Radix

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VOORS » El horizonte de la sangre

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—No es que nos vayamos a freír con más radiación. Es la cualidad de la energía lo que es completamente diferente. Su fuente es el mismo centro imposible del colapsar. Como resultado, todas las pautas de energía que damos por hechas (los sistemas climatológicos, el campo magnético de la tierra, los océanos, la vida misma), están cambiando, tomando nuevas y extrañas características. En cierto sentido, las máscaras están siendo alzadas, porque nos enfrentamos a una Novia sin velos… una singularidad desnuda. —Sus ojos, celestes y sobresaltados, parpadearon una vez, y se sentó.

Assia le observó con atención, tratando de apartar su irrealidad.

Pero su intuición, basada en sus gestos y sus muecas faciales, insistía en que era humano. Incluso su mente, que conocía mejor, estaba fascinada. Si tuviera una respuesta para el dolor y el sufrimiento…

—El Universo está loco —continuó él, la cara sombría, casi judicial—. Un agujero negro se aposenta en el corazón de nuestra galaxia como una araña en una tela de estrellas. Extrañas energías salpican la superficie de la tierra con nuevas formas de vida. Pero tal vez todo esto haya sucedido antes. Tal vez por eso estamos aquí. Tal vez está naciendo algo más grande que el dolor. Y tal vez no. No nos importa. No estamos aquí para censurar al cosmos.

Assia no podía apartar de su mente los niños hinchados por el hambre.

—La raza humana está sufriendo… tal vez muriendo.

—Ha sido así desde antes que humano se convirtiera en una palabra. Tenemos que vivir con ese conocimiento. Tenemos que usarlo para formar lo que podemos coger con las manos. Es el barro para esculpir, Assia.

El nudo en el vientre de ella empezaba a aflojarse.

—Pero el dolor…

Él se inclinó hacia adelante, la cara arrugada de convicción.

—No se puede entrar en el templo sin mirar a los demonios.

Nobu estaba sentado en su oficina contemplando la visión holocular de Meister Powa y Assia. En cuanto vio sonreír a la anciana, desconectó el visor. Más tarde, estudiaría una visión condensada del resto de su conversación. Por ahora, bastaba con saber que su retiro emocional había acabado. Aquel estúpido holoide de Meister Powa por fin había resultado útil para algo.

Conectó de nuevo el visor, lo ajustó a una perspectiva del cielo y contempló a Júpiter alzarse sobre los Andes. El cielo estaba salpicado de estrellas, temblando en el cenit con las luces de la aurora… energías del corazón del infinito.

Nobu colocó sus manos sobre el escritorio, un largo trozo de madera pulida y petrificada rodeada de colores iridiscentes. Estaba vacía a excepción de dos libros y un trozo de papel: una autorización para practicar la eutanasia a Jac Halevy-Cohen. Ya la había firmado.

Un libro eran las enseñanzas del monje zen Dogen; el otro era una copia del antiguo libro de estrategia samurai Los Cinco Anillos, de Musashi. Nobu los consultaba ambos, sorprendido de lo adecuados que eran sus consejos después de tantos siglos. Ojeó un pasaje de Musashi que sentía era relevante: «Para un guerrero, no hay puerta ni interior. No hay estancia exterior prescrita ni significado interno duradero. Entre el guerrero y la derrota sólo está su habilidad practicada para recopilar situaciones cambiantes al instante. Debes apreciar esto».

Nobu salió lentamente de su despacho, las palabras se abrían a una luminosa sensación. Globos de luz azules y blancos colgaban de las esquinas, dando un aspecto tridimensional a la caligrafía sabi de las paredes. Por fin, se detuvo ante su tatami de meditación y la pared vacía a la que se oponía y dejó que su resolución surgiera de él. El tiempo de Jac se había cumplido.

Un escalofrío de aprensión le impulsó a caminar de nuevo. Tenía un elevado concepto de Assia, y, sin embargo, sus capacidades mánticas le urgían a eliminar a Jac. Si CÍRCULO iba a sobrevivir, no podrían haber indulgencias. Assia era una de las primeras mánticas, pero su trabajo se había vuelto poco real; de hecho, resultaba engañoso. Era su edad: la urgencia de encontrar un golpe de suerte, el Gran Descubrimiento, antes de que se le acabara el tiempo. Nobu había percibido la decepción en su rostro. A pesar de las hormonas y los bombardeos de iones, sólo le quedaban unos pocos años. Ya se había perdido en un sueño: colapso causal, un mito de mitos, un paramito, tan extraño como su antítesis, el determinismo.

Aun así, no le gustaba la idea de lastimar a la anciana. El concepto era interesante, trabajar con un mántico natural, un hombre nacido con un lóbulo frontal extra. Si pudiera ser activado… ¿de qué formas habría diferido de un mántico con una bomba-ATP en su cerebro?

Se sentó en el borde de su mesa. Sus mandíbulas latían. No era el momento para hacer investigación pura. Durante los últimos cuarenta años, desde que el campo magnético de la tierra fue destrozado por la onda gravitatoria, el cielo había permanecido abierto de par en par. En unas pocas décadas, la radiación cósmica que surgía del núcleo galáctico había cambiado el mundo; las pautas de las mutaciones eran impensables; habían aparecido cientos de miles de nuevos virus; especies híbridas, como el trigo y el maíz, se habían agotado genéticamente; y la palabra humano se había vuelto un término incierto. ¿Por qué los cambios genéticos estaban varias magnitudes por encima de lo que los niveles de radiación podían justificar? ¿Qué coordinaba la metaplasia de forma que estaba creando literalmente nuevas especies? ¿Y quiénes eran esos seres telepáticos que se llamaban a sí mismos voors?

No… no era el momento para hacer investigación pura. Sólo los estudios aplicados podían salvar a sus niños. Jac tenía que desaparecer… y Assia lo comprendería. O no. No importaba.

Con un decisivo golpe de sus nudillos, aporreó el libro que tenía ante él en la mesa. Dogen. Lo abrió con un movimiento rápido y leyó en silencio las primeras palabras que vio: «No pases mucho tiempo frotando sólo una parte de un elefante, y no te sorprendas por un dragón real».

Marea baja y el mar en el aire. Jac dejó atrás la playa, de camino a su habitación. Una fina lluvia cubría el cielo gris y las dunas de la orilla quedaron reducidas a sombras en la espesa niebla. Iba a ser una noche intranquila. Antes de entrar, Jac se detuvo a observar el pálido mar y su colapso. (Te siguen, amigo. ¿No te has dado cuenta?)

La Voz tenía razón. Formas humanas, extrañas bajo la bruma, se le acercaban desde el mar. Eran dos figuras, grandes pero acuosas con la distancia y la bruma. Era difícil decir si se dirigían hacia él o no. Decidió marcharse inmediatamente, pero entonces se detuvo. Estaba muriendo, tenía un tumor cerebral. ¿Qué había que temer? (La sequía del miedo).

Hasta que no estuvieron sobre él no vio que eran gruñones trabajadores de largos brazos. Recordó el gruñón que había alcanzado el rayo el día anterior, y en sus músculos sonó la alarma.

—Nada que temer —dijo, en el tradicional saludo gruñón, pero no le respondieron. Sus ojos parecían blancuzcos, sin vida y (demasiado tarde) advirtió que pasaba algo raro con ellos. Retrocedió un paso y se volvió para echar a correr, pero los gruñones saltaron hacia él y sus gruesas manos lo agarraron por los hombros. No se resistió cuando lo alzaron y lo cargaron sobre sus espaldas. Sin miedo, aunque lleno de ansiedad, respiró el acre olor de los gruñones y miró sus pies de gruesos dedos corriendo sobre la arena acanalada.

Se acercaron al mar, donde sus pasos se hicieron más firmes, moviéndose con habilidad a pesar de su carga, enfrentándose al viento. Jac colgaba fláccido, consciente de que se dirigían al sur, al boro. Una alegría asaltó sus pensamientos. La Voz había desaparecido. Ni siquiera continuaba la sensación del observador. Sonriendo, casi riéndose en voz alta, contempló las oscuras masas de las dunas mientras las dejaban atrás.

Cuando aparecieron los primeros signos del boro (casitas modulares de cúpula blanca), Jac trató de levantar la cabeza para echar un vistazo. Nunca había estado en el boro antes. Pero el gruñón que le llevaba apresó su cuerpo con más fuerza, y se contentó con seguir las casitas boca abajo mientras continuaban avanzando.

Llenaba el aire un denso olor brumoso, procedente de los muchos jardines de los gruñones. Mezclado con él se percibía el olor carbonoso gruñón y otro que no reconoció: una fragancia forestal, intensa como el musgo, sólo que más dulce. El olor era nostálgico, ensoñador, y se espesó a medida que se internaban más profundamente en el boro.

La carrera cesó de improviso, y Jac rodó por la espalda del gruñón. Se levantó, tembloroso, y se encontró frente a un denso grupo de gruñones. La mayoría eran trabajadores gigantescos y vestidos de gris. Pero cerca había otros gruñones más pequeños con caras más afiladas y brazos más cortos vestidos con ropas marrones. Sus ojos no estaban ausentes como los de los trabajadores, sino animados, alertas, casi humanos. Un gruñón en particular le llamó la atención. Era una hembra, delgada y elegante, los pelos de su cuello plateados y trenzados. Llevaba una túnica negra y una distinguida banda de cuero, plumas de gaviota y pequeñas conchas de caracol rojo. Bajo su ceño poblado por la edad, sus ojos eran brillantes y mordaces.

—Nada que temer, muecas.

Jac devolvió el saludo y miró a su alrededor. Estaban en un patio de piedras pálidas como la luna, guardado a ambos lados por altos árboles de retorcidas enredaderas. A su espalda habían casitas de cúpulas blancas, las ventanas salpicadas de visillos rojos. Ante él, envuelto en la niebla pero visible más allá de los gruñones, se encontraba el enorme bosque de higueras donde vivían los trabajadores.

El olor a estiércol endulzaba el aire, y Jac advirtió rápidamente de donde procedía. Los gruñones se pasaban un humeante cuenco de barro e inhalaban por turnos los vapores lechosos.

—¿Por qué estoy aquí? —le preguntó a la vieja hembra.

—Lamí habló de ti —respondió ella, aceptando el cuenco y metiendo la cara en los vapores. Habló a través del humo—. Rois dijo que eras una abominación entre los muecas. Pero Lamí se volvió contra él y te protegió. Nosotros seguimos a Lamí.

Jac había oído hablar de Lamí, una deidad de los gruñones, pero no podía recordar nada al respecto. ¿Iban a practicar con él alguna especie de sacrificio? Se sentía tan tranquilo, tan libre de los molestos comentarios de la Voz, que no le importaba lo que los gruñones hicieran con él. De todas formas, era un amnésico con el cerebro retorcido que se estaba muriendo.

La gruñona de la túnica negra le ofreció el cuenco de barro, un receptáculo de color púrpura grabado con runas que no reconoció. El cuenco estaba caliente, pero lo sostuvo e inhaló profundamente sus humos balsámicos.

En ese instante, alguien del grupo tañó un arpa, y la nota trémula le asaltó. La gruñona coronada de plumas le quitó el cuenco de las manos, y vio cómo lo volvía a llenar con hojas color sangre extrañamente formadas.

Sobre las cabezas de los gruñones se difuminaba una corola de luz verde, y un escalofrío de aturdimiento forzó a Jac a sentarse sobre las húmedas piedras. Un excitado murmullo recorrió a los gruñones, y una lentejuela de notas de arpa brotó a la noche. La vieja hembra se acercó, la cara envuelta en una luz dorada maculada. Extendió una mano reseca por el fuego, y oyó su voz en el interior de la cabeza: Levántate y contempla a Lamí. El shock de escuchar una voz en su mente, tan parecida a su propia Voz engañosa, le inmovilizó.

Unas manos lo cogieron por detrás y lo alzaron a una llamarada de colores relumbrantes repletos de voces: ¡Lamí Botte! ¡Lamí! ¡Delph Botte! ¡Delph! Pero al contrario que la Voz, éstas podían ser desconectadas. Apartó el cántico de su cabeza y se levantó, alto y beatífico, en una forja de colores.

Era vagamente consciente de que había inhalado alguna especie de droga. Sentía sus efectos en sus músculos, despegándole de los huesos. Pero más cercana sentía su enormidad, su conexión con todo lo que le rodeaba. Y comprendió lo que era Lamí. Pudo ver a la deidad: un brillo de caseína brotaba de sus cabezas velludas y redondas, resbalaba sobre ellos y se inflaba. Era su energía de grupo, un poder más grande que todos ellos.

La vieja hembra se plantó ante él, la cara plateada. Muy lejos, en lo más profundo de su mente, el cántico continuaba: ¡Botte Lamí! ¡Botte Delph! La superficie plateada que enmascaraba a la vieja gruñona desapareció y reveló ojos de ansiosa inteligencia. La conexión aumentó entre ellos, y durante un ligerísimo instante, Jac se convirtió en la gruñona.

Le asaltaron recuerdos simios, un torrente de imágenes: el áspero mango de madera de una herramienta, sabrosas sensaciones sexuales, rudas ropas, risas lunáticas como un chirrido en la jungla, y olores de comida… toda la realidad de la vida en el boro. ¡Ayúdanos! El grito de la gruñona transfiguró a Jac. Tantas emociones y, dominándolas a todas, una palidez de indefensión, servidumbre, vergüenza.

Con un shock tremendo advirtió que los gruñones le estaban suplicando, como si tuviera la autoridad de concederles poder y dignidad. Retrocedió, y el cántico en su cabeza se hizo más fuerte: ¡Botte Delph! ¡Delph! ¡Delph! ¡Delph!

—Haz que se callen —le dijo a la vieja gruñona. Pero ella estaba en trance, los ojos en blanco, la luz harinosa de Lamí nublaba sus rasgos.

¡Botte Delph! Jac bloqueó el cántico telepático y se concentró en la energía que se acumulaba sobre el apretado tropel: blanca, grumosa y densa. Sus bordes estaban ribeteados de colores más oscuros, un rasguño de violetas y azules que sangraban en la oscuridad de la noche. La energía violeta resplandecía en el aire salpicado de lluvia de la noche, y sus ojos siguieron hipnóticamente sus huellas. ¡Hasta que vio, con una sacudida de horror, que el poder azul procedía de él! ¡Surgía de su cuerpo!

Fascinado, observó cómo el espacio a su alrededor se doblaba, tenso por la luz azul oscuro. Más cerca, la energía se oscurecía aún más, de un violeta denso. Y donde estaba, o debería estar su carne, latía una palpable oscuridad.

La mente de Jac vaciló. Al mirar la oscuridad de su cuerpo, se sintió balancearse al borde de una comprensión dividida. Vagamente, sintió verdades que sabía podrían destruirle. Destellos de comprensión surcaron su cerebro: era más grande de lo que sabía, y se hacía más fuerte, sacaba la fuerza del cielo, del mismo corazón del universo. La Voz no era una ilusión. Era real y él, que la escuchaba, era el sueño…

Se resistió, y una negrura líquida manó y le absorbió.

Los ojos de Jac temblaron al abrirse. Se hallaba sumido en un sopor despierto, intemporal como un sueño. Arena fría y mojada cubría su cuerpo, y el relajante rumor del mar llenaba su cabeza. Contemplaba el verde éter del amanecer. (Escucha, la sabiduría es aire, el color de la asfixia. Respira profundamente).

La patrulla costera le encontró una hora más tarde y lo condujo al hospital. Se quedó allí todo el día sin comer ni hablar, cosa que no gustó a los médicos. Tenía también una densidad en el cerebro y residuos de psiberante en la sangre. A los médicos tampoco les gustó esto, y cuando llegó la autorización del director del programa para que le practicaran la eutanasia, se sintieron aliviados. Las instalaciones del hospital eran limitadas y tenían demasiadas funciones que cumplir: simplemente, no había medios suficientes para mantener a pacientes terminales que abusaban de las drogas.

Cuando llegó Assia, los médicos conducían a Jac a la Sala Final. Le mostraron la autorización cuando ella los detuvo, pero Assia permaneció firmemente en su camino.

—Es mi sujeto de estudio —protestó, las profundas arrugas de su cara se entretejían fijamente.

—Ya no —le dijo una doctora. Era joven y belicosa, y señaló la copia de la orden de eutanasia que aparecía adherida al hombre inconsciente en la silla de ruedas. Palmeó la orden—. Su proyecto se acabó.

El ceño de Assia se ensombreció aún más.

—De acuerdo, pero voy a apelar contra esto. Llévenlo de vuelta.

La doctora meneó la cabeza, indiferente.

—No hay tiempo para apelar. Tenemos órdenes estrictas.

Assia avanzó un paso, y un médico musculoso la detuvo.

—Nos veremos metidos en problemas si no seguimos adelante con esto.

La anciana rebuscó bajo su bata y sacó un fino tubo de cristal negro con una etiqueta roja que anunciaba su contenido tóxico. Una brusca tensión se apoderó visiblemente de los médicos, y la mujer extendió la mano para alcanzar el llamador de su muñeca.

—Toque eso y todo el mundo morirá —susurró Assia. Agitó el frasco, y los médicos extendieron las manos en un gesto de miedo—. Aquí hay suficiente neurotox para matar a todo este hospital dos veces. Así que escuchen con atención.

Después de encerrar a los médicos, Assia tiró el tubo de neurotox vacío y llevó a Jac al coche que había aparcado en un patio trasero. Le inyectó un suero para contrarrestar el sueño y le sacó del complejo.

Jac no revivió hasta que Assia alcanzó su destino: una cabaña de cedro con un techo de zinc en un claro rodeado de manzanos silvestres. Se encontraban en el interior de las montañas, y el cielo reverberaba con corrientes de auroras.

—A veces venía a este sitio a descansar. —Ayudó a Jac a salir del coche. El hombre era ligero como un pájaro y estaba mareado—. No puedo quedarme aquí —añadió ella—. Tengo que tomar el camino de la costa y confundir a las fuerzas de seguridad que envíen a por ti.

Jac sacudió la cabeza, forzándose a estar alerta. (El cerebro es una flor que come oxígeno… ¿y dónde están sus raíces?)

—Assia, no hay razón para esto. Me estoy muriendo de todas formas. El tumor me está devorando.

Destellos de luz estelar brillaron en las lágrimas de sus ojos.

—No hay ningún tumor, Jac ¿No te acuerdas? —Le cogió la cara entre las manos—. Tal vez sea un error dejarte aquí. No hay ningún sitio adonde ir. Pero no dejaré que te maten. Si eso es lo que quieres, sigue esta carretera o espera aquí. De lo contrario, encontrarás equipo y provisiones en la cabaña. —Soltó su cara—. Adiós, Jac.

Se dispuso a marcharse, pero Jac le cogió la mano. Durante un profundo instante estudió la manera en que su cara se había formado, los sueños incansables abrumando la carne. Vio que él era el ultimo de aquellos sueños, y eso le hizo sentirse tan triste que los ojos le dolieron.

Contempló a la anciana subir al coche y marcharse. No sabía qué hacer. (Confía en los recuerdos del futuro, amigo mío).

Jac decidió morir. Si los mánticos de CÍRCULO no podían curar su tumor cerebral, prefería la eutanasia que morir en los bosques.

Estaba a mitad del camino de regreso a CÍRCULO cuando recordó el poder divino que había sentido con los gruñones. (Perdona la larga oscuridad. Tanta indulgencia en no mantenerte informado… tanto gasto, y así es la sorpresa de la sangre).

Dejó la carretera y acortó camino entre las pendientes de matojos que conducían al océano. Recorrió las dunas y el atronador borde del mar intentando decidir qué hacer. Pero no podía pensar, excepto para saber que él, lo que pensaba que era bajo sus ojos, era pequeño e insignificante. (¿Qué te ha pasado? ¿A ti, que robaste los secretos de escuchar a los muertos? ¿Por qué estás temblando?)

El suave y místico brillo de la luna en el agua le calmó. Estaba solo y casi en paz. El viento atizaba su cabello, las olas lamían la orilla. (No te has vuelto nada más que territorio. La Muerte está atrapada en tus huesos, como el grano en la madera).

¿Qué importaba si era un tumor cerebral u otra forma de ser? De todas maneras, no era nada. (Cierra bien los oídos, Jac. Deja que la oscuridad se libere de tus ojos y tus dedos soplen toda la tranquilidad, profundamente, donde las texturas del aire terminan y no vuelven a empezar, hasta mis elusivos paraderos conclusivos).

Jac calmó su miedo, se obligó a centrarse, alerta al viento de la noche y a la tenue fosforescencia de las olas que venían. Pero el rumor del océano se hacía más débil, y la luz de los fuegos del cielo y las sombras oscuras de la arena se difuminaban. Sus sentidos se apaciguaban, dejándole solo en el centro de nada. (El cuerpo con sus sentidos es necesidad. Esta necesidad no es tuya. Yo soy el camino de salida. El vacío es mi puerta, un ala, una forma de volar, medio ángel. Entra y conviértete en el resto).

Aulló, pero no hubo sonido, ni siquiera sensación muscular donde debería de haber estado su garganta.

Buscó su cuerpo. No había nada. Era una mota de consciencia que caía libremente a través del vacío. (El numen humano).

Un bostezo de tiempo pasó antes de que sus sentidos empezaran a recomponerse y rellenó sus huecos uno a uno. Permaneció tendido en la arena, ciego y sordo, hasta que, gradualmente, el rumor de las olas le llenó y los fuegos del cielo aparecieron ante su visión.

Gimió, se sacudió y se tendió de espaldas. Pero entonces empezó de nuevo. Sus ojos ya se movían, su visión se oscureció, los sonidos se volvían ahogados. (¿Continuará? Sucede, ya sabes. Las cosas pierden su gravedad. No hay dedos a los que agarrarse. No hay lengua en la que confiar. No hay ojos que fijen los límites).

Lleno de pánico, se puso en pie. Las texturas resbalaban debajo de él, y en un desesperado intento por centrarse, agarró los grandes huesos de sus piernas y golpeó la tierra. Empezó a patear la arena con movimientos torpes y tambaleantes, girando en torno a su centro de gravedad. Lentamente, adquirió una velocidad increíble, envolviendo su movimiento a su alrededor como un manto de sensación para recomponerse.

Giró largo tiempo antes de que sus oídos regresaran: el triste graznido de algún pájaro. (Jac, tendrás que aprender a buscar las pieles de las cosas en momentos como éste. Has perdido el borde de tu vida al que no puedes añadir nada más).

Jac cayó de rodillas, exhausto, y se levantó despacio. Sabía que si dejaba de moverse perdería el control. Ahora estaba muy claro lo que tenía que hacer. Sin atreverse a pensarlo demasiado tiempo, se tumbó hacia adelante y hundió la cara en la arena húmeda. Con desesperada determinación, se enderezó y se zambulló en el mar. Estaba frío, y sentía los pies vagos y gomosos al chapotear contra el agua. Una ola golpeó contra su pecho, volteándolo, pero se incorporó, perdió pie y se dejó arrastrar a las aguas profundas, a una oscuridad que ya conocía.

El despertador sacudió a Assia de las profundidades de un sueño corrosivo. Lo paró, se levantó de la flexo-forma y se puso las sandalias. Como un viento helado, recorrió la habitación, encorvada, las sandalias susurrando. Cuando entró en el cuarto de baño rodeado de espejos, se enderezó, y un tenso grito rompió en su garganta. Se vio a sí misma en los espejos: una mujer alta con pelo negro, ojos luminosos de ensueño y un sorprendido y ovalado rostro adolescente.

Nobu se encontraba delante de la ventana, larguirucho y solemne, con aspecto pensativo. Miraba más allá de la orilla el lugar donde la luna se posaba en el blanco recodo de una duna. Las auroras revoloteaban locamente sobre el mar.

LO QUE SABEMOS DE LA REALIDAD PROCEDE DE NUESTRA FALTA DE CREENCIA EN ELLA estaba escrito en la orilla con plateada luminiscencia. Era una de las muchas y extrañas pintadas que habían aparecido por todo CÍRCULO durante la noche. Más lejos en la playa, sobre la arena misma, estaban las palabras de platino: MAMÁ ES FAUCES.

A la izquierda destellaron luces rojas. Nobu sabía de dónde procedían, y se mordió el labio inferior. Los gruñones se habían rebelado. No se habían vuelto locos simplemente, sino que llevaban a cabo una estrategia bien planeada. Se habían apoderado de la armería y del Data-Sync que controlaba la mayor parte de las funciotiempo.

«¿Cree que tal vez algo pasa de otra forma? ¿Qué? ¿Qué es el tiempo? Lo que me aterra es la posibilidad. Llevamos el principio en nuestra sangre. Lo probamos y lo encajamos constantemente en nuestras vidas. Nunca lo hacemos bien. ¿Pero y si lo hacemos? ¿Y si lo hacemos, qué? Sólo su movimiento le distingue de esta emboscada de inmovilidad. Deténgase. Jac».

Tonterías, pensó Nobu. Se ha vuelto loco. Por fin ha sucedido. Apretó la frente contra el oscuro cristal y empezó a respirar de nuevo rítmicamente.

Cuando se sintió mejor, contempló la noche, los ojos tensos como su cara. Muy lejos debajo de él, varios pájaros, como pálidos calcetines sucios, estaban colgados en la luz de la luna. Se apoyó contra la ventana, tratando de distinguir cuántos eran.

Un grito sorprendentemente alto le hizo dar un respingo, pero demasiado tarde. El gran cristal, abierto bajo su peso, le hizo dar un paso a la noche. Durante un momento delirante vio la playa donde los luchadores de CÍRCULO estaban atrincherados. Las dunas de la orilla ardían, encendidas por extraños láser azules que destellaban rojos contra las rocas. El oscuro suelo saltó hacia él como un mal sueño…

Nobu se quedó quieto, tendido, con la cara contra el asfalto. La sangre que manaba de su cara y miembros era caliente y pegajosa, aunque estaba temblando. No importa, se murmuraba una y otra vez. No importa.

¿O sí? El dolor inicial y el shock desaparecieron rápidamente, y se preguntaba si, tal vez, alguna parte real pero escondida de sí mismo había causado que se apoyara con demasiada fuerza contra el cristal, había hecho que el cristal cediera… algún poder benévolo, anulado demasiado tiempo por su conexión con las máquinas, aparatos, cálculos… un dios benévolo en cuya gracia era mejor estar muerto que servir a lo inorgánico. «¿Cree que tal vez algo pasa de otra forma? ¿Qué? ¿Qué es el tiempo? Lo que me aterra es la posibilidad. Llevamos el principio en nuestra sangre. Lo probamos y lo encajamos constantemente en nuestras vidas. Nunca lo hacemos bien. ¿Pero y si lo hacemos? ¿Y si lo hacemos, qué? Sólo su movimiento le distingue de esta emboscada de inmovilidad. Deténgase. Jac».

—Corte las tonterías, Nobu.

La voz le sorprendió, porque la reconoció de las cintas donde Assia registraba su progreso. Sus manos se apretaron débilmente contra el asfalto, mientras trataba en vano de levantar la cabeza.

—¿Jac? —Su voz era una débil caricatura.

—Parece bastante jodido —dijo la voz de Jac.

Debo estar delirando, pensó Nobu.

—Ni se le ocurra —dijo la voz—. Tenga, déjeme echarle una mano.

Nobu sintió que una frialdad brillante y magnética le tocaba por todo el cuerpo, y se encontró de pie. Bizqueó contra el destello del sol, aunque aún era de noche. Una figura de negro ondeaba ante un cielo plateado. Se acercó, y los sonrientes rasgos de Jac aparecieron ante su vista.

—¿Ve dragones?

En los estrechos de luz de la suave costura ferrosa de sus párpados cerrados, Assia lo sintió. Estaba tan cerca que tuvo que permanecer muy quieta para sentirlo. Ya no era Jac. Era un hueco en el humo de sus sentimientos, un agujero que caía del tiempo en un ensoñador vacío lleno de destellos de luz, seres entrevistos… más de lo que la esponja de su cerebro podía absorber. Una gran sensación de sueño se inflamó en su garganta, deglutió y abrió los ojos.

Estaba sola en lo alto de una torre en el jardín que no existía aquella mañana. Antes, con asombro enfermizo, había subido las escaleras de piedra que conducían hasta allí. Había contemplado a los gruñones caminando entre los bosques de hojas blancas y los arroyos de luminosos arcos iris que aparecieron de repente. A lo lejos, vio lo que quedaba de CÍRCULO: los fantasmas de acero de edificios derruidos y las manchas de humo que asomaban entre las dunas con colores chamuscados y vidriosos… los rojos y naranjas viscosos de la arena fundida por los láser de batalla de la noche pasada. Una nube marrón flotaba sobre el amasijo del Data-Sync.

Contempló la carne firme de sus manos y la profunda oscuridad de su cabello, y una vez más se sintió mareada, pesada, enfangada con emociones absurdas: ¡era una anciana con el cuerpo de una muchacha de diecisiete años! El caparazón risible de su lógica estalló con una risa a la que no se atrevió a dar voz. ¿Qué iba a sucederles a todos ahora que un hombre se había convertido en dios?

Por primera vez desde su infancia, Assia despejó su mente y meditó como le había enseñado su padre. Se concentró en los árboles salpicados de musgo y el suelo del bosque inundado de luz. Era más fácil de lo que recordaba: hojas como partículas brillantes, las sorprendentes grietas en las ramas, cada árbol una molécula temblequeante. Sabía que ahora estaba sola, con su cerebro enroscado silenciosamente en su concha.

Nobu había recorrido la playa arriba y abajo incontables veces, sin sentir nada, viéndolo todo. No estaba muerto, aunque sabía que debería estarlo. Tenía cada vez más claro que no sabía mucho. Durante días, semanas, cantidades de tiempo que dejó de medir, recorrió covachas y playas llenas de maderos que habían ido a la deriva y rocas pulidas por el mar, observando el océano ir y venir, la espuma de la costa cambiando de forma como una nube lenta. El miedo, el asombro, los recuerdos, todos desertaron de él mucho más pronto de lo que esperaba. No había necesidad de comer o dormir. No había ni siquiera necesidad de pensar, advirtió finalmente. ¿Es esto la muerte?

No. Era consciente. Tendría que seguir mirando.

Recorrió ausente la caleta sacudida por el viento. El tiempo tenía tan escaso sentido como lo estático, las distancias se hicieron más grandes que el tiempo. Y finalmente, después de que olvidara que la vida había sido de otra forma, lo atravesó un destello de total comprensión. Se dejó caer desde la base de piedra donde había estado observando la marea ir y venir y se deslizó por la pendiente de una duna. De espaldas, contemplando el cielo nocturno, miró más allá de los fuegocielos y, con su nueva reflexión, empezó a descifrar el asombroso baile de las estrellas. No había nada que lo separara de ellas. Dentro, fuera, arriba, abajo, todo era arbitrario. Ahora el cielo entero tenía significado para él. Y podía ver claramente la historia completa de la evolución proyectada a la noche desde sus cromosomas.

Todos los detalles más triviales del desarrollo orgánico, empezando con la primera chispa en el limo primigenio, se encontraban en las sombras del cielo. Mientras leía, comprendió por fin la historia de la consciencia y vio la siguiente forma humana, los niños voors que nacían mirando atrás, recordando a sus antepasados, su capacidad de ser una telepatía que cruzaba mundos y que por fin los unía con todo, en una reunión infinita.

Estaba tan absorto que no advirtió el brillo del cielo: había llegado y no faltaba nada. Todas las formas orgánicas se alzaban ante él como nubes, y tembló, sintiendo la innombrable continuidad que las unía. Progresivamente, sus sentidos se aguzaron, se enfocaron.

Todos sus sentidos habían estado viviendo en el pasado. Eran los peldaños de la consciencia, flotando en la nada. En ellos se encontraba el molde cambiante del mundo, y entre ellos estaba la tranquilidad, la nada. Se convirtió en sus sentidos, y fue consciente de las estrellas titilantes, una línea fina y plateada seguía la esquina del cielo.

Amaneció, el sol se alzó de su lecho de rocas, y los colores fluyeron en el todo. Nobu regresó a la tranquilidad intermedia, comprendiendo ya que su participación en el mundo había acabado, y que era arrastrado inexorablemente hacia la unidad que había atisbado más allá del horizonte de la sangre.

Jac Halevy-Cohen deambuló por la playa, esferas de luz de jacinto danzaban alrededor de sus tobillos. Era un mentediós, más grande que el pensamiento o la memoria. A su capricho, un basilisco de agua brotó del mar, chispas de flores alinearon su camino por la arena, y la música perlaba de joyas el aire. Y, sin embargo, era un hombre. «JAC HALEVY-COHEN», tronaron las olas en armonía.

Podía hacer todo aquello que quisiera. Único y a la vez multiforme, era un mentediós. Había cambiado la realidad para liberar a los gruñones de sus amos humanos. Había rejuvenecido a Assia, la vieja científica que ayudó a crearle. Y había enviado al director del programa, Nobu Niizeki, moviéndose lateralmente a través del tiempo. Todo esto lo había hecho por amor. Incluso Niizeki estaba amorosamente tendido en la playa en una espuma de luz helada, desvaneciéndose, carne y pensamientos, por la curvatura del tiempo. La unidad del amor era más grande que el recuerdo del mundo, y al final de los vagabundeos de Nobu, Jac el mentediós sabía que el director del programa sería libre, liberado a la luz, completamente reinante. Aquel hombre conocería la totalidad.

Increíbles chorros y abanicos de agua suspendida giraban intrincadamente en el aire, atados por cadenas de canciones de pájaros. Jac era un mentedios… y no había nada imposible para él.

El pensamiento del pensamiento circulaba profundamente por la mentediós de Jac, y advirtió lo pequeña y ruidosa que era su parte mental. Vio, en un silencio ciego de súbito miedo, que su pensamiento era la menor parte de él. Tenía pensamientos, urgencias, sueños carnales de los que nunca había sido consciente pero que vivirían con él a través de las épocas. Era el mentediós de su propio yo: tejidos, venas, huesos: todos tenían sus sueños y sus amores. No era pura psinergía. No podía serlo, a menos que rechazara su cualidad física. Pero eso requeriría cientos de miles de años, pues el cuerpo, comprendió, es el inconsciente del mundo. Y él (loco de psinergía), era la Mente de la Especie, el testigo del cuerpo, viviendo para ver agotarse a través de él los sueños, mitos y fantasías de la especie humana.

El tiempo era transparente para Jac, y vio venir el vacío a través de siglos de ansia sexual y espejos mentales. Dentro de milenios, en el suave residuo de los deseos cancelados, al fin sería libre de su humanidad. Pero eso duraría eones.

La furia se enroscó y las espirales de agua danzando en el aire se irisaron y desvanecieron. Un grito atormentado se extendió sobre las dunas a medida que la realidad de su destino se volvía consciencia: ¡iba a quedar atrapado durante siglos en las fantasías de su biología! ¿Sobreviviría alguna vez a su propia realización? Su mente se encogió en torno a su omnisciencia mientras el conocimiento le aseguraba que no era el único mentediós del planeta.

El miedo ardió.

Atónito, Jac se alzó sobre la superficie del tiempo, y vio a los Otros. El aire del mar rebosaba con su vigilancia. Seres descarnados arrebatados de lucidez veían más profundamente en su mente simple y su mutabilidad de lo que él nunca podría. Eran mentedioses de realidades más fieras; ya habían dejado atrás las ansias de carne de los mundos que los habían formado, y ahora eran aterradoramente libres, sublimados, y viajaban en el flujo de psinergía del corazón galáctico, ¡existiendo en el cosmos siendo el mismo cosmos! Ya estaban llegando, rehaciendo la tierra, conscientes de la insaciedad y los sueños raciales que les limitaban.

El miedo dio vueltas poderosamente en torno de Jac y entonces desapareció en los declives de su futuro. Entonces vio que contaba con una entesombra, un miedo-yo, que a fuerza de tenaz autoamor, intentaría protegerle de los Otros o marcar el final del tiempo.

En ese momento, Jac fue consciente de que su mentediós no toleraría a otros mentedioses. Era demasiado pequeño para permitir que Ellos estuvieran cerca de él. Necesitaba eones para crecer, eones sólo mientras autoflotara en la demasiado ansiosa maravilla de su lujuria.

Jac se detuvo. El aire se había abierto ante él, y contemplaba a un hombre grande pelirrojo en una caverna. La visión se estrechó, y se acercó más, lo suficiente para ver que la sombra del rostro del hombre era una negra quemadura. La calma que emanaba de la cara del desconocido llenó toda la consciencia de Jac. Los ojos celestes, llanos y estrechos, tocaban el mundo suavemente, le miraron, y la mente de Jac palideció.

El mentediós deseó encontrar significado a la visión, pero no sucedió nada. Deseó conocer. Nada.

El hombre de la cueva se acercó, fascinado, y el tamaño de sus hombros asombró a Jac. Sólo entonces comprendió. El miedo que había surgido de él un momento antes había reformado el futuro. Este hombre sin nombre con los ojos fantasmales y reflexivos era la forma física de su miedo: su entesombra. El hombre, en algún lugar del tiempo, era él, su yo secreto, tan inconsciente de su psinergía como Jac era consciente de su mentedios. Él era, más que los mentedioses alienígenas, su enemigo y a la vez él mismo… la parte de sí que tendría que morir para que su mentediós pudiera vivir.

El terror brilló en Jac, y el mar rugió…

Sumner se despertó en la cueva de la montaña que asomaba a Skylonda Aptos, donde había empezado la caza en las sombras. Corby era un susurro armónico en sus células: El Delph no nos dejará ver más. La visión ha terminado.

Sumner se puso de rodillas y contempló con atención los picos de las montañas sobre el cielo cada vez más oscuro. ¿Comprendes ahora lo que significa ser la entesombra del Delph?, preguntó el voor.

La mente de Sumner estaba aturdida por la caza en las sombras. El sueño se hinchó en sus pulmones como el temor del tiempo, se tendió de lado y cerró los ojos.

Mientras se deslizaba a la inconsciencia, una escena poderosamente detallada dominó su mente y se demoró antes de desaparecer por completo: Assia, joven y morena, de pie ante una cabaña de cedro en un claro repleto de manzanos. En la puerta de madera, escrito en plata, había un mensaje:

«Assia, siempre hay más. Nunca termina. Espero que tu nueva vida te lo muestre. Mírate con atención. Nunca volverás a envejecer. Nosotros hacemos todas las reglas. Escucha, si esto te deprime, conoces la forma de salir. La quietud de la mente es una puerta. El recuerdo, la historia continuada de la pena. En cuanto el pasado sea real, permanecerás. Mira a tu nueva vida otra vez: nada pasa por casualidad. O todo. Lo que importa es que pasas a través de los hechos para llegar a la quietud que hay tras ellos. Las cosas pueden perder su gravedad. Piensa. Todo lo que alguna vez tuviste flotando sin dirección… ¿No? Pero estamos haciendo progresos. Comprendes que no puedes comprender. El cuerpo es el inconsciente del mundo. ¿Y qué puedes hacer entonces? ¡Todo! ¡En todo momento! Verás, es como cavar agujeros en el río, como olvidar una cosa para recordar otra. Es porque otra persistencia empuja bajo la sangre, porque estamos condenados a perseguir absolutos, porque nada menos servirá. Bien. Ya has empezado a sentir tu lugar. Ahora consigue un espejo, mira adelante, y recuerda a tu madre, a la madre de tu madre, al más antiguo antepasado de la madre de tu madre, verde, cerca de la tierra, sin creer en ti. Recuerda, la inocencia que te pertenece te espera donde la dejaste, profunda como el último de tus miedos. Jac».

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