Radix

Radix


VOORS » El vaciado

Página 21 de 37

El anciano le miró a su vez con ojos sombríos. La luz corpórea del eth era un amarillo cristalino más profundo que la luz del sol, y la armonía de su vida interior se hacía visible en el gracioso latido de su aura. El magnar estaba complacido, pero para probar la UniMente de Sumner, dejó que su fuerte sentido brotara de él.

Sumner sintió la psinergía como un súbito frío en el abdomen. Un dolor verde atenazó su estómago, y dio un respingo. Pero no retuvo el frío flujo. La psinergía se aferró profundamente en él, y en el momento en que el dolor aumentó más de lo que podía aguantar, la psinergía recorrió su espalda y se disolvió en el vacío tras sus ojos. Sumner parpadeó y se acomodó. Sabía lo que había hecho el magnar, y estaba orgulloso de ser lo bastante claro para que el poder lo atravesara. Se sentía abierto y fuerte como el viento.

Quebrantahuesos se echó a reír y se frotó el vientre. Sumner estaba tan vacío que el anciano casi había caído en él. Retiró la sensación helada de sus entrañas y le preguntó con una sonrisa:

—¿Por qué viajas en la oscuridad?

Sumner sonrió burlonamente, y entonces reconoció la inocente pregunta como un desafío. Pero en vez de buscar una respuesta, escuchó el ansioso grito del viento. El fantasma de su respiración brilló con la luz de la hoguera.

—Hace demasiado frío para quedarse quieto.

La sonrisa de Quebrantahuesos se ensanchó y sus duras mejillas despellejadas por el sol se abultaron.

—Hace más frío donde nos dirigimos.

Sumner frunció el ceño, inquieto por la alusión del magnar a la muerte.

—No importará cuando lleguemos. —Sumner escupió a las llamas. El fuego chasqueó como una serpiente furiosa.

Los ojos de Quebrantahuesos resplandecían de risa y envolvió a Sumner con ellos.

—Incluso la verdad es un peñasco que puede atormentar a un mono durante toda su vida.

Sumner sonrió. El juego al que jugaban le divertía, pero Quebrantahuesos tenía razón: los juegos de pensamientos eran incómodos y peligrosos. Escuchó el chirrido del viento frío al soplar por entre las profundidades de la noche.

—¿Qué sabemos?

Quebrantahuesos aplaudió alegremente.

—Eso es. Estamos vacíos como el viento… pero moviéndonos, siempre moviéndonos.

—Y cantando.

—Sólo cuando topamos con las cosas que nos encontramos en el camino. Como el viento, nunca cantaríamos sin obstáculos.

Sumner se echó a reír y asintió.

—Cantamos, lloramos y nos reímos al mismo tiempo. Pero nadie nos oye.

—¿Quién sabe? —El anciano hizo un gesto hacia la luz difusa sobre ellos—. Somos más grandes de lo que podemos imaginar.

Los dos hombres permanecieron sentados durante horas arrojando ramas al fuego, hablando y no-hablando. Al amanecer, Quebrantahuesos se levantó y señaló un bajo risco de arenisca.

—Mi última orden para ti es que vayas a ese montículo y te sientes allí hasta que el voor que está en tu interior regrese. Escúchale. Si decides que no quieres compartir tu vida con él, regresa a mí y te liberaré. Por lo demás, no tendrás que pensar más en mí. Has aprendido a no dejar huellas. El resto no es necesario. —El magnar se llevó una mano al corazón y se inclinó—. Saludos, guerrero.

Sumner contempló a Quebrantahuesos hasta que desapareció tras una alta roca; luego se dirigió al montículo y tanteó la oscuridad con su bastón en busca de serpientes y escorpiones. Se sentó de espaldas al risco y observó la escarcha convertirse en rocío a medida que los colores del mundo se encendían.

Sumner se acomodó en la sombra. Trató de mantenerse en autoscan para reducir su ansiedad por confrontar al voor, pero tenía sueño, y por su mente aleteaban pensamientos aleatorios. Se preguntó si Colmillo Ardiente estaría practicando la pesca con anzuelo que le había enseñado. La idea de pescar le recordó el escamoso abrazo de una de las mujeres distor y el agudo y penetrante hedor de su cuerpo. Dio un respingo y tuvo que pensar en Deriva para tranquilizarse: la mente observadora y elegante tras aquella rígida máscara le desafiaba constantemente con las extrañas letras de sus cánticos:

Nada se pierde nunca

Sólo está de camino.

Sumner durmió profundamente hasta el mediodía. Entonces miró al blanco y fiero sol, cerró los ojos y continuó durmiendo hasta el atardecer. Soñó que estaba de nuevo con la Madre ciega. Ella susurraba un nombre sagrado en su oído, y cuando él lo repitió en voz alta un alce blanco salió del bosque, la luz del sol giraba en su cornamenta…

Sumner se despertó y con el agua tibia de su cantimplora se lavó el regusto de sueño. Se metió una ramita negra entre los dientes y sorbió el sabor dulzón de la raíz. El desierto pintado se extendía ante él: arco iris de ágata y luz en las rocas.

Un grito se elevó entre las montañas. Llyr, la estrella del atardecer, ardía fría y plateada sobre el horizonte, temblando en las capas de aire. La vaga espuma verde de los fuegocielos se esparcía y se reagrupaba con un viento insensible. Sumner se sumió en autoscan, observando a los murciélagos revolotear y chirriar entre las espirales de roca.

Otro grito surcó el desierto, alto y tenso. Se perdió sin producir un solo eco: un grito fantasma. Sumner permaneció inmóvil y observante, aunque sabía que no era la llamada de una criatura. Agujas de cristal destellaban en la arena parabólica a medida que la última luz se desvanecía. Se concentró en las estrellas titilantes en el aire estriado sobre el borde del mundo.

Hasta que se alzó la luna y su clara luz inundó las dunas y rocas no oyó el grito por tercera vez: un grito ululante. Otra vez sin eco, y advirtió que el sonido se producía en su interior. Otra llamada surcó temblorosa sus músculos y estalló en su cabeza con un aullido: los gritos aturdidores de los voors muertos súbitamente rasgaron el aire a su alrededor, sacudiéndole y arrancándole de su autoscan. Electrificado, su cuerpo saltó, aunque su cara permaneció inmóvil como una efigie. Descargas de gritos le aplastaron y le dejaron tendido en el suelo, contemplando los arrogantes fuegos nocturnos.

El fuerte miedo se desató, recorrió su espina dorsal y estalló en su mente con un amasijo de colores temblequeantes, y empezó a revivir las muertes de los voors.

Arrastraba los pies sobre hielo jaspeado. Sobre él brillaban dos soles; uno bajo en el horizonte de color carne; otro de un color ventoso y rizado. Herido por flechas, apuñalado, arañado, estaba muriendo. Una lengua dolorida saboreaba el regusto inexorable de la sangre…

Se convirtió en una criatura iridiscente, enraizada como un árbol, una linterna de agua, y luego una vida brumosa y espirituosa, que lloraba mientras se disolvía… un serpiente, con cráneo de luna… una diatomea con tentáculos…

Sumner trató de recuperarse, pero caía, atrapado por una fuerza que barría a través de vidas: incontables formas, incontables mundos. Su propia vida era meramente otra forma. Y él era todas ellas; podía ser de nuevo cualquiera de ellas.

Se convirtió en un ser mucho más grande que una ballena, un ser enorme, como un planeta, arrecifes de roca viva zozobraban a través de la luz pura de las estrellas, traduciendo la energía en música. En su mente arrebatada con curvas de distancia resonaban brillantes cánticos que resplandecían mientras los impulsos estelares apartaban al ser de su sol…

Sumner apretó la tierra bajo él y se forzó a estar alerta.

La aterradora confluencia de sonidos e imágenes dentro de la oscuridad interior de su cuerpo empezó a acumularse de nuevo. Nubes de luz se enroscaron en su visión, y el gemido fantasmal se tensó en sus oídos. Sin embargo, estaba tranquilo. Nada podía herirle ahora, pues nada podía tocarle. Estaba vacío como una cueva, sus sentidos estaban huecos e intangibles como ecos.

Corby asomó como un fantasma en su interior. El voor estaba alarmado. Un año en Iz sin forma física le había disminuido. Los latidos percusivos, el tambor y el gong de los voors muertos, no afectaban ya al cuerpo de su aullador. Ni siquiera la visión arrebatadora de la lenta muerte de Unchala con sus fervientes canciones estelares podía alcanzar a Sumner.

Soy yo, padre. No puedo continuar sin ti. Escúchame.

La voz de Corby resonó en los oídos de Sumner, distorsionada por el chirrido de gritos desconsolados de los voors muertos. Sumner dejó que la voz le atravesara como un pensamiento vacilante.

Después de un viaje tan largo, ¿puedes rechazarme? Una vez más, las cambiantes imágenes de las migraciones de los voors empezaron a chisporrotear a través de Sumner. Al instante estuvo en aguas cenagosas, débiles y llenas de peces viscosos, sintiendo hambres innombrables, su visión abrumada por ojos acechantes…

Sumner relajó sus músculos más profundos, y las extrañas sensaciones desaparecieron.

No me ignores, padre. Escucha… Tengo conocimiento. Corby volvió a concentrarse y dejó que saltaran manojos específicos de pensamiento entre Sumner y él.

Burbujas de luz plateada surcaron la mente de Sumner, estallando en pensamientos. De repente lo comprendió todo sobre las joyas nido. Supo completa y claramente cómo se formaban las semillas con raros minerales y hormonas extraídas de voors específicos. La técnica había sido perfeccionada en una distante galaxia donde homínidos de pelo azul tenían órganos para eliminar los excesos de iones metálicos de sus cuerpos. Algunos voors recordaban cómo extraer esas substancias, y habían modificado sus formas humanas para hacerlo, así. Las semillas eran plantadas en caras de roca donde el contenido mineral, la humedad y la temperatura permitían la ampliación del kha del donante encerrado en metal. Tras varios siglos de crecimiento, los cristales fueron recolectados. Eran cristales poderosos, pues en ellos había sido alterado el kha a una ventana-Iz, un lugar de observación acausal que…

Sumner relajó de nuevo sus músculos profundos, y los pensavoluciones se redujeron y desaparecieron.

¿Estás loco? La voz de Corby era aguda, un vapor debilitado por el viento de los murmullos vooricos. Te estoy ofreciendo poder. Puedo mostrarte cosas de las que ningún humano ha sido testigo jamás.

La mente de Sumner destelló de conocimiento, se acomodó y resplandeció de sudor frío, comprendiendo súbitamente el secreto de la muerte. No era extinción, después de todo. El colapso del organismo liberaba sutiles energías: psinergía. Aquellas energías vitales se mezclaban con las fuerzas a su alrededor, moldeadas y realineadas en otras configuraciones, otras formas de vida, muchas de ellas impensables para una mente humana.

En el vaivén de su nuevo poder, atisbo las formas avanzadas: momentos refulgentes de seres azules y fragmentarios que pasaban el invierno en una vastedad de luz suave… demasiado extraños para ver con claridad. Animales como bruma, formas giratorias, disueltas una dentro de la otra con sonidos de ganado y chirridos de pájaros. La rápida fuerza latiente de una rata saltarina ensangrentada se convirtió en un halcón hambriento y el circular paso de un tiburón agotado, sus neblinosas psinergías se acumularon en el tenso y caliente poder de la vida…

La visión cubrió los ojos de Sumner como una fiebre. Respiraba con dificultad, y tuvo que cerrar los puños para recuperar el sentido de sí mismo.

—Sueños dentados —murmuró una vez, y su mente empezó a despejarse.

Espera… hay más. Puedo mostrarte tu poder-eth

Sumner cortó la voz quejumbrosa en su cabeza. La escarcha había dejado sus ropas rígidas, y sentía los músculos abotargados.

Corby sintió una erupción de poder mientras la mente de Sumner giraba sobre sí misma tratando de reorientarse. En ese momento se dio cuenta de que estaba perdido. Sumner era demasiado fuerte. Las pautas de conducta y rutinas de pensamiento que Corby había utilizando anteriormente para controlarle habían desaparecido. El aullador estaba vacío como un mage voor, y Corby estaba debilitado, reducido a mero impulso, cada día se hacía más vago. Sólo había una esperanza. Pero tendría que actuar con rapidez. El voor se zambulló en la consciencia de Sumner con toda su fuerza.

El súbito arrebato de ruido voor asaltó el cuerpo de Sumner. Retrocedió, las manos en la cabeza, sintiendo un coro de gritos demasiado agudos para sus oídos. El dolor difuminó el foco de sus ojos y sacudió su fuerza. Dejó caer las manos y se desplomó, su cabeza rebotó en el suelo, sus dientes castañetearon.

Pero el dolor no lo aplastó. Remitió. Su cuerpo respiró de nuevo y su cerebro en blanco se llenó de luz. Las voces de los voors muertos tamborilearon en sus huesos.

El sol se alzaba sobre el risco, y una punzada de luz alcanzó sus ojos. Sumner parpadeó y la conexión entre Corby y él se consumió. Ayúdanos Sumner, suplicó el voor. Nuestro viaje debe continuar. Pero los nidos no pueden unirse sin nuestros mentedioses. Tenemos que continuar. Pero no tenemos la fuerza para marcharnos sin nuestros mentedioses. ¡Ayúdanos! Un cortejo de voces suplicantes rebulló en sus oídos. El Delph nos está destruyendo. Tienes que ayudarnos a detenerlo. Gritos sin forma repicaron en su garganta. El Delph

Sumner recuperó su atención y dejó que el lamento se perdiera en sus oídos. Ya había escuchado bastante a este voor. No podía decir si de verdad era Corby o no. Los voors eran traicioneros. Eso lo había aprendido de Jeanlu. No quería tener más relación con ellos.

Se puso en pie tambaleándose y se desperezó para sacudir el dolor de sus músculos. Con el sol de la mañana destellando sobre las dunas y calentando su carne entumecida, se sintió bien. La última orden de Quebrantahuesos había sido cumplida. Ahora podía buscarle y hacer que le purgara de esta posesión.

No más voors. No más sueños dentados. Había suficiente ilusión en su vida sin los recuerdos de mundos muertos hacía mucho tiempo.

Pero aun así, mientras caminaba dando tumbos sobre la arena surcada por el viento, se maravilló de que tales seres existieran: seres de luz, reformaban sus cuerpos, vagabundeaban eternamente. No existía soledad como la suya.

Nefandi permanecía en pie a la sombra de una roca contemplando a través de las lentes distorsionadoras del aire caliente del suelo del desierto. No se veía vida entre los arrecifes de hierro retorcido y oxidado. El cielo blanco y sin profundidad estaba vacío incluso de nubes, y los riscos y desfiladeros ribeteados de negro y púrpura ondulaban en las corrientes termales como una alucinación.

¿Por qué elegiría alguien vivir en este agujero de muerte?, se preguntó, royendo la colilla de un cheroot apagado. Se quitó el sombrero de ala ancha y se secó el sudor del rostro. El calor le hacía parecer triste, pero aún había amenaza en su único ojo rojo y en la cicatriz vidriosa que surcaba su oscuro rostro desde el ojo-espejo hasta la mandíbula ancha y atenazada. Volvió a ponerse el sombrero sobre su pelo de punta, bebió un sorbo de agua de su cantimplora y echó a andar bajo el molesto sol.

Los pantalones rojos sueltos y la camisa que llevaba estaban diseñados para protegerle de la punzante arena, pero el calor se aferraba a ellos y calentaba su carne. Para apartar su mente del sufrimiento, pensó en el lugar de donde procedía. Un mundo domado de pequeños pueblos biotecturados: Nanda, con sus arrecifes y sus lagos azul lechosos; Sidhe, la ciudad de piedra flotante; y Cleyre, la exquisita Cleyre, sus sombras explotaban con áster y ciclamino, sus corrientes limpias como la luz. Como asesino programado de Rubeus, sus recuerdos más fuertes eran los de los laboratorios helados de Grial, el refugio del Delph. Allí era donde estaban formando su nuevo cuerpo. Pero ahora se encontraba demasiado solo para pensar en casa.

Nefandi se sumió en autoscan y recuperó el paso, deslizándose por las sombras de las paredes de roca comidas por el viento. Salía al sol sólo cuando enormes agujeros y fisuras bloqueaban su camino. En la luz del sol había un escalofrío, una soñolencia que conocía bien. El calor le estaba matando, y varias veces, cada vez con mayor frecuencia, tuvo que detenerse y refrescarse.

Sentado en el calor seco de la sombra, maldijo a Rubeus por enviarle aquí, aunque en el fondo de su mente sabía que si tuviera que elegir de nuevo, se encontraría exactamente en el mismo sitio que ahora. ¿Cómo podía escoger otra cosa? Rubeus le había prometido un cuerpo nuevo (el tercero), si tenía éxito en esta misión. Rubeus era el guardián del Delph. Una mente artificial, un ort como Nefandi, pero más grande, del tamaño de una montaña y poderoso. Podría crearle fácilmente un nuevo cuerpo, y por ese privilegio Nefandi haría cualquier cosa.

¿Pero por qué se me ordenó que tomara el camino largo? Se aclaró el sudor de su único ojo salpicado de venas rojas y se levantó. Ondas de calor flotaban en capas vítreas, velando las distancias que tenía que cruzar. Rubeus le había advertido sobre la dificultad de esta misión. La persona que buscaba era supuestamente muy poderosa. Tiene que serlo para vivir en este infierno laberíntico.

Varias veces, durante las horas de caliente locura solar de la tarde, un cuervo revoloteó por encima de la cabeza de Nefandi. Con el sensex situado tras su ojo espejo no pudo detectar nada inusitado en él, pero el pájaro era extraño. Le seguía, a pesar del calor abrasador y de sus intentos para perderse entre los arcos y túneles de roca. Al final tuvo que matarlo. Lo derribó con un estallido de su espada. Tras desplegar sus alas en su manos, observó que no tenía nada raro.

Poco después, mientras seguía un sendero abierto por la lluvia por un escarpado de lava roja bordeada de carbón, otro cuervo empezó a dar vueltas en el cielo sobre él. Lo ignoró. Su destino estaba ya muy cerca, y no tenía tiempo para anomalías del desierto. A su alrededor se extendía un laberinto de cuencas, torres y lanzas de piedra desnuda. Los montículos de arenisca estaban erosionados y agrietados, surcados por viejas fallas y extrañamente esculpidos. Hizo falta toda su habilidad para que cruzara los inclinados riscos bajo el temible resplandor del sol.

Mientras recorría un estrecho sendero, en un recodo sobre una cañada tallada en la roca, el cuervo le atacó. Le arañó la nuca, Nefandi aulló y buscó pie. La roca se desgajó bajo su frenético peso y siseó al fracturarse. Sólo el autoscan y la suerte le ayudaron a pasar antes de que el camino se desmoronara y cayera susurrando al abismo.

Nefandi escrutó el cielo y las paredes de roca en busca del cuervo, pero había desaparecido. Continuó con aprensión tanteando el camino en las rocas que temblaban bajo su peso. Cuando llegó a la base de una cuenca, sus ropas estaban pegajosas por el sudor y el miedo.

Buscó de nuevo al cuervo pero no vio ningún ser viviente, aunque le hormigueó una nueva sensación. Era la sensación que había sido codificado para sentir cuando se encontrara cerca de su objetivo. Empezó a detectarla cuando se deslizaba por los bloques de roca, pero ahora podía concentrarse lo suficiente como para sentir su origen. Una alta cresta de roca, suavizada por el viento y arqueada como una ola, emanaba una sombría energía vital. El sensex no detectaba nada, pero los sensores más sensibles imbuidos en su cráneo reaccionaban claramente ante una presencia viva… una fuerte presencia viva.

Nefandi desenvainó la espada dorada y plateada que llevaba a la espalda y se aproximó al llano de roca. Una hondonada de piedras y peñascos bloqueaba un avance directo y rodeó la torre. Se detuvo a un lado y se agazapó tras una duna de arena. Junto a la torre había un enebro lleno de cuervos silenciosos. Los animales volvieron sus cabecitas para observarle mientras salía al claro. No produjeron ningún sonido, y apenas se movieron.

Con la mente rígida en autoscan y la espada ante él, Nefandi pasó junto al árbol de los cuervos y entró en una cueva en la base de la torre. Tan silenciosamente como podían moverse sus ansiosas piernas, subió la inclinada pendiente siguiendo las pistas direccionales de sus sensores. La persona que tenía que matar se encontraba en lo alto de la torre. Parecía fuerte. Recorrió los pasadizos serpenteantes y bifurcados sin dudar. Pero a mitad de camino un extraño sonido le hizo detenerse.

Aferró con fuerza la espada y escuchó un rumor de susurros y chasquidos. Saltó hacia adelante un instante antes de darse cuenta de lo que oía. Un segundo después, el primero de los cuervos le arañó la espalda; él lo golpeó con la espada, sin detener su avance, los otros siguieron rápidamente, y pronto quedó envuelto en negras alas batientes y garras afiladas.

Sin atreverse a activar su campo deflector dentro de la torre por miedo a que las piedras se derrumbaran a su alrededor, quedó reducido a golpear a los pájaros rabiosos con su espada. Pero había demasiados, tamborileaban a su espalda, le picoteaban los hombros, apuntaban con sus garras a su único ojo real. Sangre pegajosa le inundaba los oídos y salpicaba sus mejillas. Se debatió a lo loco, tropezó y se acurrucó como una pelota mientras los picos afilados como agujas se le clavaban en la espalda. Con un grito ahogado, activó el campo de su espada. Los cuervos estallaron en el aire sobre él con una explosión de plumas y chirridos rasgados. Y más alto, casi demasiado agudo para poder oírse, las paredes de piedra gimieron y empezaron a sisear.

Nefandi desconectó el campo y se levantó. Recorrió tambaleante el pasadizo derruido, se obligó a subir las ciegas pendientes, utilizó su sensex en el infrarrojo para descifrar los caminos. Un cuervo le golpeó por detrás. Se giró y lo partió por la mitad. Jadeando, esperó a los otros con la espada alzada, pero no aparecieron más.

Después de varias vueltas, la oscuridad remitió y siguió la luz y el aire frío hasta una caverna llena de agujeros y ventanas naturales. Quebrantahuesos estaba sentado con las piernas cruzadas ante una de las amplias aberturas ovales, vestido con unos pantalones de lino y una prístina camisa blanca. Sonreía ampliamente, y su salvaje cabello blanco brillaba como un nimbo con el sol de la tarde.

—Bienvenida, Muerte —dijo el magnar, la cara radiante como un sueño—. ¡Pasa! ¡Pasa!

Nefandi dio un cauteloso paso hacia adelante. No había duda de que éste era el hombre por el que le habían enviado. Los sensores resonaban alocadamente en su cabeza. Mátalo ahora, urgió la orden implantada, y su mano se alzó y apuntó con la espada. Pero no disparó. La carrera a través de la oscuridad, los cuervos y ahora este anciano sonriente le hacían sentirse mareado.

—¿Una copa? —Quebrantahuesos tendió una jarra medio llena de vino verde. La mano del magnar temblaba, y al mirarlo con atención, Nefandi vio que el viejo estaba aterrorizado.

El asesino bajó la espada y dio un paso hacia delante, buscando con su sensex armas escondidas en la caverna.

Quebrantahuesos sirvió dos copas, frunciendo el ceño para dominar el temblor de sus dedos.

—Estoy un poco nervioso, Muerte. —Tendió una de las jarras azul brillante—. Esperaba no estarlo. Después de todo, lo he visto venir desde hace mucho tiempo.

Nefandi permaneció de pie ante Quebrantahuesos y apartó la bebida. Un hilillo de sangre goteó desde su barbilla y golpeó el suelo entre ellos. ¿Quién era este anciano? El kha a su alrededor era extraordinariamente débil. La mayor parte de la energía vital se hallaba enroscada en su abdomen. El hombre era obviamente una entidad avanzada, pero parecía un simple borracho.

Quebrantahuesos asintió y se alisó el pelo nervioso.

—Las apariencias siempre dicen la verdad… si miras con suficiente atención —dijo, la voz quebrada—. Soy un borracho. Estoy ebrio de vida. Por eso he venido. —Se echó a reír, produciendo un agudo sonido nasal como el relincho de un caballo intranquilo—. Pensé que esta tierra inhóspita me apartaría de la vida. Pero hay belleza en ser. Ahora comprendo que si viviera diez mil años, aún querría más.

Charlatán, pensó Nefandi. Es un borracho. Contempló cómo el magnar sorbía su bebida y parpadeaba lentamente, con satisfacción.

Quebrantahuesos soltó su jarra y miró a Nefandi. Su cara estaba sosegada, sus ojos alertas y húmedos.

—Hay tanto que conocer, que ver, que sentir. —Suspiró y arrugó las cejas—. Supongo que no puedo disuadirte de ningún modo para que me dejes vivir.

Nefandi le miró, frío como la plata.

El anciano asintió y se llevó una mano al corazón.

—Muy bien. —Su labio superior se tensó—. Mis lamentos han acabado.

Nefandi alzó la espada, pero mientras su mano se movía para activarla, el cuerpo de Quebrantahuesos saltó. Sus piernas patalearon y la botella de vino voló a la cara de Nefandi. El asesino la esquivó torpemente y su mano temerosa conectó la espada, disparando un estallido de poder. El impacto alcanzó el alféizar de la ventana oval con un grito de roca desmoronándose. Trozos del techo cayeron en corrientes de polvo y toda la cara de la pared rugió poderosamente y se desprendió.

Quebrantahuesos se había apartado rodando por la pared que se desmoronaba, pero un enorme trozo del techo le aplastó, atrapando sus dos piernas. Nefandi saltó hacia atrás y se acurrucó contra una pared distante. Mientras el polvo se arremolinaba y se apaciguaba, dio un paso delante. Había un tic salvaje en la comisura cicatrizada de su boca y una expresión oscura en su neblinoso ojo rojo. Se dirigió al lugar donde Quebrantahuesos estaba tendido de espaldas y hundió el talón de su bota en el vientre del anciano.

El magnar gimió y sonrió, sus gruesos labios manchados de espuma rosa.

—Incluso la verdad es un peñasco. —Se rió en voz baja. Su cara brilló hasta que Nefandi le voló la cabeza.

—Viejo estúpido —gruñó, apartándose del cuerpo inerte.

Se dirigió al borde destrozado de la caverna donde se había abierto una nueva y amplia vista. Luz de color whisky se filtraba entre las montañas y agujas. Al este se reagrupaban largos bancos de nubes, azules por el sol de la tarde.

Matar no tiene importancia, se dijo mientras palpaba vacilante las marcas de las garras en su cara. A todos nos mata algo tarde o temprano. Es la dignidad lo que cuenta, y habría habido más para ese viejo si no se hubiera debatido. Loco estúpido. Un hombre con tanto kha debería estar preparado para vivir su muerte.

Enfundó la espada y dio una patada a la jarra de vino, arrojándola por el borde destrozado de la caverna. Su trabajo todavía no había terminado. Había una muerte más entre él y su nueva vida. Un soldado Massebôth en lusk tenía que ser liberado de su miseria. Vivía con los Serbota, una tribu primitiva a varios días de distancia. Al menos ésta sería una muerte piadosa.

A Nefandi no le gustaba matar eremitas ni ancianos. No se volvió atrás al marcharse, pero se preguntó qué había querido decir Quebrantahuesos: la verdad es un peñasco. El hombre era una esponja, desde luego. Un auténtico charlatán. ¿Quién era? ¡Bah! Es inútil preguntárselo.

El cielo estaba azul-humo al amanecer cuando Deriva y Colmillo Ardiente llegaron al norte. Se aproximaron a la torre de roca de Quebrantahuesos lenta y tímidamente. Colmillo Ardiente encabezaba la marcha, con los ojos alerta, el cuchillo en la mano. Había compartido las pesadillas de Deriva de fragmentos de carne ensangrentada y huesos en el humo de huesos, y se despertaba cada vez masticando sus gritos.

Para Deriva había sido peor. Después del segundo día en el Camino, experimentó sueños ensombrecidos de voces en la distancia, el chasquido aterrador de un trueno, y entonces un dolor como un relámpago en sus piernas, inmovilizándolas en la abstracción de su sueño. El negro corazón de la pesadilla era un espasmo en su estómago, el olor a sangre, y un golpe que sacudía la parte superior de su cráneo y lo aplastaba.

El Camino, además, no había estado bien. Una presencia malévola, oscura y preocupada, había estado en la zona no hacía mucho. En las sombras oscuras del amanecer incluso divisaron huellas de un hombre grande. Deriva no podía acercarse a las huellas. Una vidriosa luz roja brillaba sobre ellas, la luz sangrienta de un caminante muerto, un cadáver viviente. En el cielo enmudecido, bandadas de cuervos giraban en silencio.

Cuando divisaron la torre de Quebrantahuesos, ninguno de los dos esperaba encontrarlo vivo. Sin embargo, cuando se acercaron y vieron la pared destruida y el oscuro agujero en la ladera, sus corazones se compungieron. Colmillo Ardiente se abrió paso entre las rocas caídas y fue el primero en ver a Quebrantahuesos. Cayó de rodillas, las manos en la cara, y aulló.

Deriva vio el cadáver a través de los ojos de Colmillo Ardiente. Su mente se conmovió, y caminó aturdido por la entrada de la cueva. Cuando se abrió paso entre los oscuros corredores y entró en la caverna, su conmoción había remitido y la visión del cadáver fue menos fiera que la ira que sentía. Un grito rasposo se arrastró en su garganta, cayó al suelo y se internó entre las rocas.

Colmillo Ardiente dominó su pena, y en la luz lilácea empezó a recoger las piezas del cráneo destrozado. Durante la noche la sangre se había coagulado, pegando la carne muerta al suelo de piedra. Hormigas blancas deambulaban sobre el cadáver, y el pútrido olor de la muerte se espesaba a medida que calentaba el día.

Las hormigas fueron separadas del cuerpo y todos los trozos de carne recogidos del suelo y reunidos en un pedazo de tela al mediodía. Colmillo Ardiente llevó el cadáver por la oscuridad hasta el campo arenoso ante la torre.

Con una cuña de piedra atada a un segmento curvado de su bastón, Colmillo Ardiente formó un hacha y taló el alto enebro. Deriva dispuso la madera en una pira mientras Colmillo Ardiente la cortaba. Se sentaron juntos ante el fuego, el arpa diablo tañendo una tonada lastimera, el né cantando:

Como el trueno empiezas

Demasiado tarde

Para recordar la luz

Sumner siguió la dulce fragancia del enebro ardiendo en la noche. El humo ascendía y las llamas susurraban en la residencia de roca de Quebrantahuesos. Colmillo Ardiente y Deriva estaban inertes, demasiado agotados por la pena para moverse. Le contemplaron acercarse, y vieron el vacío de su cara y la remota mirada de sus ojos.

Deriva lo observó un momento en el silencio curtido y notó la luz fatigada y débil alrededor de su cuerpo. El magnar ha muerto.

El momento se convirtió en una gota ardiente de sentimiento, pero Sumner permaneció inexpresivo. Quebrantahuesos estaba muerto. El dolor ardiente remitió casi de inmediato. Aquella idea era un delgado filamento en el vacío de su mente, un vacío que horas antes había contenido incontables muertes en innumerables mundos. Se sentó en el suelo y contempló las estrellas de color ciruela titilar sobre el horizonte.

Colmillo Ardiente sintió un espasmo de furia ante la frialdad de Sumner. Quiso agarrar por el pelo aquel rostro inexpresivo y arrastrarlo hasta la pira y forzarlo a ver el cadáver calcinado. Pero el momento era sagrado, y se contuvo. Deriva también se sentía perturbado por la impasibilidad de Sumner. ¿No percibía cuan grande era esta pérdida? Pero cuando el vidente extendió su mente para tocar a Sumner, fue como aferrarse a un precipicio ventoso. Retrocedió y unió su mente a las sombras y a su pena.

Sumner estaba emocionalmente vacío. Ni siquiera se sentía conmovido por el hecho de que el voor al que había dominado con su UniMente continuara viviendo en su cuerpo. Era el ojo del momento a través del cual todo se anudaba: la luz perlada del atardecer, el humo sedoso, las ascuas rojas de la pira, malignas como ojos.

La fatiga lo atravesaba como un fantasma, y pensamientos vacilantes, incómodos como el sueño, estrecharon su consciencia: El magnar ha muerto… ahora no me libraré de los voors… Aquellos pensamientos desaparecieron. Su cansancio desapareció. Incluso su cuerpo pareció desaparecer. El aire olía al dulce, frío y lánguido sabor de la madera del desierto ardiendo de silenciosa energía giraban a su alrededor con los colores de la noche. En las esquinas en sombras, las cimas de las planicies más altas recogían los últimos resquicios de luz y brillaban con el tiempo.

Sumner cerró los ojos, y la oscuridad se cubrió con los hilos azules de luz. Una voz ahogada por la distancia habló dentro de él: Ahora somos uno. Era Corby. Sumner sintió que el voor se acercaba. Tenía la fuerza para detenerlo, para rechazar al alienígena. Pero estaba vacío. Todo pasaba a través suyo. El voor se hallaba ahora muy cerca de sus sentidos, curiosamente vivo y lleno de soledad. La salvaje estática de los voors muertos tronaba en la lejanía.

Somos uno, habló el voor, tranquilo como la luz de la luna. No hago demandas. Pero estoy dentro de ti. Veo todo lo que ves. Y todo lo que tengo es tuyo. Compartamos lo que somos.

Lascas de piedra destellaban en las oscuras profundidades y Sumner fue consciente de su cuerpo en trance anudándose cerca de él. Una oscuridad giratoria se movía a su través, y cuando abrió los ojos estaba sentado solo en la luz grisácea del amanecer.

Las huellas de Colmillo Ardiente y Deriva se dirigían hacia el norte. La pira estaba extinta, reducida a un círculo de brasas en la arena. Sin pensarlo, pero sabiendo que era un deseo voor, se acercó al fuego apagado y guardó un puñado de ceniza en su bolsa. Se volvió hacia Miramol y comenzó a caminar. No sabía por qué iba hacia allá o qué intentaba hacer, pero le parecía bien.

—Después de todo —dijo en voz alta al desierto químico—, el mundo es sentir.

Dejó atrás los pozos de yeso donde los distors manchados de barro y enfrascados en su trabajo, no le vieron pasar. En los amplios campos de más allá, el humo se pegaba al suelo. Los distors calentaban hornos de piedra, templaban metal y endurecían la madera. Cuando le divisaron, lanzaron signos de advertencia en su dirección y enviaron una alarma chirriante con sus silbatos. Pero Nefandi los ignoró. Se movía tan silenciosamente como el humo que atravesaba, la espada a la espalda.

Las mujeres y los niños de las plantaciones ya se habían dispersado cuando alcanzó sus verdes filas temblorosas. Al llegar a la línea de los árboles, derribó a un joven guerrero que había divisado con su sensex y que le apuntaba con una cerbatana desde lo alto de un baobab. Cuando el joven se desplomó se produjo un gemido agudo en las casas de hierba.

Nefandi escrutó las casas en busca de kha voor. Recorrió la avenida, el cuerpo escudado en el campo protector de su espada. Las casas de madera y los inmaculados setos de flores temblaban bajo el campo, y una piedra lanzada desde un árbol rebotó en el aire a su alrededor, a un palmo de su cabeza.

Al final del bulevar divisó el grupo de habitáculos con sus enrejados de flores de la jungla. Kha azulverdoso latía tras las paredes, y se encaminó en aquella dirección. Por el camino estudió a los distors que le observaban desde detrás de los árboles y las cortinas de musgo. Eran simbio-mutantes; es decir, sus mutaciones eran un componente necesario de sus vidas. Usaban frecuentes gestos y expresiones con las orejas y el cuero cabelludo que un humano no distorsionado sería incapaz de producir. Eso era posible, anotó mentalmente, sólo por causa de un cambio de fase genético. Las mutaciones no eran aleatorias. Al menos la mayoría no lo eran. Una quinta parte de los distors que había visto hasta ahora tenían disfunciones que fácilmente se podrían haber vuelto contra ellos sin el apoyo de la tribu: como aquella mujer sin piernas en el umbral de su cabaña y el hombre ciego bajo el árbol con la red de pescar en el regazo. ¿Acaso una tribu lo bastante avanzada para cultivar andróginos comprendía los beneficios a largo plazo de los privilegios vitales selectivos? ¡Bah! No merece la pena preocuparse.

Los né que observaban el avance de Nefandi desde las mirillas de sus casas estaban anonadados. Por el olor de su mente era un matador, y aún peor, era un caminante muerto. La luz vital rojo oscuro alrededor de su cuerpo era viscosa, circulaba lentamente sólo alrededor de su pecho y brillaba sólo alrededor de su cabeza. Obviamente era el que había asesinado al magnar, aunque no eran capaces de adivinar por qué había venido. A ninguno de ellos, sin embargo, le importaba. La pérdida de su benefactor pesaba demasiado en sus mentes, y sin hablar resolvieron matarle.

Nefandi subió la pendiente de la loma agazapado como un tigre. El calor en su espalda era un pesado manto que se enmarañaba en sus piernas y reducía su paso. Bizqueó y escupió un regusto de polvo. Se sentiría muy aliviado cuando terminara esta misión. El aullido de las mujeres y los niños, los agresivos gritos de los machos y el calor opresivo hacían que todo pareciera maligno. Incluso las cabinas de pino que tenía delante, envueltas en su kha esmeralda, parecían amenazadoras. Nefandi sabía, por su aleccionamiento, que esta gente reverenciaba al eremita que había matado.

Aumentó la fuerza de su campo y luego la redujo de inmediato. La succión de energía hacía demasiado difícil caminar. Tendría que estar alerta. Su cara oscura y furiosa oscilaba de un lado a otro cuando llegó a lo alto de la loma. La mayoría de las casas estaban vacías, sólo una estaba viva, llena de kha.

Nefandi no se molestó en anunciarse. Probó la puerta corrediza, y tras descubrir que no estaba cerrada la hizo a un lado y entró. Una pared de calor, producida por el olor del sudor e incienso rancio le confrontó y detuvo su avance. La luz en la amplia habitación giraba con sombras y humo, y al principio sólo su sensex registró a los otros: una nube verdosa de kha girando apretadamente. Sus ojos se aguzaron, y los vio: cuarenta androgs, pequeños y negros brillantes como ídolos de plata empañados por la edad. Los tensos ojos bajo las cuencas hundidas estaban fijos en él con serpentina rigidez, y antes de que pudiera moverse, su kha se redujo a un rayo en el regazo de un androg vestido de azul. El rayo explotó, y su fuerza derribó a Nefandi y lo lanzó con tanta fuerza contra la puerta que la rompió.

A pesar de la protección de su campo, el asalto fue tan fuerte que se desvaneció. Quedó inconsciente un momento, pero en ese tiempo la multitud de né se arrojó sobre él. Trataban desesperadamente de alcanzarle cuando su sentido de la alarma regresó.

Furioso, Nefandi conectó su campo al máximo. El súbito estallido de energía destrozó a los né que le rodeaban, haciendo explotar a aquellos que tocaban el campo y aplastando a los otros contra las paredes del habitáculo.

—¡Abominaciones! —aulló mientras se ponía en pie de un salto. Resbaló en los charcos de sangre y estuvo a punto de caer. Desconectó el campo para poder disparar rayos de fuerza a los né restantes. Las pequeñas criaturas de cara informe se dispersaron, lanzándose por las ventanas y puertas traseras, pero Nefandi era demasiado rápido para ellos. En cuestión de unos instantes, los horribles y gimoteantes gritos de los né fueron silenciados, y la habitación quedó salpicada con los restos sanguinolentos de los muertos.

Nefandi salió furioso de la cabaña; sus dedos temblaban. El impacto de la energía que le había derribado aún resonaba en la curvatura de su cráneo. Se movió rápidamente entre los árboles cubiertos de musgo y bajó la loma en dirección al corazón del poblado. La furia le producía un nudo en la garganta, y se tensó cuando se dio cuenta de lo estúpidamente inútil que había sido su ataque; el voor que buscaba no estaba en ninguna parte.

En el patio central del poblado, ante una fuente natural que brotaba entre los árboles oscurecidos por el liquen, se habían congregado los risueños guerreros de los Serbota. Un destacamento en forma de media luna de hombres con lanzas de pesca flanqueaba una línea de guerreros armados con hondas. En los árboles, aguardaba una escuadra de cazadores con cerbatanas, silenciosos como gatos. Los gritos de los né al morir habían conmovido incluso a los más valientes tribeños, y cuando Nefandi apareció espada en mano con el aire temblando a su alrededor como si estuviera loco, risas nerviosas y el temido nombre del Oscuro se esparcieron entre las filas.

Los tribeños se le acercaron temblando de furia, bajas las lanzas, todas apuntando a su pecho. Nefandi se dispuso a desconectar su campo, y cuando su mano se tensaba sobre el control de la empuñadura, una brusca voz femenina gritó por encima del cántico que murmuraban los guerreros. En medio del furor, Nefandi tal vez no habría advertido la voz, pero la oyó claramente en su oído izquierdo. Hablaba un lenguaje que comprendía. ¡Alto! ¡No más muertes! Era una voz telepática y a la vez audible. Los tribeños alzaron sus lanzas y danzaron ansiosos mientras su cántico se desvanecía.

Nefandi miró por encima del hombro. Una anciana encogida con una túnica negra se dirigía hacia ellos, su cara ajada fija en una mueca de esfuerzo. Se acercó al borde del campo, los pequeños cabellos alzándose por todo su cuerpo. ¿Por qué matas a mi gente? La voz chasqueó en su mente, desintonizada con sus labios.

Nefandi observó a la mujer, quien le devolvió la mirada con atrevimiento. Su cara estaba hinchada, su pelo lacio, amarillento por la edad, y su firme mandíbula le daba un aire masculino. Se vislumbraba una astucia observadora en sus ojos negros y una torva sugerencia de sombrío humor en la amarga curva de su boca. La redondeada palidez de su frente atrapaba el sol como si fuera metal.

—Me provocaron —replicó Nefandi, la voz ahogada por el campo—. No pretendo hacer ningún daño. Busco a un hombre… un lusk voor que vive en este poblado.

El kha de la anciana se revolvió sutilmente en torno a sus ojos, y Nefandi comprendió que sabía a qué se refería.

Me llamo Orpha, y soy responsable del bienestar de esta gente. No había furia ni resentimiento en el sonido de su voz, ni su sensación en su mente. Estaba sorprendentemente serena, y eso enfrió la furia de Nefandi conviniéndola en una dudosa insatisfacción.

—Sabes de quién hablo —dijo Nefandi—. Llévame a él.

Debes jurar por todo lo que te sea sagrado que no harás más daño a mi pueblo. Hablaba en serio. Sus ojos estaban fijos en él, y no vacilaron cuando el oscuro rostro de Nefandi se arrugó en una sonrisa cruel.

—Nada es sagrado, mujer. Pero te aseguro que lo único que quiero es a ese hombre.

Orpha cerró los ojos y guardó silencio. Cuando los abrió, se secó el sudor de la frente y se dio la vuelta. Ven conmigo.

Nefandi la siguió por el bulevar flanqueado por colmillos hasta un burdo agujero salpicado de turquesa en la base de un montículo rocoso. Se detuvo vacilante al borde del agujero, escrutando la oscuridad: no había equipo pesado, ni metal, ni trampas mecánicas. Desconectó el campo y entró en la madriguera tras Orpha.

Sobre las ásperas paredes, se curvaban tentáculos fosforescentes haciendo que la roca pareciera pulida. Nefandi se mantuvo cerca de Orpha, con la mano en la empuñadura de la espada, respirando agitado el aire apestoso manchado de incienso. De lejos llegaban las salpicaduras de cascadas subterráneas. Su cara se tensó con el frío que exudaban las paredes, y tuvo que cerrar su ojo bueno para ver claramente con su sensex bajo la vaga luz.

Dejaron atrás cámaras vacías decoradas con intrincados adornos, hamacas de hierba y utensilios de madera pulidos y brillantes como cristal. Una escalera de caracol tallada en la piedra les llevó más allá de abanicos de sedimentos de cristal y puntales de roca negra con aspecto grasiento hasta una gruta de techo alto.

Una docena de mujeres mayores permanecían sentadas o de pie entre los brillantes depósitos silíceos formados como setas gigantescas. La mayoría estaban distorsionadas, sus caras y manos moteadas con escamas plateadas, sus rasgos extrañamente exagerados. Sentadas prominentemente en una cúpula de roca, Orpha y una mujer anciana sin ojos eran las únicas que parecían enteras. Tras las mujeres, visibles en el alcance magnético, había una neblina de poder del color de su espada. Cortaba la gruta en una línea recta, y la reconoció como el canal de poder que había seguido a través del desierto.

—¿Por qué está aquí, Orpha? —preguntó la mujer ciega, sus ojos vacíos fijos en Nefandi.

—Quiere a Cara de Loto.

—Pero el magnar nos lo confió —protestó una de las otras mujeres. Tenía una aguda cara de comadreja, y señalaba de forma obscena a Nefandi mientras hablaba.

—La custodia del pupilo del magnar ha estado en nuestras manos durante un año —replicó Orpha—. Ahora se ha terminado.

—Y además —dijo la ciega—, el magnar está muerto.

—¡Por culpa de éste! —chilló la cara de comadreja—. ¿Ayudaremos a nuestro propio asesino?

Orpha hizo una mueca.

—Ya ha matado bastante. Acabemos esto con él.

—¿Qué piensas tú, Jesda? —preguntó la comadreja.

—Condenación… ¿no puedes sentirla? —Los dedos de la mujer ciega se retorcieron ante su cara—. Le ayudemos o no, todo se ha acabado. Dejemos que Cara de Loto trate con este caminante muerto.

La cara de Nefandi se endureció.

—No me llames así.

Jesda se inclinó hacia adelante, y la débil luz capturó la carne de sus cuencas y la hizo brillar como si fuera la piel de una serpiente.

—Eres un caminante muerto. Un ser artificial. Un ort. Lo sabes, ¿no?

Los nudillos de Nefandi se volvieron blancos sobre la empuñadura de la espada, y Orpha habló:

—¡Jesda! Acabemos con esto.

—No le temas, Orpha. —Jesda se echó hacia atrás, con una mueca de desdén en los labios—. No merece la pena temer a un hombre que se enfurece con un nombre.

Nefandi sonrió, tenso como un cráneo.

—¿Me diréis dónde puedo encontrarlo? —preguntó, su brusco tono convirtió la petición en una orden.

—Ah, caminante muerto —se lamentó Jesda, sacudiendo la cabeza—. Los né que podrían haberte dicho con precisión dónde se encuentra están ahora muertos. Todo lo que podemos hacer es indicarte dónde es posible que se encuentre.

Ir a la siguiente página

Report Page