Quemando Cromo

Quemando Cromo


Estrella roja, órbita de invierno

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—Bueno —dijo el hombre—, tengo que ponerme a trabajar. Nos aguarda un montón de propulsores ahí afuera. Tenemos que levantar este trasto antes de que empiece a arder.

Algo chocó contra el casco.

El impacto resonó en todo Kosmogrado.

—Esa debe de ser Tulsa —dijo Andy, consultando un reloj de pulsera—. Muy puntual.

—Pero ¿por qué? —Korolev sacudió la cabeza, profundamente desconcertado—. ¿Por qué habéis venido?

—Ya te dijimos. Para vivir aquí. Podemos ampliar esta cosa, tal vez construir otras parecidas. Decían que nunca lograríamos sobrevivir en los globos, pero éramos los únicos que podían hacerlos funcionar. No teníamos otra oportunidad que la de llegar aquí por nuestra cuenta. ¿A quién le interesa vivir aquí arriba al servicio de un gobierno, de un pez gordo militar, de una banda de chupatintas? Uno tiene que desear una frontera… desearla con los huesos, ¿no es así?

Korolev sonrió. Andy le devolvió la sonrisa.

—Agarramos esos cables de conducción eléctrica y nos izamos sin más. Y una vez que estás en la cima, amigo, o das el gran salto o te pudres allí. —Ahora alzó la voz—. ¡Y no se mira hacia atrás, no señor! ¡Nosotros dimos ese salto y aquí nos vamos a quedar!

La mujer apoyó las ruedas de velero del modelo en la pared curva y lo soltó. El modelo comenzó a recorrer las paredes por encima de las cabezas de ellos, zumbando alegremente.

—¿No es precioso? Los niños van a estar encantados.

Korolev miró a Andy a los ojos. Kosmogrado volvió a retumbar, cambiando el rumbo del diminuto modelo Lunokhod.

—Los Angeles Este —dijo la mujer—. Ése es el que trae a los niños. —Se quitó las gafas de aviador, y Korolev vio unos ojos que rebosaban de maravillosa locura.

—Bien —dijo Andy, haciendo sonar el cinturón de herramientas—, ¿no quieres acompañarnos y mostrarnos el sitio?

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