Radix

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VOORS » El vaciado

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Sumner sirvió a tres mujeres por día durante varias semanas. Prefería terminar sus deberes de apareamiento a primeras horas de la mañana para tener tiempo de pescar. Ésta era la única ocupación que le permitían las Madres; su sitio favorito se encontraba en un extremo de un ancho claro. Allí, en la musgosa orilla del río marrón, pescaba truchas perezosamente.

Los cazadores Serbota que recorrían el río no hablaban con él ahora que las Madres le habían retirado su piragua. Sólo los niños y los né toleraban su presencia. Los né eran particularmente receptivos ante él, y le prepararon una habitación en uno de sus habitáculos, pero Sumner no se sentía cómodo entre ellos. Eran generosos y siempre estaban dispuestos a compartir los secretos de sus asuntos con él, pero eran perpetuamente severos. Su tristeza era honda porque no tenían género ni el propósito de la familia.

Sumner prefería estar solo.

A menudo, mientras pescaba en las profundas lagunas creadas por los árboles caídos, lejos del río, veía su piragua deslizarse sobre el agua, liviana como una hoja. Siempre navegaba alguien diferente en ella, y siempre pretendían no verle. Sumner no se enfadaba. Estaba orgulloso de su canoa y se sentía feliz de que no tuviera dueño. En cierto modo seguía siendo suya, y siempre existía la posibilidad de que pudiera recuperarla.

A finales de su segundo mes en Miramol, Sumner volvió a reunirse con Quebrantahuesos. Empezó cuando estaba pescando. Había soltado un saltamontes en un profundo canal, y una trucha picó al momento. Tiró de ella y mientras retrocedía en la corriente los sintió.

Dos voors, con las capuchas echadas y los ojos vagos y errabundos fijos en él estaban a sus espaldas, y avanzaban deprisa. Los dos tenían caras negras de lagarto. Al mirarlos, Sumner sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Dudó sólo un instante, pero en ese momento uno de los voors abrió la boca y reveló una diminuta cerbatana entre los dientes. El dardo le picoteó el cuello cuando trataba de esquivarlo.

Con horrible lentitud reptilesca, cayó de espaldas, retorció las piernas y se tumbó boca abajo. La toxina con la que le habían herido dejó sus músculos fofos, y mientras se derrumbaba vio que los dos voors se acercaban hacia él. Uno de ellos decía algo insistentemente:

—¡Dai Bodatta!

Una oleada de dolor se formó en su garganta y corrió hacia adentro, dejándolo inconsciente. Se debatió, bizqueando entre las densas luces de color verde-plateado. Los voors le habían cogido por los brazos y le levantaban del suelo. Sumner se sentía como arena mojada. Como madera.

El aire tembló, y el rugido atravesó el claro con tanta fuerza que el pecho de Sumner se tensó. Los matojos ante ellos se dividieron y un puma azulplateado saltó al calvero; sus pupilas amarillas eran dos chorros de fuego. Se agazapó ante ellos, todos sus densos músculos tensos bajo el loco latido de su garganta.

Los voors soltaron los brazos de Sumner y retrocedieron. Lo último que vio de ellos fueron sus capuchas agitándose como alas en el borde del bosque. Entonces el temible olor del gran gato llenó sus sentidos y su sombra se proyectó sobre él.

El puma de vientre negro se hallaba aún con él cuando se despertó con un terrible dolor de cabeza.

Los voors te quieren para sus propios propósitos, explicó Deriva, con una mano sobre la cabeza del puma. El magnar cree que deberías dejar Miramol por una temporada y alojarte con él en el desierto.

Sumner permaneció en silencio un instante, sintiendo que la vida flotaba en su interior. Se alegraría de dejar Miramol. Y quería ver de nuevo a aquel ser que podía mandar sobre voors y animales. Miró al puma, y el gran gato le miró a su vez fijamente, sus ojos verdes destellantes de reflejos.

—Iré ahora —dijo, levantándose contra la gravedad de la droga.

¿Ahora? El né parpadeó. Escuchó el zumbido de la mente de Sumner y vio que recordaba la travesía del desierto que habían realizado juntos. Conocía la ruta a través de la tierra desértica hasta el magnar. El né se sorprendió, pues incluso los videntes necesitaban hacer varias veces el recorrido para aprender el camino. ¿No deberías descansar?

—Llevo semanas descansando. —Sumner observó cómo el puma se internaba en el bosque—. Los voors me quieren ahora. Les será más difícil sorprenderme en el desierto.

Te proporcionaremos cantimploras y sandalias en los habitáculos.

—No las necesito.

Deriva le miró y vio que era cierto.

Entonces, toma esto. Le tendió el bastón né que llevaba.

Sumner sonrió y aceptó la larga vara.

—Me encontrasteis en el desierto, ¿recuerdas? No te preocupes.

Los ojos del né destellaron. No eres tú quien me preocupa. Es el magnar. He visto la muerte a su alrededor.

Sumner alzó el bastón y se apartó del río y del né.

—He jurado servir a Quebrantahuesos. Cuidaré de él.

Deriva le acompañó al lugar donde empezaba la extensión del desierto y le dejó allí con el canto tradicional:

Estamos hechos de distancias.

Avanzamos constantemente,

Solos y predestinados,

Aprendiendo lentamente

Que hacer un alto no es llegar.

Solo en el desierto, donde nadie podía oírle, Sumner aulló de felicidad y dejó que sus sentimientos se transformaran en palabras:

—¡Distors idiotas! ¡Estoy vivo en vuestro infierno! ¡Nunca voy a morir!

Gritó la última palabra y el fanatismo en su voz se la devolvió. Vivir con los dístors, compartir su cuerpo con las mujeres raras le había vuelto extraño… Echó a correr sobre las piedras rotas del desierto, agradecido de moverse y no pensar. La vida no era una mierda. La vida era una corriente de amor, de sentimiento y pensamiento, lasciva en su brevedad. Se rió y su alegría fue tan intensa que le quemó la garganta.

El anochecer le condujo a un manantial espumoso. Se sentó en un terreno fangoso salpicado de álcali y contempló los fuegocielos brillantes.

Una chispa amarilla destelló bajo el arco de un dolmen, y una llama chisporroteó y chasqueó en la madera seca. Quebrantahuesos apareció, encorvado sobre una pila de leños retorcidos por las llamas. Su larga cara de ídolo sonrió con benevolencia. Hizo un gesto a Sumner para que se le uniera y sacó un cazo ennegrecido y cuatro huevos de serpiente verdiblancos.

—¿Tienes hambre?

Sumner se acercó al arco de roca, se abrió espacio con su bastón y se sentó. Su mente bullía de preguntas: cómo le había encontrado el magnar, por qué, pero las ignoró y se sumió rápidamente en autoscan.

—Muy bien —dijo Quebrantahuesos—. Mantén tus pensamientos tranquilos. Es un buen principio. —Alzó el cazo sobre el fuego y le tendió a Sumner dos huevos. Sacó de una bolsa un puñado de ascalonias pequeñas y pimientos amarillos. Los dos hombres cocinaron y comieron en silencio.

Cuando terminaron, Quebrantahuesos eructó sonoramente y se inclinó hacia delante.

—Escucha, joven hermano, ese autoscan en el que eres maestro es una forma muy buena de permanecer sentado en silencio durante un tiempo, pero después de un rato se vuelve terriblemente ruidoso.

Un coyote ladró, y su lamento de pesar se repitió por el desierto.

Sumner frunció el ceño, intrigado.

—¿Qué quieres decir?

Quebrantahuesos le hizo callar con un gesto.

—Escucha.

El coyote aulló de nuevo, ladrando a su propio eco. La llamada era débil y esforzada, y su sonido llenó a Sumner de tristeza.

Un momento después, el magnar sonrió y se rascó la oreja.

—Ese coyote es igual que tú. Tampoco ha encontrado su lugar. —Se acercó más para que Sumner pudiera ver sus ojos, oscuros y fijos—. Miramos desde el interior de nuestros cuerpos. Como el coyote, pensamos que estamos dentro de nuestros cuerpos. ¿A qué llora ese animal? —Con los ojos señaló la luna, que se deslizaba entre las nubes—. Pensamos que estamos dentro de nuestros cuerpos, pero parte de nosotros se encuentra también allí arriba. ¡Qué solitaria es esa parte!

Sumner contempló sombríamente al anciano, sintiéndose oscuro e indiferente, parte de la noche.

—Ambos, el coyote y tú, pensáis que tenéis un sitio donde ir. —La cara de Quebrantahuesos pendía en la oscuridad, mostrando una sonrisa melancólica y misteriosa—. Pero el mundo es sentir, Kagan. No hay nada más. De verdad… no hay nada más. Pero nada puede ser algo, y por eso pensamos que tenemos sitios a donde ir. —Las pobladas cejas del magnar se cruzaron sobre su nariz—. La psinergía sigue al pensamiento. Deja de pensar en no-pensar. Conviértete en la consciencia misma. Conviértete en UniMente.

Sumner se sentía intranquilo porque no comprendía a Quebrantahuesos.

—¿Qué quieres de mí, magnar?

—Muy bien, joven hermano. —El magnar palmeó la rodilla de Sumner con el afecto ceñudo con que un hombre acaricia a su perro—. Déjame que te diga una cosa más. Si quieres encontrar un buen lugar donde estar, ningún lugar será lo bastante bueno. Pero si lo dejas ir todo, si vacías de verdad tu cabeza, entonces cualquier sitio donde estés valdrá… ¡incluso la luna! —Palmeó con fuerza la rodilla de Sumner y se echó a reír, pero Sumner le observó pensativo, tratando de calibrar la locura del viejo.

La risa desapareció de la cara de Quebrantahuesos, y se frotó las piernas cansinamente.

—¡Palabras! —escupió—. Tonterías. Lo mismo daría que estuviera hablando a un coyote. —Rebuscó en la bolsa de cuero que llevaba y sacó un fajo de pequeños sobres—. Eres un hombre de acción, así que bien puedo darte algo que hacer. Tus órdenes. —Le ofreció el fajo a Sumner—. Están numerados. Ábrelos en orden sólo a medida que vayas cumpliendo tus misiones. Cuando acabes, regresa a Miramol. Las Madres tienen otro trabajo para ti.

Quebrantahuesos bostezó y con una sonrisa cansada se tendió ante el fuego extinto y se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente Sumner se despertó antes de la salida del sol. Pero el anciano se había ido. La forma que durante toda la noche había pensado que era Quebrantahuesos sólo era un peñasco erosionado por el viento.

La primera misión de Sumner le envió a las profundidades de las montañas volcánicas para encontrar un trozo de cornalina. El segundo sobre le llevó a un viaje por el corazón calcinado de Skylonda Aptos y el gran Pantano Kundar. Chapoteó entre lagunas llenas de sanguijuelas, flotó sobre arenas movedizas y roció árboles con fruta podrida para distraer a los malignos monos que arrojaban piedras mientras obtenía lo que había venido a buscar: una ramita de caoba blanca.

El tercer sobre le hizo regresar al desierto para localizar un laberinto de roca infestado de lagartos venenosos. En su centro había un pozo de sal donde llenó un saquito con granos puros.

Desde allí viajó a las tierras de las víboras, un terreno pantanoso de pozos de alquitrán y pegajosas plantas venenosas, donde tuvo que espantar moscas de espalda amarilla hasta que encontró un caparazón de tortuga del tamaño adecuado. Después de eso, siguió un largo río hirviente hasta una jungla vaporosa para recoger un puñado de nueces de macadamia. Al salir de la jungla, sondeó las lagunas de algas infestadas de víboras en busca de huevos de lagartos alados. Y finalmente se colgó precariamente de un neblinoso acantilado para cosechar una gigantesca variedad de fresas amarillas.

Durante las nueve semanas que tardó en recopilar todos los artículos requeridos, Sumner se mantuvo en perpetuo autoscan. Sabía que si dejaba vagar su mente sólo se preguntaría qué estaba haciendo y se refrenaría. También existía la amenaza de los voors. No vio a ninguno en el curso de sus vagabundeos, pero los recuerdos de su lusk y el ataque con la cerbatana le mantenían vigilante. Cuando llegó al habitáculo de piedra de Quebrantahuesos con todo lo que se le había pedido, se encontraba tranquilo y alerta como una serpiente.

Quebrantahuesos se rió estentóreamente cuando Sumner entró en la caverna iluminada por los rayos del sol. Examinó con cuidado cada uno de los artículos.

Con una piedra esmeril afiló un borde del trozo de cornalina hasta dejarlo afilado como una cuchilla. Con su nuevo cuchillo talló diestramente el dedo de caoba blanca hasta formar un hermoso tenedor. Después de limpiar el caparazón de la tortuga lo utilizó como plato para comer una tortilla hecha con el huevo de lagarto alado, ligeramente aderezado con sal y sazonado con nueces molidas de macadamia. Dispuso las fresas amarillas como adorno alrededor del plato.

—¡Ah! —Se lamió los labios y guiñó a Sumner—. He esperado mucho tiempo para un desayuno como éste.

Sumner se crispó por dentro, pero por fuera permaneció absolutamente tranquilo.

—¿Por qué?

La larga cara de Quebrantahuesos mostró una mueca de indiferencia.

—¿Por qué la vejez? ¿Por qué el frío? ¿Por qué las notas dentro de una flauta? No somos nada, joven hermano, excepto lo que olvidamos que somos. No luches con tu inconsciente.

—He arriesgado mi vida por esa tortilla.

¿Era éste el ser que había calmado el voor en su interior? Sumner escrutó los ojos marrón rojizo en busca del poder que sabía se encontraba allí, pero sólo vio un anciano místicamente tocado.

Quebrantahuesos reconoció la decepción en el rostro de Sumner, y la furia le asaltó.

—¿Por qué? —Su voz era brusca y llena de sentimiento mientras sostenía la mirada de Sumner—. El mundo no tiene esquinas, joven hermano. Si empiezo a explicar por qué yo soy y por qué tú eres, no habrá momento para parar.

Sumner no se dejó convencer. Su cara oscura y fruncida parecía quemada.

Quebrantahuesos se dirigió al centro del estudio. Recogió un puñado de polvo y lo dejó caer entre los dedos, esparciéndolo a su alrededor mientras hablaba.

—Si eres lo bastante abierto, todo es consciencia. El polvo, la roca, el sol. —Colocó una mota de arena en la uña de su pulgar y la acercó a la nariz de Sumner—. Cada partícula atómica es una familia de seres. Tan conscientes de sí mismos como tú. Todos somos iguales… todos lo mismo, sólo vibramos de forma diferente. Todo es luz.

El magnar se sentó tan lentamente que pareció no tener peso.

—Piensa en todos los seres que han participado para formarte. Piénsalo. Millones de seres accediendo en formar una forma humana… esta forma humana. —Cogió las manos de Sumner, y el éter de los sentimientos del joven brilló—. ¿Por qué? ¿Por qué eres el centro viviente del transparente e inflexible diamante del tiempo? Todos tenemos un destino. Nada es casual. El tiempo es una gema perfecta.

Quebrantahuesos soltó la mano de Sumner, y su respiración se hizo más profunda, como si quisiera decir algo sin palabras.

—Eres el eth, la entesombra de un mentediós del norte llamado Delph.

Aquel nombre sacudió la mente de Sumner con recuerdos de Nefandi y Corby.

Quebrantahuesos malinterpretó por incredulidad la sorpresa de Sumner y se echó a reír.

—¡Nombres! La historia es ésta: hace más de mil años, el sol y sus planetas entraron en una corriente de radiación que no tiene origen. La radiación procede del eje de nuestra galaxia, donde la gravedad de un billón de soles ha abierto nuestro universo al multiverso. Allí, en el corazón galáctico, la energía procede de un infinito de otras realidades. Una de esas energías atemporales es la psinergía, modos de ser que tú y yo reconoceríamos como sentientes. Cuando esa psinergía alcanza la Tierra, cambia la estructura genética de los humanos, y en una generación o dos se convierten en voors, distors y a veces en mentedioses. Estos últimos son seres huérfanos de los mundos que los han creado. Luchan con fuerza para sujetarse a las pautas que los anclan a este planeta, porque la corriente de psinergía se separa de nosotros. Cuando desaparezcan los fuegocielos, no habrá más mentedioses nuevos. Los que sobrevivan poseerán la tierra.

Sumner recogió un guijarro y lo hizo girar entre sus dedos tranquila, sabiamente.

—Y yo soy el eth, la entesombra de un mentediós. ¿Y eso qué significa?

—La luz ha construido un templo en tu cráneo, joven hermano. —Quebrantahuesos le observó con tranquilidad—. Hace muchos siglos, el Delph fue un hombre. Los científicos de su época alteraron su cerebro porque esperaban ampliar su consciencia lo suficiente para encontrar soluciones para los sorprendentes cambios en su mundo: las tormentas raga y los distors que aparecían por todas partes. Ignorantes, abrieron la mente de un hombre lo suficiente para que un mentediós de otro universo lo poseyera. Esto es una teoría. Lo que es cierto es que, una vez que el Delph tuvo una forma física lo bastante fuerte y especializada para contener su psinergía, empezó a alterar caprichosamente las pautas de energía a su alrededor. Reformó la realidad.

—¿Pero quién es? ¿De dónde procede?

—La luz del centro galáctico no es la luz del sol o de las estrellas. La energía no procede de la fusión de átomos. Procede de la luz de un interminable número de universos paralelos. ¡Un número interminable! ¡Cualquier cosa puede saltar del infinito!

La cara de Sumner se llenó de incredulidad.

—¿Quién es? —repitió Quebrantahuesos, alzando la barbilla inquisitivamente—. Un ser de luz. Como lo eres tú. Como lo es todo. Pero él es la luz de otro continuum, y cuando tomó forma humana descolocó las sutiles energías de este mundo. A lo largo de los siglos esos ecos de psinergía se han reflejado y entremezclado a través de las excentricidades de la biología y lo que llamamos el azar. Y por eso las pautas de la cromatina han cambiado y han nacido algunos humanos con suerte, psíquicamente intocables. Esos son los eth. Tú eres uno de ellos.

—Con esto no me dices nada.

Quebrantahuesos sonrió benévolo.

—Lo que significa es que eres el único ser del planeta al que el Delph no puede tocar con su mente capaz de cambiar la realidad. Eres el escudo perfecto para un asesino voor.

La comprensión suavizó la mirada de Sumner.

—Toda tu vida es la intención de un ser mayor que tu imaginación —dijo Quebrantahuesos, su voz trémula con la excitación y el miedo que sentía hervir en Sumner—. Llevo viviendo más de mil años, y durante todo ese tiempo te he estado esperando. Y al voor que llevas dentro. Queremos la misma realidad.

—No —dijo Sumner, casi en un grito—. No quiero el lusk. No quiero ser utilizado por los voors.

El rostro formado por la edad de Quebrantahuesos se suavizó, y se rió en silencio un rato antes de decir:

—No eres nada. Un ego. Un fantasma de recuerdos y predilecciones. No cuentas para mucho en la visión general de las cosas. Olvida lo que piensas que eres. La psinergía sigue al pensamiento, y se convierte en la consciencia misma, no las formas de la consciencia. El autoscan no es suficiente, porque te limita a una sensación. Para estar entero, para ser UniMente, el centro viviente en ti tiene que ser lo que sienta, piense, se autoexamine.

—No comprendo.

—Conviértete en la búsqueda que ya has comenzado.

La voz de Sumner se debilitó.

—No estoy buscando nada.

Quebrantahuesos sacudió comprensivamente la cabeza.

—El eth siempre buscará su fuente. El eth es más grande que tú. Soy yo y también Corby. Son todos los hechos que te alcanzan. Puede que te cueste la vida, pero el eth te conducirá al Delph.

—No. —Sumner cruzó las manos en el aire—. Te agradezco tu ayuda, magnar, pero no voy a aceptar ninguna búsqueda para un voor. Estoy completo en mí mismo. No voy a servir a un voor.

—Eso no lo puedes decir tú. —La cara del magnar se volvió sombría—. Tu mente toma la forma de tu ser. No puedes esperar comprender aquello de lo que sólo eres una parte. Por eso mi vida tiene esta forma: para poder estar aquí ahora, para vaciarte, para liberarte de los límites del conocimiento y abrirte a la UniMente.

—¿De qué estás hablando? —Sumner parecía descontento.

—No dejaré que tu ego interfiera en mi destino. Aún estás en deuda conmigo, Kagan. Debes hacer lo que yo diga. —El magnar extendió las manos y tomó entre ellas la cara de Sumner. El latido del campo etérico del hombre le cosquilleó en las palmas mientras se fundía con su psinergía—. Y con esa autoridad, te ordeno que olvides esta conversación.

Cuando Quebrantahuesos tomó su cara, Sumner vislumbró toda la caverna brillando entre los dedos del anciano, la brumosa luz del sol y las sombras azules rebosantes de seres semivisibles. Entonces Quebrantahuesos lo tendió de espaldas con un brusco enderezamiento del brazo, y le inundó la oscuridad.

En el momento en que golpeó el suelo, los ojos de Sumner se abrieron. El magnar estaba encorvado sobre el caparazón de la tortuga terminando su tortilla. La luz del sol de la mañana formaba una aureola sobre su pelo blanco.

—Descansa si quieres —dijo Quebrantahuesos con la boca llena de comida—. Has viajado muy lejos, joven hermano, y estoy satisfecho.

El sueño se debatía en el pecho de Sumner como un problema interno. Pero no podía descansar. Había algo en su mente… La sonrisa maliciosa de la cara de Quebrantahuesos le intrigaba. ¿Por qué? Sumner contempló abstraído a través de un agujero-ventana los rayos dorados del amanecer. ¿Por qué había trabajado tanto por una simple tortilla? Escuchó en su interior, pero su mente guardó silencio mientras los filamentos de luz se esparcían por el horizonte.

Sumner durmió profundamente durante varias horas y luego, con una bolsa de fruta seca y un pellejo de agua que le dio Quebrantahuesos, emprendió viaje a Miramol. El magnar pasó el resto del día intentando conectar de nuevo con su fuerza psíquica, pero estaba demasiado cansado. Cuando llegó la noche, hervía de frustración.

La luna era una pluma verde sobre la meseta. Quebrantahuesos se alzó sobre la cima de la torre de roca, los pies separados, los brazos extendidos, su cuerpo una equis contra los fuegocielos. Gritó al desierto, con fuerza, largamente:

—¡Ayúdame!

El eco de su llamaba se expandió rápidamente. Bajó los brazos y se hundió en su pose. El tiempo brotaba de las rocas mientras el último calor del día se alzaba a la noche, y la estupidez le provocaba escalofríos. Regresó a su cubil, murmurando para sí:

—Vete a dormir, viejo.

Todos los días, durante los últimos dos meses, mientras Sumner deambulaba por Skylonda Aptos, Quebrantahuesos le había seguido. Con el cuerpo envuelto en las mantas, tendido en su estudio de roca, su menteoscura se había abierto a la brillantez del halcón y el coyote, y había permanecido cerca del eth.

Las misiones habían sido diseñadas para frustrar a Sumner, para abrir su debilitado campo etérico. Y cuando esto sucedió, Quebrantahuesos canalizó la psinergía en su interior para convertirse en la mente de Sumner, en los animales y objetos que rodeaban a éste. Como serpiente, saboreó la fatiga de Sumner y proyectó la consciencia de la serpiente. Aquella noche, en un sueño, Kagan vio el desierto vivo, destellando con piezas de luz. Al día siguiente Quebrantahuesos se convirtió en la roca donde Sumner esperaba el amanecer. La tranquilidad magnética que radiaba el magnar suavizaba el ansia de Sumner por la familiaridad de su vida con los Rangers. Los efectos eran sutiles, pero durante las semanas de su búsqueda, la luz corpórea de Sumner se hizo más brillante y más fuerte.

Quebrantahuesos, sin embargo, se había vuelto más débil.

El largo esfuerzo de dar forma y enfocar la psinergía había debilitado su propio cuerpo. El magnar estuvo deprimido durante todo el día siguiente a la marcha de Sumner a Miramol. Una visión de muerte flotó a su alrededor como cabellos, y de vez en cuando introducía en sus ojos destellos de un hombre alto y salvaje con la cara surcada de cicatrices y un solo ojo del color de la sangre reseca. El miedo le atenazó durante todo el día, y se alegró de haber enviado a Sumner de regreso con las Madres.

Una pequeña habitación agrietada brillaba como una flor al final de un laberinto de corredores estrechos y oscuros. Cabos de velas de color rosa ardían en las tres esquinas de la celda bajo los conductos de aire. El cubículo se hallaba recubierto de pieles, amuletos, tapices doblados, iconos y cajas de mimbre: quinientos años de ofrendas de las tribus cercanas.

Destapó un cubrecama de piel de ocelote de una larga caja de roble repujada de sardónice. Entre los adornos palpó un resorte secreto y se deslizó un pequeño panel revelando un compartimiento relleno de gamuza. Quebrantahuesos apartó suavemente la tela y se sentó con las piernas cruzadas. Después de calmarse, desenvolvió la gamuza arrugada y contempló la suave y radiante luz de una joya nido.

En ese instante, en Miramol, varias Madres se agitaron inquietas en su sueño. Para ellas, el sueño se convirtió bruscamente en la claridad del trance. El magnar se alzaba en la sombra del mundo, un poco diferente para cada una de ellas.

Saludos, dijo, su voz medio quemando el miedo que le había asaltado antes. Mi siervo regresa a Miramol. Me ha servido bien en el desierto, y su luz corpórea es más fuerte. Pero aún vive dentro de sus días, lejos de su espíritu. Por favor, jóvenes hermanas, enseñadle a acumular el poder de su vida. Mostradle cómo atraer la psinergía en sus huesos. Sin vuestra ayuda, nunca será todo lo que es.

El trance de las Madres regresó al sueño mientras el magnar retiraba su consciencia.

Quebrantahuesos gravitó sobre la madriguera, hechizado como de costumbre por la visión astral de los fuegocielos y el fulgor de las estrellas blanquiazules, hasta que sintió que le veían. Un perro se alzó, agitando la cola, bajo una magnolia, y le observó con ojos fijos. Junto a él, sumida en la oscuridad, había una vieja ciega: una de las Madres. Jesda, su nombre se alzó en él mientras ella se levantaba y se tambaleaba en su dirección.

—Te veo, sombra-de-nadie —llamó la arpía, acercándose más. Tenía las manos en la cara y los dedos dentro de las cuencas de su cráneo—. Estos ojos robados ven a través del mundo, fantasma. La ausencia es presencia. ¡Lo sabes! ¡La ausencia es!

Jesda salió al titilante aire de la noche, y sus manos se apartaron de su rostro ajado. Quebrantahuesos se sorprendió por la intensidad del sentimiento en aquellos rasgos rotos: cuencas oscuras como el vino, y, como a veces le sucedía cuando viajaba entre las sombras, se introdujo en los sentimientos de lo que veía.

La risa resonó con fuerza en su interior y su menteoscura se pobló de colores musicales. Un sentimiento estrangulado, una aterrorizadora caída de todo, se tensó en él como si fueran náuseas. La locura de Jesda. Sin embargo, aunque sabía qué sentía, no podía romperlo.

Le asaltó el olor a carne quemada, y como una aguja prendida en su cerebro se abrió una realidad momentánea: vio al eth, Colmillo Ardiente y Deriva sentados ante la luz escandalosa de una hoguera: una pira, un templo de llamas con un cadáver en el altar, manojos de carne negra cayendo de sus rasgos… ¡su cara!

Quebrantahuesos se retiró de la joya nido, el atisbo de un grito en la garganta. Pasó un rato antes de que pudiera volver a respirar.

No más sombraviajar, juró, contemplando agradecido el plasma azul de la llama de una vela. En la mano sentía helada la gema voor y la envolvió en la gamuza sin mirarla.

Temblando, devolvió la joya nido a su compartimiento secreto y cubrió la caja de roble con la piel de ocelote. De regreso recorrió el corredor hasta una balconada natural, donde el frío aire de la noche le sostuvo con más fuerza en su cuerpo. Ahora que las Madres tenían la custodia del eth, podía descansar y fortalecer su psinergía.

Sorbió el aire helado entre sus dientes, y todo su cuerpo tembló, alerta. Sobre el horizonte, ardiente de fuegocielos verdes, flotaba la luna, roja y larga, con la forma del corazón de una serpiente.

La Madre vestía una túnica negra y antiguos amuletos, brillantes piezas de metal cubiertas con la escritura de los kro. Las cataratas la habían cegado y sus movimientos eran lentos y premeditados, comunicando su consciencia del mundo que la rodeaba. Sumner se sentó frente a ella en una habitación oscurecida con cortinas hechas de cabellos humanos. Estaba desnudo a excepción de un taparrabos azul, y su carne parecía madera engrasada, pulida por los cuatro días que había pasado en un baño de vapor. Florecillas de resina de acacia adornaban las esquinas, llenando la habitación con el olor de las montañas.

La Madre escuchaba con la cabeza inclinada hacia adelante mientras Sumner susurraba los nombres sagrados de los animales y las plantas de la jungla. Los nombres en sí no tenían importancia. Eran meramente una técnica acústica para conseguir el estado mental adecuado. Ocasionalmente, cuando sentía que su atención se debilitaba, le obligaba a repetir los extraños sonidos hasta que su mente volvía a concentrarse.

Las Madres estaban satisfechas con Sumner. Se había comportado mejor de lo esperado en los establos de apareamiento, y la mayoría de las mujeres con las que se había unido habían concebido. Para expresar su aprecio, las Madres comenzaron a enseñarle los métodos del cazador. Sumner ayunó durante muchos días y eliminó los venenos de su carne. Luego se sentó solo entre las colinas de enterramiento de color de lluvia y escuchó, como le habían instruido, a la espera de la llamada profunda.

Sentado al descubierto con las piernas cruzadas, Sumner se sintió estúpido y vulnerable, y su mente se replegó en sí misma. Pero en seguida derrotó su ansiedad, y las Madres se sorprendieron de lo bien que su luz corpórea respondió a su guía. Una Madre, una sacerdotisa medio ciega que había trabajado muchos años con los machos jóvenes, fue seleccionada para enseñarle los nombres sagrados y supervisar su consciencia de la llamada profunda.

Sumner obedeció a las Madres estrictamente por devoción a Quebrantahuesos. Sus enseñanzas le parecían rudas y arbitrarias, y contó las semanas que faltaban para terminar su servicio. Sentado al descubierto con la mente replegada en sí misma, no sentía nada más que los ritmos viscerales de su cuerpo. Varias semanas más tarde aún pasaba la mayor parte del día escuchando los latidos de su corazón y los palpitos de su aparato digestivo.

Al final de una tarde soporífera oyó un gemido: un pequeño grito distante que surgía del interior de sus entrañas. Su súbito estado de alerta lo ahogó, y pasaron varios días antes de que lo oyera de nuevo: un sonido se debatía y agitaba en los huesecillos de su cabeza. Esta vez se sumió sólidamente en autoscan y escuchó un silbido más agudo que el latido de su sangre, pero débil, profundo como su tuétano. Una lenta comprensión lo devolvió a su centro y advirtió qué era aquel sonido distante e imposible: la tensión en sus genitales, el sonido de sus genitales. Quería a una mujer de verdad.

¡Eso es!

Sumner se debatió, alerta. La Madre ciega estaba agachada junto a él, sus ojos blancos y cristalinos cargados de satisfacción. Tienes que escuchar con atención, pero un hombre puede oír su deseo de una mujer, la voz de la anciana chirrió en su mente. Concéntrate en eso. Estás preparado para iniciar el Ascenso.

Mientras escuchaba el gemido de la sangre hirviendo en sus genitales, Sumner aprendió a reunir esa tensión en un tenso paquete entre su ano y su escroto. Los músculos de esa zona eran delicados y muy difíciles de controlar, pero con la Madre guiándole pronto pudo mover la tensión más allá de su ano a la base de su espina dorsal sin aplastar su músculo esfínter.

El resto sucede solo, le dijo la Madre mientras trenzaba su pelo al estilo cazador. Durante tres días antes de cazar debes abstenerte de sexo. Entonces acumula tu psinergía en la base como te he enseñado. De esa forma, cuando los animales y las plantas vengan dejarán su espíritu contigo y lentamente la psinergía se acumulará. Algún día será lo suficientemente fuerte para subir por toda tu espina dorsal y entrar en tu cráneo. Entonces se abrirá tu ojo medio.

—¿Qué hay de las mujeres? —preguntó Sumner, tratando de apartar la petulancia de su voz—. ¿No tienen ojo medio?

Las mujeres tienen otros poderes. Esto es sólo cosa de hombres.

—¿Entonces por qué me enseña una mujer?

Ellas lo saben todo. ¿Acaso no te formó una mujer?

Sumner se guardó para sí los detalles de su escepticismo, aunque Deriva a menudo trataba de sonsacarle información. Le aseguró al vidente que todo eran tonterías y que rompería su voto de silencio cuando se completara su ligazón a Quebrantahuesos. Hasta entonces, se sentía atado a cumplir las restricciones de su tutelaje con las Madres. Siguió sus órdenes y ahumó su piragua cuando se la devolvieron. Incluso llegó a pasar una hora al amanecer apartando la tensión sexual de sus genitales y trasladándola a la base de su espina dorsal, aunque medio creía que era un ejercicio sin sentido.

En los oscuros túneles del bosque nublado no tenía consciencia de las Madres y era libre y extático como cualquier animal, atado sólo por los límites de su instinto. Las brumas del río giraban a su alrededor mientras lentamente se abría camino más allá que ningún otro cazador. Las aguas estaban aún muy altas, y era difícil conseguir alimentos. Pero abundaba la vida en el interior del bosque inundado, donde no existía el olor del hombre.

Sumner se deslizó sobre los bajíos y se abrió paso con cuidado entre los velos de musgo y raíces manchadas de hongos, buscando las zonas secas de tierra donde se alimentaban los tapires o anidaban las tortugas. Nada. La tierra estaba empapada de las necesidades de la vida animal, pero los animales se encontraban en otro lugar. Por muy silencioso que fuera, por paciente y astuto que pudiera ser, sólo se le presentaban presas pequeñas. Varias veces regresó a Miramol con las manos vacías, y los otros cazadores le gastaron bromas diciéndole que pertenecía, como Colmillo Ardiente, a los establos.

Al amanecer del tercer día se sentía desesperado, y en cuanto se aseguró de que se había internado en el bosque lo suficiente para que los otros cazadores no pudieran oírle, usó el nombre sagrado del cerdo que le habían enseñado las Madres. Nada. Un mono de cara blanca le miró, brincó y se perdió de vista. Deseó haber traído a Deriva consigo. Aunque los videntes sólo eran utilizados para cazar en tiempos de hambre, Sumner se sentía trastornado.

Retrocedió, se internó a través de la espesura y se detuvo. Tres pecaríes mordisqueaban las raíces de un gran árbol muerto. Alzaron las orejas, retrocedieron en círculo y empezaron a chasquear sus colmillos. Con su silbato, Sumner alertó a los otros cazadores. La caza de ese día fue grande.

Aunque los sonidos carecían para él de significado, lo que convenció a Sumner para que intentara de nuevo los nombres sagrados fueron precisamente sus fallos durante los días siguientes. No obstante, cada vez que los empleaba, encontraba formas de vida excepcionales: una trucha grande como un salmón, un abuelo manatí feliz de morir y cargado de grasa útil y dos gigantescos pavos salvajes.

Las Madres se sorprendieron al comprobar la rapidez con que Sumner había aprendido. Resolvieron no enseñarle más, temiendo que cuando su ligazón con Quebrantahuesos terminara lo revelara todo a los profanos. Ya había superado a muchas de las Madres en su habilidad para enviar y recibir psinergía.

Deriva también veía que Sumner acumulaba una gran fuerza. Observó cómo su luz corpórea giraba más fuerte y más rápida en su abdomen y formaba una pelota de luz dorada sobre sus glúteos. Pero Sumner no era consciente de este cambio. Las aguas bajaban, y no sabía si los responsables de sus presas eran los nombres sagrados o sólo el regreso de las criaturas a sus hábitats. Cuando Quebrantahuesos lo llamó para que acudiera a su retiro en el desierto, se lo preguntó.

—Todo eres tú —dijo el magnar con su perfecto Massel—. Te pones máscaras y pretendes ser un cerdo, o un pavo o un cazador Serbota, pero todo eres tú.

Sumner frunció el ceño.

—¿Entonces por qué la gente muere de hambre?

Quebrantahuesos sonrió como si Sumner hubiera visto su juego de manos.

—Jugamos un juego duro. ¿Qué gracia tendría si no muriera nadie de vez en cuando? ¿Qué haríamos con las máscaras que nos cansan?

Sumner aún tenía el ceño fruncido cuando Quebrantahuesos batió palmas.

—Ya basta de charla. Tengo dos misiones más para ti. Ambas son muy importantes y espero que las cumplas lo mejor posible.

—¿Tan importantes como una tortilla de fresas y nueces?

Quebrantahuesos le dirigió una mirada de reproche.

—Algún día comprenderás la importancia de una tortilla realmente grande. —Con sus ojos luminosos contempló la mueca de Sumner.

—¿Qué tengo que hacer?

—Entrega esto. —El anciano giró la muñeca como un mago y sacó una joya nido verde que capturaba la luz en su interior y brillaba como una flor—. Lleva a Deriva contigo. Sabe dónde ir. Dile que te lleve a los gruñones.

Sumner sintió un cosquilleo eléctrico en la mano al contacto con la joya. Le puso los pelos de punta y cuando miró en ella la suave luz se curvó en fúlgidos torrentes. En sus profundidades, más allá de los reflejos, un copo blanco temblaba, titilando con el resplandor de una estrella. Las radiantes flechas de luz cambiaban y volvían a formarse, y Sumner pensó en nubes de primavera que se formaban sobre verdes lagunas. Entonces los hilos refulgentes se anudaron y se tensaron para formar una imagen… la cara de un niño de blanca porcelana con ojos soñadores e incoloros. Si Quebrantahuesos no le hubiera sujetado la mano, Sumner habría dejado caer la piedra.

—Aún sufres el lusk, joven hermano. —Cogió la joya nido y la envolvió en seda negra—. Es mejor que te mantengas apartado de todas las cosas voor.

—Acabo de ver…

—Sé lo que has visto.

Sumner se frotó los ojos.

—¿Por qué?

Quebrantahuesos se encogió de hombros y le tendió la joya envuelta. Sumner la sopesó y trató de sentir la energía a través de la tela.

—¿Cómo funciona esta cosa?

Lo sabe el voor dentro de ti. Si de verdad quieres comprender, lo averiguarás.

—¿No vas a decírmelo?

Quebrantahuesos sacudió vigorosamente la cabeza y resopló como un caballo.

—Dejas demasiadas huellas a tu paso. No quiero sobrecargarte más. ¿No te das cuenta? Estoy intentando vaciarte.

El viaje de regreso a Miramol quedó empañado con recuerdos de Corby. Pensó de nuevo en el extranjero tuerto que había detenido su coche en Rigalu Fíats y le habló del Delph, y pensó en Jeanlu y cómo, toda su vida, había sido guiado por decepción y error. Hizo falta toda su disciplina en el autoscan para superar la torpe nostalgia que la imagen de Corby había introducido en su mente. Aun así, cuando llegó a Miramol, Deriva se dio cuenta de que no era el mismo.

La energía dorada que se revolvía como una cola al final de su espina dorsal se había diluido, y la cicatriz de la quemadura de su cara parecía más oscura que nunca.

¿Qué te preocupa?, preguntó Deriva.

Sumner le habló del rostro de Corby y sus pesados recuerdos.

El pasado es un disfraz, dijo el vidente, infligiendo a su voz telepática todo el sentimiento amistoso posible. No te preocupa eso de verdad. Lo que te preocupa es algo que sucede ahora. Tu año de obediencia está casi terminado.

Sumner asintió. Sabía que era eso. Lo que necesitaba era que alguien dirigiera su vida. No le importaba si eran los Rangers o Quebrantahuesos, pero necesitaba dirección.

¿De verdad? Deriva parecía un insecto fundido sentado en la hamaca colocada entre dos árboles rebosantes de enredaderas floridas. Tu vida, tal como yo la veo, ha sido fuerte y solitaria. Pero el lusk fue terrible. Es mucho mejor ser un esclavo que tener que enfrentarse a eso solo. Los dientes de Deriva chasquearon en su cabeza mientras recordaba el sonido estridente de la psinergía voor y el profundo terror, más vasto que los océanos, que se había formado en su mente.

Sumner se sentó en un tronco de árbol y jugueteó con un puñado de junquillos.

—¿Qué puedo hacer?

Lo que Quebrantahuesos ha ordenado. Los gruñones te divertirán y harán que olvides tu miedo. Deriva bajó la mirada para encontrar la de Sumner. Y además no tiene sentido buscar un nuevo sendero… a menos que ese sendero esté ya presente.

Ese día Sumner y Deriva viajaron río arriba, hablando de los gruñones. Nubes cargadas de lluvia asomaban sobre las verdes extensiones de las copas de los árboles. Deriva se sentía contento de ver que la psinergía de Sumner se había llenado de nuevo y giraba tensa a través del cierre vital de su abdomen.

Sólo he estado una vez con los gruñones. Pero ese único encuentro me enseñó la importancia de mantener la mente limpia.

Sumner daba grandes paletadas, haciendo ondear todo su cuerpo, impulsando la piragua sobre la superficie ámbar.

—¿Clara?

Mente-espejo… observando simplemente. Deriva, detrás de Sumner, también remaba, tratando de igualar su ritmo pero se perdía cada tres o cuatro paletadas. Los gruñones son muy serenos. Muy silenciosos. Las mentes altas hacen que se sientan incómodos.

—¿Son todos telépatas?

Los que conocí lo eran.

Una maraña de ramas y hojas se deslizó hacia ellos, y Sumner animó a Deriva para remar con más fuerza. Sorteó el madero a la deriva y se dirigió de nuevo hacia donde le resultaba más fácil remar.

—¿Qué clase de personas son los gruñones?

En realidad no son personas.

Sumner miró por encima del hombro.

Hace unos mil años eran monos. Los kro los usaban para trabajar. Pero entonces el mundo cambió, y son libres desde entonces.

—¿Monos?

Antes. Ahora son una tribu muy espiritual. Ya verás.

Deriva no le había dado ninguna pista de lo cerca que estaban, así que cuando los edificios cubiertos de enredaderas y hiedra saltaron a la vista Sumner se sorprendió. Ningún detrito delator había bajado por la corriente para anunciar un asentamiento junto al río. Los cipreses simplemente se habían abierto y entre los árboles había un montículo de edificios modulares de piedra rosada, virtualmente cubiertos por la jungla. Por entre las rampas se movían figuras y a lo lejos destellaban torres al sol contra elegantes minaretes de cristal y piedra blanca.

Alguien se acercaba a ellos sobre el agua: una criatura alta de pelo rojo brillante, de pie sobre el río. A medida que se acercaba, vieron que montaba un disco blanco y se deslizaba sin esfuerzo sobre la superficie sin controles o ni siquiera un mango. El jinete del disco pasó junto a ellos, y Sumner contempló al rojo ser peludo y brillante. Su cara era simiesca, con un hocico azul brillante, la piel de la cabeza estirada y ojos grandes, negros y expresivos. No llevaba más que un taparrabos de cuero púrpura y sencillas sandalias de corcho. Salud, Serbota. Bienvenidos a Sarina. Su voz resonó en sus mentes. Os esperábamos. Por favor, seguidme.

El simio retrocedió y flotó hacia la ciudad-jungla. Sumner se sacudió de su asombro y remó tras él.

—¿Un gruñón?

Uno joven.

La ciudad se volvía más hermosa a medida que se acercaban: era una isla rebosante de árboles floridos donde se alzaban torres de piedra blanca como la seda, esbeltas y graciosas como mujeres. Sumner se quedó maravillado por la tecnología.

—¿Qué es ese disco de agua? ¿Cómo…?

Mente-espejo, Cara de Loto. Hablaremos más tarde.

Dejaron su piragua en un atracadero de piedra y siguieron a su guía a un claro de grandes árboles sagrados. El gruñón los dejó allí, y contemplaron las fuentes flotantes cuyo chorro parecía pólvora en la brisa.

En la distancia, música líquida corría sobre la superficie de prados azules. Un gruñón de piel plateada se les acercó por un camino de madera con postes recubiertos de rosas.

Saludos, Deriva. Saludos, Cara de Loto.

Saludos Bir, envió Deriva.

Bir se inclinó hacia Sumner. Ésta es tu primera visita a los Sarina. Espero que no la encuentres demasiado indigna.

—No sabía qué existían tales maravillas. —Sumner miró más allá de los árboles, donde asomaban estilizados edificios del color de la luna—. ¿Cómo construisteis todo esto?

La cara plateada de Bir mostró una sonrisa. Si intentara decírtelo, sólo nos confundiríamos ambos. ¿Y por qué aburrirte con la historia cuando puedo compartir este momento contigo?

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