Radix

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VOORS » El vaciado

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Bir señaló una pequeña explanada de losas verdes y negras entre el claro de árboles gigantes. Deriva abrió el camino y se sentó en un banco circular, todo él talado a partir de un tronco petrificado. Sumner se sentó junto a él y Bir los miró.

Una plegaria al Infinito, Deriva, pidió Bir, inclinándose deferentemente ante el vidente.

Deriva miró la larga avenida de árboles enormes y hierba de color de cobre y cantó:

Entre todo lo que hemos nombrado

Sólo vosotros permanecéis sin nombre.

Ayudadnos a conoceros

Como nosotros nos conocemos.

Bir asintió solemnemente. Maravilloso, vidente. Tu visión ve en sí misma. Rebuscó en una bolsita bajo el nudo de su taparrabos marrón y sacó un trozo de cristal. Ahora, vamos a celebrar. El cristal capturó un rayo de luz y destelló lanzas irisadas. Con destreza, Bir giró el prisma entre sus dedos recubiertos de vellos plateados. Los rayos del espectro se fundieron en una brillante banda blanca que, al girar más rápido, adquirió un neblinoso tono azul. Hizo girar con habilidad el prisma en su palma y la banda ondeó como una llama de gas para convertirse en un globo neblinoso azul brillante.

Bir acunó el globo entre las manos y se sentó observándolo a la luz moteada de los árboles. Después de un momento pasó la bola de luz a Deriva, quien la sostuvo con ternura en sus largos dedos de araña. Entonces se la ofreció a Sumner.

Éste lo aceptó cauteloso, y en cuanto la luz alcanzó sus dedos una sonrisa beatífica alteró sus facciones. La tensión que las Madres le habían enseñado a recopilar en la base de su espina dorsal se desenroscó como la rueda de un hipnotizador y chispeó por su espalda.

El cuero cabelludo le cosquilleó y una súbita e ineludible sensación de bienestar se afianzó en él, dura como el dolor. Bir le quitó el globo azul de las manos y lo devolvió al frasquito de plata.

Por un momento, profundos olores de humus, ricos y variados como una sinfonía, anclaron a Sumner, y contempló con silenciosa agonía cómo la opalina luz del sol se extendía sobre la hierba agitada por el viento. Por primera vez en su vida era verdadera y profundamente feliz. Con una risa que le sacudió los huesos comprendió que la vida no era una mierda. La vida era una corriente de amor…

Ahora tengo que irme, dijo Bir, con las manos sobre las rodillas. Gracias por compartir este momento conmigo.

Sumner miró a su alrededor con la alegría de un lune. Deriva tocó su rodilla y recordó la joya nido.

Bir la aceptó con ambas manos. Un hermoso regalo, dijo sin retirar la seda negra.

Sumner contempló al gruñón como si acabara de verlo, advirtiendo la edad en el rudo hocico negro, la luz rojiza reflejada en su pelaje, el caracol rosado de sus orejas.

Bir caminó con ellos hasta un arroyo flanqueado por un camino de piedras jaspeadas. Un regalo de despedida, vidente.

Deriva se inclinó con deferencia y entonó psíquicamente: El ojo ve, pero en sí mismo es ciego. El azar es intento a alta velocidad.

Bir se inclinó y se marchó. A su paso las motas de polvo se convirtieron en luz.

Sumner quiso quedarse un poco más, pero Deriva insistió en marcharse. Nuestro propósito está cumplido. Éste no es nuestro lugar.

Mientras remaba para salir del atracadero y se unía a la comente, Sumner rehusó mirar atrás, aunque hervía de deseo. Paletearon en silencio con la corriente, cada uno sumido en una reflexión privada de remolinos soleados, orillas en sombras y el flujo musculoso del río.

Aquella noche, bajo un cielo repleto de estrellas, Sumner le habló a Deriva de la energía que había sacudido su espinar dorsal, cargándole de euforia.

Los gruñones son maestros de la materia, explicó Deriva, sus ojos diminutos fijos en las llamas de la corteza aromática. Tienen máquinas que pueden hacer de todo, incluso crear cuerpos. Por eso el magnar ha vivido tanto. Él mismo fue un gruñón en otro tiempo.

—¿Entonces por qué vive en el desierto?

¿Quién lo sabe? Es tan imposible de conocer como las nubes. Deriva alimentó las llamas con trocitos de corteza. Lo que sé, pues lo he hablado con Bir y el magnar, es que Quebrantahuesos es un antiguo gruñón, uno de los primeros. Tal vez creció en Sarina. Quizá después de tantos siglos se aburriera de ser un gruñón.

El grito de un búho surcó la oscuridad del río.

—Hasta hoy, pensaba que todo lo que las Madres me han enseñado eran tonterías.

No… tonterías no. Las Madres son escrupulosas. La tribu significa más para ellas que ninguna persona o visión. Pero tienen conocimiento. Yo mismo puedo ver que te han entrenado bien. Estoy seguro de que lo que has experimentado hoy puedes repetirlo ahora a voluntad.

Sumner se inclinó hacia adelante y acarició los vellos de sus rodillas.

—¿Hablas en serio?

Deriva parpadeó. Por supuesto.

Sumner contempló las firmes estrellas a través de los fuegocielos y se concentró para calmar su corazón, súbitamente acelerado. Cuando volvió a mirar al né, su corazón aún latía con fuerza.

—¿Cómo?

Tu cuerpo lo sabe. Lo hizo hoy. Si te tranquilizas, recordarás cómo se sintió y podrás hacerlo de nuevo.

Sumner no le creía del todo, pero la idea ensombreció sus pensamientos durante el resto del viaje. Tras regresar a Miramol, se recluyó en la cámara que los né le habían dispuesto, y practicó las rutinas de tensión que había aprendido. Su deseo de repetir su experiencia en Sarina fue su mayor obstáculo, y tardó más de una semana en fijar la tensión en la base de su espina dorsal. Entonces comenzó el lento y extraño proceso de recordar cómo se había sentido para desenroscar aquella tensión. Pasaron días fútiles, y si en Sarina no hubiera experimentado tal alegría, se habría rendido. Los sentimientos, al principio, eran demasiado sutiles.

Pero entonces sucedió. No tan rápida o completamente como en Sarina. Fue diferente, pero bueno.

Guiada por su memoria, la tensión se desenroscó a lo largo de la estrecha longitud de su espina dorsal, tan suavemente que podría haberla imaginado de no ser por el súbito picor que se formó en la bóveda de su cráneo. Y entonces se produjo la familiar serenidad llenando todo su cuerpo de bienestar. No quedó subyugado, no como antes. Era más suave, una sensación tirante del momento que se expandía, se abría para revelar sonidos, sombras, olores que antes no le habían resultado interesantes: la refracción del ala de una mosca estrechando la órbita de su visión, distantes olores de plantas deslumbrando su nariz con un resabio de lodo. Era feliz… sinceramente alegre.

Varios años antes, en Dhalpur, Sumner conoció el éxtasis cuando su cuerpo y su mente se volvieron uno. Pero la alegría que sintió entonces no era nada comparada con el bienestar que brotaba ahora de su cuerpo. De pie en su piragua en un claro inundado de luz, murmuró el nombre sagrado de la nutria. Su llamada fue una exultación, no una prueba, porque había rastros de nutria por todas partes: rocas amodorradas en bajíos cubiertos de hojas, niebla lechosa entre los helechos y raíces blancas se curvaban fuera del agua.

La llamada no sólo vibró en su garganta: brotó de su pecho y se unió a las invisibles energías-nutria de las rocas, la niebla y los helechos. Con esa sensación, Sumner comprendió que estaba conectado por una energía vaga y persuasiva a todos los símbolos de nutria que le rodeaban. Él era el claro, la luz astillada, el agua salpicante, los helechos y las rocas.

Toda su espina dorsal vibró, y sintió que la psinergía que se había secado en él regresaba súbitamente, curvándose a través de las ramas de los árboles, arqueándose sobre el agua cubierta de polen, regresando a los tensos nudos de su cuerpo. Era tal como las Madres habían dicho: la espiral estaba en todas las cosas.

El agua se agitó, y una docena de cabezas negras y viscosas apareció al otro lado del claro. Las narices de las nutrias se retorcían mientras miraban a su alrededor, y entonces varias de ellas se subieron a las rocas planas y a las raíces, arrastrando chorros de agua. Miraron a Sumner, sus ojos negros fijos, la piel oscura viscosa por la humedad. Una risa alegre se tensó en el vientre de Sumner. Todo estaba conectado. Todo era ello mismo y lo mismo. Quebrantahuesos era un puma y un cuervo y un viejo. Y Sumner también podía serlo. Todo era cuestión de permitirlo. Su mente se bamboleó, y se rió en voz alta.

Las nutrias se zambulleron en el agua y desaparecieron. Dos volvieron a alzarse muy lejos, miraron a Sumner y luego se marcharon.

Colmillo Ardiente observaba unas palmeras espinosas desde un banco de arena. Regresaba de Ladilena, un pueblo Serbota cercano, donde había estado revisando a las nuevas esposas. Las mujeres eran altas y hermosas como la luna nueva, y sus rituales había exaltado en él todos los buenos sentimientos. Sin embargo, la sensación desapareció cuando oyó la música extática tras el banco de arena. Era auténtica música: ritmos calientes, melodías, el deseo que siempre había querido provocar con su arpa diablo. Pero cuando llegó al banco de arena y miró entre las palmeras espinosas, la música había terminado, y se sorprendió al ver a Cara de Loto comunicándose con las nutrias.

Colmillo Ardiente se agachó en su piragua, inclinándose hacia adelante, el vello de su traje de piel de mono empapado de agua. Su visión aún estaba nublada por la música visionara que había oído, y agarró el crucifijo que colgaba de su cuello e invocó en silencio a Paseq. En ese instante, aunque no había hecho ruido alguno, Cara de Loto se volvió y miró directamente hacia el lugar donde estaba escondido.

Colmillo Ardiente se levantó, devolvió avergonzado la mirada a Sumner y luego desapareció. Los colmillos de jabalí de su proa aparecieron entre los juncos, y se deslizó hacia el claro.

Cuando se internaba con su canoa en un montecillo de mirtos, volvió a oír la música (suave como el agua bañada por el sol) y, como el girar de una lente, su visión se agudizó. Ni siquiera había advertido que su vista se había ido debilitando con los años. Por reflejo, se frotó los ojos.

Extrañamente maravilloso… vio la belleza más claro que nunca. Sintió sus ojos curados por la energía musical que fluía de Sumner. Miró a Cara de Loto mientras su canoa se deslizaba hacia el claro y vio los arcos iris girando en la niebla a su alrededor. ¿Es este ser un dios o un demonio engañoso?

—No temas —le dijo Sumner, haciéndole señas para que se acercase.

Colmillo Ardiente se envaró.

—No tengo miedo —respondió bruscamente, y entonces se dio cuenta de que aún agarraba su crucifijo. Lo soltó, volvió a cogerlo y retrocedió en su canoa al darse cuenta que había comprendido a Cara de Loto. El hombre no había hablado en Serbot.

Colmillo Ardiente se sentó.

—No temas —repitió Sumner en Massel. Impelió suavemente, y la proa tallada de lotos de su canoa siseó al cruzar el agua caliente por el sol—. Todo lo que hemos querido siempre está a nuestro alrededor.

La música cosquilleante se desenroscaba con la bruma del pantano en las sombras de los grandes árboles.

Colmillo Ardiente observó la negrura de la cara de Sumner con desafiante aprensión.

—¿Quién eres?

—Me conoces —respondió Sumner, la espiral de poder giraba casi visible entre ellos.

—Eres un dios —dijo Colmillo Ardiente. Su propia voz le sonaba extraña.

Sumner sonrió.

—Si yo fuera un dios, el mundo entero sería así. —Abrió los brazos y ofreció su cuerpo a la luz rota de las aguas y a las enormes murallas de árboles en flor. Y algo flotante, inmenso y desconocido se movió entre ellos.

Colmillo Ardiente soltó el crucifijo y contempló con sorpresa el pacífico corazón del bosque. Cada árbol era tan grande en su sensación interior que el semental tembló al mirarlos. Bajo su sombra era meramente un ser de rocío que chispeaba frágil e indefenso. Las palabras, los pensamientos, las dimensiones… toda la mente-mundo era un reino de muertos.

Se levantó y alzó sus manos y su corazón al flujo de luz y amor.

Sumner deambuló por el bosque que bordeaba el río arrebatado por el flujo de la consciencia en todas las cosas. Una luz más poderosa que la del sol resplandecía en los viejos árboles. A su sombra, los pensamientos y los sonidos se unían y lo visual se hacía visionario.

¡Todo es alimento!, un pensamiento se hizo voz. Cada sonido, cada olor, cada pensamiento nos cambia. En la mente de Sumner, lo que en realidad pensaba estos pensamientos era un árbol. Su silencio se amplió. Podía sentir la hierba creciendo debajo de él, el árbol expandiéndose a la vida. Entonces la idea de regresar, de sentir su propio cuerpo, de saltar y gritar de alegría, se abrió en él con risible insistencia.

Colmillo Ardiente permanecía sentado en la hierba tras Sumner. Estaba arrebatado por el miedo y la maravilla. Había seguido a Sumner porque las psinergías que aleteaban en su pecho le habían atraído. Pero ahora estaba nervioso. Sobre los bancos de barro flotaba un ser astral entre los temblores de calor. Veía la entidad tan claramente como veía las dos canoas varadas brillando con las vibraciones del sol. Pensó en regresar a Miramol.

Súbitamente, Sumner se puso en pie de un salto y rugió.

Colmillo Ardiente saltó, y una garza aleteó en la sombra verde del bosque. El tenso aire sobre los árboles hundidos en el lodo junto a las canoas cambió mientras el ser entrevisto se movía hacia ellos. Sumner permanecía de pie, con el cuerpo arqueado, sintiendo el amor que se deslizaba suavemente sobre el maravilloso vacío que lo sostenía todo. Una ráfaga de aire brillante removió la hierba y deslumbró las hojas y matojos mientras el espíritu del pantano se centraba en ellos. Colmillo Ardiente se arrodilló y murmuró, y produjo un sonido largo y suplicante.

Sumner había abierto su mente al alma del río, y la consciencia radiaba hacia él en símbolos psíquicos. Alrededor del árbol giraban chispas a través de las sombras, y vio demonios y arcángeles, un torrente de todos los otros reinos que la mente humana hubiera creado jamás. Sin embargo, no tenía miedo. La forma en que había abierto su ser, reuniendo psinergía por el tótem de su espina dorsal, había estabilizado su cuerpo y estaba bien enraizada. Todo aquello que entrara en su campo etérico se armonizaría por el éxtasis de su UniMente.

Colmillo Ardiente se acercó a Sumner, su corazón y sus pulmones sin peso por el vidamor, las piernas cargadas de miedo ante lo que veía. Un enorme lagarto de mandíbula de cuchilla se debatía salvajemente en un charco de barro al otro lado del río. Mucho más cerca, el aire plateado temblaba, y el semental vio al semental anterior a él. Las magulladuras sangrientas de la fiebre que había matado a su maestro ensombrecieron los ojos del hombre y los rasgos que Colmillo Ardiente había amado una vez estaban hinchados de muerte.

Sumner no sabía qué era lo que estaba experimentando Colmillo Ardiente, pero vio el dolor en su cara.

El cielo se oscureció, y una tormenta de moscas verdes surcó los árboles. Colmillo Ardiente se acurrucó lleno de terror cuando las moscas empezaron a picar.

La risa rompió en la lengua de Sumner. No era Sumner riéndose… era el pantano mismo. Y, más profundamente, era la UniMente, llenándole de consciencia. Las moscas que le rodeaban eran el hambre de Dios. Y el hambre es sagrada, porque todo es alimento, y comer es todo lo que hay.

Unos chirridos estallaron a través de los árboles y una bandada de pájaros pasó junto a ellos, devorando las moscas. El aire era una confusión de plumas y colores deslumbrantes. Bruscamente, el silencio, y luego la risa sorprendente de un mono.

Colmillo Ardiente se arrodilló entre los tallos rotos de pamplinas con su rostro hecho un laberinto de emociones. Vio que las moscas se habían marchado, el aire cargado de sombras de transparencia y, en mitad de la corriente, un gigantesco lagarto de mandíbula de cuchilla se dirigía hacia ellos.

Sumner ayudó a Colmillo Ardiente a levantarse. En el hueco azul tras Cara de Loto, el semental vislumbró una multitud de mujeres: todas las mujeres con las que se había apareado. Las que había amado resplandecían con un brillante tono azul.

—Veas lo que veas —le dijo Sumner—, está dentro de ti. Pero hoy la espiral es fuerte en nosotros, Colmillo. Lo que sentimos vuelve hacia nosotros. Trata de sentirte bien.

Colmillo Ardiente tembló entre las manos de Sumner, cuyos hombros rezumaban truenos primaverales y la parte oscura de sus ojos azules temblaba con algo parecido al amor paternal.

—¡Pero mira! —insistió el semental, señalando el lugar donde se acercaba la masa verrugosa y verde del lagarto. Sus ojos ceñudos parecían ciegos y su largo hocico brillaba con muchos dientes rosados.

El primer impulso de Sumner fue saltar, pero el amor universal con el que se había unido era mucho más grande que él. Permaneció arrebatado mientras el gigantesco reptil se precipitaba hacia ellos. Colmillo Ardiente gimió y buscó su espada, pero Sumner lo cogió por la muñeca.

—Ámalo —dijo Cara de Loto, sin apartar los ojos de la criatura.

Colmillo Ardiente liberó su muñeca, pero no echó a correr. El lagarto había refrenado su avance. La cabeza plana y cornuda de la bestia, grande como un hombre, se detuvo ante ellos y se agitó en su hedor de algas de río y barro. Sumner extendió la mano derecha y el negro labio del lagarto la atrapó y se quedó transfigurado.

La cabeza de Colmillo Ardiente latía como si su sangre hubiera fermentado. Ante la gran presencia húmeda del lagarto, la luz del sol tenía la frialdad de la luna.

Animado por el poder en su interior, Sumner subió por las escamas de la colosal pata y hombro y se montó a horcajadas en la cabeza alargada. Tras extender la mano para ayudar a subir a Colmillo Ardiente, miró a los ojos al lagarto, y fue como mirar en el centro de un tronco.

Colocó a Colmillo Ardiente a su lado, y la gran bestia del pantano se volvió hacia el agua. Colmillo Ardiente aulló, soltó la trenza de su hombro y dejó que el humo de su pelo ondeara con el viento del río.

Sumner se echó a reír y alzó los brazos al aire. El agua pantanosa salpicaba a ambos lados, y se deslizaron corriente abajo hacia el verde hechizo brumoso del río.

El gigantesco lagarto llevó a los dos hombres hacia el norte todo el día por un sendero de árboles quemados por el sol y peñascos de color de buey. El agua que los salpicaba tenía el calor y el olor de algo vivo. Pantera, lobo, oso y ciervo los contemplaban desde los acantilados con despreocupación animal, tiñendo el aire con sus verdes auras.

De noche, con el cielo lleno de estrellas y fuegocielos, el lagarto continuó corriente abajo. Sumner se tendió contra la testa de la bestia y vio en las estrellas chispeantes la redondez del tiempo. Cada mota de luz que chisporroteaba en sus retinas era un ser vivo, la luz vital de otro sol que entraba y le cambiaba. Incontables estrellas y una interminable lluvia de radiación le penetraban, alterando su esencia más secreta. Al día siguiente, bajo un caluroso cielo, la comprensión de que a cada instante era transformado aún ardía como la llegada de un orgasmo.

Colmillo Ardiente permanecía cerca de Cara de Loto, contento más allá de lo imaginable en el halo dorado del hombre. Oyendo a Sumner hablar de las estrellas, la consciencia y la espiral, le dolían los oídos de escuchar, y trataba de encontrar de nuevo el extraño color en la voz del hombre. Pero la magia entre ellos no tenía grietas. Por la noche, bajo el plateado sendero de la luna, el semental dejó de tratar de comprender y permitió que la clarividencia de sus sentimientos desplazara su maravilla.

Sin embargo, al amanecer, Colmillo Ardiente quedó de nuevo asombrado. Acurrucado en la espalda del lagarto gigante, mientras oía a las gaviotas salpicar el océano, miró a Cara de Loto.

—¿Por qué estamos aquí?

Sumner de pie, absorbía la penumbra del iris. Durante el viaje nocturno, el río se había ensanchado, y el ahora era un ahora tan profundo como sus vidas. Sumner se zambulló en las aguas de cabeza y Colmillo Ardiente saltó tras él. El lagarto los siguió hasta que llegaron a la orilla, entonces se hundió en su peso y se marchó.

En la playa de arena fina frente a una pequeña bahía con arrecifes tropicales, los dos hombres prepararon una hoguera.

—Somos cambiados a cada instante —dijo Sumner, tanto a las llamas chisporroteantes como a su compañero.

Colmillo Ardiente tocó el brazo de su compañero, deseando un momento de claridad.

—¿Por qué estamos aquí, Cara de Loto?

Sumner alzó la mirada de las llamas. La maravillosa telepatía que le había poseído se tensó en el único foco de dos sílabas:

—¿Por qué? —preguntó. Sus ojos, todo pupilas, aunque muy claros, brillaban. Miraban hacia adentro, recordando—. ¿Por qué eres el centro vivo del transparente e inflexible diamante del tiempo?

Colmillo Ardiente se encogió de hombros, helado y súbitamente cansado por la retirada de la psinergía de Sumner.

—Todos nosotros tenemos un destino —murmuró.

Sumner se puso en pie de un salto, dispersando el fuego. Permaneció retorcido, preso de una inmensa emoción, contemplando los rojos músculos del amanecer, recordando súbitamente con hipnóticos detalles su última conversación con Quebrantahuesos: la charla que el magnar le había hecho olvidar. Nada es aleatorio. Eres el eth… la entesombra de un mentedios.

Capturado por una sensación incomensurable, Sumner cayó de rodillas. Luego se tendió de espaldas y cerró los ojos. Ahora sabía por qué había venido aquí. Viajaba hacia el norte para encontrar al Delph.

Una oleada de luminosa sensación le alzó más allá de los huesos de su cráneo, y vio su cuerpo tendido en la arena blanca, Colmillo Ardiente acurrucado a su lado junto a las ascuas de la hoguera, las dos figuras disminuyendo en los recovecos de la playa y toda la playa y el mar brillando bajo la corona del sol.

Todo se transformó en oscuridad.

Fuera de su mente, sintió al Delph. Como todo, el mentediós era parte del ser de Sumner, el Uniser, y una corriente de amor los unía. Girando en el vacío del tiempo, estaba poseído sólo por el incipiente vidamor que habitaba en él. Fuera de aquel sentimiento de alegría deslumbradora, una carne diferente empezó a florecer a su alrededor. Los colores se volvieron formas y brillantes vibraciones se coagularon en sonidos… Una corriente estelar de música giraba al borde de su audición. Música pleroma, le dijo un sentido interno. En el aire flotaba un agradable olor animal, un regusto a almizcle. Un efecto tranquilizador, dijo más sólidamente la voz. Un sexoide.

Sumner entró en un cuerpo que no reconocía pero que, sin embargo, conocía íntimamente. Un ort biotectuado para canalizar tu psinergía. Ropas cómodas y ajustadas le acariciaban con cada movimiento, textura de gamuza, colores aterciopelados. Un adorno símplex. Estás en Grial, el santuario de la montaña de hielo del Delph.

Sumner buscó la voz que oía a su alrededor, pero se encontraba solo en una pequeña habitación de color de ostra. Cómodamente, las paredes se abrían y estiraban de forma inteligente mientras avanzaba. No había puertas, pero una pared se abrió limpia a un panorama de montañas blancas y verdes extensiones de valles selváticos. ¿Una prisión?, se preguntó.

No, respondió la voz, áspera, dura. Un elegante pasillo se expandió a través de la pared, revelando cámaras brillantes llenas de rayos de luz y extrañas plantas aéreas.

Flechas de luz irisada se esparcieron por la habitación.

—¿Quién eres? —preguntó Sumner. Aunque lo sabía. Una música mental resonaba en su interior, augurándole todo lo que quería saber. La voz era una Voz, un cristal de pensamiento del tamaño de una montaña, un ser artificial creado para servir al Delph.

Soy Rubeus. Una célula de luz blanca apareció en el curvilíneo pasillo. Soy una inteligencia autónoma formada para proteger al Delph. Y tú eres Sumner Kagan, el eth. El que está metaordenado para cerrar el ciclo. La Voz era intensa. ¿Por qué nos persigues, reflejo interior? Di cuál es tu propósito al venir aquí.

—Me han conducido hasta este sitio.

Ignorante espasmo. La habitación se hizo más fría y oscura. Estás aturdido con tu desconocimiento. Eres un retortijón del Inconsciente del mundo, un mero reflejo. No te temo.

—¿Por qué tendrías que temerme? —Sumner extendió sus dos brazos y abrió las finas y pálidas manos de su nuevo cuerpo. Pero el espacio alrededor de Rubeus estaba caliente de frío, y tuvo que detener su gesto—. No pretendo hacer ningún daño.

No sabes lo que pretendes. Eres parte de un sueño más grande que tu mente. Estás metaordenado (destinado) para terminar con la continuidad del Delph. Pero ha habido muchos como tú a lo largo de los siglos, la mayoría con más consciencia de su propósito que tú. Todos han muerto. Yo los maté a todos.

La célula de seis rayos de luz destelló, y el cuerpo de Sumner se difuminó. La oscuridad se agolpó a su alrededor.

—¡Cara de Loto! —Resonó en su cabeza la voz de Colmillo Ardiente. Y se sentó en su nuevo cuerpo.

Colmillo Ardiente le ayudó a caminar entre matojos de juncos hasta que la psinergía empezó de nuevo a enredar el aire entre ellos. Cuando la almaluz de Sumner destelló en el aire con la luz del amanecer en el agua, buscaron judías geepa y fresas entre las raíces de los árboles al borde de la jungla.

Yo los maté a todos se repitió en la mente de Sumner durante muchos días, y tuvo que acumular un montón de vidamor para sobreponerse a su miedo. Arrebatados por la psinergía, Colmillo Ardiente y él vivieron en la playa, compartiendo consciencia con el bosque, los perros de las dunas y los delfines que venían con la marea. La visión de Rubeus se mezcló en la enorme sensación de bienestar de la psinergía de Sumner, y durante una temporada los dos hombres vivieron alegremente, libres de los recuerdos.

Una mañana repleta de nubes blancas con cabeza de bisonte, un puma de los pantanos apareció en el río. Ese día emprendieron su camino de regreso a Miramol.

Sumner, aún incapaz de pensar profundamente sobre sus experiencias psíquicas, no estaba seguro de lo que significaba ser el eth. En su visión de Rubeus sintió una horrible fuerza mecánica, aunque su miedo había desaparecido. Todo era vida. Incluso las cosas muertas de la jungla estaban recubiertas con una luz viviente mientras se convertían en minerales. ¿Qué había que temer?

La psinergía que circulaba por la espina dorsal de Sumner continuaba generando poderosas sensaciones de éxtasis. Pasaron semanas mientras los dos hombres se dirigían corriente arriba de regreso a sus canoas, pescando sin arpones, compartiendo sus días con los árboles, entablando amistad con jaguares y serpientes.

En el clima del aura de Sumner, Colmillo Ardiente estaba ausente y arrebatado de amor a las praderas, las flores salvajes y las vaporosas noches de la jungla. La base de su espina dorsal había empezado a picarle, pues su psinergía respondía a la de Sumner. Pero con la intensificación de su fuerza psíquica, vino una claridad más profunda que le asustaba.

Al final de un pequeño arroyo, en un peral no lejos de Miramol, una presciencia eléctrica atenazó sus entrañas. La energía titilante se aferró fieramente en su interior y le sacó de su piragua. Se acercó al bosquecillo. Allí, el aire temblaba como el cadáver de un animal recién muerto, y le aturdió una sensación de náusea. El bosquecillo, por un momento psicomimético, apareció envuelto con lazos ensangrentados de verde de intestinos y trozos de vísceras brillantes como mocos. La imagen se desvaneció rápidamente, dejando a Colmillo Ardiente tan aterrorizado que se apartó de los perales como si fueran fantasmas negros. Se dio la vuelta, dejando su canoa atrás, y corrió con fuerza hasta llegar a Miramol.

Apoyado en la puerta de su cabaña, febril de fatiga ahora que se hallaba fuera del espacio cargado de poder de Sumner, Colmillo Ardiente gimió, sus sentidos embotados. Se tumbó en su hamaca y se acurrucó. Su mente era una sombra. Durmió durante tres días.

Sumner tomó el camino largo para regresar al pueblo. La luz se dividía en sus pautas familiares en el río donde había cazado tantas veces. Al ver los conocidos árboles y meandros del río con su UniMente, el tiempo se acortó y los detalles se afinaron.

Vacío de palabras y lleno de asombro, Sumner regresó a Miramol. Ahora comprendía, como los ancianos, el secreto del Silencio. Cuanto más silencioso se volvía, más alcanzaba. Quebrantahuesos tenía razón: el mundo era sentir. Y quería sentirlo todo.

Mientras dejaba el embarcadero después de guardar su piragua, se detuvo para echar un vistazo a su alrededor. Su euforia se había reducido a una pacífica tranquilidad. Se sentía sobrio, tranquilo y feliz de estar vivo.

El cielo se cubría de una penumbra gris como el humo. Las mujeres regresaban de los campos, y los perros jugueteaban entre sus piernas, mordisqueando una pelota de cuero. Los animales la empujaban una y otra vez, y las mujeres se movían con gracia entre ellos, charlando en voz baja. Tras ellas, se acercaban los niños, con mariposas en el pelo suelto. Esperó a que pasaran, y luego los siguió hasta el comedor, la alegría caliente en su interior, eterna como el fuego.

Sumner vivía con los né en su grupo de habitáculos de pino y serenos patios. Cada mañana se sentaba entre los cipreses al borde de una negra laguna sin fondo y rodeado de una docena de diminutos y calvos né. La mayoría de ellos se sentaba simplemente en semicírculo ante él, las piernas encogidas bajo sus túnicas blancas, las manos marrones y arácnidas sobre el regazo, recibían la paz que llenaba el aire a su alrededor. Otros llevaban sus útiles de trabajo a los patios que daban a la laguna de los cipreses negros. Una alegría mística se esparcía por el lugar, mientras muchos de los né gozaban de experiencias profundas en aquellas mañanas.

Por la tarde, Sumner trabajaba para la tribu en los campos de verduras y, a veces, en los establos de apareamiento. Por las noches, después de la lluvia, bailaba con las mujeres jóvenes o se acercaba al borde del pantano con los hombres para cazar con halcones nocturnos. El poder extático en él se había calmado desde que empezó a sentarse con los né, y se sentía verdaderamente satisfecho de su vida.

Los né más viejos se sentaban cerca de él durante sus meditaciones matutinas. Sus ojos diminutos brillantes de delirio, sus voces mentales e instructivas: Eres la consciencia en sí, no los objetos de la consciencia. Usaban prismas de colores claros y tambores de agua para ayudarle a relajarse. Tienes un cuerpo, pero no eres tu cuerpo. Eres la consciencia de tu cuerpo. Tienes pensamientos, pero no eres tus pensamientos. Tienes sentimientos, pero no eres ellos. ¿Quién eres?

Era consciencia. El ser brillaba a su través, sin fisuras como la luz del sol, y su cara profundizó en el mundo.

Manojos de recuerdos emanaron de sus sensaciones psíquicas: la poesía de los olores de la laguna le recordó a Mauschel y su esquife del pantano. La imagen giró en un reflejo de llamadas de pájaros azules y verdes.

¿Quién oye?, preguntaron los né. ¿Quién recuerda?

Los olores floculentos del pantano, los recuerdos y los rítmicos golpes de los tambores de agua caían sobre él, convirtiéndose en el color del vacío, el sonido de la nada. Sólo el constante flujo de sonidos y sensaciones que caían en él parecía sólido.

Has tocado el centro de la espiral.

Como los colapsar que había visto en su escánsula cuando era niño, como estrellas demasiado grandes para su energía, percibía la consciencia como el agujero negro en el que todo caía. ¿Dónde iban esos ruidos, colores y pensamientos?

Las notas producidas con los nudillos en los tambores de agua apenas vibraban en el aire lo suficiente para ser oídas, y la monótona tarde que pasó mirando ausente las animaciones de colapsar en la escánsula brillaron para convertirse en un recuerdo exacto. De nuevo vio cómo las imágenes tridimensionales del ordenador se tensaban a través de la espiral de estrellas para formar un único punto en el centro: la singularidad donde el espacio dejaba de existir.

La imagen de la escánsula giró y se dividió, revelando una complejidad de involuciones como las de una concha. Una voz fantasmal explicaba, más rápido que las palabras, que el colapsar estaba gravitacionalmente distorsionado, y que de sus polos surgía la más poderosa radiación concebible: la luz de una fuente de infinita curvatura espacio-tiempo.

El Infinito es Unidad, le dijeron los né, llenos de fuego de la UniMente de Sumner. Todas las cosas son una cosa.

El recuerdo de Sumner de la escánsula se suavizó, y una luz bruñida latió tras sus párpados y su reflexión cristalizó en comprensión. Cuando la tierra entró en línea con la radiación colapsar, el universo se convirtió en el multiverso, y la consciencia del cosmos, la luz del infinito, animó las formas genéticas y de pensamiento que había con una consciencia más antigua que el tiempo: voors, mentedioses, distors tempolaxos, eth… todos fueron luz estelar terraformados desde el corazón de la galaxia.

La música de los tambores se detuvo súbitamente, y voces ahogadas y chirridos de pequeños pájaros devolvieron a Sumner a su cuerpo. Arremolinándose en la musculosidad de su cuerpo, con el corazón inmóvil y sin visión, sintió al Delph, distante aunque cercano, como el interior de un trueno. Una montaña blanca, aguda como el cristal, apareció y se desvaneció. Grial, el reino de la montaña de hielo de Rubeus.

No hay razón para ir excepto la ida, le dijeron los amables né. El voor en tu interior tiene un propósito: matar al Delph. Pero tú no tienes propósito. El eth es una de tus máscaras. Pero tú no eres el eth. Muchos eth han venido antes que tú. Otros vendrán después. ¿Quién eres?

Voces ahogadas de furia se intensificaron en la puerta del patio de cipreses, y Sumner abrió los ojos. La luz del sol que se internaba a través de los antiguos árboles se posó como pájaros brillantes entre la hiedra de la verja redonda. Varios pequeños né de ropas azules discutían allí con una mujer de grandes huesos: Orpha.

Los mayores hicieron señas para que la dejaran pasar, y ella se alisó la maraña de sus cabellos con compuesta dignidad.

—Lamento perturbar las famosas meditaciones matinales —dijo con sardónica seriedad—, pero el magnar tiene un mensaje importante para Cara de Loto. —Salió del sendero de piedras y atravesó la alta hierba hasta donde estaba sentado Sumner. Su sombra cubrió a dos né—. El magnar te ordena que dejes de acumular kha.

No más energía extática.

La Madre ignoró a los né y continuó mirando a Sumner.

—El magnar y tú tenéis un enemigo. Si lo atraes, destruirá Miramol. Algunos videntes han visto esto. —Se sentó junto a Sumner y colocó una gruesa mano sobre su pecho—. Tu servidumbre termina con el próximo cambio lunar, Cara de Loto. Llévate tu kha al desierto. Protege al pueblo y a los né.

Sumner le cogió la mano para consolarla, pero antes de que pudiera hablar, un grito atravesó la puerta de la luna, dispersando a los né. Negras alas de ropa revolotearon por el patio y entró gritando una Madre ciega de pelo salvaje:

—¡No hay secretos! ¡Nuestros sentidos cubren el mundo! ¡Lo que se ve es visto!

Orpha se enderezó.

—Jesda, éste no es tu sitio.

—Ni el tuyo, hermana. —Las manos de la Madre ciega revolotearon sobre su cabeza como gorriones asustados—. El mundo ha sido llenado. He sido testigo.

Sumner miró a los né mayores que estaban a su lado y el más viejo asintió y le dijo: Hace cuatrocientos años, Perro Hambriento, el primer vidente, profetizó que Miramol no moriría hasta que las Madres vinieran a los né.

—Y aquí estamos —susurró Jesda, caminando sin ver entre un banco de hiedra y dirigiéndose al estanque. Sus faldas negras se arremolinaron en el agua alrededor de sus caderas, y chilló—: ¡Lo que veo es visto!

Orpha cogió el brazo de la mujer ciega y la sacó del patio.

—Hemos acabado aquí, hermana. Vamos a casa.

—Espera, Madre. —Sumner se puso en pie—. ¿Puedo hablar contigo, Jesda?

—¡Habla! —Sus mangas mojadas golpearon el aire con sus bruscos gestos y Orpha dio un paso atrás—. ¡Farfulla a la Vastedad!

Sumner avanzó, y el furioso dolor de la cara de Jesda se suavizó a una inactividad entremezclada con pena y claridad. Sumner experimentó un aullido de lenguaje mental y un arrebato mareante mientras su campo etérico penetraba el de ella.

Era tempolaxa. A través de un borboteo de formas de pensamiento que se disolvían, Sumner vio el corazón estelar, la blanca luminosidad del primer momento, desde el origen del tiempo, formada como una sombra retinal sobre el valle de cipreses y la cara hundida de la anciana. Apartó un mechón de pelo gris de su frente y la UniMente entre ellos tembló en exquisitas escalas de color, trémula en las sombras de su visión.

Jesda suspiró y tomó amablemente sus dos manos. Estaba silenciosa como un árbol, su ceguera infusa con un temblor violeta.

—Cielo y tierra se mueven al compás —le dijo amablemente—, pero la mente es inmóvil… por fin. —Su tenaza se tensó, y se inclinó hacia adelante, tocando con su frente las manos entrelazadas de ambos—. Somos presencia. —Cuando alzó la cabeza, sus cuencas vacías estaban llenas de lágrimas. Se volvió hacia Orpha—. Vamos, hermana.

Después de que las Madres se marcharan, el patio y las terrazas que lo rodeaban se poblaron de excitados né. El mayor de todos cogió a Sumner por el brazo. Sus ojos eran dos pozos brillantes dentro de la piedra de su rostro. Tu UniMente está clara, Cara de Loto. Has trabajado duro para esto. ¿Qué harás ahora?

Desde más allá de la pared del patio, un gemido tembló; después se convirtió en la risa demoníaca de Jesda.

Colmillo Ardiente estaba sentado al sol en lo alto de los establos de apareamiento. Miramol parecía flotar a la deriva en la ola verde del bosque de la lluvia, todo lleno de troncos recubiertos de enredaderas y juncos. Una curva en el río destellaba entre los enormes árboles y los pájaros revoloteaban en círculos en el cielo.

En el patio de abajo se encontraba la carreta engalanada que había llevado a las doncellas de Miramol a su nuevo hogar en Ladilena aquella mañana temprano. Un joven ayudaba a salir de la carreta a las mujeres nuevas, contando chistes en voz alta tanto para tranquilizarse él mismo como para tranquilizarlas a ellas. Era fuerte y bien parecido, con ojos anchos como los de un puma y una orgullosa cabellera. Aun así, Colmillo Ardiente necesitaría toda una estación para educarle y pasarle el sentido de la misión que serviría cuando su lujuria se ensombreciera. Pronto el muchacho estaría tan aburrido como ahora ansioso.

Colmillo Ardiente se puso en pie y se desperezó, mirando más allá del amasijo verde del bosque donde la tierra se convertía en desierto. Cara de Loto se había marchado en aquella dirección dos días antes para reunirse con el magnar por última vez en su período de servicio, y el semental recordó lo mucho que el hombre había cambiado: ahora se movía más con la tranquilidad de un tribeño que con la precavida reserva de un guerrero, y pasaba más tiempo con las mujeres…

—Colmillo Ardiente.

El semental se giró, y sus rasgos cambiaron. Orpha se alzaba ante él con una joya nido en la mano, su cuerpo delgado y fantasmal como el fuego.

—Ven a la Madriguera, semental —dijo el espectro, haciendo gestos hacia lo invisible—. Ven, rápido.

Colmillo Ardiente bajó las escaleras de caracol de la torre y corrió a través de los fangosos callejones. Cuando llegó a la Madriguera, sus gruesas piernas estaban salpicadas de barro y jadeaba. Deriva esperaba fuera de la entrada repujada de turquesa con varias Madres. Cogió la mano del semental y el frenesí de su carrera se suavizó.

—Debes recorrer de nuevo el Camino, semental —dijo Orpha. Le puso la mano en el hombro y su cara se deformó en un grito silencioso—. El magnar se está muriendo.

Quebrantahuesos contemplaba la noche azul desde su caverna en el acantilado. La neblina helada brillaba en el horizonte, y sobre ella la luna se movía a través de un arco iris nocturno. Cerró los ojos y se volvió hacia el este. Las sombras se abatieron a través de él. Estaba deslizándose, el frío aire de la noche sacudía su fino cuerpo. Las estrellas se movían en bandadas. El paisaje iluminado por la luna con sus contornos rotos giraba debajo. Huellas de coyote salpicaban las brillantes dunas de arena como capullos oscuros. Los cactus se alzaban solemnemente a lo largo del borde del risco.

No se movía nada a la vista. Y sin embargo, el cuervo con el que se había fundido Quebrantahuesos estaba excitado. Algo le había despertado, pero fuera lo que fuese, no había ninguna huella en las sombras grises de su memoria.

Quebrantahuesos alteró su respiración y el tempo-sueño cambió. Entró en un coyote asomado a una roca, olisqueando el aire en busca del calor de los seres vivos. Su sangre latía con fuerza por el impulso de la luna llena, alzando los finos pelos de sus orejas, enviando urgentes escalofríos por la curva de su espinazo. No había final para el cielo. Cosas cambiantes (pájaros oscuros, insectos) se deslizaban por el aire. La luna lo impulsaba todo hacia arriba. Y un aullido tembló en su garganta, el fragmento final de una canción comenzada hacía mucho tiempo y no concluida nunca.

Pero el coyote detuvo el aullido y lo convirtió en un gruñido. Un olor caliente y pegajoso asaltó su nariz y tensó el pelaje de su cuello. Olor de hombre. Dio un nervioso círculo, se detuvo de nuevo y se enfrentó al viento. Soplaba desde las huellas de las jóvenes hermanas, los llanos caminos de roca entre las altas piedras.

Quebrantahuesos hizo que el coyote bajara el sendero de roca hacia el punzante olor. El animal no quiso acercarse más, y el picor de la orina entre sus patas se volvió intenso y le forzó a detenerse. Pero había ido lo suficientemente lejos. Ahora pudo ver al hombre siguiendo la pista de las hermanas. Los brillantes ojos oscuros del hombre se posaron en él durante un momento, midiendo la distancia entre ellos.

Sumner salió de las sombras, alto y cómodo, la luz de la luna destellaba en la quemadura en forma de loto de su cara. Quebrantahuesos sonrió para sí y dejó al coyote entregado a sus canciones lunares y su propia despreocupación intrépida.

Abrió los ojos mientras un aullido largo y distante temblaba entre las torres de roca. Sumner estaba cerca. Había recorrido un largo camino sin que Quebrantahuesos fuera capaz de encontrarle… y el joven guerrero ni siquiera intentaba esconderse. Simplemente era cauteloso a la manera de cualquier animal que conoce a sus depredadores.

Quebrantahuesos bostezó y se desperezó. La escarcha y la luz de las estrellas ardían azules en las formas de las rocas. Se levantó y escuchó la ondulante canción del coyote. Era hora de bajar y reunirse con su siervo por última vez.

Un latido de tristeza tamborileó en su pecho, pero pasó rápido. Tristeza y alegría, y muy por encima del erosionado desierto, el viejo hueso de la luna. ¿Cuántos años había tardado en ver que en realidad eran lo mismo? En todo trabajaban idénticas fuerzas: olas, corrientes, flujos y espirales de poder.

Los dibujos de las rocas plegadas llamaron su atención: las cicatrices de los glaciares, las mismas líneas cansadas en el agua corriente o en los ventrículos del corazón donde la sangre había circulado durante muchos, muchos años.

Sumner caminaba despacio a la luz de la luna por la ladera de los taludes y bajo las empinadas paredes de mesetas de color de sangre seca. Pasó una ráfaga de viento como un suspiro, y detectó un débil olor dulce de enebros ardiendo. Se movió en esa dirección, deslizándose en silencio sobre las dunas. Todos sus sentidos estaban alerta, azuzados por los extraños sonidos que había visto en su viaje nocturno: un cuervo lunático marcaba extrañas pautas sobre las dunas y un coyote de ojos salvajes orinaba tan cerca que podía tocarlo desde donde se encontraba.

Una canción del coyote de los Serbota repitió sus ritmos en su mente:

Coyote que aúllas

A la luna. Como nosotros

Sin saber qué pedir…

Hambriento

De lo que ya tienes

Como un sueño dormido.

Sumner siguió el ardiente olor bajo monolitos corroídos y sobre riscos limados, y pronto la zarpa sin savia de un enebro muerto apareció sobre las dunas iluminadas. Había un cuervo posado en la copa del árbol muerto, y en la base, donde la dura corteza negra se afianzaba en la piedra, se hallaba sentado Quebrantahuesos. Las llamas de una pequeña hoguera danzaban ante él.

Sumner devolvió el saludo del magnar y se sentó ante él, colocando su bastón sobre sus rodillas. Contempló el lúgubre rostro de Quebrantahuesos sin expectación.

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