cerebros. Pero ahora también los dos veían un aura dorada alrededor de Kagan. Deriva comprendió que habían mirado su consciencia-kha: estaban viendo la fina luminosidad del cuerpo. Pero Colmillo Ardiente creyó que estaba en presencia de una deidad torturada: Seie el dios errante o, peor, el Oscuro.

El tribeño se postró, y Sumner pensó que el dolor le había hecho doblarse.

¿Cómo puede sufrir tanto un ser tan poderoso?

Sumner miró a Deriva y contempló sus dedos por encima de la mancha oscura de su cara.

—Lusk.

Deriva parpadeó. ¿Lusk voor?

Sumner asintió y ayudó a enderezarse a Colmillo Ardiente.

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