Principios

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PORTADA

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Por ello, yo insistía en la necesidad de aplicar este tipo de registros a todo Bridgewater. Era una regla sencilla: si algo salía mal, había que apuntarlo, ponderar su gravedad y señalar a las claras al responsable. Si alguien se equivocaba y dejaba constancia de ello, bien; si se obviaba esto último, el culpable estaba metido en un lío. Así, los gestores no tenían que buscar problemas: se los planteaban los compañeros, y la mejora era notable. El registro de errores (que en la actualidad se llama «registro de incidencias») fue nuestra primera herramienta de gestión. Más adelante comprendí la importancia de estas herramientas a la hora de reforzar actitudes positivas, y creamos algunas de las que hablaré a su debido tiempo.

Esta cultura de exponer claramente los problemas y las discrepancias fue fuente de incomodidad y conflictos, sobre todo cuando sacaba a la luz las debilidades del personal. No pasó mucho tiempo hasta que la burbuja estalló.

MI PROBLEMA «INCURABLE» CON LA GENTE

Un día de invierno de 1993, Bob, Giselle y Dan me invitaron a cenar para «hablar con Ray sobre cómo sus comentarios afectan a la moral de los compañeros y de la empresa». Primero me remitieron un memorando que venía a decir que mi manera de hacer las cosas tenía efectos negativos sobre todo el personal. Lo expresaron así:

¿Qué se le da bien a Ray?

Es muy brillante e innovador. Maneja bien la gestión monetaria y de mercados. Es vehemente y enérgico. Pone el listón muy alto y obliga a los demás a hacer lo propio. Es bienintencionado en cuanto al trabajo en equipo y a la conciencia de grupo, concede flexibilidad laboral a los empleados y buenas remuneraciones.

Lo que no se le da tan bien:

A veces dice o actúa de manera que los empleados se sienten incompetentes, prescindibles, humillados, agobiados, despreciados, oprimidos o, en general, mal. Cuando se estresa, esto sucede con más frecuencia. En momentos así, sus palabras y sus actos para con los demás le granjean enemistades y crean una mala impresión duradera sobre él. La gente, más que motivarse, se desmotiva. Esto baja la productividad y la calidad del entorno laboral, y no afecta solo a un empleado concreto. Al ser una empresa tan pequeña en la que nos comunicamos abiertamente, todos se ven afectados cuando alguien se desmotiva, se le trata mal o no se le muestra respeto. El éxito futuro de la empresa depende tanto de la capacidad de Ray para tratar a los demás como de su gestión monetaria. Si no mejora su comportamiento con las personas, la empresa se estancará y todos nos veremos afectados.

Uf. Aquello me dolió y me sorprendió. Jamás habría imaginado que yo producía aquel efecto. Aquella gente era como parte de mi familia; no quería que se sintieran «incompetentes, prescindibles, humillados, agobiados, despreciados, oprimidos o, en general, mal». ¿Por qué no me lo contaban directamente? ¿En qué me equivocaba? ¿Tenía expectativas muy altas? Para que Bridgewater fuera una empresa entre diez mil, teníamos que contar con gente extraordinaria y exigirles mucho. ¿Me estaría pasando?

Me parecía una de esas disyuntivas que obligan a elegir entre dos opciones esenciales pero excluyentes entre sí: 1) ser franco hasta la médula con los demás, lo cual incluía poner sobre la mesa nuestros problemas y debilidades, para tratarlos con franqueza, o 2) tener contentos y satisfechos a los empleados. Me hizo recordar que cuando hay que elegir entre dos alternativas excluyentes, lo mejor es pensar poco a poco cuánto de cada una se puede aprovechar. Existe casi siempre un camino que al principio no se te ha ocurrido: búscalo hasta encontrarlo, no te conformes con las opciones evidentes.

Lo primero que hice fue asegurarme de cuáles eran los problemas y de cómo podían afrontarse. Les pregunté a Bob, Giselle y Dan qué sucedía, según ellos. Descubrí que ni ellos tres, ni muchos que me conocían bien, estaban tan desmoralizados como otros, porque sabían que en el fondo yo era buena persona. De ignorar eso, ya habrían dimitido porque, textualmente, no les pagaba «dinero suficiente para aguantar todas tus mierdas».

Sabían que esperaba lo mejor de ellos y de Bridgewater, y que para conseguirlo debía ser radicalmente franco con ellos, y viceversa. No solo por los resultados, que eran mejores cuando actuábamos así, sino porque la sinceridad era una de las bases de mi idea sobre las relaciones interpersonales. Convinimos que esto era imprescindible, pero que dado que algunos se sentían incómodos, algo había que cambiar.

Los que tenían más contacto conmigo me entendían, me apreciaban y en algunos casos hasta me querían; pero los que tenían menos relación se sentían ofendidos por mi franqueza. Estaba claro que tenía que hacerme entender mejor y comprender mejor a los demás. Me di cuenta de la importancia de ir con la verdad por delante, por principio, a la hora de tratar con los demás.

Así empezamos a poner por escrito nuestros principios; fue el inicio de un proceso que duraría décadas y que acabaría convirtiéndose en los «Principios Laborales». Estos consistían en principios de comportamiento acordados entre nosotros y en mis reflexiones sobre cómo afrontar cualquier situación que surgiera. Como muchos tipos de situaciones se repetían con variaciones mínimas, los principios iban mejorándose continuamente. En cuanto a los acuerdos, el más importante era el referido a tres acciones que nos hacía falta ejecutar:

1. Poner nuestras ideas sobre la mesa, con sinceridad;

2. dar pie al desacuerdo reflexivo para que la gente aprendiera y pudiera cambiar de opinión, y

3. acordar estrategias de decisión consensuadas (p. ej., votaciones, una autoridad clara) si no se alcanzaba un acuerdo, para seguir adelante sin rencores.

Creo que para que cualquier organización o relación tenga éxito hacen falta estas tres cosas. Pienso también que, para que un sistema grupal de decisión sea eficaz, los usuarios tienen que considerarlo justo.

Para entendernos entre todos, era primordial dejar escritos nuestros principios y sentirlos como propios, igual que nos sucedía con nuestros esquemas de inversión; sobre todo porque este modus operandi —sinceridad y transparencia radicales—, que nos aseguraba nuestros buenos resultados, va contra la intuición y, para algunos, supone un gran reto emocional.

Para entender cómo podíamos obtener un trabajo y unas relaciones significativos mediante este método tan directo, hablé con neurocientíficos, psicólogos y educadores durante las décadas siguientes. Aprendí una barbaridad, y podría resumirlo así: el cerebro de cada uno está dividido en dos partes: la superior —lógica— y la inferior —emocional—. Yo las llamo los «dos yos». En cada persona, ambas partes luchan por el control. La manera de resolver este conflicto es el determinante principal de nuestro comportamiento. Esta lucha era la principal responsable de los problemas que me exponían Bob, Giselle y Dan. Aunque la parte lógica del cerebro era capaz de entender que es bueno ser consciente de las propias debilidades (pues es el primer paso para superarlas), la emocional, por norma, lo detesta.

CAPÍTULO 5

LA RECOMPENSA DEFINITIVA

1995-2010

En 1995, Bridgewater había crecido hasta los 42 empleados y un total de 4.100 millones de dólares bajo gestión, una cantidad más importante de lo que yo había soñado nunca, sobre todo si se tiene en cuenta que la empresa la había formado yo solo hacía apenas doce años. Aunque todo iba mucho mejor y había más estabilidad, seguíamos haciendo básicamente lo mismo con lo que yo había empezado: pelearnos con los mercados, pensar de manera independiente y creativa sobre cómo apostar, equivocarnos, poner los errores sobre la mesa, emitir un diagnóstico e identificar las causas últimas de los mismos, diseñar estrategias nuevas y mejores de hacer las cosas, aplicar sistemáticamente los cambios, equivocarnos de nuevo…4 Este enfoque iterativo y evolutivo nos permitió refinar de manera continua los sistemas de inversión que yo había empezado a construir en 1982. En los ochenta, demostramos que unos cuantos tipos brillantes con ordenadores podían superar a los grandes inversores con buenos equipos de establishment. En los noventa, estábamos convirtiéndonos en estos últimos.

Conforme aumentaban y se complicaban las reglas de decisión y la cantidad de datos de nuestros sistemas, comenzamos a contratar a programadores jóvenes, a los que se les daba mejor que a nosotros codificar nuestras instrucciones, y también a graduados recientes y brillantes para que nos ayudaran con nuestra investigación. Uno de esos jóvenes fue Greg Jensen. Se unió a Bridgewater como becario en 1986. Era brillante, así que lo convertí en mi ayudante de investigación. Durante las décadas siguientes, contribuyó enormemente a la empresa, se convirtió en coinversor jefe junto a mí y a Bob Prince, y al final acabó de co-CEO. Para mí, acabó siendo como un ahijado.

Invertíamos también en ordenadores mejores y más potentes.5 Gracias a estas máquinas nos liberamos: pudimos sobrevolar los movimientos diarios de los mercados, y verlo todo desde un escaño superior que nos permitía establecer conexiones novedosas y creativas para producir innovaciones para nuestros clientes.

DESCUBRIMOS LOS BONOS LIGADOS A LA INFLACIÓN

Por aquel entonces, quedé para cenar con David White, el hombre que gestionaba el dinero de la Fundación Rockefeller. Me preguntó cómo podía ayudarle con su cartera para generar beneficios un 5 % por encima de la tasa de inflación nacional. Le dije que una cartera de bonos extranjeros apalancados y ligados a la inflación cuya divisa estuviera cubierta por dólares estadounidenses debería darnos precisamente ese resultado. (Los bonos tenían que ser extranjeros, porque entonces no existían bonos estadounidenses de este tipo, y tenían que estar cubiertos por dólares para evitar riesgos derivados de utilizar otra divisa.)

Pensándolo a posteriori, me di cuenta de que podíamos crear una clase de activos totalmente nueva y distinta, así que me puse a investigar con Dan Bernstein en una cartera de esas características. Según nuestro análisis, un activo así generaría unos resultados mejores incluso de lo que habíamos previsto. De hecho, nos reportaría resultados excepcionales, puesto que podíamos ingeniárnoslas para obtener un beneficio similar al de las acciones, asumiendo un riesgo menor y con correlación negativa con bonos y acciones a largo plazo. Se lo mostramos a nuestros clientes y les encantó. Poco después, nos convertimos en el primer gestor del mundo de bonos ligados a la inflación. En 1996, el subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, Larry Summers, se planteó por primera vez si el país debía emitir sus propios bonos ligados a la inflación y, como Bridgewater era la única empresa con una cartera de ese tipo de bonos, nos pidió asesoramiento experto.

Dan y yo nos desplazamos a Washington para una reunión con Summers, sus colegas en el Tesoro y algunos representantes de firmas muy conocidas de Wall Street. Llegamos tarde (la puntualidad no es uno de mis puntos fuertes) y nos encontramos cerradas las puertas de la gran sala de reuniones del departamento del Tesoro. No iba a arredrarme por aquello, así que me puse a llamar hasta que alguien nos abrió. Era una sala grande con una mesa en medio y una tribuna de prensa lateral. Solo había un asiento vacío en torno a la mesa y ante él había una placa con el nombre de Dan; habíamos acordado que él sería nuestro representante, ya que había realizado la mayor parte del trabajo de preparación. Me había olvidado de ello, así que me metí en la tribuna de prensa, saqué una silla y la coloqué junto a la suya, para tener también un sitio en la mesa. Para Dan, aquella reunión es una analogía de cómo fueron los noventa para nosotros en general: teníamos que apuntarnos a todo a las malas, sin pedir permiso. Tiempo después, Larry Summers ha asegurado que el asesoramiento que le prestamos tuvo una importancia preponderante a la hora de dar forma a este mercado. Cuando el Tesoro acabó creando los bonos, utilizaron la estructura que habíamos sugerido nosotros.

LA PARIDAD DE RIESGO

A mediados de los noventa, tenía suficiente dinero para establecer un fondo fiduciario para mi familia, así que empecé a darle vueltas a cuál sería el mejor modo de combinar asignaciones de activos para asegurar un capital durante varias generaciones. Durante mis años de inversor he conocido todo tipo de circunstancias económicas y de mercado, y multitud de maneras de crear y destruir riqueza. Sabía qué hacía falta para generar beneficios, pero también era consciente de que, independientemente de la clase de activo que se escogiera, llegaría un momento en que perdería casi todo su valor. Esto se aplica también al efectivo, que es la peor inversión a largo plazo porque pierde valor por la inflación y los impuestos. También sabía lo difícil que es prever los altibajos que precipitan las pérdidas. Me he dedicado toda la vida a ello y he errado unas cuantas veces; no me fiaba de que otras personas lo hicieran bien cuando yo faltara. Encontrar a inversores que hayan triunfado en todos los entornos económicos —cuando sube la inflación, cuando baja, cuando se produce un bum o un crac— es como encontrar una aguja en un pajar, y además no son inmortales, así que no era una buena estrategia. No quería que el dinero que había amasado para proteger a mi familia se esfumara cuando yo me muriera. Así que tenía que crear una combinación de activos que diera buenos resultados en todos los entornos económicos posibles.

Sabía qué cambios circunstanciales precipitaban el movimiento de clases de activos, y también que las relaciones causales habían sido grosso modo las mismas durante cientos de años. Existían solo dos fuerzas importantes que fueran motivo de preocupación: el crecimiento y la inflación. Ambos podían ser positivos o negativos, así que con cuatro estrategias diferentes de inversión (cada una de las cuales daría buenos resultados en uno de esos entornos: crecimiento positivo, inflación positiva; crecimiento positivo, inflación negativa, etc.) podía elaborar una mezcla equilibrada rentable en el tiempo y protegida contra pérdidas inaceptables. Como la estrategia no se alteraría nunca, casi cualquiera podía llevarla a la práctica. Así que, con la ayuda de Bob y de Dan, creé una combinación en la que podía invertir mi dinero con comodidad durante más o menos los siguientes cien años. La llamé la «Cartera Todoterreno», porque daría buenos resultados en cualquier entorno.

Entre 1996 y 2003 fui el único «cliente» que aportó dinero a esta cartera, porque no lo vendíamos como producto. Sin embargo, en 2003, el responsable del fondo de pensiones de Verizon, un cliente antiguo, nos contó que buscaba una estrategia de inversión resistente a todo tipo de circunstancias. Tras la inversión de Verizon, muchos otros clientes hicieron lo propio, y doce años más tarde nos encontramos gestionando casi ochenta mil millones. Resultó ser otro concepto revolucionario. Visto su éxito, otros gestores lo adoptaron, cada uno con su versión propia. Ahora llaman genéricamente por lo general invertir con «paridad de riesgo».

¿SEGUIMOS SIENDO UN NEGOCIO FAMILIAR O NOS CONVERTIMOS EN UNA GRAN EMPRESA?

Gracias a nuestra gente y a nuestra cultura, y a que nuestros productos tenían tanta repercusión, Bridgewater despegó. En 2000, gestionábamos más de treinta y dos mil millones de dólares, casi ocho veces más que hacía cinco años. Nuestra plantilla se había duplicado, así que dejamos el centro comercial y nos instalamos en un despacho mayor ubicado en una reserva natural a orillas del río Saugatuck. Aunque seguíamos creciendo, la travesía tenía siempre sus dificultades. Simultanear la «construcción» de la empresa y la gestión me exigía desarrollar dos labores muy desafiantes simultáneamente, cada una de las cuales exigía capacidades distintas, mientras seguía siendo un buen padre, marido y amigo. Estas exigencias iban cambiando con el tiempo, así que mis capacidades también tuvieron que adaptarse en consonancia.

La mayoría cree que los retos que comporta conducir al éxito una gran empresa son más exigentes que si se trata de una pequeña. Y no es verdad. Pasar de un negocio de cinco personas a otro de sesenta requiere el mismo esfuerzo que pasar de sesenta a setecientos, o de setecientos a mil quinientos empleados. En retrospectiva, no puedo decir que los retos se volvieran más fáciles o difíciles en ninguna de las fases que atravesamos. Sencillamente, eran distintos. Un ejemplo: cuando no tenía a nadie a quien supervisar, debía hacerlo casi todo por mi cuenta. Cuando aprendí y gané lo bastante como para pagar a otra gente, me encontré con el reto de gestionarlos como empleados. De igual modo, la lucha con los altibajos económicos y del mercado cambiaba constantemente. No lo pensé en su momento, pero ahora me parece obvio que, por mucho que uno mejore con el tiempo, ascender a niveles superiores no se vuelve más fácil: el atleta olímpico encuentra tantos retos en su campo como el deportista novel.

Muy poco después nos enfrentamos a otra disyuntiva crucial: ¿qué tipo de empresa queríamos tener? ¿Debíamos seguir creciendo o nos quedábamos como estábamos?

En 2003 decidí que necesitábamos convertir Bridgewater en una institución, más que seguir siendo una gestoría de andar por casa. Mejoraríamos en muchos aspectos —mejores tecnologías, controles de seguridad, una fuente de talentos más amplia—, y entonces seríamos más estables y permanentes. Esto implicaba que teníamos que contratar a más gente para los departamentos de tecnología, infraestructuras y demás, y también a profesionales de los recursos humanos y la informática, que ejercieran de formadores y de soporte.

Giselle se opuso vehementemente a esta ansia de crecimiento. Estaba convencida de que meter a un montón de gente nueva pondría en riesgo nuestra cultura empresarial, y que el tiempo y la atención derivados de la contratación, la formación y la gestión nos distraerían de nuestro objetivo. Aunque coincidía con ella, no me gustaba la alternativa de impedirnos crecer y culminar nuestro potencial. Veía esta disyuntiva igual que casi todas: ya fuera posible o imposible nadar y guardar la ropa a la vez, sería tan solo una prueba para nuestro carácter y nuestra creatividad. Yo, por ejemplo, ya preveía maneras de aprovechar al máximo a los nuevos empleados gracias a la tecnología. Tras una prolongada batalla contra estas preguntas, decidimos dar luz verde al crecimiento.

DESARROLLAMOS NUESTROS PRINCIPIOS

Desde que Bob, Giselle y Dan me habían presentado el «Memorando sobre Ray» en los noventa, me había dedicado a poner por escrito mis principios laborales, y a compartirlos, igual que había hecho con los de inversión. Al principio, se materializaron en documentos compartidos sobre nuestra filosofía y en correos electrónicos enviados a todo el personal. Cuando se presentaba una situación nueva, que requería tomar una decisión, yo reflexionaba sobre los criterios que había utilizado para tomar esa decisión y los escribía en forma de principio, para que los demás pudieran establecer la relación entre una situación, mis principios para afrontarla y mi acción final. Todo se convirtió, progresivamente, en «otra más de…», dependiendo de la situación (contratar, despedir, decidir compensaciones, afrontar la insinceridad…), con sus principios determinados. Al estar escritos, podía incentivar una meritocracia de ideas: nos poníamos todos a pensar y a refinar aquellos principios, y finalmente los adoptábamos.

Los principios empezaron siendo pocos y fueron aumentando con el tiempo. A mediados de la primera década de 2000, Bridgewater inició un crecimiento más acelerado, y teníamos a más gestores intentando aprender y adaptarse a nuestra peculiar cultura, y que me pedían cada vez más consejos. Aparte, gente que no trabajaba en la empresa empezó a preguntarme cómo podía crear sus propias meritocracias de ideas. Así pues, en 2006 elaboré una lista provisional de sesenta principios laborales y la distribuí a los mánagers de Bridgewater para que comenzaran a evaluarlos, debatieran sobre ellos y los intentaran entender. «Es un borrador muy básico —escribí en la portada del memorando—, pero está abierto a comentarios.»

Así dio comienzo un proceso evolutivo, todavía en marcha, de identificación de situaciones, elaboración de principios para afrontarlas y sincronización con otros líderes y mánagers de Bridgewater con respecto a ellos. Con el tiempo, me topé con casi todas las posibilidades imaginables que pueden presentarse cuando se dirige una empresa, así que con unos pocos cientos de principios podía abarcarlas casi todas. Esta colección, como la de los principios de inversión, se convirtió en una especie de biblioteca para la toma de decisiones. Son la base de lo que encontrarás en los «Principios Laborales».

No obstante, no bastaba con codificar e impartir nuestra filosofía; teníamos que vivirla. Y a medida que la empresa crecía, cambió la forma de hacerlo. Al principio, todos nos conocíamos, así que era fácil desarrollar una transparencia radical: todos podían ir a las reuniones que quisieran y comunicarse entre sí de manera informal. Conforme fuimos creciendo, esto resultó imposible a nivel logístico y supuso un problema. ¿Cómo iban a adherirse los empleados de manera productiva a la meritocracia de ideas si no sabían todo lo que pasaba? Sin transparencia, cada uno se dedicaría a satisfacer sus propios intereses, a veces a puerta cerrada. Se ocultarían los problemas, en lugar de sacarse a relucir y resolverse. Para una meritocracia de ideas real, debe haber transparencia para que todos vean las cosas por sí mismos.

Para asegurarme de que esto sucediera, exigí que se grabaran todas las reuniones y que las grabaciones fueran accesibles a todos, con muy pocas excepciones, por ejemplo cuando se trataban temas muy privados como la salud personal o informaciones sobre terceros en relación con alguna operación o regla de decisión. Al principio, enviaba las cintas de las reuniones de gestión sin editar a todo el personal, pero les consumían demasiado tiempo. Así que formé un pequeño equipo para que las editara, centrándose en los momentos de mayor importancia, y con el tiempo les añadimos preguntas para crear casos de estudio de «realidad virtual» que pudieran emplearse para la formación de los trabajadores.6 Con el tiempo estas cintas acabaron formando parte de un «kit de entrenamiento» para nuevos empleados, y han constituido una ventana hacia un flujo constante de situaciones conectadas con los principios necesarios para afrontarlas.

Esta transparencia dio pie a discusiones muy sinceras sobre quién hacía qué, y cómo lo hacía; en consecuencia, comprendimos más en profundidad la manera de pensar que tenía cada uno. Esto nos ayudó a todos, porque mostraba el distinto funcionamiento de los cerebros de cada persona. Al menos me sirvieron para comprender mejor a gente a la que antes no habría dudado en estrangular. Reconocí asimismo que los mánagers que no comprenden las diferentes formas de pensar de la gente no entienden tampoco cómo afrontan sus subordinados las distintas situaciones; es como si un capataz no comprendiera el funcionamiento de sus propias máquinas. Este enfoque desembocó en una exploración de varias pruebas psicométricas como método para entender las diferentes formas de pensar de la gente.

LAS PRUEBAS PSICOMÉTRICAS

Cuando mis hijos eran pequeños, los hice examinar por una excelente psicóloga llamada Sue Quinlan. Su evaluación dio en el clavo y predijo con sorprendente precisión cómo se desarrollarían en los siguientes años. En vista del gran éxito de estas pruebas, volví a trabajar con ella y varios colegas suyos para identificar las mejores pruebas a la hora de determinar cómo eran mis compañeros de trabajo. En 2006, me sometí al Indicador de Myers-Briggs por primera vez y me sorprendió lo acertadamente que describió mis preferencias.

Muchas de las diferencias que describía, como las que existen entre los «intuitivos» —que suelen centrarse en conceptos a gran escala— y los «sensoriales» —que se fijan más en hechos concretos y detalles— resultaron muy relevantes en relación con los conflictos y las desavenencias que surgían en Bridgewater. Me puse a buscar otras pruebas que nos permitieran entendernos mejor. Al principio fue un proceso lento, sobre todo porque la mayoría de psicólogos con los que me entrevisté se mostraron demasiado aprensivos a la hora de explorar las diferencias interpersonales. Con todo, al final encontré a grandes profesionales, en especial a uno llamado Bob Eichinger, que me encaminó hacia otras pruebas muy útiles.

A principios de 2008 obligué a casi todos los mánagers de Bridgewater a someterse al Myers-Briggs. Los resultados me dejaron atónito. No creía que algunos fueran a pensar de la manera que describían las pruebas, pero cuando les pregunté en qué grado valoraban la precisión con que los describían aquellas pruebas, en una escala del uno al cinco, el 80% de ellos les dieron un cuatro o un cinco.

LOS CROMOS DE BÉISBOL

Aun con los datos que nos habían proporcionado las pruebas de MyerBriggs y otras similares, descubrí que todavía nos costaba conectar los resultados que veíamos y los datos que conocíamos sobre las personas que los producían. La misma gente asistía a las mismas reuniones una y otra vez, hacía las cosas como siempre y obtenía idénticos resultados sin preguntarse por qué. (Hace poco me encontré un estudio que hablaba de un sesgo cognitivo según el cual las personas pasan siempre por alto los datos empíricos que demuestran que una persona es mejor que otra en algo y asumimos que ambos son igual de buenos. Precisamente esto era lo que veíamos ahora.) Por ejemplo, a la gente que se sabía que no era creativa se le asignaban tareas creativas; a los que no se fijaban en los detalles se les daban encargos detallistas, etc. Nos hacía falta un método para que los datos sobre la gente resultaran más claros y más explícitos, y así fue como empecé a diseñar «cromos de béisbol» para los trabajadores, con sus «puntuaciones técnicas». La idea era que pudieran compartirse y utilizarse para asignar responsabilidades. De igual manera que no se pondría tercero para batear a un infielder con una media de bateo de ciento sesenta, tampoco se le iba a asignar una tarea que requiriera atención a los detalles a alguien especializado en los conceptos a gran escala.

Al principio, muchos se mostraron reacios ante esta idea. A la gente le preocupaba que los cromos no resultaran exactos, que se perdiera mucho tiempo para darles forma o que solo sirvieran para encasillar injustamente a los demás. Con todo, a medida que fue pasando el tiempo, la actitud de todos con respecto a este enfoque dio un giro de ciento ochenta grados. A la mayoría le parecía más una liberación que una carga que esta información estuviera a la vista de todos; cuando se convirtió en la norma, cada uno ganó esa comodidad de sentirse uno mismo en el trabajo, igual que se sentían en sus casas, con la familia.

Dado lo inusitado de esta práctica, varios psicólogos conductistas acudieron a visitarnos para evaluarla. No puedo dejar de recomendarte sus trabajos, que resultaron abrumadoramente favorables.7 Bob Kegan, psicólogo de Harvard, dijo de Bridgewater que era «la prueba de que la excelencia en los negocios y la búsqueda de la autorrealización no son excluyentes, y de que pueden ser imprescindible la una para la otra».

He de decir también que mis circunstancias personales en ese momento me condujeron hacia la psicología y la neurología. Aunque trataré de mantener las vidas de mis familiares tan ajenas a este libro como me sea posible, en aras de su privacidad, voy a contarte una historia sobre mi hijo Paul, porque es relevante y porque él la trata de forma abierta.

Tras graduarse por la Tisch Film School de la Universidad de Nueva York, Paul se trasladó a Los Ángeles para trabajar. Un día se presentó en la recepción del hotel donde se alojaba mientras buscaba piso y destrozó el portátil que había allí. Lo detuvieron y lo metieron entre rejas, y los guardias le dieron una paliza. Finalmente le diagnosticaron un trastorno bipolar, lo liberaron dejándolo a mi cargo y lo admitieron en la sección de psiquiatría de un hospital.

Fue el comienzo de un trayecto en una montaña rusa que duraría tres años, y en la que Paul, Barbara y yo experimentamos las crisis de sus manías y los pozos de sus depresiones, todo entre idas, venidas y zigzagueos en el sistema sanitario y en sesiones con algunos de los psicólogos, psiquiatras y neurólogos más brillantes y comprensivos que existen en la actualidad. No hay mejor catalizador para el aprendizaje que el miedo y la necesidad, y con esto tuve unas buenas dosis de ambos. Había veces que me sentía como si llevara a Paul de la mano mientras caminábamos al borde de un acantilado. Día tras día era incapaz de saber si conseguiría sujetarlo o si se me acabaría cayendo. Trabajé a fondo con sus cuidadores para entender qué sucedía y qué se podía hacer al respecto. Gracias a la ayuda que recibió y a su excepcional carácter, Paul salió de aquel pozo y ahora está como si nunca hubiera caído en ese abismo, porque ha desarrollado fortalezas que no tenía, pero que le hacían falta. Hubo un tiempo en que fue un salvaje: salía de casa hasta las tantas, era desorganizado, fumaba marihuana y bebía; pero ahora se toma religiosamente las medicinas, medita, se acuesta temprano y evita las drogas y el alcohol. Tenía creatividad a raudales, pero le faltaba disciplina; ahora cuenta con ambas. En consecuencia, es más creativo ahora de lo que nunca ha sido, está felizmente casado, con dos hijos, y es un cineasta de éxito y todo un luchador en apoyo de quienes combaten contra el trastorno bipolar.

Su transparencia total con respecto a su trastorno y su compromiso a la hora de ayudar a quienes lo padecen me inspira de verdad. Su primera película, Touched with Fire, que fue muy alabada, dio esperanza y una vía de escape a mucha gente que quizá habría acabado perdiendo la vida a manos del trastorno bipolar. Me acuerdo de verle rodar una escena, basada en una de nuestras conversaciones: estaba frenético y yo intentaba razonar con él. Vi a la vez al actor que lo encarnaba, tocando fondo, y al Paul de verdad, en sus horas más altas, dirigiendo la escena. Me venían a la mente fogonazos de toda su experiencia: desde las profundidades del abismo, pasando por la metamorfosis, hasta el héroe que tenía delante. Estaba decidido a hacer algo por quienes atravesaban una situación idéntica a la suya.

Aquel descenso a los infiernos me ayudó a entender mucho mejor cómo y por qué todos vemos las cosas de distinta forma. Aprendí que gran parte de nuestra manera de pensar depende de la fisiología, y que puede cambiar. Los asombrosos cambios de humor de Paul, por ejemplo, se debían a secreciones irregulares de dopamina y otras sustancias en el cerebro, así que controlando aquellos elementos y las actividades y los estímulos que los condicionaban, podía cambiar.

También descubrí que la creatividad del genio y la locura pueden estar muy cerca una de la otra; que la misma química que a veces ilumina, en otras ocasiones distorsiona, y que encontrarse atrapado dentro de la propia mente reviste un gran peligro. Cuando Paul se volvía «loco», creía siempre en sus propios argumentos ilógicos, por muy extraños que los encontrasen los demás. Aunque en el caso de alguien con trastorno bipolar esto se exacerba, es algo que, según he observado, le pasa a todo el mundo. También aprendí cómo la gente puede cambiar la manera de trabajar de su cerebro para producir resultados increíblemente mejores. Estas revelaciones me ayudaron a relacionarme con los demás de un modo más eficaz. Ahondaré en el tema en el capítulo 4, «Entiende que las personas funcionan de formas muy distintas».

CIMENTAR E INNOVAR EN BRIDGEWATER

En nuestra asamblea general anual de junio de 2008, afirmé que, para mí, Bridgewater era entonces, y siempre lo había sido, «terrible y genial a la vez». Tras más o menos cinco años de crecimiento acelerado en aras de convertir de Bridgewater en una institución, nos habíamos topado con problemas novísimos. Esto no era ninguna novedad. Desde el comienzo siempre nos había generado problemas el hecho de estar a la vanguardia, de equivocarnos y de evolucionar rápido. La tecnología, por ejemplo, había cambiado tanto durante los años que pasamos construyendo la empresa que habíamos pasado de usar reglas de tres a programas de hojas de cálculo y luego una inteligencia artificial avanzada. Con tantos cambios, y tan veloces, parecía inútil querer hacerlo todo perfecto si posteriormente iba a surgir algo nuevo y mejor. De modo que construimos una tecnología flexible y abierta, lo cual tenía sentido en su momento, pero nos acarreó no pocos enredos. Aquella estrategia de avance rápido y flexibilidad se había aplicado a toda la empresa, y algunos departamentos se habían estresado en el proceso. Siempre había sido divertido estar a la última, pero apuntalar nuestros cimientos nos estaba costando, sobre todo en la parte del negocio que no atañía a la inversión. La organización precisaba reformas en varios ámbitos, pero no iba a resultar tarea fácil emprenderlas.

En 2008 trabajaba alrededor de ochenta horas a la semana en dos trabajos a jornada completa (supervisar nuestras inversiones y la empresa), y creo que no hacía bien ninguna de las dos cosas. Sentía que yo mismo, y lato sensu la empresa, estábamos dejando de ser sobresalientes en todos los campos. Desde el inicio había compaginado bastante bien la gestión económica y la empresarial; pero, dado el crecimiento que habíamos experimentado, esta última requería mucho más tiempo del que yo podía dedicarle. Supervisé un estudio de tiempos y movimiento acerca de todas mis responsabilidades en relación con la inversión y con la dirección de Bridgewater; resultó que me habrían hecho falta unas 165 horas a la semana para alcanzar el nivel de excelencia en el rendimiento que me satisficiera. Obviamente, era imposible. Como mi idea era delegar todas las tareas posibles, pregunté a los demás quiénes podrían llevarlas a cabo de forma excelente, si es que existían. A todos les parecía que era imposible delegar la mayoría de aquellas tareas. Estaba claro que no me había esmerado lo suficiente a la hora de buscar y formar a otros para delegar en ellos mis responsabilidades.

Para mí, el mayor éxito que puedes lograr como jefe es dirigir a otros para que hagan las cosas bien sin ti. Por debajo está que tú hagas bien las cosas personalmente y, aún más abajo, que las hagas mal. Mientras cavilaba sobre esta idea, me di cuenta de que, a pesar de todos los fantásticos logros de Bridgewater o los míos propios, no había alcanzado el mayor éxito posible. De hecho, bregaba para llegar al segundo nivel (hacer las cosas bien yo mismo), a pesar de los excelentes resultados de Bridgewater.

Entonces trabajaban en la empresa 738 personas, entre las que había 14 jefes de departamento. Yo los supervisaba a todos y, en mi ausencia, lo hacía un comité de gestión que había creado porque sabía que no podía fiarme de mis decisiones sin someterlas al escrutinio ajeno. Había estructurado la jerarquía de Bridgewater de tal modo que yo tenía que rendir cuentas ante el comité de gestión y pedírselas a los miembros que supervisaban, a su vez, la empresa. Quería que también fueran responsables de demostrar una excelencia dominante, y ayudarlos a alcanzar ese objetivo.

En mayo de 2008 escribí un correo a cinco miembros del comité, con copia a toda la empresa, para decirles: «Me atrevo a admitir que he llegado a mi límite, y que la calidad de mi trabajo y el equilibrio entre este y mi vida personal se están resintiendo de forma inaceptable».

LA CRISIS ECONÓMICO-FINANCIERA DE 2008

Reconocer que había rebasado mi límite no podía reducir por sí solo la cantidad de trabajo que me llegaba, sobre todo en lo que respectaba a las inversiones, en una época que se reveló de inestabilidad histórica.

Dado que había quedado dolorosamente sorprendido muy a menudo por acontecimientos previos de diversa índole que no me habían afectado directamente, sino que habían sucedido en otro tiempo lugar —como la devaluación monetaria de 1971 y la crisis de la deuda de principios de los ochenta—, había desarrollado nuestros principios económicos y de mercado para que fueran intemporales y universales. Es decir, sabía que teníamos que entender todos los movimientos económicos y bursátiles, no solo los que nos afectaban directamente, y asegurarnos de que los principios por los que nos regíamos habrían funcionado en todas las épocas y todos los países.

En consecuencia, a principios de la década de 2000 habíamos introducido una «variante de crisis» en nuestros sistemas que especificaba los pasos a seguir en un contexto de acontecimientos cuyo desarrollo indicase un alto riesgo de una crisis de deuda y una depresión. En 2007, esta variante indicó que existía una burbuja de deuda a punto de estallar, habida cuenta de que los costes del servicio de la deuda superaban las previsiones de los flujos de efectivo. Con los tipos de interés tan cerca del 0 %, sabía que los bancos centrales no podían relajar sus políticas monetarias hasta el punto de detener aquella caída, como habían hecho en recesiones anteriores. Estas mismas circunstancias habían conducido, en el pasado, a otras depresiones.

Recordé vivamente mi experiencia entre 1979 y 1982. Contaba con tres décadas de conocimiento acumulado, pero tenía mucha menos confianza. Aunque tenía claras las dinámicas de la economía, no estaba tan seguro de tener razón. Me acordé de que en 1982 estaba convencido de que la caída de la deuda acabaría hundiendo la economía y de que me había equivocado de medio a medio.

Aquella experiencia me llevó a un conocimiento mucho mayor sobre las crisis de deuda y sus efectos en los mercados, e investigué y realicé operaciones de trading con algunos de ellos, incluida la crisis de deuda latinoamericana de los ochenta, la japonesa de los noventa, el batacazo de Long-Term Capital Management en 1998, el estallido de la burbuja punto com en 2000 y la caída vivida tras los atentados del World Trade Center y el Pentágono de 2001. Ayudado por mis compañeros, desempolvé libros de historia y periódicos antiguos para vivir el día a día de la Gran Depresión y la República de Weimar, comparando lo sucedido entonces con los acontecimientos presentes. Este ejercicio solo sirvió para confirmar uno de mis mayores temores: me parecía inevitable que un gran número de personas, empresas y bancos estaban a punto de atravesar problemas serios, y que la Reserva Federal no podría reducir los tipos de interés para amortiguar el golpe, como había hecho en 1930-1932.

El miedo a equivocarme me llevó a tratar de localizar algunas mentes brillantes que encontraran agujeros en mi teoría. Quería que los políticos clave comprendieran mi forma de pensar, tanto para ponerla a prueba como para que se dieran cuenta de cómo veía yo la situación, así que me trasladé a Washington y me entrevisté con empleados del Tesoro y de la Casa Blanca. Aunque se mostraron cordiales, mis ideas les parecían agoreras, especialmente cuando todos los indicadores señalaban que la economía parecía experimentar un bum. La mayoría no ahondó mucho en nuestros razonamientos y cálculos antes de descartarlos de plano, con una excepción: Ramsen Betfarhad, subsecretario del vicepresidente Dick Cheney para la Política Nacional. Estudió todos nuestros informes y le invadió la preocupación.

En vista de que nuestras predicciones parecían certeras y de que no encontramos a nadie capaz de refutarlas, preparamos las carteras de nuestros clientes equilibrando nuestra posición para maximizar los beneficios y reducir las pérdidas si estábamos en lo cierto; o para contar con un plan B si nos equivocábamos. Aunque creíamos estar preparados, nos preocupaba tanto tener razón como equivocarnos. La idea de un crac que afectara a la economía mundial nos asustaba por las consecuencias que tendría para los que estaban desprotegidos.

Al igual que en 1982, cuando las circunstancias empeoraron y comenzó a verificarse que teníamos razón, los políticos comenzaron a hacernos más caso. Betfarhad me convocó a la Casa Blanca para reunirme con él. Tim Geithner, presidente de la Reserva Federal de Nueva York, también requirió mi presencia. Acudí acompañado de Bob, Greg y un joven analista de nombre Bob Elliott a almorzar con Geithner. Le presentamos nuestras cifras y se puso literalmente blanco. Al preguntarme de dónde las había sacado, le aseguré que eran de dominio público. Tan solo las habíamos unificado para verlas desde otro ángulo.

Dos días después de este encuentro, el banco Bear Stearns se hundió. Esto no supuso una gran preocupación para la gente ni para los mercados, aunque constituía una señal de lo que estaba por venir. No fue hasta seis meses después, en septiembre, cuando también cayó Lehman Brothers; entonces todo el mundo ató cabos. A partir de ese momento, el castillo de naipes se desplomó rápido y, aunque no pudieron contener el daño total, los políticos, en especial el presidente de la Reserva Federal Ben Bernanke, reaccionaron con maestría para reducir «con arte el endeudamiento» (es decir, para disminuir las cargas de la deuda y a la vez mantener el crecimiento económico en positivo y la inflación en niveles bajos).8

En resumen, capeamos el temporal en lo que respecta a nuestros clientes, anticipándonos a los movimientos del mercado y evitando pérdidas. Nuestro fondo más importante creció un 14% en 2008, año en que otros muchos inversores registraron pérdidas de más del 30%. Nos habría ido incluso mejor si no hubiéramos tenido miedo de equivocarnos; esta fue la causa de que niveláramos nuestras apuestas y no arriesgáramos más. Con todo, no me arrepentía: había aprendido que no era inteligente proceder de tal forma. Aunque en este caso habríamos tenido ganancias mayores con menos equilibrios, no habríamos podido sobrevivir a largo plazo si hubiéramos adoptado aquella estrategia en nuestras inversiones.

La crisis del euro de 2008 resultó ser muy similar a la de 1982 y a otras muchas que la precedieron y la seguirán. Disfruté reflexionando sobre mis mayores errores y sobre el valor de los principios que surgieron de ellos. Cuando se produzca la siguiente crisis importante dentro de veinticinco años más o menos —o cuando sea—, llegará por sorpresa y tendrá efectos devastadores a no ser que esos principios estén debidamente codificados en forma de algoritmos y dentro de nuestros ordenadores.

AYUDA PARA LOS POLÍTICOS

Nuestros principios económicos y de mercado eran muy distintos de los que tenía la mayor parte de la gente, lo cual explicaba por qué nuestros resultados eran diferentes. Los desarrollaré en «Principios Económicos y de Inversión», para no detenerme ahora en ellos.

En palabras del expresidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, «nuestros modelos fracasaron cuando más los necesitábamos […] JP Morgan había acelerado la economía hasta tres días antes [de la caída de Lehman Brothers]. Su modelo fracasó. El modelo de la Reserva Federal fracasó. El modelo del Fondo Monetario Internacional fracasó. […] Me pregunté, pues: “¿Qué ha ocurrido?”». Bill Dudley, presidente de la Reserva Federal de Nueva York, se refirió al problema cuando afirmó: «Creo que en la percepción que la macroeconomía tiene del panorama económico, el crecimiento, la inflación […] hay un error de base. Si comparamos los grandes modelos macroeconómicos, vemos que no cuentan con un sector financiero. No admiten la posibilidad de que este último pueda desmoronarse, con lo cual el impulso a las políticas monetarias puede estar muy desequilibrado. Creo que la lección que nos ha dado la crisis es que hay que trabajar mucho más para asegurar el entendimiento entre los expertos en macroeconomía y los financieros, y construir modelos más sólidos». Tenía toda la razón. Nosotros «los financieros» vemos el mundo de manera muy distinta a los economistas. En razón de nuestros éxitos, los políticos comenzaron a contactarnos con más frecuencia, lo cual me llevó a entablar relación con políticos de primer nivel de Estados Unidos y del resto del mundo. Por respeto a la privacidad de nuestras conversaciones, no diré mucho de ellos salvo que se volvieron más abiertos a nuestras perspectivas no tradicionales y más escépticos con respecto al pensamiento económico tradicional, que no había conseguido ni prever ni prevenir la crisis.

La mayoría de encuentros fueron unilaterales: yo respondía a las preguntas y no hacía ninguna que pudiera comprometerlos u obligarlos a callar por miedo a romper la confidencialidad. Me reuní con todos estos líderes sin emitir juicios y sin importarme sus ideologías particulares. Los traté igual que habría hecho un médico, en aras de producir el mejor efecto posible.

Querían mi ayuda porque mi perspectiva sobre la macroeconomía mundial como inversor difería mucho de la suya como políticos; cada uno ve las cosas desde la perspectiva de su entorno. Los inversores piensan de manera independiente, prevén los acontecimientos que aún no han tenido lugar y ponen en juego, en sus apuestas, dinero real. Los políticos vienen de entornos que fomentan el consenso, no las discrepancias, y los preparan para reaccionar ante lo que sucede y para negociar; no para apostar. Como carecen —a diferencia de los inversores— de un feedback constante sobre la calidad de sus decisiones, no queda claro cuáles de ellos las toman buenas o malas. Después de todo, son políticos. Aun los más perspicaces y capacitados han de desviar de manera constante su atención de los problemas inmediatos con los que lidian y centrarse en luchar contra las objeciones de sus colegas. Los sistemas políticos en los que se desenvuelven son, a menudo, disfuncionales.

Aunque la maquinaria económica es más poderosa a largo plazo que cualquier sistema político (a los políticos ineptos y sistemas políticos ineficaces se los acaba reemplazando), la interacción entre ambos es la que dicta los ciclos económicos hic et nunc… y no suele resultar agradable de ver.

GRANDES BENEFICIOS

En 2010 obtuvimos los mejores beneficios de nuestra historia: casi 45 y 28 % en nuestros dos fondos Alfa Puros, y casi un 18 % en los Todoterreno. Se debió casi por completo a que habíamos programado nuestros sistemas de recopilación y gestión de información de manera brillante. Estos trabajaban mejor que nuestros cerebros. Sin ellos, tendríamos que haber gestionado nuestros activos a la antigua usanza: sopesando mentalmente todos los mercados y todo influjo que pudiera afectarlos, y traduciendo estas ideas en una cartera de apuestas. Tendríamos que haber contratado y supervisado a muchísimos gestores de inversión y, como habría sido imposible tener fe ciega en ellos, tendríamos que habernos esforzado para comprender cómo tomaban decisiones. Esto habría implicado vigilarlos para saber qué podíamos esperar de ellos mientras lidiábamos con una marabunta de personalidades distintas. ¿Por qué me iba a interesar proceder así? Me parecía que aquella forma de invertir o gestionar una organización había quedado obsoleta, como interpretar un mapa en vez de utilizar un GPS. Por supuesto que nos costó construir nuestro sistema: llevábamos más de treinta años en ello.

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