Quemando Cromo

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Hotel New Rose

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Hotel New Rose

siete noches alquiladas en este ataúd, Sandii. Hotel New Rose. Cuánto te deseo ahora. A veces te vuelvo a mirar. Repito la imagen, tan lenta, dulce y perversa, que casi la siento. A veces saco tu pequeña automática de mi bolso, con el pulgar acaricio un cromo liso y barato. Una 22 china, con un calibre no más grande que las pupilas dilatadas de tus ojos desaparecidos.

Ahora Fox está muerto, Sandii.

Fox me dijo que te olvidara.

Recuerdo a Fox apoyado contra el mostrador acolchado de un salón de algún hotel de Singapur, en Bencoolen Street, describiendo con las manos distintas esferas de influencia, rivalidades internas, la trayectoria de una carrera en particular, el punto débil que había descubierto en la armadura de algún genio acorazado. Fox era un hombre clave en las guerras de cerebros, un intermediario de traspasos empresariales. Era un soldado de las escaramuzas secretas de las zaibatsu, corporaciones multinacionales que controlan economías enteras.

Veo a Fox sonriendo, hablando rápido, desdeñando mis incursiones en el espionaje interempresarial con un movimiento de cabeza. El Filo, decía, tienes que buscar el Filo. Hacía que oyeras la F mayúscula. El Filo era el grial de Fox, esa fracción esencial de talento humano puro, intransferible, encerrado en los cráneos de los investigadores científicos más cotizados del planeta.

No se puede llevar Filo al papel, decía Fox, no se puede meter Filo en un disquete.

El negocio estaba en las deserciones empresariales.

Fox tenía un aspecto agradable; la severidad de sus oscuros trajes franceses era compensada por un juvenil mechón que le caía sobre la frente y cambiaba siempre de lugar. Nunca me gustó cómo se arruinaba el efecto cada vez que se alejaba del mostrador, con el hombro izquierdo torcido en un ángulo que ningún sastre de París lograba esconder. Alguien lo había atropellado con un taxi en Berna, y nadie sabía exactamente cómo hacer para armarlo de nuevo.

Supongo que fui con él porque me dijo que andaba buscando ese Filo.

Y en algún lugar, por ahí, rumbo al Filo, te encontré a ti, Sandii.

El hotel New Rose es un entarimado de ataúdes situado en las ruinosas cercanías del Narita International. Cápsulas de plástico de un metro de alto por tres de largo, amontonadas como dientes de Godzila sobrantes en un terreno de hormigón a un lado de la carretera que conduce al aeropuerto. Cada cápsula tiene un televisor empotrado en el techo. Me paso días enteros viendo programas japoneses de juegos y películas viejas. A veces tengo tu pistola en la mano.

A veces oigo los jets que se desvanecen en el persistente tramado que cubre Narita. Cierro los ojos e imagino las estelas nítidas, blancas, desvaneciéndose, perdiendo definición.

Entrabas en un bar de Yokohama, la primera vez que te vi. Euroasiática, medio gaijín, de caderas largas y flexibles dentro de una imitación china de algún modelo original de alto diseño de Tokio. Oscuros ojos europeos, pómulos asiáticos. Te recuerdo vaciando el bolso en la cama, más tarde, en el cuarto de un hotel, hurgando entre tus maquillajes. Un arrugado fajo de nuevos yens, una ruinosa libreta de direcciones sujeta con cinta elástica, un chip bancario Mitsubishi, un pasaporte japonés con un crisantemo dorado estampado en la tapa y la 22 china.

Me contaste tu historia. Tu padre había sido un ejecutivo de Tokio, pero ahora había caído en desgracia y había sido desposeído, proscrito por la Hosaka, la más grande de todas las zaibatsu. Esa noche tu madre era holandesa, y yo te escuché hablar de aquellos veranos en Amsterdam, las palomas de la plaza del Dam como una suave alfombra marrón.

Nunca te pregunté qué podría haber hecho tu padre para merecer esa desgracia. Miré cómo te vestías; miré el balanceo de tu pelo oscuro y lacio, cómo cortaba el aire. Ahora la Hosaka me persigue. Los ataúdes del New Rose están apilados en un andamio reciclado, tubos de acero bajo esmalte brillante. La pintura se deshace en escamas cada vez que subo los escalones, cae a cada paso que doy por la pasarela. Mi mano izquierda cuenta escotillas de ataúdes, con sus calcomanías multilingües advirtiendo sobre las multas previstas por la pérdida de llaves.

Levanto la mirada cuando los jets suben sobre Narita, camino a casa, tan distante ahora como cualquier luna. Fox fue rápido en ver cómo podíamos utilizarte, pero no lo bastante agudo como para atribuirte ambiciones. Pero es que él nunca pasó toda una noche contigo, tumbado en la playa de Kamakura, nunca escuchó tus pesadillas, nunca oyó cómo cambiaba bajo las estrellas una infancia totalmente imaginada, cómo cambiaba y daba vueltas, con tu boca de niña abriéndose para revelar algún pasado fresco, que siempre era, jurabas, el real y finalmente verdadero.

A mí no me importaba, mientras te sujetaba las caderas y la arena se enfriaba contra tu piel.

Una vez me dejaste, corriste de vuelta a la playa diciendo que habías olvidado la llave del cuarto. Yo la descubrí en la puerta y fui en tu busca y te encontré metida hasta los tobillos en las olas, la espalda lisa y rígida, temblando, los ojos mirando algo distante. No podías hablar. Temblabas. Estabas ausente. Te estremecías por futuros diferentes y mejores pasados.

Sandii, me dejaste aquí.

Me dejaste todas tus cosas.

Esta pistola. Tu maquillaje, todas las sombras y rubores tapados con plástico. Tu microordenador Cray, regalo de Fox, con una lista de compras que habías introducido. A veces cargo ese documento y me pongo a ver cómo desfilan los artículos por la diminuta pantalla plateada.

Un congelador. Un fermentador. Un incubador. Un sistema de electroforesia con una célula de agarosis integrada y un transiluminador. Un fijador de tejidos. Un cromatógrafo líquido de alta capacidad. Un citómetro de flujo. Un espectrofotómetro. Cuatro gruesas y chispeantes ampollas de borosilicato. Una microcentrifugadora. Y un sintetizador de ADN con computadora incorporada. Y el software.

Caro, Sandii, pero es que la Hosaka nos pagaba las cuentas. Luego tú les hiciste pagar aún más, pero ya te habías ido.

Fue Hiroshi quien te hizo esa lista. En la cama, probablemente. Hiroshi Yomiuri. La Maas Biolabs GmbH se quedó con él. La Hosaka también lo quería.

Filo y montones de eso. Fox seguía a los ingenieros genetistas como sigue un fanático a los jugadores de un equipo favorito. Fox ansiaba tanto conseguir a Hiroshi que le sentía el gusto.

Me mandó a Frankfurt tres veces antes de que tú aparecieras, sólo para echarle un vistazo a Hiroshi. No a hacerle una finta, ni siquiera un guiño o una señal con la cabeza. Sólo a mirar.

Hiroshi parecía haberse asentado. Había encontrado una alemana que apreciaba el paño de lana de estilo conservador y las botas de montar pulidas, color nogal joven. Había comprado una restaurada casa de pueblo, justo en la plaza adecuada. Se dedicaba a la esgrima y había dejado el kendo.

Y los equipos de seguridad de la Maas por todas partes, hábiles y pesados, un almíbar de vigilancia espeso y translúcido. Volví y le dije a Fox que no lo tocaríamos nunca.

Tú lo tocaste en nuestro lugar, Sandii. Lo tocaste justo como había que tocarlo.

Nuestros contactos en la Hosaka eran como células especializadas que protegían el organismo matriz. Nosotros éramos mutágenos, Fox y yo, agentes sospechosos que andaban a la deriva en el lado oscuro del mar interempresarial.

Cuando te teníamos en Viena, les ofrecimos a Hiroshi. Ni siquiera pestañearon. Calma absoluta en una habitación de hotel en Los Angeles. Dijeron que tenían que pensarlo.

Fox pronunció el nombre del principal rival de la Hosaka en el juego de los genes, lo soltó desnudo, rompió el protocolo que prohíbe el empleo de nombres propios.

Tenían que pensarlo, dijeron.

Fox les dio tres días.

Te llevé a Barcelona una semana antes de llevarte a Viena. Te recuerdo con el pelo recogido dentro de una boina gris, tus altos pómulos mongoles reflejados en los escaparates de tiendas antiguas. Paseando por las Ramblas hacia el puerto fenicio, paseando por delante del Mercado con techo de vidrio donde se vendían naranjas de África.

El antiguo Ritz, cálido en nuestro cuarto, oscuro, con todo el suave peso de Europa sobre nosotros como un edredón. Podía penetrarte mientras dormías. Siempre estabas dispuesta. Veía tus labios abiertos en una suave y redonda O de sorpresa, tu cara a punto de hundirse en la gruesa almohada blanca: en la arcaica lencería del Ritz. Dentro de ti imaginaba todo aquel neón, la muchedumbre que se arremolinaba en la estación de Shinjuku, la noche eléctrica. Tú te movías así, ritmo de una nueva era, soñadora y lejos de todo país, de toda nación.

Cuando volamos a Viena, te instalé en el hotel preferido de la esposa de Hiroshi. Tranquilo, sólido, el vestíbulo embaldosado como un ajedrez de mármol, con ascensores de bronce que olían a aceite de limón y a habanos pequeños. Resultaba fácil imaginarla allí, los destellos de las botas reflejados en el mármol pulido, pero sabíamos que no vendría, no en este viaje.

Descansaba en algún balneario de Renania, y Hiroshi estaba en Viena en un congreso. Cuando los de seguridad de la Maas llegaron para registrar el hotel, tú ya te habías ido.

Hiroshi llegó una hora después, solo.

Imagina un extraterrestre, dijo Fox una vez, que haya venido a identificar la forma de inteligencia dominante del planeta. El extraterrestre echa un vistazo, y luego elige. ¿Qué crees que elige? Quizá me encogí de hombros.

Las zaibatsu, dijo Fox, las multinacionales. La sangre de una zaibatsu es la información, no la gente. La estructura es independiente de las vidas individuales que la componen. La corporación como forma de vida.

Otra vez el discurso sobre el Filo. No, dije.

Maas no es así, dijo él, sin hacerme caso.

Maas era pequeña, rápida, despiadada. Un atavismo. Maas era toda Filo.

Recuerdo a Fox hablando acerca de la naturaleza del Filo de Hiroshi. Nucleasas radioactivas, anticuerpos monoclónicos, algo relacionado con la unión de las proteínas, nucleótidos… Calientes, las llamaba Fox, proteínas calientes. Uniones de alta velocidad. Decía que Hiroshi era una rareza, el tipo de persona que rompe paradigmas, que invierte todo un campo de la ciencia, que provoca la violenta revisión de todo un cuerpo del conocimiento. Patentes básicas, decía, con un nudo en la garganta, por la absoluta riqueza de la idea, por el olor tenue, embriagador de los millones libres de impuestos que pendían de aquellas palabras.

La Hosaka quería a Hiroshi, pero el Filo de Hiroshi era lo bastante radical para inquietarlos. Querían que trabajara solo.

Fui a Marrakech, a la ciudad vieja, la Medina. Descubrí un laboratorio de heroína que había sido convertido para la extracción de feromonas. Lo compré; con dinero de la Hosaka.

Recorrí el mercado de Djemaa-el-Fna con un sudoroso hombre de negocios portugués, discutiendo sobre iluminación fluorescente y la instalación de jaulas ventiladas para especímenes. Más allá de los muros de la ciudad, el alto Atlas. Djemaa-el-Fna estaba atestada de juglares, bailarines, cuentistas, niños que hacían girar tornos con los pies, mendigos sin piernas con cuencos de madera bajo hologramas animados que anunciaban software francés.

Paseamos por delante de fardos de lana cruda y cubos plásticos de microchips chinos. Insinué que mis jefes planeaban fabricar beta-endorfina sintética. Trata siempre de darles algo que puedan entender.

Sandii, te recuerdo en Karajuku, a veces. Cierro los ojos en este ataúd y te veo allí: todos los destellos, el laberinto de cristal de las boutiques, el olor a ropa nueva. Veo tus pómulos pasar junto a estanterías cromadas de pieles de París. A veces te aprieto la mano.

Pensamos que te habíamos encontrado, Sandii, pero en realidad tú nos encontraste a nosotros. Ahora sé que nos buscabas, o buscabas a alguien como nosotros. Fox estaba encantado, y sonreía pensando en nuestro descubrimiento: una herramienta nueva tan bonita, brillante como un escalpelo. Justo lo que necesitábamos para separar un Filo testarudo como el de Hiroshi del celoso cuerpo matriz de los Biolaboratorios Maas.

Tienes que haber pasado mucho tiempo explorando, buscando una salida, todas esas noches en Shinjuku.

Noches que con gran cuidado eliminaste de la desordenada baraja de tu pasado.

Mi propio pasado había desaparecido años antes, y se había perdido para siempre sin dejar huellas. Comprendí el trasnochado hábito de Fox de vaciar su cartera, de revolver entre sus papeles de identificación. Disponía las piezas en distintas posiciones, las reordenaba, esperaba que se formase una imagen. Yo sabía qué estaba buscando. Tú hiciste lo mismo con tus infancias.

En el New Rose, esta noche, yo escojo en la baraja de tus pasados.

Escojo la versión original, el famoso texto de la habitación de hotel en Yokohama, que tú recitaste para mí en voz alta aquella primera noche. Escojo al padre caído en desgracia, el ejecutivo de la Hosaka. Hosaka. Qué perfecto. Y la madre holandesa, los veranos en Amsterdam, la suave alfombra de palomas en aquella tarde de la plaza del Dam.

Salí del calor de Marrakech para entrar en el aire acondicionado del Hilton. La camisa mojada se me adhería fría a los riñones mientras leía el mensaje que me hiciste llegar a través de Fox. Te habías metido hasta el fondo: Hiroshi abandonaría a su esposa. No te resultó difícil comunicarte con nosotros, ni siquiera a través de la película translúcida y tirante de la seguridad de Maas; le habías enseñado a Hiroshi el lugarcito perfecto para un café con kipferl. Tu camarero favorito tenía el pelo cano, era amable, renqueaba, y trabajaba para nosotros. Dejaste tus mensajes bajo la servilleta de tela.

Hoy he pasado todo el día mirando un pequeño helicóptero que dibuja una apretada retícula por encima de este país mío, la tierra de mi exilio, el hotel New Rose. Miré desde la escotilla esa sombra paciente que atravesaba el hormigón manchado de grasa. Cerca. Muy cerca.

Me fui de Marrakech a Berlín. Me reuní con un galés en un bar y comencé los preparativos para la desaparición de Hiroshi.

Sería un asunto complicado, intrincado como los engranajes de latón y los espejos deslizantes de un escenario de magia Victoriano, pero el efecto deseado era bastante sencillo. Hiroshi pasaría por detrás de un Mercedes de células de hidrógeno y desaparecería. La docena de agentes de la Maas que lo seguían constantemente se arremolinarían como hormigas alrededor del coche; el aparato de seguridad de la Maas se endurecería como epoxia alrededor del punto de partida.

En Berlín saben cómo resolver las cosas con prontitud. Hasta pude hacer arreglos para una última noche contigo. Lo hice a escondidas de Fox, que tal vez no lo hubiera aprobado. Ahora he olvidado el nombre del pueblo. Lo supe durante una hora en la autobahn, bajo un gris cielo renano, y lo olvidé en tus brazos.

La lluvia empezó cerca de la mañana. Nuestra habitación tenía una sola ventana, alta y estrecha, a donde me asomé a ver cómo la lluvia erizaba el río con agujas de plata. El ruido de tu respiración. Allí delante pasaba el río, bajo arcos de piedra. La calle estaba desierta. Europa era un museo muerto.

Ya había reservado tu vuelo a Marrakech; salías de Orly bajo tu nombre más reciente. Estarías en camino cuando yo tirase de la última cuerda e hiciese desaparecer a Hiroshi.

Habías dejado tu bolso en el viejo y oscuro escritorio. Mientras dormías yo revisé tus cosas, quitando todo cuanto pudiese contradecir la nueva identidad que te había comprado en Berlín. Saqué la calibre 22 china, tu microordenador y tu chip bancario. Saqué de mi cartera un pasaporte nuevo, holandés, un chip bancario suizo con el mismo nombre, y los metí en tu bolso.

Mi mano rozó algo plano. Lo saqué, lo sostuve entre los dedos, un disquete. Sin etiqueta.

Lo sostuve en la palma de la mano, toda esa muerte. Latente, codificada, esperando.

Permanecí de pie allí, viéndote respirar, viendo cómo subían y bajaban tus senos. Vi tus labios entreabiertos, y en la prominencia y plenitud del labio inferior, un levísimo rastro de magulladuras.

Volví a meter el disquete en tu bolso. Al acostarme junto a ti, te volviste hacia mí, despertando, y en tu aliento estaba toda la noche eléctrica de la nueva Asia, el futuro que se alzaba en ti como un fluido luminoso, borrando en mí todo salvo el momento. Ésa era tu magia, que vivías fuera de la historia, que eras toda presente.

Y sabías como llevarme hasta ese sitio.

Por última vez, me llevaste.

Mientras me afeitaba, te oí vaciar el maquillaje en mi cartera. Ahora vengo de Holanda, dijiste, voy a querer un nuevo aspecto.

El doctor Hiroshi Yomiuri desapareció en Viena, en una tranquila calle adyacente a Singerstrasse, a dos calles del hotel favorito de su esposa. Una limpia tarde de octubre, en presencia de doce expertos testigos, el doctor Yomiuri se esfumó.

Pasó a través de un espejo. En alguna parte, entre bastidores, el aceitado movimiento de un mecanismo Victoriano.

Sentado en la habitación de un hotel en Ginebra recibí la llamada del galés. Estaba hecho; Hiroshi había entrado por mi madriguera de conejo y se dirigía a Marrakech. Me serví un trago y me puse a pensar en tus piernas.

Fox y yo nos reunimos un día después en Narita, en un bar de sushi en la terminal de JAL. Él acababa de bajar de un jet de la Air Maroc, agotado y triunfante.

Le encanta aquello, dijo, refiriéndose a Hiroshi. La adora, dijo, refiriéndose a ti.

Sonreí. Me habías prometido reunirte conmigo al cabo de un mes en Shinjuku.

Tu pequeña pistola barata en el hotel New Rose. El cromo empieza a descascararse. La construcción es torpe, chino borroso estampado en acero rústico. La culata es de plástico rojo, moldeada con un dragón a cada lado. Como un juguete de niño.

Fox comía sushi en la terminal de JAL, feliz por lo que habíamos hecho. Le había estado molestando el hombro, pero dijo que no le importaba. Ahora había dinero para médicos mejores. Ahora había dinero para todo.

Por alguna razón, a mí no me pareció muy importante el dinero que habíamos recibido de la Hosaka. No porque pusiera en duda nuestra nueva riqueza, pero aquella última noche contigo me había dejado la convicción de que todo nos había llegado naturalmente, dentro del nuevo orden de las cosas, como una función de lo que éramos y de quiénes éramos.

Pobre Fox. Con sus camisas oxford azules más brillantes que nunca, sus trajes de París más oscuros y costosos. Sentado allí en la terminal de JAL, poniendo sushi en una bandejita rectangular de rábanos picantes, le quedaba menos de una semana de vida.

Ha oscurecido, y las hileras de ataúdes del New Rose están iluminadas toda la noche por reflectores. Aquí nada parece cumplir su propósito original. Todo es material de desecho, reciclado, hasta los ataúdes. Hace cuarenta años, estas cápsulas estaban apiladas en Tokio o en Yokohama; una moderna comodidad para los hombres de negocios que estuvieran de viaje. Quizá tu padre haya dormido en uno. Cuando el andamiaje era nuevo, se alzaba en torno a la cáscara espejada de alguna torre del Ginza, atestado de cuadrillas de albañiles.

Esta noche la brisa trae el ruido de un salón pachinko, el olor a verdura cocida de los carritos al otro lado de la carretera.

Unto en galletas de arroz anaranjadas crema de krill con sabor a cangrejo. Oigo los aviones.

Aquellos últimos días en Tokio, Fox y yo teníamos suites contiguas en el piso cincuenta y tres del Hyatt. Ningún contacto con la Hosaka. Nos pagaron y luego nos borraron de la memoria oficial de la corporación.

Pero Fox no lo olvidaba. Hiroshi era su bebé, su proyecto mascota. Había desarrollado un interés posesivo, casi paternal por Hiroshi. Así que Fox hizo que me mantuviera en contacto con el negociante portugués de la Medina, quien estaba dispuesto a vigilar para nosotros el laboratorio de Hiroshi.

Cuando llamaba, lo hacía desde el teléfono de un quiosco de la Djemaa-el-Fna, con un fondo de alaridos de vendedores y flautas del Atlas. Alguien estaba metiendo agentes de seguridad en Marrakech, nos dijo. Fox asintió. La Hosaka.

Menos de doce llamadas después, comencé a ver el cambio en Fox, una tensión, un aire de abstracción. Lo encontraba en la ventana, mirando cincuenta y tres pisos más abajo hacia los Jardines Imperiales, perdido en algo de lo que no quería hablar.

Pídele una descripción más minuciosa, me dijo. El hombre que nuestro contacto había visto entrar en el laboratorio de Hiroshi podía ser Moenner, el principal genetista de la Hosaka.

Era Moenner, dijo, tras la llamada siguiente. Otra llamada y creyó identificar a Chedanne, cabeza del equipo de proteínas de la Hosaka. Ninguno de los dos había sido visto fuera de la arcología de la empresa desde hacía más de dos años.

Pero luego se hizo evidente que los mejores investigadores de la Hosaka se estaban reuniendo silenciosamente en la Medina; los negros Lears ejecutivos entraban susurrando en el aeropuerto de Marrakech con alas de fibra de carbono. Fox meneó la cabeza. Él era un profesional, un especialista, y vio la repentina acumulación de tanto Filo Hosaka de primera en la Medina como un drástico fallo comercial de la zaibatsu.

Santo Dios, dijo, sirviéndose un Black Label, en este momento tienen allí a toda la sección de biología. Una bomba. Meneó la cabeza. Una granada en el sitio adecuado en el momento adecuado…

Le recordé las técnicas de saturación que los agentes de seguridad de la Hosaka estaban obviamente empleando. Hosaka tenía líneas que llegaban hasta el corazón de la Asamblea, y la masiva infiltración de agentes en Marrakech sólo podía estar realizándose con el conocimiento y cooperación del gobierno marroquí.

Déjalo, le dije. Se acabó. Les vendiste a Hiroshi. Ahora olvídate de él.

Sé lo que es, dijo. Lo sé. Ya lo he visto. Dijo que en el trabajo de laboratorio había un cierto factor descabellado. El filo del Filo, lo llamaba. Cuando un investigador desarrolla una innovación, algunas veces a los demás les es imposible reproducir los resultados del primer investigador. Esto era incluso más probable con Hiroshi, cuya obra iba en contra de la naturaleza de su campo. La solución, a menudo, consistía en llevar al chico de la innovación de su laboratorio al laboratorio de la corporación para una imposición de manos ritual. Alguno que otro ajuste sin sentido en el equipo, y el proceso funcionaba. Una locura, dijo, nadie sabe por qué funciona así, pero funciona. Sonrió.

Pero están probando suerte, dijo. Los muy cabrones nos dijeron que querían aislar a Hiroshi, mantenerlo alejado de la vanguardia central de investigación. Un cuerno. Te apuesto que debe haber alguna lucha de poder en el área de investigación de la Hosaka. Algún pez gordo está enviando a sus favoritos y los está frotando contra Hiroshi para que les dé suerte. Cuando Hiroshi saque punta a la ingeniería genética, la pandilla de la Medina va a estar preparada.

Bebió su whisky y se encogió de hombros. Vete a la cama, dijo. Tienes razón, se ha terminado. Sí me fui a la cama, pero el teléfono me despertó. Otra vez Marrakech, la estática blanca de una conexión por satélite, un torrente de portugués asustado.

Hosaka no nos había congelado el depósito, lo había evaporado. Oro de cuento de hadas. En un momento éramos millonarios en la divisa más fuerte del mundo, y al minuto siguiente éramos indigentes.

Desperté a Fox.

Sandii, dijo. Se vendió. Los de seguridad de la Maas la compraron en Viena. Señor mío.

Lo vi abrir la maltratada maleta con una navaja del ejército suizo. Tenía tres barras de oro pegadas allí con cemento de contacto. Lingotes lisos, cada uno de ellos comprobado y estampado con el sello del tesoro de un extinto gobierno africano.

Debería haberme dado cuenta, me dijo con una voz monótona.

Yo dije que no. Creo que dije tu nombre.

Olvídala, dijo. La Hosaka nos quiere muertos. Van a suponer que los engañamos. Vé al teléfono y verifica nuestro saldo.

Nuestro saldo había desaparecido. Negaron que ninguno de los dos hubiese tenido jamás una cuenta.

Hijos de puta, dijo Fox.

Corrimos. Salimos por una puerta de servicio al tráfico de Tokio y hacia Shinjuku. Fue entonces cuando comprendí por primera vez el verdadero alcance del poder de la Hosaka.

Todas las puertas estaban cerradas. Gente con la que habíamos hecho negocios durante dos años nos veía llegar, y nosotros veíamos detrás las cortinas de hierro que se cerraban de golpe. Nos marchábamos antes de que tuvieran tiempo de alcanzar el teléfono. La tensión superficial del submundo se había triplicado, y en todas partes nos encontramos con la misma membrana tensa que nos rechazaba. No había modo de hundirse, de perderse de vista.

La Hosaka nos dejó correr casi todo el día. Después mandaron a alguien para que le rompiera la espalda a Fox por segunda vez.

No vi cuando lo hicieron, pero lo vi caer. Estábamos en una tienda de Ginza y faltaba una hora para el cierre, y lo vi caer describiendo un arco desde aquel lustroso entresuelo y estrellarse contra las mercancías de la nueva Asia.

Por alguna razón me perdieron, y seguí corriendo. Fox se llevó el oro, pero yo tenía cien nuevos yens en el bolsillo. Corrí. Sin parar hasta el hotel New Rose.

Ya es hora.

Ven conmigo, Sandii. Oye el zumbido del neón en la carretera del Narita International. Unas pocas mariposas trasnochadas trazan círculos en cámara lenta alrededor de los reflectores que brillan sobre el New Rose.

Y lo curioso, Sandii, es que a veces no me pareces real. Fox dijo una vez que tú eras un ectoplasma, un fantasma invocado por los extremos de la economía. Fantasmas del nuevo siglo, que se solidificaban en mil camas de los Hyatts del mundo, de los Hilton del mundo.

Ahora tengo tu pistola en la mano, en el bolsillo de la chaqueta, y la mano me parece tan lejana. Inconexa.

Recuerdo a mi amigo portugués olvidando el inglés, tratando de expresarse en cuatro idiomas que yo entendía apenas, y creí que me estaba diciendo que la Medina ardía. No ardía la Medina. Ardían los cerebros de los mejores investigadores de la Hosaka. Una plaga, susurraba, plaga y fiebre y muerte.

Era listo, Fox, y él comprendió todo en el acto. Ni siquiera tuve que mencionar que en Alemania había encontrado el disquete en tu bolso.

Alguien había reprogramado el sintetizador de ADN, dijo. El aparato estaba ahí tan sólo para la construcción rápida de la macromolécula adecuada. Con su ordenador incorporado y su software especialmente diseñado. Caro, Sandii. Pero no tan caro como tú le resultaste a la Hosaka.

Espero que le hayas sacado un buen precio a la Maas.

Tengo el disquete en la mano. Lluvia sobre el río. Yo lo sabía, pero no fui capaz de afrontarlo. Volví a meter el código de aquel virus meningítico en tu cartera y me acosté junto a ti.

Así que Moenner murió, lo mismo que otros investigadores de la Hosaka. Incluyendo a Hiroshi. Chedanne sufrió daños cerebrales permanentes.

Hiroshi no había dado importancia a la contaminación. Las proteínas que manipulaba eran inocuas. Así, el sintetizador pasó toda la noche susurrando, elaborando un virus acorde con las especificaciones de los Biolaboratorios Maas GmbH.

Maas. Pequeña, rápida, despiadada. Toda Filo.

La carretera al aeropuerto es una línea larga y recta. Mantente a la sombra.

Y yo le gritaba a aquella voz portuguesa, hice que me dijera qué había pasado con la chica, la mujer de Hiroshi. Se esfumó, dijo. El zumbido del mecanismo Victoriano.

Y Fox tuvo que caer, caer con sus tres patéticos lingotes de oro, y quebrarse la espalda por última vez. En el suelo de una enorme tienda de Ginza, con todos los comerciantes mirando fijamente antes de gritar.

La verdad es que no te puedo odiar, nena.

Y el helicóptero de la Hosaka ha vuelto, sin ninguna luz, cazando con infrarrojos, buscando a tientas calor humano. Un gemido ahogado al dar la vuelta, a un kilómetro de aquí, al volverse hacia nosotros, hacia el New Rose. Una sombra demasiado rápida contra el resplandor de Narita.

No importa, nena. Pero ven, por favor. Apriétame la mano.

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