Quemando Cromo

Quemando Cromo


Estrella roja, órbita de invierno

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Estrella roja, órbita de invierno

Bruce Sterling y William Gibson

el coronel Korolev se retorció lentamente en el arnés, soñando con el invierno y la gravedad. Joven de nuevo, cadete, fustigaba el caballo por las estepas de fines de noviembre en Kazakhstan hacia el árido paisaje rojo de un crepúsculo marciano.

Eso no es correcto, pensó…

Y despertó —en el Museo del Triunfo Soviético en el Espacio— con los ruidos de Romanenko y la mujer del hombre de la KGB. Lo estaban haciendo otra vez detrás del tabique de la popa del Salyut; las cintas sujetadoras y el casco acolchado crujían y retumbaban con golpes rítmicos, cascos sobre la nieve.

Tras liberarse del arnés, Korolev ejecutó un ensayado puntapié que lo impulsó hasta el cubículo del sanitario. Se quitó el gastado mono de trabajo, se ciñó los riñones en la silla retrete y barrió el vapor condensado en el espejo de acero. La mano artrítica se le había vuelto a hinchar durante el sueño; la muñeca descalcificada parecía un hueso de pájaro. Habían pasado veinte años desde su último encuentro con la gravedad; había envejecido en órbita.

Se afeitó con una máquina de succión. Un entramado de venas rotas le cubría la mejilla y la sien del lado izquierdo, otra herencia de la explosión que lo había lisiado.

Al salir, descubrió que los adúlteros habían concluido. Romanenko se estaba acomodando la ropa. La esposa del funcionario político, Valentina, se había quitado las mangas del mono marrón y los brazos le brillaban blancos y sudorosos. El pelo rubio ceniza le ondeaba movido por la brisa de un ventilador. Tenía unos ojos del más puro azul aciano, un poco demasiado juntos, y una mirada en parte de disculpa y en parte de conspiración.

—Mire lo que le hemos traído, coronel…

Le dio una pequeña botella de coñac, de las que utilizan las líneas aéreas.

Atónito, Korolev miró pestañeando el logo de Air France grabado en la tapa de plástico.

—Llegó en el último Soyuz. Dentro de un pepino, dijo mi marido. —Soltó una risita—. Me la dio él.

—Decidimos que tenía que ser para usted, coronel —dijo Romanenko con una amplia sonrisa—. Al fin y al cabo, nos pueden licenciar en cualquier momento. —Korolev ignoró la mirada incómoda, de soslayo, a sus piernas consumidas y a sus pies pálidos y colgantes.

Abrió la botella, y el fuerte aroma le llevó una súbita y hormigueante corriente de sangre a las mejillas. La alzó con cuidado y sorbió unas gotas de brandy. Ardía como ácido.

—¡Dios! —exclamó—, hace tantos años. ¡Me voy a poner como una cuba! —dijo, riendo, con la vista enturbiada por las lágrimas.

—Mi padre me dice que usted bebía como un héroe, coronel, en los viejos tiempos.

—Sí —dijo Korolev, y bebió otra vez—, bebía. —El coñac se le extendió por el cuerpo como oro líquido. No le gustaba Romanenko. Tampoco le había gustado nunca el padre: un acomodadizo miembro del Partido que desde hacía tiempo se dedicaba a dar conferencias, a descansar en una dacha en el mar Negro, al licor americano, a los trajes franceses, a los zapatos italianos… El muchacho tenía el aspecto del padre, los mismos ojos grises que nunca habían sido molestados por la duda.

El alcohol recorrió el delgado torrente sanguíneo de Korolev.

—Es usted demasiado generoso —dijo. De un puntapié suave llegó hasta su consola—. Tiene que llevarse algunos samisdata, transmisiones americanas por cable que acabamos de interceptar. ¡Puro picante! Un desperdicio en un viejo como yo. —Metió un cassette vacío y tecleó para grabar el material.

—Se lo daré a los del equipo de armas —le dijo Romanenko, sonriendo—. Pueden pasarlo en las consolas de seguimiento de la sala de armas. —La estación de haces de partículas siempre había sido conocida como la sala de armas. Los soldados que la tripulaban estaban siempre especialmente hambrientos de ese tipo de cintas. Korolev hizo una segunda copia para Valentina.

—¿Es algo sucio? —Parecía alarmada e intrigada.

—¿Podemos venir de nuevo, coronel? ¿El jueves a las 24:00?

Korolev le sonrió. Ella había sido obrera en una fábrica hasta que la seleccionaron para el espacio exterior. Una mujer hermosa, y por tanto una útil herramienta de propaganda, un modelo ideal para el proletariado. Ahora la compadecía, mientras el coñac le recorría las venas, y le pareció imposible negarle un poco de felicidad.

—¿Una cita a medianoche en el museo, Valentina? Pero ¡qué romántico!

Ella lo besó en la mejilla, tambaleándose en caída libre.

—Gracias, mi coronel.

—Es usted un príncipe, coronel —dijo Romanenko, palmeando el escuálido hombro de Korolev con la mayor suavidad posible. Tras innumerables horas en aparatos de gimnasia, los brazos del muchacho abultaban como los de un herrero.

Korolev miró cómo los amantes salían cautelosamente hacia la esfera central de acoplamiento, el empalme de tres envejecidos Salyuts y dos corredores. Romanenko tomó por el corredor «norte» hacia la sala de armas; Valentina fue en dirección opuesta, hacia la siguiente esfera de intersección, y el Salyut donde dormía su marido.

En Kosmogrado había cinco esferas de acoplamiento, cada una con tres Salyuts conectados. En extremos opuestos del complejo estaban las instalaciones militares y los lanzadores de satélites. Entre crujidos, zumbidos y chirridos, la estación parecía un tren subterráneo y tenía el húmedo hedor metálico de un barco de vapor.

Korolev tomó otro trago de la botella, que ya estaba medio vacía. La escondió en una de las muestras del museo, una Hasselblad de la NASA recuperada en el sitio donde había aterrizado el Apolo. No había bebido desde su último permiso, antes de la explosión. La cabeza le flotaba en una agradable, dolorosa corriente de intoxicada nostalgia.

Se deslizó de regreso a la consola y buscó un sector de memoria donde los discursos completos de Alexei Kosygin habían sido secretamente borrados para poner en su lugar una colección de samisdata: música pop digitalizada, los temas favoritos de su juventud en los ochenta. Tenía grabaciones de bandas británicas emitidas por emisoras de Alemania Occidental, heavy metal del Pacto de Varsovia, material americano de importación, conseguido en el mercado negro. Se puso los audífonos y buscó el reggae de Czestochowa de Brygada Cryzis.

Después de tantos años, en realidad ya no escuchaba la música, pero las imágenes le volvían en torrentes, con dolorosa intensidad. En los ochenta había sido un niño melenudo de la élite soviética; la posición de su padre lo mantenía eficazmente fuera del alcance de la policía de Moscú. Recordaba el aullido de los altavoces en la caliente oscuridad de un club instalado en un sótano, donde la gente formaba un oscuro tablero de ajedrez de dril y pelo blanqueado. Había fumado Marlboros cruzados con hash afgano en polvo. Recordaba la boca de la hija de un diplomático americano en el asiento trasero del Lincoln negro de su padre. Nombres y rostros lo inundaban en una cálida niebla de coñac. Nina, la alemana oriental que le había mostrado sus traducciones mimeografiadas de publicaciones polacas disidentes…

Hasta la noche en que no se presentó en el café. Rumores de parasitismo, de actividades antisoviéticas, de los acechantes horrores químicos de la psikuska

Korolev empezó a temblar. Se pasó una mano por la cara y la encontró bañada en sudor. Se desprendió de los audífonos.

Habían pasado cincuenta años, y sin embargo se sentía súbita y muy intensamente asustado. No recordaba haber estado jamás tan asustado, ni siquiera en el momento de la explosión que le había aplastado la cadera. Temblaba violentamente. Las luces. Las luces del Salyut eran demasiado intensas, pero no quería acercarse a los interruptores. Una acción sencilla, que llevaba a cabo con regularidad, y sin embargo… Los interruptores y sus cables aislados resultaban extrañamente amenazadores. Los miró, confundido. El pequeño modelo mecánico de un todo-terreno lunar Lunokhod, con las ruedas de velero aferradas a la pared curva, parecía estar allí agazapado como una cosa viva, preparada, a la espera. Los ojos de los pioneros soviéticos del espacio lo miraban con desprecio desde los retratos oficiales.

El coñac. Los años en gravedad cero le habían afectado el metabolismo. No era el hombre que había sido. Pero guardaría la calma y trataría de superar la situación. Si vomitaba, todos se reirían de él.

Alguien llamó a la puerta del museo, y Nikita el Plomero, el factótum mayor de Kosmogrado, ejecutó un perfecto salto en cámara lenta a través del hueco de la compuerta. El joven ingeniero civil parecía furioso. Korolev se sentía intimidado.

—Hoy has madrugado, Plomero —dijo, presentando una fachada de normalidad.

—Una pequeña fuga en Delta Tres. —Frunció el entrecejo—. ¿Entiende japonés? —El Plomero sacó un cassette de uno de los doce abultados bolsillos de la manchada chaqueta de trabajo y lo agitó delante la cara de Korolev. Llevaba unos Levi’s meticulosamente lavados y un ruinoso par de Adidas—. Lo interceptamos anoche.

Korolev se encogió como si el cassette fuese un arma.

—No, japonés no. —Lo sorprendió la mansedumbre de su propia voz—. Sólo inglés y polaco. —Sintió que se sonrojaba. El Plomero era su amigo; lo conocía y confiaba en él, pero…

—¿Se siente bien, coronel? —El Plomero cargó el cassette y pidió un programa lexicón tecleando con dedos hábiles, callosos—. Parece que se hubiera comido una cucaracha. Quiero que oiga esto.

Korolev observó con inquietud cómo la cinta parpadeaba y mostraba un anuncio de guantes de béisbol. Los subtítulos cirílicos del lexicón pasaban veloces por el monitor mientras una voz japonesa parloteaba maniáticamente en off.

—Ahora viene el noticiario —dijo el Plomero, mordisqueándose una cutícula.

Korolev bizqueó, preocupado, mientras la traducción se deslizaba sobre el rostro del locutor japonés:

GRUPO AMERICANO EN PRO DEL DESARME INFORMA… PREPARATIVOS EN EL COSMÓDROMO DE BAIKONUR… DEMUESTRA QUE LOS RUSOS ESTÁN YA FINALMENTE PREPARADOS… PARA DESMANTELAR LA ESTACIÓN ESPACIAL CIUDAD CÓMICA…

—Cósmica —murmuró el Plomero—. Falla del lexicón.

CONSTRUIDA A FINES DE SIGLO COMO CABEZA DE PUENTE HACIA EL ESPACIO… AMBICIOSO PROYECTO PARALIZADO POR FALLAS EN LA EXPLOTACIÓN MINERA LUNAR… COSTOSA ESTACIÓN SUPERADA POR LAS FÁBRICAS ORBITALES SIN TRIPULACIÓN… CRISTALES, SEMICONDUCTORES Y DROGAS PURAS…

—Cabrones presumidos —resopló el Plomero—. Te aseguro que es ese maldito Yefremov de la KGB. ¡Él ha intervenido en esto!

EL DESASTROSO DÉFICIT COMERCIAL SOVIÉTICO… EL DESCONTENTO POPULAR CON LA CONQUISTA DEL ESPACIO… RECIENTES DECISIONES DEL POLITBURO Y DEL SECRETARIADO DEL COMITÉ CENTRAL…

—¡Nos van a cerrar! —El rostro del Plomero se retorcía de rabia.

Korolev giró y se apartó de la pantalla, temblando de pies a cabeza. Unas súbitas lágrimas se le desprendieron de las pestañas: gotitas en caída libre.

—¡Déjame en paz! ¡Yo no puedo hacer nada!

—¿Qué le pasa, coronel? —El Plomero lo agarró por los hombros—. Míreme a la cara. ¡Alguien le ha dado una dosis de Miedo!

—Márchate… —le suplicó Korolev.

—¡Ese maldito agente! Pero ¿qué le ha dado? ¿Pastillas? ¿Una inyección?

Korolev se estremeció.

—Me tomé un trago…

—¡Él le dio el Miedo! ¡A usted, un anciano enfermo! ¡Le romperé la cara! —El Plomero levantó las rodillas, dio una voltereta hacia atrás, pateó una agarradera del techo y se catapultó fuera de la sala.

—¡Espera! ¡Plomero! —Pero el Plomero ya se había escabullido como una ardilla por la esfera de acoplamiento y había desaparecido en el pasillo, y ahora Korolev sentía que no soportaba estar solo. A lo lejos se oían ecos metálicos de unas voces furibundas, distorsionadas.

Temblando, cerró los ojos y esperó a que alguien fuese a ayudarlo.

Le había pedido al funcionario psiquiátrico Bychkov que lo ayudase a ponerse el viejo uniforme, el que tenía la estrella de la Orden de Tsiolkovsky cosida encima del bolsillo izquierdo. Las botas negras de vestir de nailon pesadamente acolchado, las de suela de velero, ya no se le ajustaban a los pies torcidos; no se calzó.

La inyección de Bychkov había surtido efecto al cabo de una hora, y se sentía por momentos deprimido y por momentos furiosamente enojado. Ahora esperaba en el museo a que Yefremov le respondiese.

Llamaban a su casa el Museo del Triunfo Soviético en el Espacio, y a medida que la rabia menguaba, dando paso a una antigua melancolía, tenía la fuerte impresión de no ser sino uno más entre los objetos expuestos. Miró con tristeza los retratos en marco dorado de los grandes visionarios del espacio, las caras de Tsiolkovsky, Rynin, Tupolev. Debajo de ellos, en marcos algo más pequeños, estaban los retratos de Verne, Goddard y O’Neill.

En momentos de extrema depresión había creído a veces que llegaba a detectar una extrañeza común en todos esos ojos, particularmente en los ojos de los dos americanos. ¿Sería sencillamente locura, como pensaba a veces, en los momentos más cínicos? ¿O acaso percibía una sutil manifestación de una fuerza extraña, desequilibrada, que a menudo había imaginado como la evolución humana en acción?

Una vez, y sólo una vez, Korolev había visto esa mirada en sus propios ojos: el día en que pisó el suelo de la cuenca de los Coprates. El sol de Marte, centelleando dentro del visor del casco, le había mostrado el reflejo de dos ojos firmes, desconocidos, audaces, y la tranquila, secreta conmoción que eso le produjo, lo advertía ahora, había sido el momento más memorable, más trascendental de su vida.

Encima de los retratos había un cuadro, aceitoso e inerte, que describía el aterrizaje en colores que le recordaban el borscht y la salsa de carne, con el paisaje marciano reducido al kitsch idealista del realismo socialista soviético. El artista había colocado la figura uniformada al lado de la cápsula de aterrizaje con la vulgaridad profundamente sincera del estilo oficial.

Sintiendo que de algún modo la pintura lo contaminaba, esperó la llegada de Yefremov, el hombre de la KGB, el funcionario político de Kosmogrado.

Cuando Yefremov entró por fin en el Salyut, Korolev advirtió el labio roto y los hematomas recientes en la garganta del hombre. Llevaba un mono Kansai de seda japonesa, y elegantes zapatos italianos. Tosió discretamente.

—Buenos días, camarada coronel.

Korolev lo miró fijamente. Dejó que el silencio se alargase.

—Yefremov —dijo, muy serio—, no estoy satisfecho con usted.

Yefremov enrojeció, pero le sostuvo la mirada.

—Hablemos con franqueza, coronel, de ruso a ruso. No estaba destinado a usted, naturalmente.

—¿El Miedo, Yefremov?

—La beta-carbolina, sí. Si usted no hubiese consentido las actitudes antisociales de esa gente, si usted no hubiese aceptado el soborno, esto no habría ocurrido.

—¿Así que yo soy un alcahuete, Yefremov? ¿Un alcahuete y un borracho? Pues usted es un cornudo, un contrabandista y un soplón. Le digo esto —agregó— de ruso a ruso.

Ahora el rostro del hombre de la KGB adoptó la máscara oficial de la rectitud: insípida e imperturbable.

—Ahora dígame, Yefremov, ¿en qué anda usted, realmente? ¿Qué ha estado haciendo desde que llegó a Kosmogrado? Sabemos que van a desmantelar el complejo. ¿Qué le espera a la tripulación civil al volver a Baikonur? ¿Auditorías por corrupción?

—Habrá interrogatorios, desde luego. En algunos casos quizá habrá hospitalización. ¿Insinúa usted, coronel Korolev, que la Unión Soviética es de alguna manera responsable de los fracasos de Kosmogrado?

Korolev no respondió.

—Kosmogrado fue un sueño, coronel. Un sueño que fracasó. Como el espacio. No necesitamos estar aquí. Tenemos todo un mundo que ordenar. Moscú es la potencia más grande de la historia. No debemos permitirnos perder la perspectiva global.

—¿Usted cree que nos pueden dejar a un lado tan fácilmente? Somos una élite, una élite de muy alta formación técnica.

—Una minoría, coronel, una minoría obsoleta. ¿Cuál es su contribución, aparte de montones de venenosa basura americana? Se suponía que esta tripulación debía de estar formada por trabajadores, no por abotagados traficantes que comercian con jazz y pornografía. —El rostro de Yefremov estaba distendido y sereno—. La tripulación regresará a Baikonur. Las armas pueden ser dirigidas desde tierra. Usted, por supuesto, se quedará, y habrá cosmonautas invitados: africanos, sudamericanos. Para esa gente el espacio conserva todavía algo de su antiguo prestigio.

Korolev hizo rechinar los dientes.

—¿Qué ha hecho usted con el muchacho?

—¿Con su Plomero? —El funcionario político frunció el ceño—. Ha atacado a un funcionario del Comité de Seguridad. Permanecerá bajo custodia hasta que pueda ser llevado a Baikonur.

Korolev intentó soltar una desagradable carcajada.

—Déjelo ir. Ya tendrá usted suficientes problemas para que encima deba acusar a otros. Hablaré personalmente con el mariscal Gubarev. Puede que mi rango sea totalmente honorario, Yefremov, pero aún conservo cierta influencia.

El hombre de la KGB se encogió de hombros.

—La tripulación armada tiene órdenes estrictas de Baikonur de mantener el módulo de comunicaciones bajo llave. No hay alternativa.

—¿Ley marcial, entonces?

—Esto no es Kabul, coronel. Corren tiempos difíciles. Usted tiene aquí autoridad moral, y debería ser un ejemplo para todos.

—Ya veremos —dijo Korolev.

Kosmogrado pasó de la sombra de la Tierra a la cruda luz del sol. Las paredes del Salyut de Korolev crujieron y chasquearon como un nido de botellas de vidrio. En un Salyut, pensó Korolev distraídamente, tocándose las venas rotas de la sien, lo primero que se deshace son las portillas.

El joven Grishkin parecía pensar lo mismo. Sacó un tubo de sellador de un bolsillo de la pierna del pantalón y se puso a examinar el borde de la portilla. Era el ayudante y el amigo más íntimo del Plomero.

—Ahora tenemos que votar —dijo Korolev con voz cansada. Once de los veinticuatro miembros civiles de la tripulación de Kosmogrado había aceptado asistir a la reunión, doce, si se incluía él mismo. Eso dejaba a trece que o bien no estaban dispuestos a correr el riesgo de comprometerse, o eran activamente hostiles a la idea de una huelga. Yefremov y los seis de la tripulación armada llevaban el total de ausentes a veinte.

—Hemos discutido nuestras exigencias. Todos los que estén a favor de la lista tal como se ha presentado… —Levantó la mano sana. Tres más levantaron las suyas. Grishkin, ocupado con la portilla, levantó el pie.

Korolev suspiró.

—Ya somos bastante pocos. Más vale que logremos cierta unanimidad. Discutamos las objeciones de ustedes.

—El término custodia militar —dijo un técnico biólogo llamado Korovkin— puede interpretarse como si los culpables de la situación fueran los militares, y no el delincuente Yefremov. —El hombre parecía extremadamente incómodo—. Damos nuestro apoyo, pero no firmamos. Somos miembros del Partido. —Parecía a punto de agregar algo, pero se calló.

—Mi madre —dijo su mujer en voz baja— era judía.

Korolev asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—Todo esto es una insensatez criminal —dijo Glushko, el botánico. Ni él ni su mujer habían votado la lista—. Una locura. Kosmogrado ha acabado para siempre, eso lo sabemos todos, y cuanto antes volvamos a casa, mejor. ¿Qué ha sido este lugar sino una cárcel? —La caída libre contradecía el metabolismo del botánico; ante la falta de gravedad, la sangre le congestionaba la cara y el cuello, haciendo que se pareciese a una de sus calabazas experimentales.

—Tú eres botánico, Vasili —dijo su mujer con dureza—, mientras que yo, como podrás recordar, soy piloto de Soyuz. Tu carrera no está en juego.

—¡No pienso apoyar esta idiotez! —Glushko lanzó un puntapié tan brutal contra el mamparo que salió despedido de la habitación. Su mujer lo siguió, quejándose amargamente en esa áspera voz baja que los miembros de la tripulación habían aprendido a emplear en sus riñas privadas.

—Hay cinco dispuestos a firmar —dijo Korolev—, de una tripulación civil de veinticuatro.

—Seis —dijo Tatjana, la otra piloto de Soyuz; era una mujer de pelo negro, peinado hacia atrás y recogido con una cinta trenzada de nailon verde—. Olvidas al Plomero.

—¡Los globos solares! —gritó Grishkin, señalando hacia la Tierra—. ¡Mirad!

Kosmogrado se encontraba ahora sobre las costas de California, playas limpias, campos de un verde intenso, enormes y deterioradas ciudades con nombres de resonancia mágica. Muy por encima de una capa de estratocúmulo flotaban cinco globos solares, esferas geodésicas espejadas, atadas por líneas de conducción eléctrica; eran un sustituto más barato del grandioso proyecto norteamericano de construir satélites alimentados por energía solar. Esos trastos funcionaban, pensaba Korolev, pues durante la última década los había visto multiplicarse.

—¿Y dicen que en esas cosas vive gente? —Stoiko, el oficial de Sistemas, se había unido a Grishkin frente a la portilla.

Korolev recordaba la patética racha de planes de energía norteamericanos que se puso en marcha tras el Tratado de Viena. Con la Unión Soviética controlando firmemente el flujo mundial de petróleo, los americanos parecían dispuestos a probar cualquier cosa. Desde la fusión de Kansas desconfiaban de los reactores. Durante más de tres décadas se habían ido deslizando gradualmente hacia el aislacionismo y la decadencia industrial. Al espacio, pensó, triste, deberían haber ido al espacio. Nunca había entendido la extraña parálisis de voluntad que pareció inmovilizar aquellos brillantes esfuerzos iniciales. O quizás era sólo falta de imaginación, de visión. ¿Os dais cuenta, americanos?, dijo en silencio. Deberíais haberos unido a nosotros en nuestro glorioso futuro, aquí en Kosmogrado.

—¿A quién le gustará vivir en una cosa de ésas? —preguntó Stoiko, golpeando a Grishkin en el hombro y riendo con la serena energía de la desesperación.

—Usted bromea —dijo Yefremov—. Ya bastantes problemas tenemos todos con las cosas como están.

—No estamos bromeando, funcionario político Yefremov, y éstas son nuestras exigencias. —Los cinco disidentes se habían reunido apretadamente en el Salyut que el hombre compartía con Valentina, acorralándolo contra el tabique de popa. El tabique estaba decorado con una fotografía meticulosamente aerografiada del primer ministro en la que aparecía saludando desde lo alto de un tractor. Valentina, sabía Korolev, estaría ahora en el museo con Romanenko, haciendo crujir las cintas sujetadoras. El coronel se preguntaba cómo hacía Romanenko para eludir con tanta regularidad sus turnos en la sala de armas.

Yefremov se encogió de hombros. Dio un vistazo a la lista de exigencias.

—El Plomero debe permanecer detenido. Tengo órdenes directas. En cuanto al resto de este documento…

—¡Es usted culpable de uso no autorizado de drogas psiquiátricas! —gritó Grishkin.

—Eso fue un asunto totalmente privado —replicó Yefremov con calma.

—Un acto criminal —dijo Tatjana.

—Piloto Tatjana, ¡ambos sabemos que Grishkin es el más activo traficante de samisdata en esta estación! Todos somos delincuentes, ¿no le parece? Ahí está el encanto de nuestro sistema, ¿verdad? —La sonrisa de Yefremov, torcida y repentina, fue escandalosamente cínica—. Kosmogrado no es el Potemkin, y ustedes no son revolucionarios. ¿Y exigen comunicarse con el mariscal Gubarev? El mariscal Gubarev está detenido en Baikonur. ¿Y exigen comunicarse con el ministro de tecnología? El ministro está dirigiendo la purga. —Con un gesto decisivo rompió la foto, y los pedazos se dispersaron en caída libre como mariposas amarillas en cámara lenta.

Al noveno día de huelga, Korolev se reunió con Grishkin y Stoiko en el Salyut que Grishkin solía compartir con el Plomero.

Hacía cuarenta años que los habitantes de Kosmogrado libraban una guerra antiséptica contra el moho y los hongos. Ni el polvo, ni la grasa, ni el vapor se asentaban en gravedad cero, y las esporas acechaban en todas partes: en los rellenos, en los conductos de ventilación. En esa atmósfera caliente y húmeda, de caldo de cultivo, se propagaban como capas de petróleo. Ahora había un hedor de podredumbre seca en la atmósfera, y por encima de eso llegaba otro olor, unas amenazadoras bocanadas de material aislante ardiendo.

El sueño de Korolev había sido interrumpido por el golpe sordo de la salida de una nave Soyuz. Glushko y su mujer, supuso. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, Yefremov había supervisado la evacuación de los tripulantes que se habían negado a sumarse a la huelga. La tripulación armada permanecía en la sala de armas y en su anillo de dormitorios, donde aún retenían a Nikita el Plomero.

El Salyut de Grishkin se había convertido en el cuartel general de la huelga. Ninguno de los hombres en huelga se había afeitado, y Stoiko había contraído una infección por estafilococos que le cubría los antebrazos con furiosas ronchas. Rodeados por chillonas fotografías de mujeres desnudas sacadas de la televisión americana, parecían un degenerado trío de pornógrafos. Las luces eran débiles; Kosmogrado funcionaba a media máquina.

—Habiéndose marchado los demás —dijo Stoiko—, nuestra autoridad se ha fortalecido.

Grishkin soltó un gemido apagado. Tenía las ventanas de la nariz festoneadas de cintas blancas de algodón quirúrgico. Estaba convencido de que Yefremov trataría de romper la huelga mediante aerosoles de beta-carbolina. Los tapones de algodón eran sólo un síntoma más del nivel general de tensión y paranoia. Antes de que llegase de Baikonur la orden de evacuación, uno de los técnicos se había dedicado a poner la Obertura 1812 de Tchaikovsky a un volumen ensordecedor hora tras hora. Y Glushko había perseguido a su mujer, desnuda, magullada y gritando, de una punta a otra de Kosmogrado. Stoiko se había apoderado de los archivos del hombre de la KGB y de los apuntes psiquiátricos de Bychkov: metros de papel continuo amarillo se rizaban por los corredores en fláccidas espirales, ondeando en la corriente de los ventiladores.

—Pensad en lo que sus testimonios deben estar haciéndonos allá abajo —dijo Grishkin en voz baja—. Ni siquiera nos llevarán a juicio. Directo a la psikuska. —El siniestro mote de los hospitales políticos parecía infundir terror al muchacho. Korolev comía apáticamente un viscoso flan de clórela.

Stoiko arrebató al vuelo un rollo de papel continuo que andaba flotando y leyó en voz alta:

—¡Paranoia con tendencia a sobreestimar ideas! ¡Fantasías revisionistas hostiles al sistema social! —Estrujó el papel—. Si consiguiésemos apoderarnos del módulo de comunicaciones, podríamos tomar contacto con un satélite de los Estados Unidos y volcarles todo en las manos. ¡Tal vez eso diría algo a Moscú sobre nuestra hostilidad!

Korolev extrajo una mosca de fruta incrustada en su flan de algas. Los dos pares de alas y el tórax bifurcado eran un mudo testimonio de los altos niveles de radiación en Kosmogrado. Los insectos habían escapado de algún olvidado experimento; generaciones enteras habían infestado la estación durante décadas.

—Los americanos no están interesados en nosotros —dijo Korolev—; Moscú ya no se avergüenza de ese tipo de revelaciones.

—Excepto cuando están a punto de salir los envíos de granos —dijo Grishkin.

—América necesita vender tanto como nosotros necesitamos comprar. —Korolev se metió ceñudamente otra cucharada de clórela en la boca, masticó de un modo mecánico y tragó—. Los americanos no podrían alcanzarnos, aunque quisieran. Cañaveral está en ruinas.

—Nos queda poco combustible —dijo Stoiko.

—Podríamos sacarlo de los módulos restantes —replicó Korolev.

—Y entonces ¿cómo diablos volveríamos abajo? —A Grishkin le temblaban los puños—. Aunque sea en Siberia, hay árboles, árboles; ¡el cielo! ¡Al diablo con la estación! ¡Dejemos que se rompa! ¡Que caiga y arda!

El flan de Korolev salpicó todo el mamparo.

—Ay, Dios —dijo Grishkin—, perdone coronel. Ya sé que usted no puede regresar.

Al entrar en el museo encontró a la piloto Tatjana suspendida frente al aborrecible cuadro de la llegada a Marte, con las mejillas brillantes de lágrimas.

—¿Sabe, coronel, que en Baikonur tienen un busto de usted? En bronce. Solía pasar por delante cuando iba a las clases. —Tenía los ojos enrojecidos por el insomnio.

—Siempre hay bustos. Las academias los necesitan.

Korolev sonrió y le apretó la mano.

—¿Cómo fue aquel día? —Tatjana seguía mirando el cuadro.

—Apenas lo recuerdo. He visto tantas veces las cintas que ahora es eso lo que recuerdo. Mis recuerdos de Marte son los de cualquier escolar. —Korolev volvió a sonreírle—. Pero no fue como en ese mal cuadro. A pesar de todo, todavía estoy seguro.

—¿Por qué ha salido todo así, coronel? ¿Por qué se acaba ahora? Cuando era pequeña veía todo esto por televisión. Nuestro futuro en el espacio era para siempre…

—Quizá los americanos tenían razón. Los japoneses, en cambio, mandaron máquinas, robots que construían fábricas orbitales. A nosotros nos falló la explotación minera de la luna, pero pensamos que al menos dejaríamos allí alguna base permanente para investigaciones. Supongo que todo esto estaba relacionado con políticas de inversión. Con hombres que se sientan en escritorios y toman decisiones.

—Aquí está su decisión final con respecto a Kosmogrado. —Le pasó un pliego doblado de papel—. Encontré esto en el impreso de órdenes de Moscú que tenía Yefremov. Dejarán que la órbita de la estación vaya bajando durante los próximos tres meses.

Descubrió que ahora también él miraba fijamente cuadro que aborrecía.

—Ya no tiene importancia —se oye decir.

Entonces ella se puso a sollozar amargamente, apretando fuerte la cara contra el hombro tullido de Korolev.

—Pero tengo un plan, Tatjana —dijo él, acariciándole el pelo—. Escúchame.

Echó una ojeada a su viejo Rolex. Estaban sobre Siberia oriental. Recordaba ahora cómo el embajador suizo le había regalado el reloj en una enorme sala abovedada del Gran Palacio del Kremlin.

Era hora de empezar.

Salió flotando del Salyut hacia la esfera de acoplamiento, apartando de un golpe una tira de papel continuo que intentaba enroscársele en la cabeza.

Aún podía trabajar rápida y eficientemente con la mano sana. Sonrió mientras soltaba una gran botella de oxígeno de las cintas sujetadoras. Aferrándose a una barra, arrojó con violencia la botella al otro lado de la esfera. La botella rebotó inofensivamente con un áspero ruido metálico. Fue a buscarla, la recogió, y la lanzó de nuevo.

Esta vez golpeó la alarma de descompresión.

El polvo saltó de los altavoces cuando un klaxon comenzó a chillar. Alertados por la alarma, los compartimientos de acoplamiento se cerraron de golpe con un silbido de piezas hidráulicas. A Korolev le retumbaban los oídos. Estornudó, y fue a buscar de nuevo la botella.

Las luces se encendieron al brillo máximo y luego se apagaron. Korolev sonrió en la oscuridad, mientras buscaba a tientas la botella de acero. Stoiko había provocado un colapso general de los circuitos. No había sido difícil. Los bancos de memoria ya estaban atiborrados y a punto de colapso a fuerza de transmisiones de televisión contrabandeadas.

—Esto sí que es pelear a puño limpio —dijo entre dientes, estrellando la botella contra la pared. Las luces titilaron débilmente al entrar en línea las pilas de emergencia.

Le empezó a doler el hombro. Estoicamente, siguió golpeando, recordando el estruendo que produce una explosión de verdad. Tenía que ser buena. Tenía que engañar a Yefremov y la tripulación armada.

Con un chillido, la rueda manual de una de las compuertas comenzó a girar. Por fin se abrió de golpe, y Tatjana miró por la abertura, sonriendo, tímida.

—¿Está en libertad el Plomero? —preguntó Korolev, soltando la botella.

—Stoiko y Umansky están convenciendo al centinela. —Descargó un puño en la palma de la mano—. Grishkin está preparando los módulos de aterrizaje.

Korolev la siguió hacia la próxima esfera de acoplamiento. Stoiko estaba ayudando al Plomero a salir de la compuerta que daba al círculo de los dormitorios. El Plomero iba descalzo, y tenía la cara verdosa bajo una barba desaliñada. El meterorólogo Umansky los siguió, arrastrando el cuerpo inerte de un soldado.

—¿Cómo estás, Plomero? —preguntó Korolev.

—Temblando. Me tuvieron con el Miedo. No en grandes dosis, pero… ¡y yo que pensé que era una explosión de verdad!

Grishkin se deslizó fuera del Soyuz que estaba más cerca de Korolev, arrastrando un manojo de herramientas atadas con una cuerda de nailon.

—Todos se marchan. El estallido los dejó a merced de sus propios automáticos. Les he bloqueado los controles remotos con un destornillador para que no puedan activarlos desde tierra. ¿Cómo te sientes, mi Nikita? —preguntó al Plomero—. Te irás en picado a la China central.

El Plomero hizo una mueca y se estremeció.

—No hablo chino.

Stoiko le dio una hoja impresa.

—Esto está en mandarín fonético. QUIERO DESERTAR. LLÉVENME A LA EMBAJADA JAPONESA MÁS CERCANA.

El Plomero sonrió y se acarició los mechones de pelo endurecidos por el sudor.

—¿Qué pasará con el resto de ustedes?

—¿Crees que hacemos esto nada más que por tu beneficio? —Tatjana lo miró con una mueca—. Asegúrate de que el resto de esa tira de papel llegue a los servicios informativos chinos, Plomero. Cada uno de nosotros tiene una copia. Haremos que el mundo sepa lo que la Unión Soviética se propone hacerle al coronel Yuri Vasilevich Korolev, ¡primer hombre en Marte! —Le echó un beso al Plomero.

—¿Qué hacemos con Filipchenko? —preguntó Umansky. Junto a la mejilla del soldado inconsciente pasaron en remolino unas esferas de sangre coagulada.

—¿Por qué no lleváis con vosotros al pobre desgraciado? —dijo Korolev.

—De acuerdo. Vamos, pedazo de idiota —dijo el Plomero, asiendo a Filipchenko por el cinturón y remolcándolo hacia la compuerta del Soyuz—. Yo, Nikita el Plomero, te voy a hacer el favor más grande que te hayan hecho nunca en tu miserable vida.

Korolev miró cómo Stoiko y Grishkin cerraban la escotilla.

—¿Dónde están Romanenko y Valentina? —preguntó, consultando de nuevo el reloj.

—Aquí, mi coronel —dijo Valentina, entre la rubia cabellera que le flotaba alrededor de la cara, asomada a la escotilla de un nuevo Soyuz—. Hemos estado probándolo. —Soltó una risita.

—Ya tendréis tiempo para eso en Tokio —dijo bruscamente Korolev—. Dentro de pocos minutos empezarán a despegar jets en Vladivostok y en Hanoi.

El musculoso brazo descubierto de Romanenko se asomó y tiró de ella hacia el interior del módulo. Stoiko y Griskin sellaron la escotilla.

—Campesinos en el espacio. —Tatjana hizo como que escupía.

Todo Kosmogrado resonó huecamente cuando el Plomero, junto con el inconsciente Filipchenko, despegó de la estación. Un nuevo estampido, y los amantes partieron también.

—Vamos, amigo Umansky —dijo Stoiko—. ¡Y adiós, coronel! —Los dos hombres se alejaron por el corredor.

—Yo iré contigo —le dijo Grishkin a Tatjana, y sonrió—. Al fin y al cabo, tú eres piloto.

—No —dijo ella—. Irás solo. Vamos a multiplicar las probabilidades. Con los automáticos no tendrás ningún problema. Limítate a no tocar el tablero de mandos.

Korolev la miró mientras ayudaba a Grishkin a entrar en el último Soyuz de la esfera.

—Te llevaré a bailar, Tatjana —le dijo Grishkin—. En Tokio. —Tatjana le selló la escotilla. Otra vez un estampido: Stoiko y Umansky acababan de despegar en la siguiente esfera.

—Ahora vete, Tatjana —dijo Korolev—. Date prisa. No quiero que te derriben sobre aguas internacionales.

—Así se queda usted solo, querido coronel, solo con sus enemigos.

—Cuando tú te hayas ido, ellos también se irán —le dijo Korolev—. Y yo dependo de la publicidad que tú hagas. Tienes que comprometer al Kremlin para que me mantenga vivo, aquí.

—¿Y qué he de decir en Tokio, coronel? ¿Tiene usted un mensaje para el mundo?

—Diles que… —y de pronto se le ocurrieron todos los clichés, con tanta claridad que tuvo ganas de reírse histéricamente: Un pequeño paso… Hemos venido en son de paz… Trabajadores del mundo…— Diles que lo necesito —dijo, pellizcándose la muñeca tullida—, que lo necesito hasta la médula.

Tatjana lo abrazó antes de marcharse.

Esperó solo en la esfera de acoplamiento. El silencio le crispaba los nervios; el colapso de los circuitos había desactivado el de ventilación, con cuyo zumbido había vivido durante veinte años. Finalmente oyó el ruido del Soyuz de Tatjana que se desacoplaba.

Alguien se acercaba por el corredor. Era Yefremov, moviéndose con torpeza en un traje de astronauta. Korolev sonrió.

Yefremov llevaba la insípida máscara oficial detrás del visor Lexan, pero pasó eludiendo la mirada de Korolev. Iba hacia la sala de armas.

—¡No! —gritó Korolev.

El klaxon se puso a aullar en la estación, alertando para la batalla total.

La compuerta de la sala de armas estaba abierta cuando llegó. Adentro, los soldados se movían espasmódicamente siguiendo el reflejo galvánico del ejercicio constante, tirando de los anchos cinturones que les cruzaban el pecho y sujetaban los trajes abultados a los asientos de las consolas.

—¡No lo haga! —Korolev arañó el rígido material acordeonado del traje de Yefremov. Uno de los aceleradores se puso en marcha con un gemido entrecortado. En una pantalla de seguimiento, una retícula de hilos verdes se cerró hasta formar un punto rojo.

Yefremov se quitó el casco. Con calma, sin cambiar de expresión, golpeó con él a Korolev.

—¡Deténgalos! —gimió Korolev. Las paredes temblaron cuando una viga se desprendió con un chasquido de látigo—. ¡Su mujer, Yefremov! ¡Está ahí!

—Fuera, coronel. —Yefremov aferró la mano artrítica de Korolev y se la apretó con fuerza. Korolev soltó un grito—. Fuera. —Un puño enguantado lo golpeó duramente en el pecho.

Korolev aporreaba en vano el traje de astronauta mientras era arrastrado hasta el corredor.

—Ni siquiera yo, coronel, me atrevo a interferir en las órdenes del Ejército Rojo. —Ahora Yefremov parecía enfermo; la máscara se le había desmoronado.

—Vaya broma —dijo—. Espere aquí hasta que haya concluido.

Entonces el Soyuz de Tatjana chocó contra las vigas y el anillo de dormitorios. En un daguerrotipo de una fracción de segundo de pura luz solar, Korolev vio cómo la sala de armas se arrugaba y derrumbaba como una lata de cerveza aplastada por una bota; vio el torso decapitado de un soldado que se alejaba de la consola girando; vio a Yefremov tratando de hablar; vio cómo el pelo de Yefremov se erizaba verticalmente mientras el vacío le arrancaba el aire del traje por el anillo abierto en el casco. Dos hilos paralelos de sangre brotaron de la nariz de Korolev, y el rugido de la fuga de aire fue sustituido por un rugido más profundo en su cabeza.

Lo último que Korolev recordó haber oído fue el golpe de la compuerta que se cerraba.

Cuando despertó, despertó a la oscuridad, a los latidos agónicos detrás de los ojos, recordando viejas clases. Esto era tan peligroso como la propia explosión: el nitrógeno que le burbujeaba en las venas y le producía un dolor ardiente, paralizante…

Pero en realidad todo era tan remoto, tan académico. Hizo girar las ruedas de las compuertas sólo por un extraño sentido de obligación moral, nada más. El esfuerzo era muy pesado, y ansiaba regresar al museo y dormir.

Podía reparar las fugas con sellador, pero el colapso de los circuitos lo superaba. Tenía el jardín de Glushko. Con las hortalizas y las algas no se moriría de hambre ni se asfixiaría. El módulo de comunicaciones se había ido junto con la sala de armas y el anillo de dormitorios, desprendido de la estación por el impacto del Soyuz suicida de Tatjana. Suponía que la colisión había perturbado la órbita de Kosmogrado, pero no tenía manera de predecir la hora del encuentro final e incandescente con la atmósfera superior. Ahora se enfermaba con frecuencia, y a menudo pensaba que podría morirse antes del abrasador ingreso en la atmósfera, y eso le molestaba.

Pasaba incontables horas mirando las cintas de la biblioteca del museo. Una actividad adecuada para el Último Hombre en el Espacio que una vez había sido el Primer Hombre en Marte.

Se obsesionó con el icono de Gagarin, y pasaba incesantemente las granulosas imágenes de televisión de los años sesenta, las cintas de noticieros que tan inalterablemente llevaban a la muerte del cosmonauta. En el aire estancado de Kosmogrado bullían los espíritus de los mártires. Gagarin, la primera tripulación de un Salyut, los americanos asados vivos en su inmóvil Apolo…

Soñaba a menudo con Tatjana, y la mirada de Tatjana era la misma que había imaginado en los ojos de los retratos del museo. Y una vez despertó, o soñó que despertaba, en el Salyut donde ella había dormido, y se encontró vestido con el viejo uniforme y con una linterna de pilas sujeta a la frente. Muy a lo lejos, como si estuviese mirando un noticiario en el monitor del museo, se vio a sí mismo arrancarse del bolsillo la Estrella de la Orden de Tsiolkovsky y fijarla en el certificado de piloto de Tatjana.

Cuando oyó los golpes, supo que también aquello tenía que ser un sueño.

Se abrió la compuerta.

A la luz azulada y parpadeante de la vieja película vio que la mujer era negra. De la cabeza le brotaban como cobras largos tirabuzones de pelo ensortijado. Llevaba gafas de aviador, y una bufanda de seda de aviador que ondeaba en el vacío a sus espaldas.

—¡Andy —dijo en inglés—, ven a ver esto!

Un hombre pequeño, musculoso, casi calvo y vestido apenas con un taparrabos y un cinturón para herramientas, se acercó a ella flotando y se asomó.

—¿Está vivo?

—Claro que estoy vivo —dijo Korolev en inglés, con un ligero dejo de acento.

El hombre llamado Andy entró volando por encima de la mujer.

—¿Te sientes bien, amigo? —Tenía el bíceps derecho tatuado con un globo geodésico sobre rayos cruzados y una inscripción que decía SUNSPARK 15, UTAH.

—No esperábamos encontrar a nadie.

—Yo tampoco —dijo Korolev, parpadeando.

—Hemos venido a vivir aquí —le dijo la mujer, acercándose.

—Venimos de los globos. Ocupantes ilegales, supongo que nos podrías llamar. Nos enteramos de que este lugar estaba vacío. ¿Sabías que la órbita aquí está bajando? —El hombre ejecutó un torpe salto mortal que hizo entrechocar las herramientas—. Esta caída libre es atroz.

—Dios mío —dijo la mujer—, ¡no puedo acostumbrarme! Es fantástico. Es como saltar en paracaídas, pero sin viento.

Korolev miró detenidamente al hombre, que tenía el aspecto torpe y despreocupado de alguien que ha vivido siempre ebrio de libertad.

—Pero si ni siquiera tienes una plataforma de lanzamiento.

—¿Plataforma de lanzamiento? —dijo el hombre, riendo—. Lo que hacemos es subir estos motores de propulsión sobrantes por los cables hasta los globos, y luego los dejamos caer y los encendemos en el aire.

—Es una locura —dijo Korolev.

—Pero llegamos hasta aquí, ¿no es cierto?

Korolev asintió con la cabeza. Si todo aquello era un sueño, era un sueño muy extraño.

—Soy el coronel Yuri Vasilevich Korolev.

—¡Marte! —La mujer batió las palmas—. Espera a que los niños se enteren. —Levantó el diminuto modelo de Lunokhod todoterreno y empezó a darle cuerda.

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