Radix

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VOORS » El vaciado

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—Entonces hacedlo. —La furia de Nefandi quedó templada sólo por su cansancio. Observó con cuidado cómo Orpha hacía una señal con la mano a las otras mujeres. Varias cruzaron la gruta y entraron en la neblina del canal de poder, sus cuerpos diminutos en la base de piedra oscura. Unieron las manos y empezaron a caminar en un lento círculo.

—No somos tan fuertes como los né —dijo Jesda—. Todo lo que sabemos nos lo enseñaron ellos.

Nefandi oyó el hielo en su voz sin dejar de advertir la furia en los ojos de la comadreja y las otras mujeres.

—Si me engañáis… si hay algún truco…

Jesda sacudió la cabeza solemnemente.

—No te engañamos.

Las mujeres rompieron su círculo y una de ellas se acercó a Orpha. La anciana inclinó la cabeza y escuchó el susurro de la otra.

—Ve al este —le dijo a Nefandi—. Tras andar varios minutos llegarás a un bosquecillo de perales negros. A partir de ahí, deberías de encontrarle tú solo.

Nefandi se inclinó con un saludo burlón y se retiró de espaldas hacia la escalera de piedra. Después de que se marchara, la comadreja soltó un grito y se enfrentó a Orpha con los puños apretados y una expresión asustada y llorosa.

—Hemos traicionado a nuestro pupilo.

Orpha se encogió de hombros.

—No es nuestro pupilo. Es Miramol lo que debemos proteger.

Jesda se echó a reír.

—¡Proteger! —Perdió el aliento en un ataque de risa silenciosa—. No hay nada que proteger, hermanas. Miramol es tan mortal como nosotros. Nada dura. —Contempló las lanzas de roca—. Por eso nos reímos, ¿no?

Nefandi salió al murmullo de luz y activó su campo de inmediato. La brillantez nubló su visión, y pasó a su sensex. Una línea de guerreros de la tribu había formado un semicírculo bajo el follaje verde plateado de la jungla. Empezó a sisear y chasquear en cuanto apareció, pero se callaron cuando se dirigió a ellos.

Al final del bulevar principal varios guerreros hablaban con frenética animación a otro guerrero y a un androg. Tanto el guerrero como el androg estaban cubiertos con una pátina rosada de polvo del desierto.

Nefandi se dirigió al este, a través de la fila de guerreros y el bulevar. De repente, el guerrero polvoriento apartó a los cazadores y arremetió contra él. Sólo el urgente chirrido del né evitó que colisionara con el campo.

¡Apártate de él, Colmillo!, suplicó Deriva, cogiendo a Colmillo Ardiente por el brazo. Las Madres se han encargado de él. Ya se marcha.

Colmillo Ardiente ladró al extranjero. La furia latía en su garganta, pero la clara inutilidad de atacarle remitió. Podía ver el resplandor del campo a su alrededor.

—¡Mató al magnar! —gritó Colmillo Ardiente—. Tiene la misma luz que vimos en el Camino. No podemos dejar que se marche.

Deriva se aferró a su brazo. No tenemos elección. Ya has visto lo que le ha hecho a los né.

Colmillo Ardiente rugió mientras Nefandi pasaba junto a él.

—¡Caminante muerto, sólo tu brujería te protege!

Nefandi ignoró al distar con cara de león, volvió a comprobar su dirección y entró en la jungla siguiendo un estrecho sendero. Si aquella bruja ciega no le había mentido, su trabajo terminaría pronto. Podría regresar a Cleyre, a un nuevo cuerpo, a los simples placeres de su vida tranquila y dejar atrás el calor y la hostilidad de este lugar. Se agachó para pasar por debajo de una rama baja y oyó que la madera explotaba contra su campo. Reluctante, lo desconectó y escrutó a su alrededor en busca de otras presencias, y apretó el paso por el sendero.

Colmillo Ardiente le observó desaparecer entre los matorrales. Sintió la necesidad de lanzarle una piedra, pero se volvió hacia Deriva y recorrieron lentamente el bulevar.

Tenemos que preparar a los muertos.

Colmillo Ardiente ignoró al vidente. Caminó con la cabeza gacha y los ojos fuertemente apretados.

—¿Qué hicieron las Madres para que se marchara de aquí? —Dio una patada a un puñado de tierra y lo convirtió en polvo—. ¿Por qué estaba aquí?

Deriva buscó una respuesta, pero antes de poder responder, el tribeño escupió y se dio la vuelta súbitamente. Corrió por el bulevar y se abrió paso con brusquedad entre un grupo de guerreros, siseándoles mientras corría hasta la Madriguera. La entrada le estaba prohibida por tradición, así que se asomó al agujero y aulló. Deriva trató de apartarle de allí, pero él insistió hasta que una Madre delgada y con cara de comadreja surgió de la oscuridad.

—¿Por qué gritas, semental? —preguntó la Madre con voz molesta y aguda.

—Dime adonde se dirige el caminante muerto.

La Madre se rió con desdén.

—Márchate, bruto.

Colmillo Ardiente saltó al agujero y agarró a la mujer por su túnica. El material se rasgó mientras la alzaba en vilo y la apretaba contra la pared.

—¿Dónde, mujer?

—¡No-puedo-respirar! —jadeó. Colmillo Ardiente apretó su tenaza y ella jadeó—. ¡A-encontrar-a-Cara-de-Loto! —Sus ojos rebulleron y sus labios se tensaron.

Colmillo Ardiente la arrojó al suelo y salió del agujero. Rodó por la pendiente y echó a correr hacia la jungla. Deriva se asomó a la Madriguera y, tras ver que la Madre se encontraba bien, corrió tras el semental.

Los sensores imbuidos en el cráneo de Nefandi entonaron un bajo zumbido que se nublaba tras sus ojos. El voor estaba cerca, aunque su sensex no lo había detectado todavía. Se abrió paso entre una maraña de matorrales y entró en un pequeño patio de perales negros. Las moscas revoloteaban a su alrededor, y conectó el campo a su nivel más bajo. A su espalda oía el paso de alguien que corría por la jungla. Se dio la vuelta y escrutó el camino por el que había venido.

El guerrero de cara de león saltó a la vista por detrás de un matorral, aún lejano. Nefandi disparó un único estallido de energía, pero por una suerte increíble el distor rodó al suelo en el instante que disparó.

Nefandi apuntó con más cuidado y disparó un estallido más largo, pero otra vez el guerrero se salió del camino y continuó acercándose. Ya había sacado su cuchillo, y Nefandi pudo ver la fiera determinación en sus ojos amarillos.

Deriva, el pecho salpicado de dolor, corría con fuerza para no perder de vista a Colmillo Ardiente. Pero no importaba lo mucho que le lastimaran los pulmones, no importaba lo mucho que su aliento le quemara la garganta, siguió corriendo, esquivando raíces y ramas bajas. Siempre que viera a Colmillo Ardiente podía guiarle para que esquivara los ataques de Nefandi. ¡A la derecha!, envió fervientemente, visionando el impulso de Nefandi de cortar la manera en que Colmillo Ardiente esquivaba a la izquierda.

Colmillo Ardiente giró a la derecha, y el estallido de la espada de Nefandi derribó el tronco de un árbol con una explosión ruidosa y una lluvia de trozos de madera.

¡Rueda! Colmillo Ardiente rodó, y otro latigazo de energía agitó las hojas sobre él. ¡Arriba a la izquierda! Se puso en pie de un salto y giró a la izquierda mientras un poder invisible mordía el suelo junto a él y convertía a éste en pulpa.

Nefandi estaba sorprendido. Colmillo Ardiente se acercaba, con el cuchillo bajo y adelantado. Se preparó para enviar una andanada de energía devastadora, pero un atrevido impulso chispeó en él y vaciló. Con la espalda apuntando el suelo, se tendió, los ojos alerta a cada latido de músculo del distor que saltaba hacia él.

Esperó a que Colmillo Ardiente estuviera en mitad del salto, a la par con su cara, los brazos abiertos, los ojos amarillos ardiendo. Envió su campo hacia arriba a toda potencia. El guerrero voló en un amasijo de tripas y sangre desperdigada. La fuerza del impacto incendió las ramas de los árboles cercanos, y derribó a Deriva golpeándole con una masa de vísceras calientes.

Nefandi desconectó el campo y rodó al centro del peral. Sus sensores chirriaban, y escrutó rápidamente el follaje que le rodeaba. Una brillante luz corpórea se abría paso a través de la maleza: amarillo dorada, del tamaño de un hombre. Le disparó. Las hojas danzaron y se esparcieron, y la luz-kha se redujo a la nada.

Todavía tendido, escrutó de nuevo el terreno. El androg le miraba a través del cenagal de las entrañas de su compañero, demasiado aturdido para moverse. Un pájaro inició un tímido canturreo, y se fueron perdiendo los sonidos de los monos al huir. Los sensores de su cráneo estaban tranquilos, se levantó despacio. Había terminado.

Cleyre se hallaba muy cerca. Podía oler el café de chicoria que tomaría sentado en su patio poblado de árboles. Sonrió, apartando su fantasía, y se acercó para inspeccionar el cuerpo. ¿Se sentía su víctima aliviada de morir, feliz de ser liberada del horror de su lusk? ¿O se había familiarizado con el voor? Tal vez habían compartido una vida. No vale la pena preguntarse.

Apartó las enmarañadas zarzas con su espada. Sobre un árbol caído, con la cabeza abierta, había un puma plateado. Nefandi se quedó anonadado, aún se estaba preguntando cómo un animal podía tener un kha tan poderoso cuando Sumner salió de su escondite de zarzas tras el gran gato. No tenía kha. El voor retenía en su interior toda su psinergía.

Nefandi retrocedió, pero Sumner le agarró el brazo con el que empuñaba la espada. Lo apretó tan fuerte que los músculos se abrieron y el arma cayó al suelo. La mente de Nefandi se agitó. El rostro negro de brillante arco iris le transfiguró: los ojos llanos, indiferentes y lentos…

El brazo libre de Nefandi se debatió y fue apartado de un golpe. Se retorció, pero la mano que le apretaba el brazo afianzó aún más su presa, arrastrándole hacia adelante. Un cuchillo destelló en la mano de Sumner, y Nefandi vio cómo la hoja se deslizaba entre sus costillas. Un grito pataleó en su garganta. Se hizo a un lado y se debatió, una estúpida hilaridad rebullía en su interior, dando vueltas para salir. Todo su cuerpo se puso rígido, se derrumbó seco, sólo una forma sobre el suelo.

Sumner dejó caer el cuerpo. Miró los miembros doblados como cartones mojados, la mirada temerosa en su único ojo, y un dedo que se sacudía, esperando frenéticamente una señal del cerebro detenido. Miró con atención para ver qué era lo que sentía este hombre. Destellaba miedo del ojo-espejo, empapado en la camisa manchada de sangre.

Se agachó para limpiar su hoja en la camisa de Nefandi, y la silenciosa voz del voor se abrió en él. Confiaste en mí, Sumner, y no te fallé. Ahora somos como uno solo. Somos lo mismo.

Sumner enfundó el cuchillo, recogió la espada de Nefandi y pasó por encima de su cadáver.

Deriva, manchado de sangre y cojeando, se reunió con él en el claro del bosquecillo de perales. Sus ojos estaban nublados, y al principio Sumner no sintió nada de él excepto una fría bruma, sombría y lánguida. Entonces la voz del vidente sonó en su mente: ¿Por qué no le salvaste? Extendió las manos, pegajosas con la sangre de Colmillo Ardiente. Viste lo que sucedía. ¿Por qué no le salvaste?

—El voor retenía mi kha, Deriva. Si me hubiera movido o incluso pensado, ahora estaríamos los dos muertos. Tuve que dejar morir a Colmillo.

Deriva le observó, las manos ensangrentadas al aire. Pensaba que eras humano. Sus ojos destellaron y su mirada se ensombreció. Se dio la vuelta. Eres más voor que hombre.

Sumner contempló al vidente hasta que pasó entre los árboles y se perdió de vista. Nada se pierde jamás… sólo está de camino, se dijo.

Esa idea desencadenó un lento lazo en su mente: un mantra que puso sus pies en movimiento, que le hizo salir del bosque al paisaje soleado de Skylonda Aptos.

Atravesó con determinación el caos primordial de rocas plegadas, rotas y levantadas. En un lugar desolado enterró la espada de Nefandi, y luego continuó su penosa marcha. Cuando el cielo se llenó de colores vaporosos, se sentó de espaldas a un arco de piedra y contempló los oscuros bancos de nubes. Había matado a Colmillo Ardiente de la misma forma que había matado a Quebrantahuesos, por inacción. Había dejado que el amor humano en él muriera. Era un voor, y esa consciencia le inmovilizó. Nubes de polvo rojo giraban sobre las áridas llanuras. Llyr titilaba sobre el horizonte, pequeña y vidriosa. Arreció un viento frío.

Al amanecer, Sumner se despertó con el sonido de metal golpeando el aire: motores. El aterrador sonido procedía de la tierra desolada y yerma. Sumner se subió al arco de piedra y vio un convoy de transportes amarillo y azul avanzando por el terreno torturado. En el flanco de los vehículos aparecían banderas verdes grabadas con pilares blancos y negros.

Sumner corrió sobre pozos y pliegues de roca marrón para interceptar al vehículo que abría la marcha. Cuando lo divisaron, el convoy se detuvo y varios hombres vestidos con uniformes de camuflaje para el desierto bajaron con los rifles preparados.

Sumner se identificó y rápidamente le subieron a la plataforma superior del primer transporte. Con un chirrido de metal gastado, el convoy continuó arrastrándose hacia adelante.

Sumner se agarró a la baranda de la cubierta, observando el horizonte ondular. Después de que el comandante desconectara su radio, le preguntó qué sucedía.

El comandante era joven y rubio; pálidas arrugas irradiaban de sus ojos. Miró a Sumner con expresión curiosa y divertida.

—Su historia es impecable, Kagan. —Los pálidos brotes de su carne se desvanecieron en los pliegues de su sonrisa—. He oído decir que los Rangers van a todas partes, pero usted es sorprendente. —Sus ojitos se ampliaron para abarcar el pelo enmarañado de Sumner, sus pintorescas orejas, su pañuelo de piel de jaguar y su taparrabos gastado—. ¿Qué tribu estaba inspeccionando?

—Los Serbota.

—Ah. —Sus ojitos se volvieron mortíferos—. Entonces puede sernos muy útil.

Sumner se tensó.

Una de las radios chirrió varias frases en código. El comandante pasó junto a Sumner y escrutó el ondulante territorio en dirección al sur.

—Aquí vienen.

Varias manchas de polvo negro aparecieron sobre el horizonte, cada vez más cerca.

—¿Van a tomar Miramol? —preguntó Sumner, con voz vaga.

—¿Tomar? —El comandante le miró, divertido por su voz débil—. No tomamos distors. Ha habido actividad voor en esta zona y vamos a arrasar las tribus que pueden haberles dado cobijo.

Un trueno bramó al sur, se extendió a un rugido y rasgó el cielo sobre ellos con un grito más fuerte de lo que los oídos podían soportar. Cuatro strohlplanos de casco negro aullaron por el cielo y se arquearon hacia el horizonte.

Sumner se apoyó contra la baranda de la cubierta. Los pliegues de roca al pasar, las ondulaciones y depresiones, los montículos, agujas y sinclinales se enlazaban y continuaban. Sumner los observaba con ojos aturdidos. Se unían en sus lágrimas. Se volvían uno.

La angustia de ver su tribu destruida fue demasiado fuerte para Sumner. La violencia palpitó en su pecho, y supo que mataría a muchos hombres si no se marchaba.

Saltó del transporte y rodó cuando alcanzó el suelo rocoso.

—¡Vuelva aquí, Kagan! —gritó el comandante tras él—. ¡No tiene permiso para marcharse!

Sumner siguió andando, el calor y el polvo salpicaban en sus tobillos.

—¡Está desertando! —gritó el comandante, y uno de los hombres le encañonó con su rifle y pidió permiso para disparar. Cuando el comandante asintió, el soldado apuntó, pero Sumner ya había desaparecido.

Varios hombres le habían visto agazaparse tras una duna, y el comandante destacó a una docena de soldados para localizarle. Peinaron la zona y escrutaron desde la altura de los montículos de roca, pero nunca volvieron a ver al ranger.

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