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MENTEDIÓS » Destino como densidad

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Destino como densidad

La piel del alma de Sumner temblequeó. Se despertó, estupefacto, acurrucado en una esquina de la caverna donde se había tendido durante el trance voor. Un frío viento se debatía en la boca de la cueva, esparciendo las últimas cenizas del magnar. Sumner se abrazó con fuerza. Estaba agotado y deprimido, Quebrantahuesos, Colmillo Ardiente, Deriva… todos a los que había amado estaban ahora muertos.

Somos uno, pensó el voor con él, su voz psíquica sonaba débil. La caza de sombras había agotado a Corby. Es hora de que bajes la montaña. Tenemos que marcharnos rápido.

Sumner cerró los ojos y apartó su atención del voor. La caza de sombras le había aterrorizado porque fue tan real como su propia vida. Mareado por la fatiga, combatió su propia pesadez para sentarse.

La voz de Corby hablaba dentro de él (podía sentir al voor vocalizando), pero no la escuchaba. Se sumió en autoscan, oyendo los susurros de la sangre, el latido de su corazón y el bajo silbido de las inmensas corrientes de aire flotando sobre los picos de las montañas.

El sueño barrió su capacidad de alerta, y se debatió un momento con pensamientos y ensueños. Un mosaico de caras giró en su menteoscura: Jac y la joven y espigada Assia, Nobu soñoliento como un voor, y una multitud de gruñones. Las caras simiescas le recordaron a los Sarina, en el bosque del río y la lluvia al norte. Medio pensó que podía regresar con ellos. Tal vez podrían liberarle del voor…

Sus pensamientos se ennegrecieron en el sueño.

Sumner se despertó horas después, con una energía cantarina a su alrededor. El voor estaba disminuido, un mero tic de sensación en el fondo de su mente. Una luna hueca se alzó sobre el horizonte recortado mientras continuaba sentado, la mente asomada a las montañas.

Después de que toda sensación del voor se desvaneciera, Sumner se levantó y salió de la cueva. Con la mente tan clara como el fino aire que le rodeaba, recorrió el margen de un glaciar salpicado de rocas agudas y huesudas. Caminó para fortalecer su autoscan y olvidar el dolor de su pena. Anduvo hasta que sus rodillas se torcieron. Entonces se sentó sobre sus talones bajo un abanico de roca y contempló un bosque de pinos enanos. Varias lagunas de hielo brillantes por el sol de la tarde se divisaban en el horizonte, al sur. Sobre ellas, una bandada de pájaros ondeaba hacia el oeste, esquivando los fuertes vientos.

Sumner cerró los ojos y sintió que el voor se alzaba a través de su fatiga: Sumner, soy real. No eres ignorante. No me ignores. Puedo enseñarte el lenguaje olvidado del mundo. La bestia secreta susurra en la roca. Las viejas aguas acumulan la ira de los huesos de animales extintos, y los bosques nacen. Puedo enseñarte los sueños rápidos y quietos de las cosas hundidas

—¡No! —La palabra se abrió paso con convicción. No era un voor. No quería reparar en esos pensamientos inhumanos.

Se levantó y continuó su marcha. El voor permanecía siempre con él, pero sólo la fatiga lo acercaba. Empezó a preguntarse si tal vez su escalada había ido demasiado lejos, pero en ese momento vio los valles pequeños y helados.

Eran pequeños claros difusos de rocas musgosas donde canales de agua caliente corrían cerca de la superficie. El hielo y la nieve alrededor de los claros estaban desgastados por el calor y el viento había formado unos pabellones azul celeste. Una línea de valles helados arrastraba la nieve hacia la cima de las montañas, y Sumner las atravesó como si se estuviera moviendo de sueño en sueño.

En la cima, el cielo era violeta y el aire tenue y frío como una canción helada. Se sentó durante largo rato contemplando los tapices de hielo a su alrededor, sintiéndose cerca del poder invisible que controlaba su respiración y los latidos de su corazón.

Una fría sombra le hizo alzar la cabeza, y se fijó en un grupo de nubes oscuras que se arremolinaban sobre los picos. El gris deslizamiento se expandió con aterradora rapidez, y un viento siniestro aulló desde los campos helados. Llegó el granizo, primero aguas canicas, chasqueando contra las piedras y rompiendo los arabescos de hielo.

Sumner se movía con rapidez entre los valles de hielo, pero aún estaba en lo alto cuando los vientos se convirtieron en un aullido. Se agazapó bajo un estrecho saliente y se acurrucó en su interior, apartándose de los latigazos del viento. La ventisca aumentó hasta convertirse en tormenta, y Sumner permaneció sentado, con los miembros pegados al cuerpo, hipnotizado por los misterios de la nieve y el viento.

Nevó durante horas, transformando las pendientes en un mundo engañoso de curvas de nieve y blanco inmenso. Sumner se maldijo por dejarse atrapar. A medida que el frío ardiente empezaba a aturdirle, se sumió en reproches contemplativos: tendría que haber sabido que se acercaba una tormenta. Había visto a los pájaros volar contra el viento, y la nieve en la cara soleada de los valles. Pero las calientes primaveras de la montaña le habían empujado más allá de su sentido común. Ahora no podía hacer otra cosa sino esperar.

El frío aumentó. Por la noche no hubo sensación ni vista, sólo el viento ululando, sin significado, constante…

Durmió, y se despertó para encontrar la ropa helada. El mundo era una bruma de nieve barrida por el viento. El frío latía, lento como una quemadura, y tuvo que hundirse profundamente en su poder onfálico para seguir vivo. Notó que le ardían varios miembros: algunos dedos y un pie. Forzó la psinergía en los bordes de su cuerpo y la sostuvo allí todo el tiempo que pudo. Finalmente, su esfuerzo se quebró y se hundió tiritando en un sueño profundo.

Cuando despertó, los fuegocielos se arremolinaban, rojos y amarillos, contra el negro vacío del espacio. La nieve lo rodeaba por todas partes y cubría casi todo su cuerpo. El aire era una laguna de silencio.

Sumner trató de moverse, pero pasó un largo y traicionero momento antes de que su cuerpo se agitara. De sus pies no surgió ninguna sensación. Dobló sus piernas y resultó una agonía enderezarlas. Forzando su voluntad, se puso en pie y caminó tambaleándose hacia la noche.

Los fuegocielos iluminaban los campos de nieve y muy lejos, las oscuras formas de los árboles. Sumner avanzó varios pasos y se derrumbó en la nieve iluminada por las estrellas. Ahora no podía sentir las manos ni las piernas, y sabía que estaba muriendo.

Tranquilizó su mente y cerró los ojos. No sentía miedo ni furia, sólo laxitud. Estaba dispuesto a morir.

Cuando los ojos de Sumner se abrieron, Corby miró a través de ellos. Un fuego verde deslumbraba ante él, y lo reconoció como un deva, uno de los orts formados de plasma por los mandos de CÍRCULO y liberados en el océano eléctrico de la ionosfera. A los ojos humanos aparecía como un filamento de electricidad verde que rebullía silenciosamente en la nieve, a dos metros de distancia. Había respondido a la llamada de Corby casi al instante, y lo recompensó. El voor recordó Unchala, y el deva se relamió con sensaciones cálidas y secretas: palpitos de fuego, hacedores de madres, brazaletes de hilaridad…

Le pidió al deva que le condujera a las laderas cálidas. El lazo de luz verde se rebulló sobre la nieve, y Corby lo siguió lentamente. La abundante psinergía del deva le proporcionaba completo control físico sobre el cuerpo de Corby, pero no tenía prisa en llegar al pie de la montaña. Disfrutaba la belleza de los campos salpicados de estrellas y el delirante abandono de tener un cuerpo, que cumplía su voluntad.

Era extraño ver de nuevo las estrellas a través de ojos aulladores: la luz ondulante se comprimió a una mancha vítrea en el profundo frío. Corby prefería las percepciones de las plantas o los pájaros o los primeros voors, ver los ecos de luz atrapados por la gravedad, sentir el empuje del viento-Iz mientras continuaba su viaje desde el corazón galáctico.

El deva comprendió. Al igual que Corby era un ser de energía, y sus percepciones eran mucho más amplias de lo que ningún ser humano podía imaginar. La biología del deva consistía en una pura red molecular de magnetita en el mar de iones de la atmósfera. Si fuera visible, sólo se habría visto un enorme hidrozoan, una medusa de los cielos, viviendo de la luz del sol y el flujo magnético del planeta. Este ser, que había salvado la vida de Sumner años antes en Rigalu Fíats, estaba mito-atado a la lucha de Corby contra el Delph. Los devas también eran capaces de devenir mentedioses, y todos menos éste habían sido cazados por los sicarios del Delph.

Corby contempló los fuegocielos, las brillantes ráfagas donde el viento-Iz soplaba contra la ionosfera. Ésa era el alma real de este mundo, el mar de plasma que los aulladores llamaban su cielo. Sus inmensas olas eléctricas e intrincadas corrientes constituían el clima que formaba los continentes. Dentro de Corby se expandió una sensación de vacío. Qué lejos había llegado con ese viento… recorriendo el equilibrio estelar a través de la oscuridad y los mundos de luz resonante, oscuridad y un mundo de iridiscente flujo, oscuridad y oscuridad, y finalmente este mundo de falta de yo. Cerró los puños y sintió lo inmediato del calor de la sangre. Extraño mundo. Todo tan cerca, tan cálido y tan encerrado en sí mismo. Extraño.

Un arrebato de nostalgia se apoderó de él, un ansia profunda por cambiar de forma en la gran profundidad y vacío de Iz con la armonía del nido, de ser el vacío y la revelación de todo, en vez de una pequeña mente que se aferraba en busca de identidad. Pero tenía que aferrarse. El nido estaba siendo aniquilado en este pequeño mundo. Sin mentedioses, la psinergía del nido se disiparía y la emigración de regreso a Unchala no se completaría nunca. Tenía que limitar su ser para poder fortalecer al nido, pero no olvidaba cómo había sido en el balance estelar, un destello de apertura, lleno de música, visiones, acrobacias y no-yo.

El caliente lazo cimbreante de energía deva destelló verdiblanco en empatía con los pensamientos del voor.

Comprendía la UniMente y la gran alegría de una especie que compartía su psinergía. Su poder aumentó y se concentró en Corby, alzándole al aire.

Corby colgó inmóvil en el tranquilo aire nocturno con las finas sacudidas de fuego del deva. A su alrededor chasqueaban destellos de luz ardiente y bajó la montaña con el deva. Mientras flotaba sobre la nieve sacudida por el viento, sondeó su cuerpo hasta la última célula buscando su daño. Los dos pies estaban muertos, y el frío había arrancado la sensación de sus dedos.

Corby se relajó, y la radiante fuerza rebulló a través de él mientras pasaba sobre la copa de los abetos. Guió el poder a través de la laxitud de sus huesos hasta la carne herida. El tejido de células en la piel helada se calentó rápidamente, y un frenesí de calor líquido lavó su turbulenta cura a través de él. Momentos después, su carne estaba aturdida y llena de sensaciones punzantes.

Al borde del campo nevado, en un remolino de luz, el deva se detuvo y lo bajó a la nieve. La rueda de fuego ardió un fuerte momento y luego, con un parpadeo, se oscureció.

Corby se sentó en la nieve, empapado de alegría. Relajó su cuerpo en la psinergía que flotaba en él y empezó a levantarse de nuevo. Penachos de luz azul relucían en su cabello y en la punta de sus dedos y sus botas. Se alzó sobre la nieve y su piel cosquilleó con el flujo.

Los voors le sintieron por todas partes: una llamada oscura y fantasmal. La mayoría no la tuvieron en cuenta, como si fuera el rescoldo de recuerdos huérfanos, los voors muertos o una indigestión. Pero unos pocos con fuerte kha que conocían bien sus cuerpos reconocieron la llamada. Dai Bodatta.

Un ansia extática tembló en su interior. Alzó una mano y la miró. Todo el planeta estaba allí: el cielo reflejado en las venas azules, una luz resinosa brillaba en la carne y un horizonte de nubes en cada uña. Le sorprendió. ¡La entereza, la unidad! Mientras Sumner estuviera inconsciente, este poder era suyo.

Flexionó la nueva fuerza en sus manos y piernas y se dejó deslizar por cables invisibles. Cuando sus pies tocaron el suelo, sintió entrar en él el terrasueño y empezó a bailar. El terrasueño era el kha del planeta, y mientras pasaba a su través, se fundió con el kha del deva e hizo que la vida en él cobrara más fuerza. Saltaron chispas mientras sus pies pateaban el duro suelo.

El voor sabía que sin él el cuerpo habría muerto. Tal vez Sumner no reconociera su deuda, pero para Corby aquello no importaba. Se había demostrado que era digno de este organismo. No era simplemente un parásito. Aunque nunca se le permitiera volver a ser consciente, esta vida le pertenecía ahora tanto como a Sumner, y bailó su gran felicidad.

Giró lenta y majestuosamente y se agachó sobre su gravedad, sus piernas tamborileando llamas azules. Saltaron destellos como ratas, un enjambre de diablos retorcidos, salpicando la noche con brillantes lenguas de fuego.

Corby bailó hasta el amanecer, cuando la marea de iones de la atmósfera superior cambió con el viento solar. Este cuerpo está lleno de medias almas, le dijo al deva, y yo soy la última. Te agradezco que vinieras por mí.

Al oír esto, el deva continuó su camino, desvaneciéndose con los brumosos fuegocielos. Estoy capturado en el líquido de este cerebro, le dijo Corby empantanado con la pérdida de psinergía exterior. No tengo voluntad. Soy un sueño caído

Una luz color vino salpicaba los picos más altos, y Corby sintió que se hacía más vago a medida que la consciencia de Sumner empezaba a agitarse. ¡La sangre arde fina como el agua! Pero no debo olvidar… En los dieciocho meses pasados desde que el lusk comenzó, el balance estelar había cambiado. Cuanto menos actúo, menos soy. Yo… Corby se agitó… no debo olvidar. Soy la fuerza secreta. Caigo de forma en forma. Caigo con el tiempo en su círculo… Cuando se desvanecieron los restos de la psinergía del deva, la consciencia de Corby se fragmentó y se derrumbó en el lodo de su baile.

Varios miembros de la tribu de los Serbota esperaban al pie de un risco de granito contemplando los rojos rastros del amanecer entre las interminables montañas. En la cima de una larga pendiente lisa empezaban las nieves, un azul etéreo en la luz de la mañana. Arriba, el cuerpo de Sumner yacía tendido en un círculo de aguanieve medio derretida. Unos pocos guerreros Serbota lo rodeaban cautelosamente. El día anterior llegaron huyendo a la desolación de Skylonda Aptos perseguidos por los incursores del infierno Massebôth. Durante la noche, habían visto las luces fantasmas que descendían por la montaña, y se acercaron, sabiendo que la muerte les seguía de cerca, en busca de ayuda divina.

Las mujeres y dos guerreros recordaban a Sumner de Miramol, y el asombro que sentían hacia él se volvió religioso después de ver la danza deva. Las mujeres llamaron desde las rocas, urgiendo a los hombres a dejar su Poder en paz.

—Es el hijo del magnar, un hechicero —gritó una anciana, y los guerreros retrocedieron. Finalmente, uno de los cazadores se adelantó y tocó el hombro de Sumner. El cuerpo estaba caliente y olía a luz. Envalentonado, un joven guerrero se aproximó, tomó en sus manos la cabeza de Cara de Loto y trató de despertarle.

En ese instante, Sumner caía a través de la oscuridad de un sueño aterrador. Unas manos salieron de la oscuridad y lo agarraron por las orejas. Eran manos azules y negruzcas con una tenaza fuerte como el acero. En su presa, Sumner se debatió indefenso, y una voz se abrió paso en su interior: Te estás haciendo pedazos, chico. Era la voz de su padre, suave y dura como cuero repujado. Lánzate, adelante. Corre detrás de sueños de espíritus, como tu madre. Envía kha, viaja en sombras, escala montañas. Mira lo que te produce. ¿Una rotura en el tiempo? ¿El final del dolor? ¿O sólo un destello masturbador? Ya sabes lo que te digo. Tu espalda es una carretera, chico… una carretera para que la cruce tu sombra y toda la oscuridad del mundo.

Un cráneo de rostro hueco retorcido con ojos de insano voltaje surgió de la negrura, y Sumner disparó su puño derecho hacia delante. La fuerza sobrenatural de su golpe le sacó del sueño, y despertó para verse de pie ante el cuerpo caído de un guerrero Serbota.

Había sucedido tan rápidamente (los miembros se abrían como una hoja-mariposa, el joven guerrero caía hacia atrás, la cabeza torcida) que los otros miembros de la tribu quedaron inmóviles. La comprensión llenó los ojos de Sumner cuando contempló al muchacho que había derribado; recordó el sueño y, más profundamente, el largo gemido fantasmagórico del viento, el martilleo del frío, y al voor y al deva salvándole la vida.

Sumner se arrodilló en la nieve derretida, con el cuerpo súbitamente empapado. El guerrero al que había golpeado estaba muerto. Tenía la cabeza ladeada hacia el hombro, y sus ojos grises reflejaban los copos de nieve dorados. Mutra, estoy indefenso, advirtió Sumner en un arrebato de pena que le ahogaba, y entonces se contuvo. Su consciencia agudizó el autoscan, y las constricciones de su garganta se aclararon. Estoy indefenso, de acuerdo. Dejó que la angustia en su interior hablara. Estoy voor-loco y no tengo suerte, estoy indefenso para vivir o incluso acabar con mi propia vida.

Colocó la mano sobre el rostro del muchacho guerrero y sintió el último calor perdiéndose en el aire frío. En ese momento, y ante aquel último estertor de fuego, hizo un juramento: Guerrero del éxtasis, tu muerte es mi libertad. Foc a cazar en las sombras. Foc al autoscan. No tengo miedo de nada, y no voy a contenerme nunca más.

Sintió que su cara temblaba, y dejó que las lágrimas fluyeran. Con ellas asomó una furia melancólica y la brusca forma de unas palabras: Soy fuerza bruta. Destruyo todo lo que me encuentra soportable. Maté a Colmillo Ardiente, y mi ausencia mató a Quebrantahuesos. El dolor es mi sangre. Lloró desconsoladamente, y los Serbota retrocedieron.

Mientras se calmaba, continuaron las palabras silenciosas: Soy un voor. Si no lo fuera, habría muerto en la tormenta. Soy un voor, y no comprendo o pienso que pueda hacerlo. Pero engendré a Corby. Aunque Jeanlu me engañó y trató de matarme, Corby es mi hijo y está conmigo, en mi cerebro. No puedo esconderme más en mi miedo. Tengo que aceptarlo: soy un voor.

Sumner fijó los ojos en la sorprendida expresión del cadáver. Siento dolor y hambre. El dolor es mi religión. Soy sólo un hombre. Pero hay más. Con los Serbota sentí una felicidad corporal más profunda que un orgasmo. Conocí el vidamor. Toqué el alma del mundo. Quiero más de eso. Y porque no temo a nada, puedo aceptarlo: quiero más.

En el aire frío flotaban los ansiosos susurros de los miembros de la tribu, Sumner se puso en pie. Observó a los Serbota, queriendo decir algo que los calmara. Pero a medida que su respiración se modulaba para formar palabras, sintió que la tierra giraba a sus pies. El terreno rotaba sobre su eje; lo sentía mover en sus pies, subir por sus piernas, deslizarse al revés por su espina dorsal, sacudir su cráneo. Era el voor en su interior que sentía el kha del planeta. Mientras el terra-sueño pasaba a través de él, sus sentidos se extendieron en la telepatía voor. Y vio…

Un convoy de transportes de tropas moteaba el suelo del desierto, y cientos de soldados de uniforme marrón recorrían las faldas de la montaña, atraídos por el fuego del deva. Los verían dentro de unos minutos.

Sumner buscó un lugar donde esconderse, pero el terreno era abierto a excepción de puñados dispersos de matorrales. Observó a los tribeños que se habían congregado en torno al hombre que acababa de matar. Le miraron con nerviosa súplica, conscientes de que los soldados se acercaban, pero sin saber en realidad quién era él excepto que había llorado por uno de los suyos. Una placa de hielo sobre ellos gimió bajo la luz del sol como un soñador.

—No hay lugar donde huir —murmuró en Serbot—. Quedaos. —Les hizo un gesto para que se sentaran. Su mente era una música vacía y cicatera. El voor estaba agotado, demasiado débil para ayudar. Su kha se hallaba viciado por el esfuerzo de sanar el cuerpo de Sumner, mordido por el hielo. Chirridos de sonido brotaron de su cráneo, y dejó de escuchar—. Nos quedamos aquí —dijo en Massel, mirando en dirección a los árboles donde aparecieron los primeros soldados de asalto—. No dejaré que os maten.

Avanzó hacia ellos con pesada torpeza, sintiendo solamente el vacío de su fuerza. Con movimientos lentos y pesados, se abrió camino entre la maleza, haciendo señas a los soldados para que se acercasen. Un océano de sensaciones se abrió en él, y su mente surcó su superficie como un insecto. Miramol había desaparecido, perdida en el caos de su memoria con los otros muertos que lloraba. Quebrantahuesos estaba en UniMente, Colmillo Ardiente en la espiral. Deriva había vuelto a Paseq, y las Madres le habían seguido. Estaban muertos, perdidos. Sumner quiso dejar de sentirlos.

Se movió sin la poesía de una criatura consciente, y los soldados, al ver su cara negra y su tamaño, se pusieron alerta. Tres se agacharon y lo colocaron en el punto de mira de sus rifles.

—¡No soy un distor, idiotas! —les gritó Sumner—. Soy un ranger de avanzada. —Les gritó su número en código y su nombre, y algo más tarde ocho soldados se acercaron rápidamente en formación de flecha.

Sumner hizo un gesto a los Serbota para que permanecieran sentados, pero dos de ellos no le obedecieron. Recorrieron una corta distancia a través de la maleza antes de que los soldados abrieran fuego.

—No disparéis —ordenó Sumner, dirigiéndose a los soldados. Un joven oficial con una cara escuálida y cuello de toro le agarró por el brazo. CULLER aparecía bordado en verde sobre su corazón—. Detenga a esos hombres —le dijo al oficial—. Soy Massebôth. Un ranger.

—Es un desertor —dijo Culler en voz baja, apuntando con su pistola ametralladora a la cara de Sumner—. Un oficial del convoy dijo que dejó su transporte contraviniendo sus órdenes directas. Eso se llama deserción. —Sacó un juego de pesadas esposas de su cinturón y las alzó a la altura de su arma—. ¿Qué mano quiere, soldado?

Sumner le miró con una cara tan llana e integral como una roca, y las ondas cerebrales se revolvieron en su corazón. Quiso matar a este hombre, pero la debilidad de sus músculos absorbió aquel pensamiento. Si los Serbota iban a sobrevivir, tenía que rendirse. Reluctante, tendió los brazos y las esposas chasquearon en sus muñecas. Tras él, tronó el fuego de los rifles.

—No maten a esa gente —suplicó Sumner, pero sus ojos brillaban de fría amenaza.

—¿Gente? —Culler hizo dar la vuelta a Sumner y señaló a los Serbota, que permanecían sentados—. Ésos son distors, amigo.

Pendiente arriba, los dos fugitivos se abrían paso entre la maleza. El fuego de los rifles cortaba la tierra a su alrededor.

—Déjelos ir. —La voz de Sumner mostraba su esfuerzo mientras comprimía el interior de sus brazos, retorciendo las manos más profundamente en la tenaza de las esposas de acero, pero el oficial malinterpretó el esfuerzo por angustia.

—Mírelos, Kagan —Culler señaló a los Serbota con su arma, pero donde él veía ojos hambrientos y rasgos retorcidos, rosas como carne de cerdo, Sumner veía a la gente que amaba, y ese amor le dio la fuerza para retorcer tendones sobre huesos y sacar las dos manos de las esposas de acero que le aprisionaban.

Al oír el chasquido de las esposas en el suelo, Culler se dio la vuelta para enfrentarse a su prisionero, el arma alzada. Sumner se hizo a un lado y rápidamente le agarró el brazo con una tenaza aplastante y le hizo soltar la pistola.

Con la otra mano, cogió el arma y apuntó desde su cadera al sorprendido rostro de Culler.

—Diga a sus hombres que se retiren —susurró Sumner, con la mirada densa como la sangre.

—Eran de acero reforzado, ¿cómo dem…?

—Llámelos.

El oficial hizo un gesto a sus soldados para que se retiraran, y éstos interrumpieron los disparos.

—Ahora sonría —ordenó Sumner, y los labios de Culler se separaron—. Soy su prisionero, debería de estar contento. Ha apresado a un ranger. Pero esta gente está libre. ¿Verdad?

Los dientes de Culler rechinaron. Miró rabioso a Kagan y vio más allá de la marca de su rostro, más allá de los huesos planos y el color de arena en torno a la negra quemadura de la vida en él.

—No puede salvarlos, Kagan. Todo el desierto está copado con nuestros incursores del infierno.

Sumner alzó la pistola y la cara de Culler se aflojó. El oficial asintió, mirando rápidamente hacia los lados para ver si sus hombres se daban cuenta de lo que sucedía. Pero éstos deambulaban alegremente entre los matorrales buscando distors.

Los Serbota, que observaban fijamente a Sumner, se levantaron siguiendo sus indicaciones y se acercaron.

—¿Quién habla Massel? —les preguntó Sumner, y un anciano con cuernos en la frente avanzó cojeando.

—Yo —dijo el Serbota—. Mi padre comerciaba con los corsarios y yo he tenido tratos con los piratas de las caravanas.

Sumner le hizo un gesto para que se acercase, y entonces miró profundamente a los ojos llenos de odio de Culler.

—Voy a matarle —le dijo con voz tensa—, a menos que haga exactamente lo que le diga. Retroceda doce pasos y observe a sus hombres mientras se acercan. Nada de gestos. Nada de gritos pidiendo ayuda. ¿Comprende lo que quiero?

Culler asintió una vez, envarado, y retrocedió. Cuando no pudo oírle, Sumner habló al viejo tribeño Serbota sin mirarle.

—A tres días de dura marcha al otro lado de esas montañas hay una carretera. Seguidla hacia el sureste durante cinco o seis días y llegaréis a Carnou. En una de las tiendas callejeras podréis vender raíces del desierto y kiutl. Pero no os quedéis allí mucho tiempo. El ejército tiene acuartelada su brigada del noreste en las afueras de la ciudad. Siempre andan buscando desertores y distors. No os dejéis ver. Evitad las carreteras. Seguid hacia el sur hasta Onn. Desde allí podréis encontrar pasaje con los corsarios hasta Profecía o Xhule.

»Si vais a Xhule, buscad la calle del Amanecer. Hay una cuchillería llamada Tajos Cortos. Cúbrete esos cuernos distors de la cabeza y compra dos cuchillos azules de hoja curva y ofrécete a pagarles con una bolsa de sasafrás. El comerciante trabaja para los Rangers. Te buscará escondite sin hacer preguntas. Consigue de él papeles de estatus… papeles de trabajadores con tarjeta verde. Asegúrate de que están en blanco. Podréis enseñarlas para pasar las patrullas de reconocimiento. Y no se os ocurra conseguir una tarjeta blanca o un disco diplomático.

»Dejad Xhule esa noche. Recordad las caras y moveos en círculos, hacia el oeste. Lleva a nuestra gente a los bosques de río y lluvia más allá de Hickman. En esa zona mandan tribus distors. La mayoría se llaman a sí mismas Ulac. Creen en Paseq el Divisor, y darán a nuestra gente un lugar de respeto en su mundo. ¿Me entiendes?

Sumner miró al viejo y vio que su cara sonreía.

—Cara de Loto —dijo el anciano—, no te olvidaremos.

—Olvidadme. Soy tan desafortunado como el dolor. Ahora, en marcha.

Sumner se acercó a Culler y pasó un pesado brazo sobre sus hombros.

—Dígales a nuestros guerreros Massebôth que dejan ir a esta gente. Cuando estén a un día de distancia, le devolveré su arma y podrá matarme.

El oficial le miró con recelo, vio que decía la verdad, y, con una sonrisa a la vez triste y burlona, llamó a sus hombres.

Sumner estaba dispuesto a morir, a menos que el voor tuviera la voluntad y el poder para cambiarlo. Pero Corby permanecía en silencio, como si no estuviera allí. Sumner se cantó una canción né mientras escoltaba a Culler y a sus hombres por el empinado terreno: La flor muere, el árbol muere, la tierra muere para renovarse. Todo es nuevo y se vuelve nuevo. Todo el tiempo. El mundo entero cambia libremente, entrando en la mente sólo a veces.

A primeras horas del día siguiente se encontraron con el convoy. Sumner hizo señas a los soldados de los transportes y llevó a Culler a un lado. En un prado de rocas negras y hierba amarilla, con avispas ebrias de luz girando como intelecciones alrededor de la cabeza de Culler, le devolvió al oficial su pistola. La cara de Sumner brillaba de paz. El voor guardaba silencio.

El Massebôth cogió el arma y la alzó. Sumner miró la montaña por la que habían descendido. Estratos de nubes plateadas avanzaban sobre su pico, más lentas que la vista, y la luz salpicaba las faldas marrones y la distante bruma del bosque. Sus emociones eran vaporosas, dispuestas para la muerte.

—Quiero matarte, Kagan —dijo Culler, las palabras serenas por la furia—. Pero no puedo hacerlo con la suficiente crueldad. —Bajó la pistola—. Donde voy a llevarte, aprenderás a amar la muerte. —Llevó a Sumner de regreso al convoy y le esposó las manos y los pies antes de arrojarle a una jaula de transporte repleta de Serbota capturados.

El calor y la peste fecal de la jaula aturdieron a Sumner, y su cuerpo se convulsionó, tratando de anular el hedor. Sólo después de que el transporte se pusiera en marcha y el aire empezara a moverse, se relajó lo suficiente para sumirse en autoscan.

Mientras permanecía sentado, los músculos relajados, lleno de una vibrante tranquilidad, los otros le observaban. Le reconocieron como Cara de Loto, el siervo de las Madres. La mayoría estaban aturdidos por lo sangriento y cruel de la incursión; unos pocos le miraban con furia, sintiendo que, de alguna manera, era responsable. Sumner los miraba a su vez con ojos azules y vacíos, viendo el desierto más allá de sus caras magulladas y distorsionadas y las espirales de sus brazos colgando. Los colores de Skylonda Aptos pasaban como una visión, y la sombra de oscuros sentimientos en torno a los tribeños se animó.

Sumner cerró los ojos y dio una cabezada. El voor estaba cerca, observando.

Los reflexivos ojos se abrieron y Corby inspiró el aire caliente. La consciencia corría por él, una poderosa oleada de sensación: olores feos y lastimeros y el viento soplaba caliente. Sumner estaba semiinconsciente, lleno de una calma febril.

Corby inspiró profundamente, y el kha que tomaba de la tierra extendió los límites químicos de su cuerpo. Las hormonas se deslizaron por su sangre, y sus ojos de repente se volvieron más brillantes y vieron más profundamente. Anillos de luz sombría gravitaban sobre las cabezas de los Serbota. Más allá de ellos, giraban en el cielo canales de kha violeta en bandas magnéticas alrededor del invisible ojo de una tormenta.

Deva, pensó en alto para que Sumner pudiera comprender. Ha estado descansando. Necesitará toda su fuerza para lo que tiene que hacer esta noche. Pero aún faltan horas, y entonces comprenderás todo lo que un hombre puede comprender. Ahora confía en mí y descansa.

Corby bajó lentamente la cortina en el cerebro de Sumner, tranquilizándole para que durmiera.

A medida que la consciencia de su huésped humano se difuminaba, una realidad sensual se tensó en torno a Corby. Se plantó al borde del cuerpo, sintiendo su dureza: un amasijo de ansias, miles de microorganismos juntos, buscaban nutrirse a través de un arrecife de calcio. Regresó a su propia brillante soledad. En el interior de su consciencia, espirales de energía se abrían a siglos estelares. Fuera, varios de los Serbota se acercaban, observando el negro rostro quemado de Sumner.

Corby se movió hacia fuera a través de la ventana del cuerpo y tocó profundamente en el cerebro a cada uno de los curiosos tribeños, esparciendo kha en la glándula pineal y los lóbulos olfativos. Un olor encantado y lanudo llenó las cabezas de los Serbota, que retrocedieron sorprendidos.

El voor se sentía fuerte en su cuerpo-kha, donde todo lo que veía estaba recortado débilmente con una negrura temblequeante. Pero en el punto en que los ojos de Sumner se desvanecían, Corby era aún torpe. Intentó centrarse: Tan intrincado… todo oídos y ojos y este interminable contacto, haciéndome sentir que soy el centro exacto. ¿Pero qué soy en realidad? La atención oscila en este cuerpo. La consciencia voor se convierte en un dolor de cabeza. Y todo el universo parece ser sólo sonidos estúpidos y un puñado de débiles colores. Pequeños. Tan pequeños.

Corby observó que su tiempo en Iz había reducido auténticamente su humanidad. Pero no tenía miedo. Aún contaba con las fuerzas psíquicas de un voor. Podía ver a través del espacio y en la oscuridad. Conocía Iz, los rumbos astrales y los largos recuerdos ancestrales. Era Dai Bodatta: la reunión infinita, el uno-con. Y estaba con Sumner.

Este aullador le había aceptado. Y al menos existía una oportunidad contra el Delph. Para Corby, Sumner era más que un huésped físico. Era su padre, lleno de la locura total de la psicología aulladora que ocupaba esa realidad… ecos incestuosos y recuerdos tristes de Jeanlu. Sumner era también lo que Quebrantahuesos había llamado el eth, un hombre creado por un poder oculto como oportunidad. Vaciado por el magnar y entrenado por las Madres, Sumner era la mente de la tierra, cerca de los animales de su cuerpo: la rata-cerebro con su cola en su espina dorsal, el pulmón-pescado, el pez-esperma, la serpiente-tripa… Era todos los sueños espirituales del limo de este planeta. Era la sutil química del dolor, el hambre y la vigilancia del cielo.

Juntos, no tenían nada que temer. Hombre vivo. Fantasma voor. Eran uno.

Los Serbota pensaban que los mantenían con vida para convertirlos en esclavos, pero cuando el transporte dio la vuelta a un risco y vieron su destino, un gemido corrió entre ellos. Sumner se despertó. Se dio la vuelta y a través del enrejado divisó un sendero de asfalto que ascendía por una empinada pendiente en las montañas del desierto. A ambos lados de la carretera había cabezas humanas empaladas en altas picas. Sumner reconoció las cabezas de una Madre con cara de comadreja y varios cazadores.

Las marchas de tracción chirriaron cuando el transporte llegó a la cima de un pico chato. Soldados enmascarados con uniformes marrones antidisturbios rodearon la jaula, y las puertas laterales se abrieron de golpe.

Se encontraban sobre el borde de piedra de un antiguo volcán. En las grutas de la caldera ardían piras de cadáveres, y los cuerpos vestidos con túnicas negras de las Madres se bamboleaban y se agitaban en los largos patíbulos donde habían sido crucificadas. El ulular de un despellejador les hizo rechinar los dientes. El sonido procedía de un pozo cercano donde la gente era atada a largos tornos. Mientras sus cuerpos giraban, la piel era arrancada con agujas.

Entre los dólmenes de piedra del centro, aquellos que no querían morir eran afeitados y se les colocaba en la cabeza una banda zángano. Los dorgas de ojos abotargados deambulaban entre los pozos despellejadores transfigurados por la sirena y las roscas de piel que cortaban la carne de su tribu en pasteles de carne.

El grito de un despellejador rompió el silencio, y un cuerpo manchado de sangre fue arrojado a una fosa donde se sacudió con fuerza, tratando de deshacerse de sus huesos. Incluso los sorprendidos Serbota se asustaron de lo que veían, y gimieron.

Sumner escrutó el cielo en busca del deva, pero su sentido voor ya no estaba en sus ojos. Corby se encontraba en el abdomen del cuerpo, cerca del profundo ritmo giratorio de su respiración. Desde allí, el voor podía acumular el terrasueño, el kha del planeta.

Aterrorizada como en una pesadilla, una de las mujeres Serbota cayó de rodillas, respirando el magro aire de la montaña. Un guardia la arrastró a la caldera, y desapareció en las nubes del humo de los cadáveres. Los otros soldados empujaron al resto de los Serbota y los guiaron a un pozo cercano. Sumner, aún atado de pies y manos, fue empujado tras ellos, y el lugar quedó cerrado por una pesada verja de hierro.

La cara calavérica de Culler apareció en lo alto, sonriendo al ver a Kagan entre los distors. Había algo humano y un poco asustado en el rostro de Sumner, aunque cuando Culler miró con atención aquellos ojos lacónicos y la negra cara llena de quemaduras se sorprendió. Ese hombre es un ranger, se recordó, resistiendo la urgencia de matarle de inmediato.

Corby, dentro de los instintos del cuerpo, sintió la violencia de Culler, y el voor extendió su kha y sacudió el cerebro límbico del aullador. Una sensación musical se extendió en Culler, y pensó que era el deleite de anticipar la muerte del ranger. Sólo el despellejador podía compensar su humillación, advirtió Culler. Sus ojos acuosos destellaron de satisfacción, y se dio la vuelta.

Gritos y aullidos poblaban el aire, y varios Serbota empezaron a cantar a Paseq en murmullos. El nauseabundo olor a carne quemada se acentuó con el viento. A través de la verja y la nube de humo negro, el cielo de la tarde parecía manchado de sangre.

Sumner estaba asustado, y su miedo refrenaba el flujo de kha del planeta. Para calmarle, Corby lo sacó de su cuerpo. Brillaba un humo fantasmal, y bruscamente Sumner se encontró sobre Skylonda Aptos, contemplando la tierra árida y los cientos de miles de tropas Massebôth que lo ocupaban. Campamentos y su cadena de carreteras de asfalto cubrían como poblados el borde oriental del desierto.

A velocidad voor, la consciencia de Sumner cruzó el horizonte hasta el mar. Rayos de luz asomaban entre gigantescos fiordos de nubes, sobre una armada de tropas que se dirigían hacia el norte.

¡Una invasión! Sumner, sorprendido, quiso seguir volando hacia adelante.

Todavía no, la voz de Corby brilló en él. Sin nuestro cuerpo, estamos demasiado débiles para continuar hacia el norte.

Corby los condujo hacia el sur a través de velos de nubes de hielo, la costa rocosa se retorcía bajo ellos como humo arrastrado por el viento. Cuando las almenas blancas y las torres de Profecía emergieron entre los acantilados, su vuelo se redujo, y navegaron sobre las afueras de la ciudad. Los lagos brillaban, y un opulento poblado se acercó: módulos de casas en prados multiniveles de plantas opalinas y tejos. La luz caía como polvo en los setos.

Dentro de uno de los módulos había una alta habitación con un suelo de parquet encerado que reflejaba una mesa de ajedrez y un piano blanco. Nueve gatos de pelo largo se acomodaban en sillones, en un sofá adornado con borlas, por la repisa de una pequeña chimenea y entre los muchos rincones de las estanterías que cubrían las paredes de pino.

La consciencia de Sumner se concentró en la suave música que sonaba en el aire. Un hombre delgado y lupino vestido con una chaqueta verde de seda tocaba al piano estudios de Scriabin. Sumner reconoció al Jefe Anareta. Las largas arrugas de su cara aparecían más calmadas, menos profundas que años antes en McClure. La música cambió a Debussy, y Anareta cerró los ojos.

El timbre de la puerta zumbó.

Anareta se apartó del teclado. Imágenes de una mujer delgada con el cabello de color de otoño fluctuaron en su mente mientras abría la puerta principal. Pero al terminar de hacerlo se encontró con una figura cuadrada con uniforme rojo y negro.

—¿Jefe Anareta? —El oscuro rostro del soldado le escrutó—. Soy el Comandante de Campo Gar. Estoy aquí siguiendo órdenes del Cónclave. Lamento molestarle.

—Esperaba a otra persona.

—Sí, he oído que su tarjeta blanca le mantiene muy ocupado. —La voz del comandante sonaba opaca por la fatiga—. ¿Puedo pasar?

Anareta se hizo a un lado rápidamente.

—Sí, por supuesto.

Gar sacudió sus botas llenas de barro en el felpudo y entró en la habitación. Contempló con sorpresa los muebles kro de la habitación.

—Ya veo que su tarjeta le ha acomodado. —Cogió una pieza del ajedrez, un caballo, y se lo pasó por la yema de los dedos como si fuera una piedra—. La guerra como un juguete —rió.

—¿Ha mencionado una orden del Cónclave, comandante?

Todavía examinando el caballo, Gar se sacó del bolsillo una orden de movilización y se la tendió.

—Un convoy le recogerá mañana a las cero quinientas.

La dura mirada del jefe buscó y capturó la mirada de Gar. En los ocho años de su retiro, Anareta había olvidado la rutina de recibir órdenes.

—¿Qué puedo hacer por el Protectorado? —preguntó con cuidadosa indiferencia.

—El Pilar Negro le necesita. —Gar colocó la pieza de ajedrez en su sitio y sacó cansinamente una agenda de cuero del bolsillo de su pecho—. Vuelve a estar en activo, Jefe. Ascendido a coronel de campo.

—¿Por qué? Soy un luchador horrible. Con mi tarjeta blanca, sirvo mejor al Protectorado en un burdel.

El comandante alzó sus cejas cubiertas de cicatrices.

—También es un erudito, Anareta. Al contrario que la mayoría de los tarjetas blancas, su cerebro es tan importante como sus glándulas. Pocos oficiales del Pilar Negro saben tanto de los kro como usted.

—¿Qué quiere de un erudito kro?

Gar le pasó a Anareta el delgado portafolio.

—Éstas son fotos sin trucar de tribus distors al norte de aquí. Mírelas. Verá muchas en un momento.

El jefe ojeó las fotografías de carne masacrada y miró a Gar con los ojos tensos.

—Cumplí mi servicio militar en la frontera hace cuarenta años. ¿Por qué me envían de vuelta?

Gar se acercó a una estantería de palisandro.

—El mes pasado, por orden directa del Cónclave Legislador, todas nuestras tropas, a excepción de una fuerza de apoyo mínima, fueron movilizadas para una invasión.

Anareta observó incrédulo al oficial. Cuando comprobó la afirmación en la cara exhausta de Gar, algo como una serpiente se desenroscó rápidamente en su estómago.

—¿Invasión de qué? Las tribus distors están demasiado esparcidas.

—El problema no son los distors, aunque las tribus principales ya han sido diezmadas por nuestras tropas de asalto. El empuje principal contra el Pilar Negro viene del norte.

—¿Del norte? Pero allí no hay más que desierto. —La sangre oscureció las comisuras de los ojos de Anareta mientras trataba de comprender.

—No se impaciente conmigo. Sabe lo poco que conocemos de lo que existe más allá de la frontera. Por ahora, recuerde simplemente que vuelve a ser soldado. El Pilar Negro necesita a alguien que comprenda cómo vivía la gente hace mil doscientos años. He recorrido seis mil kilómetros para localizarle.

—¿Por qué?

El ajado rostro del comandante Gar se envaró mientras se dirigía a Anareta.

—Usted fue jefe de policía en una ciudad fronteriza. ¿Qué sabe de los eo?

Anareta sacudió la cabeza, confundido.

El comandante parecía muerto de sueño.

—Strohlplanos, luxtubos, arquitectura antitormentas, prácticamente toda nuestra tecnología nos fue dada por una sociedad de la que no sabemos nada. Nos pusieron en pie hace quinientos años, y han continuado ayudándonos desde entonces.

—¿Quiénes son? —preguntó Anareta, con la voz ahogada por la incredulidad.

—Los eo… así es como nos han dicho que les llamemos. Cualquiera sabe cuál será su nombre auténtico. Son un pueblo reticente.

—¿Son distors?

—Tal vez. Pero los que yo he visto parecían enteros. La última suposición es que no pertenecen a este mundo.

—¿Alienígenas? —la cara de Anareta parecía simple.

—Puede que tengamos que extender un poco nuestros puntos de vista, ¿eh? —Una sonrisa sardónica asomó fugazmente en los duros labios del comandante—. Lo único que sé es lo que me han dicho. Los eo han pedido fuerzas de ocupación a gran escala. El Pilar Negro ha accedido. Ahora los estrategas Massebôth han pedido un erudito kro. Ese es usted.

—No sé. Hay muchas cosas sobre las que reflexionar. —Anareta miró más allá de Gar, sintiendo las implicaciones de lo que había aprendido. En el alféizar, entre plantas de flores rosáceas como carne, había un epigrama enmarcado: Como diamantes, estamos cortados con nuestro polvo. En otra habitación un reloj musical entonó una suave melodía.

La brusquedad de los rasgos de Gar casi se suavizó un instante para endurecerse a continuación.

—¿De quién es esa música?

—De Chopin —murmuró Anareta.

—¿Es una kro?

Anareta permaneció inmóvil. Se había contentado durante años con sus servicios como tarjeta blanca y sus investigaciones. Ahora se sentía como si hubiera estado viviendo en otro tiempo. Eo. ¿Por qué no se lo había dicho nadie? ¡Alienígenas! La lluvia cesó un instante, y entonces descargó de nuevo, más fuerte que antes.

—Hay mucho en lo que pensar —accedió Gar, dando la espalda a Anareta. Pasó los dedos por las filas de libros apilados—. Dígame, ¿cuál fue el mayor logro de los kro?

—¿Qué? —preguntó Anareta, distraído.

El comandante le miró de hito en hito, convirtiendo su mandíbula en un puño.

—Ahora es mi ayudante, coronel. No he arrastrado el culo hasta tan lejos para hacerle una oferta. La movilización es una orden.

Anareta frunció el ceño, levantó a uno de los gatos de una silla y se sentó.

—Necesito que me informe —dijo Gar, con voz más relajada—. Tengo que saber de los kro. ¿Era fuerte su tecnología?

—Todo eso ahora ha desaparecido —murmuró Anareta—. El logro de los kro era su pensamiento, la visión hacia la que aspiraban. No se traslucía en sus funciones sociales o políticas. Eran un pueblo demasiado pragmático y utilitario para llevar a cabo sus ideales. Es solamente en su arte, en todas sus preocupaciones aparentemente sin sentido, donde se muestra su pensamiento más profundo, el alma de los kro. A veces llamaban a su visión libertad, auto-anarquía, el individuo.

Nietzsche lo expresó claramente: «El espíritu libre se alza ante el cosmos con un fatalismo alegre y confiado… ya no niega nada». Un…

La puerta del estudio se abrió, y entró una mujer alta y cimbreante.

—¿Llego tarde? —le preguntó a Anareta. La lluvia destellaba como joyas en su cabello rojo.

Corby y Sumner se alzaron en la esquina modular del techo, y lo último que vieron de la escena fue al comandante Gar que se marchaba y recordaba a Anareta con sus ojos de halcón:

—A las cero quinientas, coronel.

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