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Primera parte. El acuñador » La doctrina, el cenagal (1519-1522) » Capítulo 9

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Capítulo 9 Wittenberg, enero de 1522

La puerta se sostiene apenas en sus goznes. La empujo y me deslizo dentro. Más oscuro que fuera y el mismo frío de perros. De las vidrieras no quedan más que trizas, las estatuas están mutiladas en varios sitios. La rabia iconoclasta no ha perdonado a la iglesia. No comprendo por qué Cillerero me dio cita aquí, limitándose a decirme que tenía que hablar conmigo. Desde hace un tiempo está muy agitado. Desde hace un cierto tiempo todos estamos agitados, aquí en Wittenberg. Andan merodeando predicadores, vienen de Zwickau y se hacen llamar profetas. A uno lo conocemos: Stübner, que estudiaba aquí hace unos años. Sus sermones levantan ampollas, granjeándole las simpatías de muchos. Ideas nuevas y extremistas: una mezcolanza a la que Cillerero es incapaz de resistirse. El crujir del viejo banco en el que me siento se suma al de la puerta a mis espaldas. Cillerero, con andar jadeante entre las columnas de la nave. Se acerca a mí sacudiéndose el barro del calzado.

Una ojeada alrededor: estamos solos.

—Están sucediendo grandes cosas. La disputa con Melanchthon fue todo un espectáculo. Han descendido a cosas más profundas: como que bautizar a un niño es igual que lavar a un perro, por mencionar una sola. ¡Imagínate a Melanchthon! ¡Se puso de todos los colores! Aunque consiguió rebatirlo, seguro que no se esperaba un ataque así. Ahora esperan a que regrese Lutero para enfrentarse también a él…

—Uf, pues no van a tener que esperar… Lutero no dará señales de vida por un tiempo, ya que está bien escondido. El Elector lo tiene con el culo bien calentito en alguno de sus castillos. Toda la historia de Worms y del rapto me parece a mí una comedia del señor Spalatino. Lutero, el Hércules germánico… un mastín bien atado por el Elector.

Gruñe entre dientes y sonríe:

—No se tomarán la molestia de alargarle la traílla, ya verás. Cuando basta para llegar hasta aquí con ladrarle al bueno de Karlstadt y volver a ponerlo en su sitio.

—Ya puedes jurarlo. Karlstadt ha tirado incluso demasiado de la cuerda.

Asiente:

—Pero ahora no está ya solo. Están todos esos profetas. Además Stübner me ha hablado de ese tal Müntzer, ¿te acuerdas de él? Estuve en su casa en Zwickau y en Bohemia. Parece que ha encendido al pueblo y provocado tumultos solo con la fuerza de sus palabras. Ni que decir tiene que el terreno ganado por Karlstadt se ha perdido.

—Sobre el matrimonio de los curas, la predicación en alemán y ese tipo de cosas no se vuelve ya atrás, pero el ordenamiento municipal de la ciudad seguro que no pasa. Karlstadt no es el tipo que guste de los enfrentamientos. Ya verás como antes de encararse con Lutero hace el hatillo. Uno como Müntzer haría falta. Cuando estaba aquí era más Lutero que el propio Lutero y ahora que Lutero está acabado podría ser la esperanza. Habría que dar con su paradero.

—Preguntémosle a Stübner. Seguro que él sabe alguna cosa más.

La nieve y el barro llegan por encima del tobillo. El frío penetra hasta los mismos huesos. Cillerero dice que Stübner es cliente asiduo del cervecero Klaus Schacht: el santuario ideal para un Isaías alemán. El incienso es un vapor denso que sabe a cocina y a cerveza, los salmos son los cantos languidecientes y los juramentos de los parroquianos.

En torno a una mesa, una docena de personas, tres o cuatro estudiantes en un grupo de artesanos desastrados. El centro de la atención de todos: un tipo gordo de barba pelirroja y pelo espeso. Habla por los codos, abofeteando el aire con la mano.

—No ayunéis más como habéis hecho hoy, para hacer oír bien alto vuestra protesta. ¿Acaso es este el ayuno que quiere el Señor, el día en que el hombre se mortifica? Humillar como un junco la cabeza, usar arpillera y cenizas como yacija, ¿acaso llamaríais ayuno a esto y día grato al Señor? El ayuno que Dios quiere es otro: romper las cadenas inicuas, romper las ataduras del yugo y dejar libres a los oprimidos. Este es el verdadero ayuno: compartir el pan con el hambriento, acoger en vuestra casa al miserable, al desamparado, vestir al desnudo, sin apartar los ojos del pueblo. Decídselo a ese siervo de Melanchthon…

Está visiblemente ebrio. Una prédica dirigida a todos y a nadie, pero aplaudida por los parroquianos, probablemente más borrachos que el mismo profeta. Cuando el orador vuelve a sentarse el parloteo se reanuda más tranquilamente.

Me acerco. La mesa está toda grabada. La imagen más nítida: el Papa enculando a un niño. Me presento como un amigo de Cillerero. Sin mirarme a la cara, pide otra cerveza.

—Cillerero me ha dicho que puedes darme noticias acerca de lo sucedido en Zwickau…

Coge la jarra, da dos tragos que le manchan los bigotes de espuma.

—¿Por qué te interesa?

—Porque estoy cansado de Wittenberg.

Sus ojos me miran con fijeza por primera vez, inesperadamente relucientes: no estoy bromeando.

—El hermano Storch se alzó junto con los tejedores contra el Consejo de la ciudad. Atacamos a una congregación de franciscanos, la emprendimos a pedradas con un católico insolente e hicimos desalojar a un predicador…

Lo interrumpo:

—Háblame de Müntzer.

Asiente.

—¡Ah, Müntzer, di bajito ese nombre porque Melanchthon podría cagarse en él! —Ríe—. Sus sermones encienden los ánimos de todos. El eco de sus palabras ha llegado hasta Bohemia, y ha sido llamado por el Consejo de la ciudad de Praga para que vaya a predicar allí contra los falsos profetas.

—¿Contra quién despotrica?

Apunta con el pulgar a sus espaldas, allí fuera.

—Contra todos los que niegan que el espíritu de Dios puede hablar directamente a los hombres, a la gente como yo y como tú o como estos artesanos. Contra todos aquellos que usurpan la palabra de Dios con sus discursos faltos de fe. Contra todos aquellos que profesan querer llevar al pueblo el alimento del alma, dejándolos con la tripa vacía. Contra las lenguas a sueldo de los príncipes.

Alivio, un peso que me quito de encima. Las cosas que siempre he pensado se tornan claras.

Te abrazaría, profeta.

—Y de Wittenberg, ¿qué piensa Müntzer?

—Que no se hace más que hablar. La verdad es que Lutero está ahora en manos del Elector. El pueblo está en pie, pero ¿dónde está su pastor? ¿Cebándose en algún lujoso castillo? Créeme si te digo que todo aquello por lo que se ha luchado se halla en peligro. Hemos venido para plantar cara públicamente a Lutero y desenmascararlo, siempre que tenga el coraje de salir de su escondrijo. Mientras tanto hemos desafiado a Melanchthon. Para Müntzer, en cambio, son ya dos simples cadáveres. Sus palabras son únicamente para los campesinos, que tienen sed de vida.

Abandonar a los muertos: alcanzar la vida. Salir de este cenagal.

—¿Dónde está Müntzer ahora?

—De aquí para allá por Turingia, con el propósito de predicar. —Le basta con mi mirada para comprender—. No es difícil dar con su paradero. Su paso deja huella.

Me levanto y pago sus cervezas.

—Gracias. Tus palabras han sido muy valiosas.

Antes de salir, directa a los ojos, poco menos que una consigna:

—Encuéntralo, muchacho… Encuentra al Acuñador.

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