Radix

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El horizonte de la sangre

Sumner caminó hacia el norte, dejando que su sentido voor le guiara entre las montañas. En la línea de la nieve, donde unas rocas recortadas ardían con los rayos festoneados del sol, encontró una caverna resguardada del viento. Despejó los cascotes de piedra y se sentó contra la pared negra.

Estaba físicamente exhausto, dispuesto a dormir o a morir, pero el voor en su interior permanecía activo. Sumner dejó que Corby se moviera a través de él, contemplando aturdido cómo el voor cogía la bolsa de piel de serpiente de su costado y esparcía las cenizas y los trozos de huesos del magnar por el suelo ante él. La luz destelló en las lascas de hueso como fragmentos de tiempo, y las vísceras de Sumner se retorcieron de frío con la culpa que sentía por Colmillo Ardiente y el magnar.

Estás cansado, Sumner, habló suavemente Corby, inestable como el humo. Simplemente mira. Voy a hacerte olvidar tu dolor. Vamos a hacer un largo viaje, juntos, vamos a cazar en las sombras a Quebrantahuesos. Sus dedos formaron lentas espirales sobre las cenizas siguiendo el ritmo de la voz del voor de su interior. Sombraviajar es viajar en el tiempo. Aquí hay suficientes restos de kha para que podamos revivir toda la vida del magnar. En Iz, todo tiempo es ahora. Pero no es a él a quien quiero que conozcas. Sus gruesas manos gravitaron en silencio sobre las espirales entrelazadas, y un poder se desató en su pecho, un poder tan sutil como blanca era la ceniza.

El viento aulló entre las desorientadas rocas fuera de la caverna y se fundió con la voz de Corby: Es al Delph a quien quiero que veas… el mentediós para cuya destrucción nacimos. La penumbra era un cliché de colores rotos, largos y más rojos que la carne. Vamos a retroceder doce siglos, siguiendo el kha del polvo de esta vida hasta la época de la primera forma de Quebrantahuesos. El aspecto de las cosas pareció debilitarse. El tiempo es un secreto oculto a sí mismo. Vamos a internarnos profundamente en ese secreto. Vamos a convertirnos en él.

La mente de Sumner se quedó en blanco. Y de repente se encontró en un lugar cálido y oscuro, flotando tranquilamente, escuchando los golpes apagados de una puerta en un viento espectral. Era un latido.

Corby comprendió, y su conocimiento se volvió el de Sumner: Iz les había llevado a los principios de la vida de Quebrantahuesos y luego a través del tiempo, impulsado por la voluntad de Corby, hasta los principios embrionarios del Delph: podían sentirle flotando en la luz sangrienta, envuelto en una niebla susurrante, tan resbaladizo y pequeño que parecía a punto de desvanecerse.

Pasaron palabras de Corby a Sumner, palabras cantadas, la letanía voórica para los no nacidos:

Esta vez, tendrás un nombre, niño, con todos los límites que entraña tener un nombre. Tendrás un nombre esta vez porque donde vas todo tiene un nombre.

Corby continuó, y Sumner sintió que el tiempo se aceleraba. Vislumbró el feto del Delph expandiéndose, agitándose en el vientre, abriéndose paso. Su cabeza asomó a la luz, y salió deslizándose, manchado y brillante con los restos de su vida fetal. La escena se difuminó, barrida en un revoltijo de imágenes que pasaban demasiado rápido para poder asimilarlas.

donde vas, joven, todo lo que puede suceder ha sucedido. Todo lo que ha sucedido va a suceder de nuevo

El torrente temblequeó dos veces, refrenándose lo suficiente para que Sumner pudiera ver al infante creciendo: un niño de pelo negro con una túnica demasiado grande, de pie en la mitad de las escaleras de piedra de un templo; luego un esbelto joven vestido con uniforme militar, una estrella de seis puntas destellando bajo una cara angulosa y sonriente, cazas a reacción en el fondo; después, oscuridad volante…

y aunque empezarás aprendiendo los nombres de todo en tu nueva vida, no importa cuántos nombres aprendas, no importa en qué secuencia los dispongas, no te enseñarán nada sobre el origen o el fin. Existen porque tú existes, para asegurarte que tu existencia puede suceder y sucede, entonces y ahora; siempre, y casi como tú mismo imaginas que ha sucedido

La aceleración comenzó de nuevo, y Sumner vio al joven con botas de combate, pantalones de vuelo, una camisa militar abierta hasta la cintura. Yacía tumbado en la hierba, bajo la sombra de los árboles, una mujer oscura y vigorosa a su lado. Sostuvo la cara de ella en sus manos y la escena desapareció rápidamente.

pero los nombres, joven vida, serán reducidos por la grandeza de tu respiración, aunque su ansia será tu largo viaje, todo lo que soportarás jamás es su práctica, su prueba eventual para perfeccionar el espacio que tu paso deja atrás.

La cascada de imágenes giró hasta detenerse. Sumner se sintió flotar en una enorme galería de paredes curvas de color verde claro. El sitio rebosaba de frenética actividad. Un semicírculo de reclinatorios de cuero blanco ocupaba el centro de la galería. Cada silla estaba rodeada por un equipamiento de paneles de cristal y una cúpula de finas redes iridiscentes. Todos los reclinatorios estaban ocupados por técnicos vestidos de verde.

Corby enfocó una estación donde se encontraba un hombre de pelo negro con el rostro estrecho y compuesto. Era el que habían seguido desde el vientre, el Delph. Sobre el bolsillo del pecho de su uniforme de faena aparecía bordado HALEVY-COHEN.

Corby se acercó más, gravitando un instante ante los ojos grandes y espaciados y la nariz fina. Los labios eran carnosos, la mandíbula firme, retirada, el pelo muy denso, meticulosamente peinado hacia atrás a partir de una frente cuadrada. Los rasgos se extendían a una pantalla de luz diáfana, y se deslizaron en él.

Su mente era un tumulto de imágenes y pensamientos, y pasó un instante antes de que incluso Corby pudiera sentir su nombre. Era Jac. En cuanto encontraron este centro, todo lo demás se puso en su sitio.

—Jac —llamó una voz de mujer.

Él abrió los ojos y la vio: era anciana, con la piel ajada y marrón, los labios grandes y oscuros y acuosos por los bordes, hundidos, ensombrecidos con una pena insostenible. Pero cuando vio que él estaba alerta, una sonrisa cortó la tristeza de su rostro, y pareció expandirse. Se echó hacia atrás el largo pelo blanco y se acercó. Él pudo oler el bálsamo que flotaba sobre su bata blanca.

—Soy Assia Sambhava —dijo ella afablemente—. ¿Me recuerdas?

Los ojos de Jac se estrecharon, y sacudió la cabeza.

La decepción ensombreció rápidamente la cara de Assia.

—No te preocupes. —Le secó con la manga la capa de sudor de su labio superior—. Tu memoria lleva rota mucho tiempo. Soy psicobióloga aquí en CÍRCULO, el Centro de Investigación Internacional para la Continuidad de la Vida en la Tierra, y te he estado tratando desde que llegaste hace once años. Tu condición es única y significativa. Tienes unos nudos en el tallo pontino de tu cerebro. En las Fuerzas Aéreas Norteafricanas lo diagnosticaron como un tumor. En realidad, es un desarrollo natural, un pliegue hendido de la corteza cerebral… algo que le ha sucedido a uno de cada cien mil millones de humanos en los últimos cuarenta mil años. Creo que es el siguiente paso en la evolución cerebral, y he estado tratando de activarlo y ampliarlo con suplementos de ARN. Hasta ahora no he tenido éxito y —la sombra de sus ojos se espesó—, peor, puede que te haya hecho daño, Jac. Tu memoria ha desaparecido, y no he podido fortalecerla.

Jac no estaba escuchando. En su interior, sabía quién era, pero no era importante recordar. Esperaba, anticipando el cambio interno que seguía la mayoría de sus tratamientos. Cuando las pautas de asociación empezaron a expandirse, el nódulo de transfusión aún tocaba la vena azul de su cuello, y se sorprendió de lo rápido que respondía su mente. (Sorprendido: es decir, la fosfofructoquinasa descompone la glucosa-1, incrementa la actividad neuronal, y así, en un círculo cerrado, la serpiente se muerde la cola).

Se preguntó si la psicobióloga (Assia, sí), era consciente de la velocidad o incluso de la extensión con que estos suplementos afectaban a su sujeto.

—¿Tienes alguna pregunta… algo que decir? —preguntó Assia.

Los ojos de Jac parecían borrosos.

—Oigo una voz. (La voz humana, el más triste de los instrumentos).

—Lo sé. —Ella era muy amable. Le cogió la mano, y la compasión de sus ojos fue tan densa como el amor—. Los suplementos la intensifican.

—¿Qué hago? (Recuerda tu herencia. Los Qlipoth son tus enemigos ancestrales, especialmente los Mames, que se mueven hacia atrás, y Glesi, que brilla como un insecto).

—Un nuevo ser está naciendo, Jac. —La tenaza de Assia sobre su brazo era fuerte—. Estás cambiando. No trates de combatirlo… y no le tengas miedo.

Jac permaneció inmóvil, sus ojos terriblemente quietos.

—¿En qué me estoy convirtiendo?

—No lo sé —contestó Assia en voz baja. Le acarició un lado de la cabeza con una mano arrugada, y el calor de su contacto fue el calor del amor—. Hemos acabado por hoy. —Quitó el nódulo de transfusión y la red del bioscanner—. Quédate en el centro esta tarde. El suplemento puede que te haga sentir mareado. Volveré a verte dentro de un par de días, ¿de acuerdo?

Él asintió, y la psicobióloga se dio la vuelta y empezó a autorizar atareadamente el tratamiento del día en el teclado.

Las manos de Jac temblaban. Respiró profundamente para calmarse y se levantó de su asiento reclinable. Se sintió aturdido un momento, y luego se debatió con una sonrisa incontrolable mientras el flujo de asociaciones en su mente continuaba acelerándose. (Enamoramiento endocrino, Jac. Tu cuerpo te ama. Aunque esté muriendo, lleva tiempo hacerte sentir bien. Mal por bien. Vida por muerte. Una serpiente que se muerde la cola. La rueda de la ley, rodando).

Jac relajó su mente y permitió que la cadena de significado que percibía le inundara con su euforia, su risa perdiéndose en el murmullo de proceso de datos. Sus percepciones sensoras se convertían de nuevo en continuas, el sonido temblaba como respiración termal, los colores audibles y olorosos.

Recorrió el pasillo de cabinas de tratamiento hasta la válvula de salida como había hecho cientos de veces antes, cada vez más extraña que la anterior.

El portal se abrió bajo un escarpado de arenisca en la periferia de una larga cuenca separada del mar por macizos circulares de roca de esquisto veteada de rojo. El dispensario complementaba el paisaje y era prácticamente invisible desde el exterior. La luz surgía entre bajos bancos de nubes y caía ámbar a través del plano suelo que la lluvia había horadado y resquebrajado. En un alto valle al otro extremo de la base, enormes rocas negras se encogían bajo húmedas alas de lluvia.

Un trueno resonó, y Jac recorrió un vago sendero entre los fríos rayos del sol nublado. (La rueda de la ley, rodando, rodando). Sentía el impulso químico en su sangre, el recién introducido ARN se tensaba a su través, llegando a un clímax que continuó durante horas. Afianzó el paso mientras alguien reducía la lluvia a su alrededor. (Un arpa en las manos del viento).

En la ondulante luz azul del acuario salado, el delgado cuerpo de Assia parecía un fantasma. Tras ella, en la cara negra de metal de una consola de pared, destelló una luz roja: el Data-Sync estaba abierto, preparado para decírselo todo.

Assia tecleó una serie de funciones numéricas. No sabía qué buscaba… algo para afirmar su trabajo o a ella misma.

Un Pez Ballesta Reina pasó como una cometa, sus aletas dorsales y ventrales, un fino recuerdo de alas. Conectó la voz de su recordatorio de datos:

—… mesodermo, varios días después de la concepción. ¿Pero por qué el proceso de la selección natural, que es estrictamente económico, ha dado al Homo sapiens sapiens un volumen cerebral que excede las necesidades de su supervivencia? Estos hallazgos sugieren que el crecimiento cortical es un paso evolucionario necesario pero no suficiente y que estos fetos son los precursores de un inminente desarrollo nuevo: la duplicación del pliegue cortical. Aún quedan por resolver muchas cuestiones. ¿Por qué, por ejemplo, los análisis uterinos del doble pliegue cortical de los fetos en su séptimo mes indican masivas reorganizaciones de agentes cromosómicos enlazados con formaciones de memoria andrógena? ¿Es ésta la evidencia, como sugieren Gallimard y Sambhava, de que esos fetos pueden estar trasladando registros cromosómicos a memorias conscientemente accesibles? ¿Y por qué poco después del final del octavo mes el uno por ciento de estos fetos rehúsa metabolizar esteroides y precipita así el aborto? ¿Por qué ha sido imposible mantener el desarrollo de los fetos mutados en suspensión artificial amniótica? ¿Hay otros…?

Assia desconectó la consola. Corales como joyas de arco iris llamaron su atención: una flor de muerte, una casa-esqueleto, un redundante ciclo vital petrificado en su entidad.

Jac se despertó sobresaltado y se incorporó de un salto, el rostro lleno de sorprendida claridad. La flex-forma en la que estaba acostado aún murmuraba su monótona cantinela cuando se levantó y caminó tambaleándose hacia su escritorio. La pirámide calendario le dijo con su fría luz que había pasado más de un año desde la última vez que había permanecido en pie como estaba ahora, consciente de lo que le sucedía.

Se sentó en el taburete giratorio junto a la mesa y contempló con estupor los cubos de datos y cintas. El cielo más allá del ventanal tras su escritorio aparecía salpicado de estrellas, y bajo su tenue luz vio que nada había cambiado: estudiaba las mismas cosas en las que se había perdido hacía un año: historia mundial, psicobiología, astronomía por neutrinos, y trataba de comprender los cambios. ¿Por qué los enormes terremotos y maremotos habían traumatizado el planeta durante tantas décadas? ¿Y qué era esta radiación cósmica que mutaba todas las formas de vida?

Una nube en forma de león cubrió las estrellas, y su visión se oscureció. La Voz permanecía en silencio, pero podía sentirla cerca. Si lo intentaba… (Siempre estoy aquí, Jac, a un tiro de piedra de distancia).

Saltó a su pesar. Sabía que la Voz era él mismo, el córtex doblado que Assia llevaba activando los últimos diez años. (No trates de racionalizarme. Las visiones derrotan al ego). Su memoria estaba ahora intacta, y diabólicamente, lo primero que recordó, con hiriente lucidez, fue el olor del cabello de Nevé, su esposa. De un manotazo encendió la luz de la lámpara y buscó los chips con los mensajes que ella habría enviado. Cuando encontró los chips transparentes, los sostuvo en el puño. Pero no se volvió hacia el vídeo. No había tiempo. (El arquetipo de espontaneidad demanda que afilemos nuestros propios mondadientes, ¿eh?)

—¡Voz! —exclamó. (¿Sí?) Tecleó un mensaje de llamada para Assia en su línea privada, y entonces apagó la luz. En la súbita y enervante oscuridad, sintió la húmeda presencia del Otro.

—¿Qué quieres de mí? (Mi exigencia es extrema, Jac. Es la posesión de vida, el clímax extático, lo que quiero. No servirá otra cosa).

Fuera de la ventana oval, salía la luna. Jac contempló el secreto revelando las colinas cercanas mientras la luz de la luna aumentaba.

—¿Entonces por qué estamos separados? (No lo estamos. Yo soy tú… pero has olvidado quién eres).

El cielo se cubrió de plata con la luz de la luna, y vio nubes alzándose sobre él, tan altas y confusas como una tierra hundida.

—¿Pero por qué olvido… y durante cuánto tiempo? (La memoria es el hueso, el caparazón. Yo soy la médula).

Se abrió una puerta y una mujer anciana asomó por ella, su pelo blanco destellaba en la oscuridad.

—Assia… —Jac se levantó, y ella se le acercó—. Recuerdo de nuevo.

—Ha pasado mucho tiempo. —Ella colocó sobre sus hombros sus manos largas y oscuras—. ¿Quieres detener los tratamientos?

—No.

—El pliegue cerebral puede ser extirpado quirúrgicamente…

—No soy sólo yo, Assia. —Se sentó de nuevo y observó la oscuridad del rostro de ella—. Nada ha cambiado ahí fuera, ¿verdad?

—No. Todo sigue siendo una locura. —Assia se sentó al borde de su mesa y se apartó el pelo de los ojos—. ¿Es fuerte la Voz?

—Me habla en acertijos. Y creo que va a empeorar. ¿Qué tal mi conducta últimamente?

Assia sonrió sin mover los labios.

—Estás muy dinámico… caminas y exploras mucho.

—No parece muy profundo.

—Estás en una fase asimiladora, Jac. Tenemos que ser pacientes.

Jac giró en su asiento y miró el brillante paisaje de la nube. Una eternidad antes, Assia había tenido un sueño para él. Era uno entre cien mil millones con un córtex duplicado. El lóbulo extra era una peculiaridad genética, un puño en el cerebro con la fuerza, quizás, para salir del tiempo y cambiar la realidad. Neurologías mucho menos desarrolladas estaban haciendo eso a pequeña escala, reformaban la realidad estadística al arrojar los dados al azar o haciendo cálculos atómicos. ¿Qué podría hacer un pliegue cerebral si se le aumentara mánticamente?

Los primeros investigadores de CÍRCULO no le presentaron a Jac su situación de esta manera. Temerosos de que pudiera rehusar, le habían informado de que tenía un tumor cerebral, y durante el primer año experimentaron con él sin su consentimiento. Fue Assia quien lo cambió todo: pero para entonces él ya no abstraía más allá de los mejores mánticos. Se había refrenado. Sus pensamientos se habían plegado sobre sí mismos, y dieron comienzo la Voz y un desconcertante autismo. Sin embargo, aún quedaba la visión de Assia. Existía la posibilidad… La posibilidad de que…

Jac se volvió hacia Assia, con los ojos ensombrecidos.

—Lo estoy perdiendo. —Sus palabras hablaron dentro de su respiración, apenas audibles—. Dile a mi esposa que me pondré en contacto con ella la próxima vez.

Assia se inclinó hacia delante, con ojos brillantes y sombríos. ¿Debería decírselo? Nevé estaba muerta, perdida con millones de personas más cuando los desiertos del norte de África hirvieron en una absurda tormenta: lluvia negra, vientos de cuatrocientos kilómetros por hora, ciudades enteras arrasadas. No… la tristeza en su mirada le dijo que no.

Assia ayudó a Jac a ponerse en pie y le condujo hasta la flexforma. Cuando él se tendió, el canturreo monótono comenzó y se sumió en un sueño profundo.

—No lo estás perdiendo —susurró ella—. No podemos perder lo que somos.

Le besó y se quedó a su lado durante un rato, su cuerpo etéreo por la fatiga y la tristeza.

Ráfagas y profundas masas de nubes surcaban el cobalto insondable de la tarde. Assia se entretenía en el vaporoso abrazo de una tropiforma, pasando el tiempo mientras observaba jugar a los niños. El gimnasio era enorme, cubierto con una cúpula de plástico transparente a todo el espectro solar.

En un extremo, la luz del sol brillaba verde en las profundidades de una piscina seca, un hueco oval de aire que había sido espesado a la densidad del agua llenándola subcuánticamente con gases nobles. Más cerca, unos adolescentes jugaban al voleibol en atmósfera cero; otros fortalecían sus músculos con pesas magnéticas; en las colchonetas practicaban danza y ejercicios gimnásticos.

Pero la atención de Assia se centraba en los pequeños. Se enorgullecía de ver que eran una mezcla de todas las razas y tipos genéticos, todos ellos hablando Esper. Y con la constante observación genética de CÍRCULO, no había peligro de hándicaps inherentes. Las mutaciones eran modificadas en el útero o abortadas. Era un principio severo, higiene purgante, pero evitaba muchos sufrimientos.

Aunque odiaba los controles genéticos, Assia estaba muy satisfecha con los niños de CÍRCULO. Al observar a los chiquillos con sus rostros continuamente embelesados, experimentaba una alegría que no la llenaba desde que era joven. ¿Cómo habría sido tener un hijo, la vida surgiendo de su propio cuerpo?

—Nuestro futuro, ¿eh? —gruñó una voz a su lado. Era Nobu Niizeki, el director del programa de CÍRCULO. Era bajo, con la cabeza cuadrada y barba fina. Le cogió la mano y la apretó afectuosamente entre sus gruesos dedos mientras se sentaba—. El mundo se ha vuelto loco, pero nuestros niños siguen siendo nuestra luz.

—Eso es lo que creo —dijo ella—. Si hay alguna esperanza, ésta reside en los niños.

—Bien —suspiró Nobu con su voz austera—. De eso he venido a hablar contigo. —Soltó su mano. Sus ojos ceñudos estaban ensombrecidos como los de un boxeador cansado—. Ese estratopiloto israelí…

—Jac.

—Sí… Jac. Llevas trabajando con él casi doce años.

La serpiente de una arteria se revolvió en su cuello.

—Assia… —La cara redonda de Nobu permanecía serena como el ámbar—. Apenas contamos con los recursos para alimentar a esos niños. Para sobrevivir, CÍRCULO tiene que recortar presupuestos. Vamos a tener que darte una nueva misión.

Los ojos de ella se cerraron, y la historia se tensó en su cara.

—¿Y Jac?

—Le será practicada la eutanasia esta semana.

Abrió los ojos. En ellos la luz era densa como el diamante.

—No duele —dijo Nobu—. Lo sabes.

—No. —La palabra sonó pastosa—. Lo devolveremos al exterior.

Los ojos de Nobu se curvaron tristemente.

—Assia… el mundo ha cambiado. No quedan lugares a donde mandarlo. Sería una crueldad soltarlo ahí fuera.

—Entonces dadle una pensión. Se presentó voluntario y ha servido bien. Vamos… ¿qué trabajo cuesta mantener con vida a un hombre más?

Los fuertes dedos de Nobu se abrieron ante él.

—No tenemos nada. Ahora se trata de sobrevivir, Assia. Los niveles de radiación cósmica se han cuadruplicado en el último año. Todo el cielo arde con ese brillo galáctico. ¿No lo has observado?

—He estado trabajando. —La voz de ella era plana y nublada por la emoción—. Nobu, escucha… Jac es una prioridad esencial. Podría ser el mántico más fuerte de todos. Podría cambiar todo su entorno.

—Ningún hombre solo puede hacer eso, Assia.

—No estoy hablando de un hombre —dijo ella, mirando directamente al negro de los ojos de Nobu—. Jac podría ser un mentediós.

—¡Bah! —Él agitó una mano entre ellos para romper su mirada—. Rezo todos los días, pero eso no ha detenido aún las tormentas.

—Nobu, sabes que hablo en serio. Jac tiene el pliegue cortical mejor desarrollado en la historia de la fisio. Tiene la biología para sostener un colapso causal.

Amablemente, Nobu volvió a tomar su mano y se la llevó al pecho.

—Assia, éste ha sido el trabajo de tu vida, avanzar la biología humana. Has conseguido mucho. Has llevado la realidad mántica a lo que es hoy. Cogiste la bomba-ATP y la hiciste humana. ¿Pero un mentediós? Te aprecio, Assia. Aprecio lo que ha creado tu trabajo, pero tengo que decirte que estás convirtiendo en un chiste todo lo que has logrado. Colapso causal, mentedioses… es una visión amplia. El mundo, tal como está ahora, es demasiado estrecho para eso. Te necesitamos en otros asuntos.

Las cejas de ella danzaron.

—¿Haciendo qué? ¿Estabilizando el crecimiento de soja? ¿Produciendo bebés genéticos a prueba de radiación?

—Todo eso serviría.

Las lágrimas nublaron los ojos de Assia, y dijo frenéticamente:

—Nobu, por más que barajemos infinidad de genes no restituiremos el campo magnético del planeta. Esa nueva radiación de ahí fuera es nuestro futuro. No podemos estar escondidos eternamente.

Nobu cogió su otra mano y sacudió ambas, lentamente y con fuerza. Cuando habló, su voz se oyó ronca:

—Assia, te necesitamos. —El alma de ella se encogió—. No hago política, pero tengo que contar con ella. —Le soltó las manos y se puso en pie—. Quiero que te tomes un poco de tiempo libre… que veas los informes y te des cuenta de lo que pasa realmente. Creo que estarás de acuerdo conmigo después de que hayas visto los hechos.

Ella buscó ayuda, los ojos asustados, pero él inclinó la cabeza para evitar su mirada.

—Si necesitas hablar con alguien, prueba con esto. —Le pasó una tarjeta octagonal con coordenadas desconocidas y sin nombre. Cuando ella alzó la cabeza, él ya se había marchado.

Con un temblor de corazón, Sumner surcó el tiempo, siguiendo a su fuerza voor a un lugar donde parábolas de altos árboles daban sombra a un bosquecillo de luz ardiente. Sumner vio a un gruñón sentado a la sombra de un olmo, medio escondido en los brotes de ailanto.

Quebrantahuesos, le informó Corby. Ésta fue su primera forma… un gruñón de servicio esclavo de los aulladores. Entonces su nombre era Rois, y era una especie rara de gruñón. Pero dejemos que el magnar nos lo diga.

El voor se acercó, usando lo que quedaba de su poder-mage para seguir la pauta de la psinergía del gruñón. La mente de Sumner se fundió en el flujo del lenguaje mental de Rois:

Kiutl. Los Santos la llaman la luz hueca, la vieja canción susurro Sin Nombre. En el boro, los muchachos de cara quemada, los de cuerpo furioso que pueden soportar la tenaza de la inmanencia kiutl, los de la luz elevada en los ojos, la llaman Lamí.

Inspirado por ella, cada momento es claro. Pero (como el cuento del djin que te concedía un deseo por cada dedo que te cortaras), no se puede estar con ella mucho tiempo. Después de un año de dosis diaria, la sinopsis cortical se atrofia, la inmanencia se vuelve interminable, y en una semana las orejas van a los niños saqueadores, los ojos a los pájaros, y las mujeres vienen a cortar la espina dorsal a trozos.

Eso le sucedió a mi madre. Cuando nací estaba empapada y oscura de kiutl… un amasijo de carne azul y ajada viva en un cadáver, sobreviviendo para verla ahogarse en un retortijón de vómito un año después. Tenía doce años y había hecho los contactos adecuados en los laboratorios de investigación de Pequeño Edén para colocarme. Sin duda, yo habría entrado en el boro sin ella, pues trabajar para los muecas como blanco-psi no estaba limitado.

Para estimular mi gratitud, los muecas enfocaron mis ojos, secaron mi baba y aguzaron mi entendimiento. Entonces procedieron a esbozar el plan del juego: querían que cooperara con otros gruñones de laboratorio mientras ellos recortaban nuestros cromosomas. Los muecas jugaban con nuestras pautas nucleicas. Muy pocos sobrevivieron. Los que lo hicieron eran diamantes genéticos, bodhisattvas nucleicos.

Un espíritu de fuego, la energía del mismo laberinto genético, nos unió con más fuerza que el hueso. Estábamos ansiosos por vivir el estatus de nuestra sangre, para ser gruñones definitivos en vez de chimpancés entrenados, aunque fuera por unas pocas horas. Pero no fue algo de lo que nosotros parloteáramos. Era un asunto delicado. Necesitábamos algo más. No pasó mucho tiempo antes de que lo consiguiéramos. Kiutl.

Las pruebas mentales extrajeron recuerdos infantiles de su cartilaginoso olor de serpiente. A nivel más profundo, siempre hay asociaciones fetales, quimio-recuerdos de senderos luminosos, ceros fosforescentes, un picor en las palmas de las manos y la gloria de su inmanencia. Para nosotros estaba claro que Lamí vivía en nuestros tuétanos, pero los muecas pensaron que podían apartarla de Pequeño Edén. Lo pensaron. Variable aleatoria, la llamaron.

Ninguno de nosotros sabía lo que nos había hecho. Pero era nuestro recuerdo más antiguo, el guardián de la especie. No es ninguna coincidencia que la kiutl apareciera en la tierra el mismo año en que los muecas produjeron los primeros gruñones esclavos. Todos nuestros antepasados la fumaban. No hubiéramos sido gruñones sin ella. A pesar del peligro, nos desvivíamos por ella, y resultó que los muecas la habían escondido bien: estaba fuera de nuestro alcance.

Uno de nosotros cogió un montón de kiutl de una sección del boro. Esa noche, veintisiete gruñones drogados, rabiosos de vértigo, oscilando en las distancias del espíritu, asaltamos los laboratorios de Pequeño Edén; las personas fueron apaleadas y decapitadas, los guardias colgados y abandonados para que se desangraran. Las máquinas, sagradas por su indiferencia, quedaron solas en su inmanencia.

¡Beato!, mugimos, ¡Beato!, partiendo los cráneos de todos los muecas que veíamos. ¡Beato!, bailando con los cadáveres, arrancando sus genitales, destripándolos en busca de la gruta, el espíritu animal de la carne. ¡Beato! Nuestros cuellos adornados con estrellas de sangre.

Los contemplamos arder toda la noche desde un refugio a kilómetros de distancia, todos retamos, danzábamos fervientemente ante las noticias de la radio. Las luces de los láser teñían de azul el horizonte.

Todo lo que nos quedaba de Pequeño Edén era nuestro entendimiento y nuestra sangre purificada. La mayoría de nosotros se dirigió a los boros internos de las ciudades de los muecas y se alojó en las oscuras catacumbas, rezando como uno solo, compartiendo un silencio. Un año después, todos murieron de inmanencia de la kiutl. Los cinco que quedaron, que habían sido maestros trotando de boro en boro, se sometieron al espíritu. Dos estaban fuera de la ley como astutos asesinos. Finalmente ambos fueron destruidos por su propia traición, pero hubo un carnaval en sus muertes, levantando nubes de neuratoxs en las carreteras y en los estadios. Una continuó enseñando la revolución, las claves del fuego, la perfección del caos, hasta que murió en una tormenta raga que arrasó todo un conjunto de ciudades. El otro murió en una plaga relámpago en algún boro interior.

Yo, el último de los diamantes genéticos, decidí destruir las reglas, destruir la historia. El camino de salida es el camino adelante. Me serví de todo mi conocimiento para crear un alter ego y regresé al ciclo de los muecas. Mi psi es plástica, bastante flexible después de años de entreno para deflectar una sonda mental. Dos años más tarde, trabajo para CÍRCULO, utilizo mi poder a hurtadillas, y camino penosamente por las alamedas a la luz del día.

Mi trabajo es servil, lavar con espuma un laboratorio técnico, pero voy a todas partes sin que me detengan. Mis raíces profundizan su riesgo cada día, brotando en el dominio de los muecas. Nadie me busca, y aquellos que me miran sólo ven a un gruñón de servicio, la cara peluda y las palmas rosadas. Soy doblemente invisible, como un cristal a los ojos de un ciego.

Convexa, azul como el hielo bajo el sol de la tarde, la luna se alzaba sobre el mar. Era razón suficiente para que Jac diera un paseo por la playa. (¿Qué razón? El tiempo se mueve a trozos, un pecio flotante de sucesos que nos lleva sin razón). Cualquier actividad era mejor que estar sentado solo en su habitación escuchando la loca voz en su cabeza.

Después de los suplementos, la Voz a veces se volvía molesta. Assia le había dicho que no se podía hacer nada al respecto. No podía recordar por qué. Algo referido a que el tumor se encontraba cerca del centro auditor de su cerebro. Los lazos de Heschel, ¿no? (Tumor… ¡ah, tu amor!) Le habían dicho que durante su tratamiento tendría que aclimatarse a aberraciones ocasionales.

Para él la mejor diversión consistía en caminar. No le impresionaba la ciudad subterránea de CÍRCULO y prefería pasear al aire libre, lejos de las cúpulas de cristal negro y los olores de laboratorio.

Aquella tarde, de camino al mar, se detuvo al filo del cañón creado por el hombre para observar la excavación de un nuevo boro. Los trabajadores le asustaban. Eran grandes y con poco cerebro y no todos humanos. Sabía que les llamaban gruñones, y podía darse cuenta de lo mucho que se parecían a los gorilas. Pero manejaban las gigantescas excavadoras y grúas con seguridad. Vistos desde lejos, parecían hombres gigantescos de negras espaldas encorvadas vestidos con botas de trabajo, monos marrones y cascos rojo brillante. Más cerca, sin embargo…

Como si oyera sus pensamientos, uno de los trabajadores salió de la cabina de una trituradora y se dirigió hacia él. Bajo el casco, la cara del gruñón era bestial: piel rojiza tensa sobre pómulos prominentes y grueso entrecejo. Sus labios eran finos y de un negro correoso.

—Apártate, muecas. —El sonido voz áspero y gutural que hizo apenas fue comprensible. Señaló el inmenso pozo con un dedo grueso y rojizo—. Mamá te romperá los huesos.

Pasó un instante mirando boquiabierto al gruñón antes de darse cuenta de que hablaba de la tierra (mamá tierra, rodando bajo nosotros). Se apartó del borde y dio las gracias al gruñón con un movimiento de cabeza.

—Cuídate, muecas. —La criatura dio una patada a una piedra y la tiró por el cañón—. Mamá es fauces. —Hizo un gesto breve a modo de saludo y regresó a su máquina.

Jac se apartó del pozo y se perdió de vista antes de comprender lo que había dicho el gruñón. «Mamá es fauces», repitió, sorprendido de que tales criaturas pudieran ser tan… (¿Elocuentes? ¿Poéticas? ¿Humanas?). Decidió que tendría que aprender más cosas sobre ellos.

Se detuvo brevemente junto a un amasijo ceniciento en la base de una duna junto al mar. Sabía que era significativo para él, pero su memoria se difuminaba. (La memoria es pesar).

Había peleado durante una época, tomando notas de los segmentos de su pasado a los que se negaba a renunciar: su escuadrilla, su cumpleaños, el nombre de su madre. Luego, la semana pasada, el absurdo de aferrarse a fantasmas le venció. Reunió todas sus notas desperdigadas, la mayoría casi sin significado para él, se las llevó a la playa y las quemó. Recordaba cómo chasqueaba la madera mojada y cómo una hoja de papel revoloteó en el aire y se aplastó contra su muslo. Él se quedó observando la escritura calcinada durante largo rato, Nevé, sin comprender.

A veces incluso olvidaba quién era. (Te aseguro que conocerás la Muerte mejor que ningún recuerdo, aunque tus recuerdos son largos como mundos). Varias veces al día cantaba: «Soy Jac Halevy-Cohen, nacido en el Kislev 5842, en…». Apenas recordaba dónde había nacido.

Recorrió despacio la arena hasta una pendiente producida por las olas y ennegrecida por el tiempo. Su cuerpo era aún fuerte y no tuvo problema para subir las escarpadas rocas. Al llegar a lo alto, se sentó con las piernas cruzadas. El sol de la tarde se zambullía sobre los acantilados azules, aunque la mitad del cielo estaba salpicado de nubes y la lluvia barría el esquisto a menos de cien metros de distancia. Bajo la luz, la arena plana y los bajíos brillaban como un papel en blanco, vacío de vida, mientras en el punto de unión de mar y cielo una neblina ámbar se extendía con tentáculos largos y brumosos.

Rois rodeó una duna. Estaba detrás de Jac, y observó la espalda ensombrecida de sudor con malévola astucia en sus ojos animalescos. Los trances kiutl y un cuidadoso estudio de los informes Data-Sync le habían revelado quién era este muecas: un proyecto mántico. Los mánticos (humanos con cerebro amplificado) habían creado a los gruñones como esclavos y habían construido los borozoos donde los aprisionaban. Rois estaba decidido a devolver el golpe, y este muecas era el blanco real más cercano.

Los gruñones apostados en las dunas cercanas asentían todos: no había nadie a la vista. Rois sacó un pesado gancho de su mono marrón y se arrastró por la arena sin hacer ruido.

Se encontraba ya al pie de la pendiente, con el arma alzada, cuando Jac le oyó y se dio la vuelta. Durante un instante se observaron el uno al otro, y algo parecido a un grito, pero silencioso, se debatió en sus corazones.

El cielo gritó, y un rayo de luz surgió de ninguna parte y arrancó el gancho de la mano de Rois. La explosión derribó al gruñón al suelo y lo dejó tendido y chamuscado. El sol gritaba en sus ojos.

Se sentó. El hedor de su carne quemada sobrepasaba su dolor. Sólo el fino mango del plástico del gancho había resistido el golpe de fuego. Miró la cicatriz púrpura de su mano, como una burbuja de plástico, y luego a Jac. El muecas estaba acurrucado tímidamente sobre la pendiente, pero el conocimiento llenaba sus ojos.

¿Fue producto del shock o escuchaba una voz? Todas las cosas se convierten en una, gruñón.

Buscó a los otros alrededor, pero se habían ido. El aire chispeaba con destellos deslumbrantes. Su visión de Jac cambiaba extrañamente: el rostro del muecas desapareció, y en su lugar le observó un hombre tuerto con una cicatriz retorcida y un ojo brillante como un espejo. Trató de apartar la visión, pero la cara era real: estirada y oscura como un escarabajo.

Le barrió una oleada de viento viscoso, y el hechizo quedó roto. Su cuerpo maltrecho despertó, y un terrible alarido se atascó en su garganta. Nadando a través de un océano de miedo, Rois se puso en pie y echó a correr por la playa.

El terror del gruñón era tan fuerte que Corby y Sumner fueron despedidos de él y quedaron gravitando sobre la extensión del océano. Observaron cómo las distancias se plegaban sobre él, y vieron que correría a través de toda su espiral de tiempo, cambiando formas pero incapaz de cambiar su destino. Doce siglos más tarde, después de una vida irreal de vagabundeos y nuevos cambios, el Delph le localizaría y la pesadilla se completaría.

El tren deslizante atravesó el túnel en la montaña y salió a la penumbra azul. Una media luna colgaba del vientre de Taurus. Por debajo, el cielo era del color del acero, el horizonte un cable verde. Pero Assia no lo advertía. Estaba sentada en la cápsula del tren deslizante, y sus ojos brillaban. Medio despierta, su mente regresaba siempre a Jac de un modo intermitente.

Siguiendo las insistencias de Nobu, había recorrido CÍRCULO. Atravesó velozmente el corazón de los Andes, viendo los laberintos de jardines en la base de volcanes dormidos, laboratorios transparentes situados en las faldas de las montañas, y grutas atendidas por gruñones cantarines, el trigo dorado y alto bajo los cielos artificiales. Sin embargo, nada de todo esto la conmovió, porque nada era real. Trabajaba sólo para CÍRCULO. El hambre de Europa y África continuaba. Las plagas en Asia y América. El miedo por todas partes.

Había una parada más en el recorrido: un mántico que Nobu quería que conociera; las coordenadas que le había dado en la tarjeta octagonal. Y luego… una oportunidad de estar a solas con su pérdida.

La habitación a la que la enviaron era pequeña, pero estaba amueblada con gusto: paredes curvadas de color crema y sillas de una sola pata dispuestas alrededor de una mesa de cristal verde. La puerta estaba abierta, así que llamó y entró. Cuando avanzó hasta el centro de la habitación, una voz potente resonó tras ella:

—¡Assia Sambhava! ¡Bienvenida!

Se volvió, y el corazón le dio un brinco. Ante ella había un hombre de nariz chata, malicioso y pícaro. Su cabeza calva poblada en las sienes por salvajes cabellos anaranjados. Era como toparse con un ensueño, como encontrarse de repente con Einstein. El hombre ante ella era Meister Powa, la mente más grande que jamás había vivido: el padre de la física subcuántica, el creador de la genética de los gruñones. Era el mismo Meister Powa al que había visto en incontables ocasiones en avances informativos y en libros de texto: la cara de payaso tan irreverente como le había parecido de niña, setenta años antes.

—Perdona mi informalidad, pero siento como si ya te conociera. —Hablaba a través de los rasgos de un Buda risueño, las manos unidas de placer—. Conozco tus investigaciones sobre el autismo y la esquizofrenia, y tus estudios mánticos son legendarios. Tu trabajo ha redefinido verdaderamente la psicobiología.

Assia se sentía demasiado incrédula para responder.

—No soy un fantasma —respondió Meister Powa—. Al menos, no del todo. —Extendió una mano en signo de bienvenida, pero cuando ella trató de agarrarla, sus dedos se cerraron sobre la nada—. Soy un holo-hombre —rió el fantasma—. En realidad, toda esta habitación casi no es más que un holoide. Deja que te lo muestre.

Meister Powa hizo un gesto grandilocuente, y su grueso cuerpo, las sillas y la mesa se desvanecieron. Assia se quedó en una habitación donde no había más que un sofá flexforma y un dispensador de alimentos servox. Un segundo después, todo volvió a su sitio.

Miró con atención las paredes y el techo, pero los proyectores holoidales estaban bien ocultos. Y bien diseñados: Meister Powa era real hasta el último detalle.

La forma en que sus ojos claros la miraban la hizo sentirse confiada. Se acercó hacia la flexforma real.

—Por favor, siéntate. El sofá y el servox son para mis huéspedes. ¿Te apetece beber algo?

Assia declinó la invitación y se sentó. Sus rasgos, gastados por la edad, enmascaraban su diversión.

—Espero que disculpes mis indulgencias estudiantiles —dijo Meister Powa, sentándose en una de las sillas fantasma—. Dejé mi vida corporal hace muchos años, pero aún encuentro divertida mi actual realidad incorporal.

—¿Quiere decir… que está realmente vivo?

—¿Y no soy sólo una proyección láser? —Meister Powa se revolvió en su asiento, deleitado, su enorme vientre sobresaliendo, sus ojos abotargados reducidos a agujas de azul helado—. Por supuesto. Este espectáculo de luz es para tu beneficio. En realidad me encuentro a un kilómetro de distancia, dentro de una pequeña matriz de cristal en el Data-Sync. Pero tengo completa versatilidad intelectual y emocional. Yo mismo perfeccioné el sistema. Aunque no tenga mi carne y mis huesos, que por lo demás siempre estaban dando la lata, estoy todo aquí. Es decir, creo que estoy.

Se echó a reír estruendosamente, observándola como un babuino, la ancha espalda encorvada.

—Como te he dicho, soy un holohombre. Aunque he de admitir que no estoy enteramente satisfecho con esta versión de mi forma física. —Se apretujó la barriga entre las manos—. Pero mis colegas, basándose en algún oscuro sentimentalismo, insisten en que mi holoide tenga algún parecido con mi antigua forma. La verdad es que preferiría tener un poco más de pelo. —Se atusó el anillo de brillantes cabellos tras sus orejas—. Después de todo, esto es sólo una máscara, y las máscaras son herramientas. Nunca me he sentido incómodo con ellas. ¿Sabes que nací siendo Helga Olman? —asintió con salvaje énfasis—. Pero me cambié de sexo poco después de la pubertad. Mis padres se llevaron un buen disgusto, pero se habituaron. Me gané mi reputación como Ted Loomis, un duro físico hijo de puta. No renuncié a esa máscara hasta que solventé el problema subcuántico y me convertí en Meister Powa. El nombre es un chiste irrisorio que se le ocurrió a un ayudante de laboratorio que estaba aburrido. Pero me gusta. Las máscaras, a veces, tienen que ser cómicas.

Assia sintió aletear un espasmo de risa en su estómago, pero lo contuvo. Éste no era en realidad Meister Powa, se dijo a sí misma. Sólo un holoide listo… el tecnoide más humano y feliz que había conocido jamás.

Powa sonrió, suavemente, como si pudiera oír sus pensamientos.

—Sé mucho de máscaras. A menudo, la gente piensa que eso es todo lo que soy. ¿Pero no es todo una máscara? —Sonrió de oreja a oreja, como si estuviera a punto de confesar una trastada—. Lenguaje. Rituales mánticos. Pautas de difracción. Uno de los chistes más grandes de la Naturaleza es hacer máscaras. —Sus manos se abrieron en un remedo de majestad y sus ojos súbitamente se volvieron calculadores—. La Naturaleza es sensual, seductora, gran amante de los velos… una Novia. Es extremadamente difícil ver su verdadero rostro… ¡pero no es imposible, te lo advierto! No es imposible. —Sonrió como un viejo verde—. Cierto, es difícil ver a la novia, rodeada como está por siete mil velos, cada uno capaz de marcarla irremediablemente si se le quita sin cuidado. ¡Pero puede hacerse! —Su cara redonda se agitó, plena de certeza, luego se endureció—. ¿Un pequeño consejo?

Ella asintió, divertida e interesada.

—Nunca, nunca, nunca te fuerces. No arranques los velos. Quítalos con cuidado, uno cada vez. Te llevará toda la vida hacerlo bien, pero la satisfacción es inconmensurable. No dejes heridas por curar, que cubran tu visión de Ella. Lentamente, con paciencia y tranquilidad. Esto quiere decir que no lo hagas con fuego, pero no confundas, como hacen muchos, el fuego con el incendio.

Assia temblaba por dentro. Quería creer lo que estaba diciendo este hombre, este holoide. Muchas veces había sentido que incluso el sufrimiento era una máscara. Pero los niños…

—Meister Powa…

—Por favor, llámame Helga. O Ted, si lo prefieres.

—¿Qué hay del caos mundial, el Ocaso?

Él la miró con atención. En su sonrisa brilló algo astuto.

—Crees que estoy un poco chalado, ¿eh? Tal vez incluso… ¡no te atrevas a decirlo!, ¿místico? ¡Tonterías! —Su labio superior se retrajo, inenarrablemente retorcido—. Déjame que te diga algo. Lo que llamáis fuego-cielos… ¿eres consciente de qué los causa? Empezó hace más de cuarenta años, y la mayoría de la gente no sabe todavía que una onda gravitatoria sacudió la tierra, retuvo el planeta, destrozó nuestro campo magnético y creó las primeras tormentas raga. Una onda gravitatoria. Un eco, simplemente un eco, de un extrañísimo agujero negro en el corazón de la galaxia. ¡Extraño porque el agujero tenía un agujero dentro! Ahora mismo, y durante los siguientes miles de años, estamos en línea con las energías que emanan de ese agujero.

Sus ojos rebulleron.

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