Principios

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PORTADA

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Índice

PORTADA

SINOPSIS

PORTADILLA

DEDICATORIA

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE. DE DÓNDE VENGO

1. LA LLAMADA DE LA AVENTURA: 1949-1967

2. ATRAVESAR EL UMBRAL: 1967-1979

3. MI ABISMO: 1979-1982

4. UN CAMINO DE PRUEBAS: 1983-1994

5. LA RECOMPENSA DEFINITIVA: 1995-2010

6. DEVOLVIENDO LA RECOMPENSA: 2011-2015

7. MI ÚLTIMO AÑO Y MI MAYOR RETO: 2016-2017

8. MIRAR ATRÁS DESDE LAS ALTURAS

SEGUNDA PARTE. PRINCIPIOS VITALES

1. ADMITE Y AFRONTA LA REALIDAD

2. UTILIZA EL PROCESO DE 5 PASOS PARA OBTENER LO QUE QUIERAS DE LA VIDA

3. SÉ RADICALMENTE ABIERTO DE MIRAS

4. ENTIENDE QUE LAS PERSONAS FUNCIONAN DE FORMAS MUY DISTINTAS

5. APRENDE A TOMAR DECISIONES EFICACES

PRINCIPIOS VITALES: UN RESUMEN

ÍNDICE DE PRINCIPIOS VITALES

TERCERA PARTE. PRINCIPIOS LABORALES

RESUMEN E ÍNDICE DE PRINCIPIOS LABORALES

PARA CONSEGUIR LA CULTURA CORRECTA...

1. CONFÍA EN LA SINCERIDAD Y LA TRANSPARENCIA RADICALES

2. CULTIVA LAS RELACIONES Y EL TRABAJO SIGNIFICATIVOS

3. CREA UNA CULTURA EN LA QUE ESTÉ BIEN COMETER ERRORES, PERO RESULTE…

4. SINTONIZA Y MANTENTE EN SINTONÍA

5. PONDERA TU TOMA DE DECISIONES USANDO LA CREDIBILIDAD

6. APRENDE CÓMO SUPERAR LOS DESACUERDOS

PARA CONSEGUIR A LAS PERSONAS ADECUADAS...

7. RECUERDA: EL QUIÉN ES MÁS IMPORTANTE QUE EL QUÉ

8. CONTRATA BIEN, PORQUE LA PENALIZACIÓN POR HACERLO MAL ES INMENSA

9. FORMA, PRUEBA, EVALÚA Y CLASIFICA CONSTANTEMENTE A LAS PERSONAS

PARA DESARROLLAR TU MÁQUINA Y HACER QUE EVOLUCIONE...

10. GESTIONA COMO SI MANEJARAS UNA MÁQUINA PARA CONSEGUIR UN OBJETIVO

11. DETECTA LOS PROBLEMAS Y NO LOS TOLERES

12. DIAGNOSTICA LOS PROBLEMAS PARA LLEGAR A SUS CAUSAS FUNDAMENTALES

13. DISEÑA MEJORAS PARA TU MÁQUINA A FIN DE SUPERAR TUS PROBLEMAS

14. HAZ LO QUE TE HAYAS PROPUESTO HACER

15. USA HERRAMIENTAS Y PROTOCOLOS PARA MOLDEAR CÓMO SE TRABAJA

16. ¡Y POR LO QUE MÁS QUIERAS, NO PASES POR ALTO LA GOBERNANZA!

PRINCIPIOS LABORALES: UN RESUMEN

CONCLUSIÓN

APÉNDICE: HERRAMIENTAS Y PROTOCOLOS PARA LA MERITOCRACIA DE IDEAS DE BRIDGEWATER

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

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SINOPSIS

Ray Dalio, uno de los inversores y emprendedores más exitosos del mundo, comparte en este libro los principios poco convencionales que ha desarrollado, refinado y utilizado durante los últimos cuarenta años para conseguir resultados únicos tanto en la vida como en los negocios, y que cualquier persona u organización puede adoptar para llegar a cumplir sus metas.

En 1975, Ray Dalio fundó una firma de inversión, Bridgewater Associates, en su apartamento de dos habitaciones de Nueva York. Cuarenta años después, Bridgewater ha ganado más dinero para sus clientes que ningún otro fondo especulativo en la historia y se ha convertido en la quinta compañía privada más importante de Estados Unidos, según la revista Fortune. Por el camino, Dalio descubrió un conjunto de principios únicos que han ayudado a lograr la excepcional efectividad que caracteriza a Bridgewater. Él los describe como una meritocracia de ideas que busca lograr que el trabajo y las relaciones sean significativos usando lo que él llama «una transparencia radical»". Son estos principios, y no que Dalio tenga nada especial —creció como un niño cualquiera en un vecindario de clase media en Long Island— lo que él considera la razón de su éxito.

En Principios, Dalio comparte lo que ha aprendido a lo largo de su notable carrera. Argumenta que la vida, el management, la economía y la inversión pueden ser sistematizados en reglas y entendidos como máquinasSi bien el libro rebosa de ideas novedosas para organizaciones e instituciones, Principios también ofrece un enfoque claro y directo para la toma de decisiones que Dalio cree que cualquiera puede aplicar, sin importar lo que quieran lograr.

PRINCIPIOS

RAY DALIO

TRADUCCIÓN DE

MANUEL MANZANO GÓMEZ Y CARLOS GARCÍA VARELA

 

A Barbara,

la mitad que me completa

desde hace más de cuarenta años.

INTRODUCCIÓN

Antes de empezar a contarte mis creencias, quiero dejar claro que soy un completo imbécil que ignora mucho de lo que necesita conocer. Mi éxito en la vida ha tenido más que ver con que sé cómo lidiar con lo que ignoro, más que con mis conocimientos. Lo más importante que he aprendido es a afrontar la vida basándome en principios que me ayudan a discernir la verdad, y cómo reaccionar ante ella.

Voy a transmitir estos principios porque me hallo en una etapa de la vida en la que quiero ayudar a que los demás tengan éxito, más que intentar buscarlo para mí mismo. Y como estos principios me han sido tan útiles a mí, y a más gente, quiero compartirlos contigo. Te toca a ti ponderar su valor y si quieres hacer algo con ellos.

Los principios son verdades fundamentales que constituyen los cimientos de la conducta con la que sacar partido a la vida. Pueden aplicarse una y otra vez en situaciones parecidas, y ayudarte a alcanzar tus metas.

Cada día te topas con una tormenta de situaciones ante las que debes reaccionar. Sin principios, te verías obligado a actuar individualmente ante cada caso, como si fuera la primera vez que lo vivieras. Al contrario, si clasificas estas situaciones por tipos y cuentas con buenos principios para afrontarlas, tomarás mejores decisiones con mayor rapidez y, en consecuencia, tu vida será mejor. Un buen conjunto de principios es como una colección de recetas para el éxito. Toda la gente con éxito se comporta siguiendo principios que le ayudan a obtenerlo, aun cuando su campo de excelencia varíe enormemente y, en consecuencia, también los principios.

Ceñirte a los principios significa poder explicarlos con claridad. Por desgracia, la mayoría de la gente es incapaz de hacerlo. Es muy infrecuente que la gente los escriba y los comparta, y es una pena. Me encantaría saber qué principios guiaron a Albert Einstein, Steve Jobs, Winston Churchill, Leonardo da Vinci y otros, para entender claramente qué objetivos perseguían y cómo los alcanzaron, y así poder comparar los diferentes enfoques. Me gustaría saber qué principios son más importantes para los políticos que quieren mi voto y para la gente cuyas decisiones me afectan. ¿Tenemos principios comunes que nos ligan como familia, comunidad, nación, como amigos de todo el mundo? ¿O principios opuestos, que nos dividen? ¿Cuáles son? Especifiquémoslos. Vivimos en una época en que es importantísimo ser claros con respecto a nuestros principios.

Espero que la lectura de este libro te anime, a ti y a otros, a descubrir tus propios principios, entre aquellos que considereis mejores, y los anoteis. Así podrás dejarlos claros, tanto para ti mismo como para los demás, y entenderás mejor unos y otros. Podrás refinarlos a medida que te topes con nuevas experiencias y reflexiones sobre ellas, y de esta manera tomarás mejores decisiones y te harás entender mejor.

TENER PRINCIPIOS PROPIOS

Descubrimos nuestros principios de distintas maneras. A veces los adquirimos a través de nuestras propias vivencias y reflexiones. Otras, los aceptamos de los demás, por ejemplo de nuestros padres, o adoptamos paquetes holísticos como los de la religión y el derecho.

Dado que todos tenemos nuestras propias metas y formas de ser, debemos seleccionar principios que se adecúen a ellas. Aunque no sea malo de por sí adoptar principios ajenos, hacerlo sin reflexionar demasiado puede llevar a que te comportes de manera incoherente con respecto a tus objetivos y tu naturaleza. Y al mismo tiempo, tú, igual que yo, no sabes todo lo que necesitas, y actuarás sabiamente si aceptas esa verdad. Si consigues pensar de forma independiente, mantener la mente abierta y descubrir cuál es la mejor manera de actuar, y si logras hacer acopio de coraje para actuar, le sacarás el máximo partido a tu vida. Si no lo consigues, deberás reflexionar sobre la causa, porque seguramente es tu mayor escollo para sacarle más provecho a la vida.

Con esto, llego a mi primer principio:

Piensa por ti mismo para decidir 1) lo que quieres, 2) lo que es verdad y 3) lo que has de hacer para obtener 1) a la luz de 2)…

y hazlo con humildad y apertura de miras para tener en cuenta las mejores ideas de que dispones. Tener claros tus principios es importante porque afectará a todos los aspectos de tu vida muchas veces al día. Por ejemplo, cuando entables relaciones con los demás, tus principios y los suyos determinarán vuestra manera de interactuar. Aquellos que compartan valores y principios se llevarán bien; los que no se enfrentarán a conflictos y malentendidos. Piensa en las personas más cercanas a ti: ¿sus valores coinciden con los tuyos? Aún más: ¿conoces cuáles son? Muy a menudo, en sus relaciones, la gente no deja claros sus principios. Y esto es especialmente problemático en organizaciones que requieren principios comunes para prosperar. Establecer mis propios principios con claridad meridiana es la razón por la que he pulido tanto cada frase de este libro.

Los principios que escojas podrán ser los que tú quieras, siempre que sean auténticos; es decir, siempre que reflejen tu carácter y tus valores. Te enfrentarás a millones de dilemas en la vida y la manera de resolverlos reflejará tus principios; y quienes te rodean no tardarán en identificarlos. Lo peor que puedes ser en este mundo es un farsante, porque entonces perderás la confianza de la gente y tu propio respeto. Así pues, deja claros tus principios y predica con el ejemplo. Si parece haber incoherencias, deberás explicarlas. Es mejor hacerlo por escrito: así irás refinando tus principios sobre el papel.

Aunque compartiré mis propios principios, quiero dejar claro que no espero que los sigas a rajatabla. Al contrario, quiero que cuestiones cada palabra y selecciones, entre ellos, la mezcla que más se adecúe a ti.

MIS PRINCIPIOS Y CÓMO LOS ADQUIRÍ

Aprendí mis principios a base de una vida de errores y de reflexionar mucho sobre ellos. Desde niño he sido un pensador curioso e independiente que perseguía metas ambiciosas. Me emocionaba visualizando objetivos que quería alcanzar, tenía dolorosos fracasos cuando intentaba alcanzarlos, aprendía principios para evitar repetir los mismos errores; cambié y mejoré, y esto me permitió imaginar y perseguir objetivos más ambiciosos, rápida y repetidamente, durante mucho tiempo. Es decir, para mí la vida se parece al gráfico que aparece un poco más adelante.

Creo que la clave del éxito consiste en saber cómo tener grandes ambiciones y cómo fracasar bien. Con esto último me refiero a experimentar fracasos dolorosos muy didácticos, sin llegar a una derrota que te deje fuera de juego.

Esta manera de aprender y mejorar es la que mejor me ha funcionado por mi forma de ser y por mi profesión. Siempre se me ha dado mal la memorización mediante la repetición y nunca me ha gustado seguir las directrices de los demás, pero me ha encantado descubrir por mí mismo la mejor manera de actuar. Detestaba el colegio por culpa de mi mala memoria, pero a los doce años me enamoré del mundo de los mercados. Para ganar dinero en este mundo, se necesita ser un pensador independiente, ir contracorriente y tener razón, porque la visión consensuada ya venía con todo el lote . Uno va a equivocarse sin remedio y de forma dolorosa un montón de veces, así que aprender a hacerlo bien es primordial para triunfar. Lo mismo se aplica con respecto al éxito en los negocios: uno debe ser un pensador independiente que apuesta en contra de la visión general, y esto implica equivocarse estrepitosamente bastantes veces. Como inversor y emprendedor, desarrollé un miedo útil a equivocarme y descubrí un enfoque para la toma de decisiones que aumentara al máximo mis probabilidades de éxito.

Toma decisiones ponderadas por credibilidad

Mis errores más dolorosos cambiaron mi perspectiva de «Sé que tengo razón» a una de «¿Cómo sé que tengo razón?». Me aportaron la humildad que me hacía falta para equilibrar mi audacia. Saber que podía equivocarme de medio a medio, y la curiosidad de saber por qué otras personas inteligentes veían las cosas de modo distinto me obligó a ver las cosas a través de los ojos de los demás, aparte de los míos. Así pude apreciar muchas más dimensiones que con solo mi propia visión. Aprender a sopesar las aportaciones ajenas para escoger las mejores —es decir, a que la credibilidad ponderara mi capacidad de decisión— aumentaba mis probabilidades de tener razón y, además, era emocionante. Al mismo tiempo, aprendí mi siguiente principio:

Actúa a partir de principios…

… tan claramente delineados que su lógica se pueda evaluar con facilidad y que tanto tú mismo como los demás podáis ver si predicas con el ejemplo. La experiencia me ha enseñado el sumo valor de reflexionar y anotar mis criterios para tomar decisiones cada vez que tengo que decidir algo, así que me he acostumbrado a hacerlo. Con el tiempo, mi colección de principios se ha convertido en un recetario para la toma de decisiones. A base de compartirlos con los compañeros de mi empresa, Bridgewater Associates, y animarlos para que me ayudaran a ponerlos a prueba en la vida real, los fui refinando y puliendo. De hecho, conseguí perfeccionarlos hasta darme cuenta de la importancia de la siguiente regla:

Sistematiza la toma de decisiones

Descubrí que podía hacer esto traduciendo mis criterios a algoritmos para implantarlos en nuestro sistema informático. Usando ambos sistemas a la vez para tomar decisiones —es decir, el de mi cabeza y el de mi ordenador—, aprendí que la máquina podía tomar mejores decisiones que las mías porque podía procesar muchísima más información que yo, más rápido y sin depender de las emociones. Mediante esto, pude sopesar mi comprensión y la de mis compañeros a lo largo del tiempo y mejorar la calidad de nuestras decisiones a nivel colectivo. Descubrí que este tipo de sistemas —especialmente aquellos de credibilidad ponderada— tienen un poder inmenso y, dentro de poco, cambiarán la toma de toda clase de decisiones de la gente de todo el mundo. Este enfoque centrado en los principios no solo ha mejorado la calidad de nuestras decisiones económicas, de gestión e inversión, sino que además nos ha permitido tomar mejores decisiones en todos los aspectos de nuestra vida.

Que tus principios estén sistematizados o computerizados es de menor importancia. Lo crucial es que desarrolles unos principios propios y que los registres por escrito, sobre todo si trabajas con más gente.

Fueron este enfoque y los principios que le siguieron, y no yo, los que transformaron a un chaval de instituto normal y corriente de Long Island en un hombre de éxito a tenor de varios parámetros convencionales, como fundar una empresa en mi apartamento de dos habitaciones y hacerla crecer hasta convertirla en la quinta empresa privada más importante de Estados Unidos (según Fortune), convertirme en una de las cien personas más ricas del mundo (según Forbes), o ser considerado una de las cien personas más influyentes del mundo (según Time). Me encumbraron a una atalaya desde la que pude ver el éxito y la vida de manera muy distinta a como los había imaginado, y me proporcionaron un trabajo y unas relaciones significativos, que para mí son más importantes que mi éxito convencional. Tanto Bridgewater como yo obtuvimos más de ellos de lo que nunca había soñado.

Hasta hace poco, no he querido compartir estos principios fuera de Bridgewater porque no me gusta la atención pública y porque me parecía presuntuoso decirles a los demás qué principios deberían tener. Pero después de que Bridgewater predijera con éxito la crisis económica de 2008-2009, recibí gran atención por parte de los medios, y lo mismo les pasó a mis principios y a la manera singular de operar que tiene mi empresa. La mayoría de aquellas historias estaban distorsionadas o plagadas de sensacionalismo, así que en 2010 colgué nuestros principios en la web, para que la gente pudiera juzgar por sí misma. Para mi sorpresa, se descargaron más de tres millones de veces y me vi abrumado de cartas de agradecimiento de todo el planeta.

Os los proporcionaré en dos libros: «Principios Vitales y Laborales» en el primero; y «Principios Económicos y de Inversión» en el segundo.

CÓMO ESTÁ ESTRUCTURADO ESTE LIBRO

Como me he pasado la mayor parte de mi vida adulta pensando en la economía e invirtiendo, sopesé la idea de escribir en primer lugar los «Principios Económicos y de Inversión», pero al final decidí comenzar con los «Principios Vitales y Laborales», porque son más globales y porque ya sé que a la gente le funcionan bien, independientemente de su profesión. Y como casan tan bien entre sí, se han combinado en un único libro, precedido de la breve autobiografía «De dónde vengo».

Primera Parte: De dónde vengo

En esta sección comparto algunas de las experiencias —sobre todo errores— que me han permitido descubrir los principios que rigen mis decisiones. A decir verdad, contar mi propia historia me provoca aún sentimientos encontrados, porque temo que sea una distracción en relación con los principios y las relaciones causa-efecto, atemporales y universales, que les dan forma. Por ello, no me importaría que decidieras saltarte esta parte del libro. Si la lees, intenta ver más allá de mi persona y mis vivencias particulares, y céntrate en la lógica y el mérito de los principios descritos. Considéralos, sopésalos y decide en qué grado se aplican a ti mismo y a tus circunstancias vitales —si es que lo hacen—, y sobre todo, si pueden ayudarte a alcanzar tus metas, sean cuales sean.

Segunda Parte: Principios Vitales

Los principios generales que guían mis estrategias se exponen en «Principios Vitales». En esta sección los detallo en más profundidad y enseño la forma en que se aplican al mundo real, en la vida y en nuestras relaciones privadas, en los negocios y la política, y, por supuesto, en Bridgewater. Compartiré también el Proceso de 5 Pasos que he desarrollado para alcanzar las metas y tomar decisiones eficaces, además de los conocimientos que he adquirido en psicología y neurociencia; explicaré también cómo los he aplicado tanto en mi vida cómo en los negocios. Es el verdadero corazón de esta obra, porque demuestra que casi cualquier persona puede aplicar los principios a casi todo.

Tercera Parte: Principios Laborales

En «Principios Laborales» detallaré la peculiar manera de trabajar que tenemos en Bridgewater: cómo hemos incorporado nuestros principios en un sistema meritocrático de ideas que aspira a desarrollar un trabajo y unas relaciones significativas por medio de la sinceridad radical y la transparencia radical. Demostraré estos métodos a escala atómica y cómo aplicarlos a casi cualquier organización para incrementar su eficacia. Como verás, somos un grupo de personas que aspiramos a la excelencia en nuestra labor y que reconocemos que no sabemos demasiado sobre lo que deberíamos conocer. Creemos que la discordancia razonada y no emocional de los pensadores independientes puede transformarse en un proceso de toma de decisiones ponderadas por la credibilidad, más inteligente y eficaz que la suma de sus componentes. Ya que el poder de un grupo es mucho mayor que el de un individuo, considero que estos principios laborales son más importantes que sus equivalentes vitales, en los que se basan.

Qué vendrá después de este libro

A esta obra la seguirá otra interactiva en forma de aplicación que, a través de vídeos y experiencias de sumersión, dará un cariz más empírico a tu aprendizaje. La aplicación llegará a conocerte a través de tus interacciones con ella para proporcionarte consejos más personalizados.

Tras el libro y la aplicación vendrá otra obra en dos partes: «Principios Económicos y de Inversión», en la que hablaré de los principios que me han funcionado y considero útiles para otras personas en esos campos.

Tras esto, no me quedarán más consejos aparte de los consignados en estas dos obras, y habré puesto punto final a esta etapa de mi vida.

Piensa por ti mismo

1) ¿Qué quieres?

2) ¿Qué es verdad?

3) ¿Qué vas a hacer al respecto?

PRIMERA

PARTE

DE DÓNDE

VENGO

El tiempo es como un río que nos impulsa hacia delante, hacia encuentros con la realidad que nos exigen tomar decisiones.

No podemos ralentizar nuestro avance ni evitar esos encuentros. Tan solo podemos afrontarlos de la mejor manera posible.

De niños, otras personas —por lo general nuestros padres— nos guían en nuestros encuentros con la realidad. A medida que crecemos, comenzamos a elegir. Escogemos aquello que perseguiremos (nuestras metas) y que influirá en nuestra marcha. Si quieres ser médico irás a la facultad de Medicina; si quieres formar una familia, buscarás pareja, y así sucesivamente. Mientras nos acercamos a esas metas, nos topamos con problemas, nos equivocamos y nos damos de bruces con nuestras propias debilidades. Aprendemos cosas sobre nosotros mismos y sobre la realidad, y tomamos nuevas decisiones. En el transcurso de nuestras vidas, tomamos millones y millones de decisiones que, básicamente, son apuestas, algunas grandes y otras pequeñas. Merece la pena pararse a pensar en cómo las tomamos, porque son lo que determina, en última instancia, la calidad de nuestras vidas.

Todos nacemos con distintas capacidades intelectuales, pero no contamos con aptitudes innatas para tomar decisiones. Estas las aprendemos en nuestros encuentros con la realidad. Aunque mi propio camino es único —nací con unos padres determinados, me centré en una profesión concreta y conviví con unos compañeros y no con otros—, creo que los principios que he ido aprendiendo le irán bien a mucha gente, en sus sendas particulares. Cuando leas mi historia, trata de ver más allá de ella y de mí, y céntrate en las relaciones subyacentes causa-efecto, en las decisiones que tomé y sus consecuencias, en lo que aprendí de ellas y cómo transformaron mi manera de decidir. Pregúntate qué es lo que quieres, busca ejemplos en otros que hayan alcanzado sus objetivos e intenta discernir los patrones de causa-efecto tras sus vidas, para poder aplicarlos a tus propias metas.

Para ayudarte a entender de dónde vengo, he aquí una crónica cruda de mi vida, con especial énfasis en mis errores y debilidades, y en los principios que aprendí de ellos.

CAPÍTULO 1

LA LLAMADA DE LA AVENTURA

1949-1967

Nací en 1949 y me crie en un barrio de clase media de Long Island. Era el hijo único de un músico profesional de jazz y un ama de casa. Era un chico normal en una casa normal, y un estudiante por debajo de la media. Me encantaba jugar con los amigos: de joven, jugar al fútbol americano en la calle y a béisbol en el patio de los vecinos; de mayor, perseguir a las chicas.

Nuestro ADN determina nuestros puntos fuertes y débiles de manera innata. Mi debilidad más evidente era mi mala memoria. No era —ni lo soy aún— capaz de memorizar datos que no tienen razón de ser (como números de teléfono) y no me gustaba seguir instrucciones. Al mismo tiempo, era muy curioso y me encantaba entender las cosas por mi cuenta, aunque aquella faceta no era tan obvia en aquella época.

No me gustaban las clases, no solo porque requerían una gran capacidad de memorización, sino porque no me interesaban la mayor parte de cosas que mis profesores consideraban importantes. Nunca llegué a entender qué provecho sacaría de ser buen estudiante, aparte de la aprobación de mi madre.

Ella me adoraba y le preocupaban mis malas notas. Hasta que empecé el instituto, me obligaba a encerrarme en mi cuarto y estudiar durante un par de horas, antes de salir a jugar, pero yo no podía hacerlo solo. Siempre estuvo cuando la necesité. Doblaba y ataba los periódicos que yo repartía, y horneaba las galletas que comíamos cuando veíamos películas de terror los sábados por la noche. Murió cuando yo tenía diecinueve años. Por aquel entonces, no podía pensar siquiera en volver a reír. En la actualidad, cuando me acuerdo de ella sonrío.

Mi padre trabajaba hasta muy tarde como músico, más o menos hasta las tres de la mañana, así que los fines de semana se le pegaban las sábanas. En consecuencia, de joven no tuve mucha relación con él más allá de la lata que me daba para que cortase el césped y podase los setos, tareas que yo detestaba. Era un hombre responsable que se las tenía que ver con un crío irresponsable. Los recuerdos que guardo de nuestras interacciones me hacen gracia hoy. Por ejemplo, una vez me mandó cortar el césped; acabé con el jardín delantero y pospuse el trasero, pero se puso a llover durante dos días y la hierba creció tanto que tuve que utilizar una hoz. Tardé tanto que, para cuando terminé, el césped delantero ya había vuelto a crecer, y así sucesivamente.

Cuando murió mi madre, mi padre y yo nos unimos muchísimo, sobre todo cuando fundé mi propia familia. Me caía bien y lo quería. Tenía ese no sé qué tan típico de los músicos, y yo admiraba su fuerte carácter, que, supongo, le venía de haber pasado la Gran Depresión y de su participación en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra de Corea. Lo recuerdo con setenta años, conduciendo sin asomo de duda a través de tormentas de nieve, abriéndose camino con la pala cuando se quedaba atascado, como si aquello no fuera nada del otro mundo. Tras pasarse gran parte de la vida tocando en salas de fiesta y grabando discos, reorientó su carrera ya mediados los sesenta años y se hizo profesor de música en un instituto y en la universidad pública, hasta que a los ochenta y uno le dio un infarto. Tras esto, vivió aún una década más, con la mente tan fresca como siempre.

Cuando yo no quería hacer algo, me oponía con uñas y dientes, pero si algo me emocionaba, nada me sacaba de mi empeño. Otro ejemplo: aunque me daba rabia hacer tareas en casa, en la calle las hacía encantado, para ganar dinero. Desde los ocho años en adelante repartí periódicos, despejé de nieve las casas de los vecinos, trabajé de caddie, de lavaplatos en un restaurante y de reponedor en una tienda. No guardo recuerdos de mis padres animándome a aceptar aquellos trabajos, así que no puedo decir cómo llegué a hacerlos. Lo que sí sé es que, gracias a esos empleos y al hecho de disponer de algún dinero independientemente de mis padres, aprendí muchas lecciones valiosas que ni la escuela ni los juegos me habrían enseñado.

Cuando era joven, la psicología de los Estados Unidos de los sesenta se basaba en la aspiración y la inspiración: en alcanzar metas elevadas y nobles. No se parece a nada de lo que he visto a posteriori. Uno de los recuerdos más antiguos que tengo es el de John F. Kennedy, un hombre inteligente y carismático que pintaba acuarelas de vivos colores para cambiar el mundo a mejor: la exploración espacial, el logro de la igualdad de derechos y la eliminación de la pobreza. Él y sus ideas influyeron decisivamente en mi forma de pensar.

Estados Unidos se encontraba, por entonces, en la cumbre con respecto al resto del mundo, cuya economía dependía en un 40 % de nuestro país, en lugar del 20 % actual; el dólar era la moneda universal, y Estados Unidos era la potencia militar dominante. Ser «liberal» implicaba comprometerse con un progreso rápido y justo, en tanto que ser «conservador» se vinculaba con un estancamiento en los métodos arcaicos e injustos. Al menos, esa era la percepción que teníamos tanto yo como la mayoría de quienes me rodeaban. Desde nuestra perspectiva, Estados Unidos era rico, progresista, bien gestionado y con la misión de mejorar rápidamente en todos los campos. Quizá yo era un iluso, pero no era el único.

En aquel entonces, todo el mundo hablaba del mercado de valores, porque era un sector en boga y la gente ganaba dinero con él. Entre ellos se encontraban los golfistas de un club de la zona, de nombre Links, donde yo trabajaba de caddie desde los doce años. Así que cogí el dinero que había ganado en el club y lo invertí en bolsa. En primer lugar, en Northeast Airlines. Me fijé en ella porque había oído que era la única empresa cuyas acciones se cotizaban a menos de cinco dólares. Creí que, cuantas más acciones comprase, más dinero ganaría. Fue una estrategia torpe, pero conseguí triplicar mi dinero. Northeast Airlines estaba a punto de quebrar y fue adquirida por otra empresa. Tuve suere, pero en su momento no fui consciente de ello. Solo pensé que ganar dinero en el parqué era facilísimo, así que me enganché.

PRECIO DE LAS ACCIONES DE NORTHEAST AIRLINES

En aquella época, Fortune ofrecía un cupón para suscribirse gratis a los informes anuales de las 500 mayores empresas estadounidenses, y los encargué todos. Aún me acuerdo de ver al cartero arrastrando infeliz aquellos informes hasta nuestra puerta, y de que me empapé de todos y cada uno. Así empecé a formarme una pequeña biblioteca de inversiones. Con la escalada del mercado de valores, la Segunda Guerra Mundial y la Gran Depresión parecían recuerdos borrosos; invertir parecía consistir en comprar y ver crecer el capital inicial. Todo seguiría subiendo, decía el saber general, porque la gestión de la economía se había convertido en una ciencia. Al fin y al cabo, las acciones habían cuadruplicado su valor en la última década, y algunas llegaban a cotas aún más altas.

En consecuencia, la estrategia del dollar-cost averaging (invertir una cantidad fija todos los meses, sin importar el número de acciones que pudieran comprarse con esa cantidad) era la preferida de la mayoría. Por supuesto, era mucho mejor centrarse en las acciones más ventajosas, y en eso nos afanábamos la gente y yo. Había miles de empresas donde elegir, todas pulcramente ordenadas en las últimas páginas de los periódicos.

Aunque me gustaba aquello, también me apasionaba jugar con mis amigos, ya fuera en el barrio de chaval, entrando en los bares con carnets falsos siendo adolescentes, o actualmente, yendo a festivales y a bucear. Siempre he pensado por mi cuenta y me he mostrado dispuesto a arriesgarme en aras de una recompensa; y no solo en la bolsa, sino en casi todo. Me daban mucho más miedo el aburrimiento y la mediocridad que el fracaso. Para mí, maravilloso es mejor que terrible, y terrible es mejor que mediocre, porque por lo menos le da sabor a la vida. La cita que mis amigos escogieron para mi anuario del instituto era de Thoreau: «Si un hombre no marcha al mismo paso que sus compañeros, puede que eso se deba a que escuche un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota».

En 1966, cuando me gradué del instituto, el mercado de valores seguía en alza. Yo ganaba dinero y me lo pasaba bien: hacía novillos con Phil, mi mejor amigo, para surfear y hacer todas esas cosas que hacen los chicos de instituto a los que les gusta divertirse. Por entonces no lo sabía, claro, pero aquel fue el año en que el mercado bursátil tocó techo. Después, casi todo lo que creía saber sobre aquel mundo demostró ser falso.

CAPÍTULO 2

ATRAVESAR EL UMBRAL

1967-1979

Llegué a esta etapa con los prejuicios que había adquirido de mi experiencia y de la gente que me rodeaba. En 1966, los precios de los activos reflejaban el optimismo de los inversores con respecto al futuro. Sin embargo, entre 1967 y 1979, una serie de sorpresas desagradables en lo económico provocó importantes e inesperadas caídas de precios. Junto con la economía y los mercados, se deterioró también el optimismo social. Vivir en aquella época me enseñó que, por mucho que todo el mundo espere que el futuro sea una versión ligeramente modificada del presente, suele ser muy distinta. Pero en 1967 yo lo ignoraba. Confiado en que las acciones acabarían por recuperarse, seguí comprando mientras el mercado se hundía y yo perdía mi dinero. Hasta que descubrí qué fallaba y cómo afrontarlo. Aprendí poco a poco que los precios reflejan las esperanzas de la gente, con lo cual suben si el resultado es mejor de lo que se esperaba y al contrario. La mayoría de las personas suelen estar condicionadas por sus experiencias recientes.

Aquel otoño, empecé a estudiar en una universidad de la zona, la C.W. Post. Me aceptaron, pero tuve que someterme a un período de prueba debido a mi media del instituto, que era de tan solo aprobado. A diferencia de la secundaria, la universidad me encantaba porque me daba la oportunidad de aprender cosas por interés y no por obligación, así que saqué unas notas estupendas. También adoraba vivir lejos de casa y tener independencia.

La meditación también me ayudó. Cuando los Beatles visitaron la India en 1968 para aprender meditación trascendental con Maharishi Mahesh Yogi, me entró curiosidad y empecé a practicarla. Y me encantó. La meditación ha supuesto un gran beneficio a lo largo de mi vida, porque da como resultado una tranquilidad y una apertura de miras que permite pensar con más claridad y de forma más creativa.

Me gradué en Finanzas debido a mi amor por los mercados y porque no se exigía un idioma extranjero, de forma que pude ahondar en mis intereses dentro y fuera de clase. Aprendí un montón sobre el mercado de futuros de materias primas, de la mano de un compañero muy interesante: un veterano de Vietnam, bastante mayor que yo. Era un nicho interesante porque podían comprarse y venderse con requisitos de margen muy bajos, lo cual me permitía aprovechar al máximo el poco dinero que podía invertir. Si tomaba las decisiones acertadas —y era mi intención—, podría pedir más dinero en préstamo y a la vez ganar más. Los futuros sobre divisas, bonos y acciones todavía no existían. Los de materias primas eran solo eso: meras materias primas como maíz, soja y ganado bovino y porcino. Con estos mercados fue con los que empecé a comerciar y a aprender.

Mis años de universidad coincidieron con la época del amor libre, la experimentación con drogas psicodélicas y el rechazo a las formas tradicionales de autoridad. Vivir esta época produjo un efecto duradero en mí y en muchos otros de mi generación. Por ejemplo, afectó enormemente a Steve Jobs, que se convirtió en objeto de empatía y admiración para mí. Al igual que yo, empezó a meditar y estaba más interesado en visualizar y construir cosas nuevas y sorprendentes por su cuenta que en las propias enseñanzas en sí. Aquella época nos enseñó a cuestionar las formas establecidas de hacer las cosas, una actitud que quedó inmejorablemente expuesta en los emblemáticos anuncios de Apple «1984» y «Here’s to the Crazy Ones» («Para los locos»), cuyas campañas me llegaron muy adentro.

En cuanto al país en su conjunto, atravesaba momentos difíciles. A medida que aumentaban los reclutamientos y el número de jóvenes repatriados en bolsas para cadáveres, la guerra de Vietnam dividía a la nación. Había una lotería basada en la fecha de nacimiento que determinaban el orden de las levas. Recuerdo haber escuchado por la radio el resultado del sorteo mientras jugaba con los amigos al billar. Se estimaba que serían llamados a filas las primeras 160 fechas, aunque llegaron a leerse las 366. La mía salió en cuadragésima octava posición.

No era lo suficientemente inteligente como para que me diese miedo ir a la guerra, porque pensaba, inocente de mí, que no podría ocurrirme nada malo; pero no quería ir porque estaba en una etapa ascendente, y un parón de dos años me parecía una eternidad. Sin embargo, mi padre era un férreo antibelicista y se oponía de forma tajante a que yo participara, aunque él había participado y creído en las dos guerras anteriores. Me obligó a hacerme un examen médico que reveló que tenía hipoglucemia, lo cual me exoneraba del servicio. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que me libré gracias a un tecnicismo — básicamente mi padre me ayudó a librarme de las levas— y ahora tengo sentimientos encontrados con respecto a ello. Me siento culpable por no haber contribuido, aliviado por no haber vivido las consecuencias dañinas que tantos otros tuvieron que soportar y agradecido a mi padre por el amor que subyacía en aquel esfuerzo por protegerme. No tengo ni idea de qué haría si me encontrase hoy en la misma situación.

A medida que se deterioraban la política y la economía estadounidenses, el país entró en un estado de depresión. La ofensiva del Tet de enero de 19681 parecía evidenciar que Estados Unidos estaba perdiendo; ese año, Lyndon Johnson decidió no presentarse a la reelección y ganó Richard Nixon, con lo cual comenzó una época todavía más difícil. A la vez, el presidente francés Charles de Gaulle estaba cambiando por oro los dólares que tenía su país, preocupado por la actitud del gobierno norteamericano, que cada vez imprimía más dinero para financiar sus gastos. Viendo que las noticias y los mercados cambiaban a la par, comencé a entender la situación en su conjunto y las relaciones de causa-efecto entre ambos.

En 1970 o 1971 me di cuenta de que el valor del oro crecía ligeramente en los mercados internacionales. Hasta aquel momento, como la mayoría, no había prestado demasiada atención a los tipos de cambio, ya que el sistema monetario se había mantenido estable toda mi vida. Pero como empezó a hablarse cada vez más del asunto en las noticias, el tema captó mi atención. Aprendí que el valor de las otras divisas se fijaba con respecto al dólar, y que este lo hacía respecto al oro, que a los estadounidenses no se les permitía tenerlo (aunque nunca supe por qué) y que los demás bancos centrales podían convertir su papel moneda en oro para asegurarse de no salir mal parados si Estados Unidos imprimía demasiados dólares. Oí cómo los funcionarios gubernamentales desdeñaban las preocupaciones relativas al dólar y la emoción por el oro y nos aseguraban que nuestra moneda era fuerte y el oro meramente un metal del pasado. Tras el alza de precios del oro se hallaban los especuladores, que saldrían mal parados en cuanto todo se estabilizase. Por aquel entonces, aún creía en la honradez de los funcionarios.

En la primavera de 1971 me gradué con un expediente casi perfecto, lo cual me permitió entrar en la Harvard Business School. El verano antes de ingresar en ella, conseguí entrar de oficinista en la Bolsa de Nueva York. A mediados de verano, el problema del dólar alcanzó un punto crítico. Según algunos artículos, los europeos no aceptaban los dólares de los turistas estadounidenses. El sistema monetario global se desmoronaba, pero yo no me había dado cuenta.

Y entonces, el domingo 15 de agosto de 1971, el presidente Nixon compareció por televisión para anunciar que el gobierno incumpliría su promesa de permitir el cambio de dólares por oro, lo cual causó el derrumbe de la moneda. Como los funcionarios habían prometido que no se devaluaría la moneda, la noticia me dejó atónito. En vez de atacar los problemas fundamentales tras la presión que soportaba la moneda, siguió culpando a los especuladores, haciendo ver que apoyaba el dólar cuando en realidad hacía lo contrario. «Sacarlo a flote», como hacía Nixon, y dejar que luego se hundiera como un peso muerto parecía, al menos a mis ojos, una mentira. En las décadas posteriores he visto a muchos políticos lanzar ese tipo de aseveraciones justo antes de una devaluación, así que he aprendido a desconfiar de ellos cuando aseguran que no permitirán que tal cosa suceda. Cuanto más taxativas son estas afirmaciones, más factible es que la situación sea más desesperada y más probable que vaya a producirse una devaluación.

Oyendo a Nixon, me preguntaba qué quería decir con aquel desarrollo del que hablaba. El dinero tal y como lo conocíamos (un vale al portador cambiable por oro) dejó de existir. Aquello no podía ser bueno. Me pareció evidente que la época de promesas que había personificado Kennedy se estaba desintegrando.

El lunes por la mañana llegué al parquet esperando un pandemónium. Y lo hubo, pero no tal y como yo lo había imaginado: en lugar de caer, el mercado subió un cuatro por ciento, un aumento importante en un solo día.

Para intentar comprender lo que ocurría, me pasé el resto del verano estudiando devaluaciones antiguas. Aprendí que todo lo que ocurría entonces —que el dinero quedase desvinculado del oro y sujeto a devaluación y que, en consecuencia, el mercado de valores se disparase— ya había ocurrido antes y que las relaciones lógicas de causa-efecto hacían inevitables aquellas consecuencias. Me di cuenta de que mi incapacidad para prever la situación se debía a que me había dejado sorprender por algo que nunca había ocurrido en mi vida, si bien anteriormente ya había sucedido muchas veces. El mensaje que me lanzaba la realidad era «Más te vale enterarte de lo que les pasó a otros en otros lugares y épocas, o no sabrás si pueden ocurrirte a ti; y, si ese es el caso, no sabrás afrontarlas».

Al entrar en la Harvard Business School aquel otoño, estaba emocionado ante la posibilidad de conocer a las personas increíblemente inteligentes de todas partes del planeta que iban a ser mis compañeros. Y aun cuando mis expectativas eran altas, la realidad fue todavía mejor. Conviví con gente de todas partes del mundo, y celebrábamos nuestras fiestas en un entorno apasionante y heterogéneo. No había profesores ante una pizarra diciéndonos qué debíamos recordar, ni exámenes que nos pusiesen a prueba a este respecto, sino que nos ofrecían casos de estudio reales, para que los leyéramos y analizáramos. Luego formábamos grupos para discutir en profundidad qué haríamos si estuviéramos en la piel de quienes vivían aquellas situaciones. Era el sitio ideal para mí.

Entretanto, gracias a la gran cantidad de dinero que se imprimió tras el abandono del patrón oro, la economía y la bolsa estaban boyantes. En 1972 las acciones volvieron a ponerse de moda, y el Nifty 50 se llevaba la palma. Este índice de cincuenta empresas crecía a un ritmo rápido y constante, y se consideraba una apuesta segura.

A pesar del movimiento de las bolsas, me interesaba más el negocio de materias primas, y aquella primavera le supliqué al director de materias primas de Merrill Lynch que me diera trabajo en verano. Se quedó sorprendido, porque a la gente de sitios como la Harvard Business School no solían interesarle las materias primas; más bien las consideraban hijastras poco conocidas de la industria de los corredores de bolsa de Wall Street. Por lo que yo sé, hasta entonces ningún estudiante de la Harvard Business School había trabajado con futuros de materias primas. La mayoría de las empresas de Wall Street ni siquiera contaban con divisiones centradas en futuros de materias primas, y Merrill Lynch era una empresa pequeña, encajonada en una calle lateral y amueblada con unos rudimentarios escritorios metálicos.

Pocos meses después, durante mi segundo año en Harvard, comenzó la primera crisis del petróleo y los precios se cuadruplicaron en cuestión de meses. La economía norteamericana se ralentizó, los precios de las materias primas se dispararon y, en 1973, el mercado de valores se desplomó. De nuevo, me quedé atónito, aunque visto en retrospectiva logré ver que las fichas de dominó habían caído siguiendo una secuencia lógica.

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