Principios

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PORTADA

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Contar con un exceso de dinero para gestionar puede afectar negativamente al rendimiento, porque los costes de entrar y salir del mercado pueden ser altos en función de si se es demasiado grande como para impulsar los mercados. Unos beneficios de más del 40% en 2010 nos habían colocado en la posición de devolver grandes cantidades a unos clientes que, en realidad, querían confiarnos más dinero. Siempre manteníamos las distancias con suficiente cautela para evitar crecer demasiado y matar así a nuestra gallina de los huevos de oro.

Nuestros clientes no querían recuperar su dinero, sino incrementarlo, así que nos vimos en la encrucijada de buscar la forma de maximizar nuestra capacidad sin que nuestros resultados se resintieran. Nunca habíamos tenido que lidiar con algo así, porque era la primera vez que gestionábamos tal cantidad de dinero. Descubrimos rápidamente que con una mínima parte de nuestro capital podíamos crear un fondo nuevo que se comportara igual que un Alfa Puro, pero invertirlo solo en los mercados más líquidos. Con ello, nuestra previsión de beneficios no cambiaría y el riesgo previsto (la volatilidad) aumentaría solo mínimamente.

Programamos este nuevo enfoque en nuestro sistema informático, lo pusimos a prueba en todos los países y épocas y lo explicamos en detalle a nuestros clientes para que comprendieran completamente la lógica que operaba tras ellos. Pese a todo lo que me gusta y me ha beneficiado la inteligencia artificial, estoy convencido de que algo así solo pueden descubrirlo las personas y luego programar a las máquinas en consecuencia. A mi parecer, la gente adecuada, en colaboración consigo mismos y con la informática, es la clave del éxito.

A finales de año, abrimos los «Grandes Mercados de Alfa Puros» y nuestros clientes invirtieron quince mil millones en ellos. Desde entonces, los beneficios han sido los previstos: muy similares a los Alfa Puros (y, para ser exactos, ligeramente mejores). Nuestros clientes estaban encantados. De hecho, esta opción se volvió tan popular que en 2011 tuvimos que cerrarla a nuevas inversiones.

DEL ANONIMATO A LA NOTORIEDAD

El éxito es un arma de doble filo, tal y como aprendí cuando conseguimos prever la crisis financiera y empezó a concentrarse una atención pública no deseada en Bridgewater y en mí. Nuestros resultados inusuales, nuestra forma especial de ver la economía y los mercados y nuestra peculiar cultura empresarial nos convertían constantemente en el centro de atención. Quería seguir siendo tan discreto como pudiera, así que evitaba los encuentros con la prensa. Sin embargo, los periodistas no se arredraron y continuaron escribiendo sobre mí y sobre la empresa, normalmente en tono sensacionalista, pintándome como un superhéroe de las inversiones capaz de caminar sobre el agua o como el líder de una secta; a veces era ambas cosas a la vez.

Recibir demasiada atención gracias al éxito te coloca en una mala posición. En Australia a esto lo llaman el «síndrome de la flor más alta», porque son estas las que suelen acabar arrancadas. Me disgustaba aquella atención, y especialmente que se tachara a Bridgewater como un culto; me parecía que reducía nuestra capacidad para contratar a gente excepcional. A la vez, me di cuenta de que, como no permitíamos que los medios viesen cómo trabajábamos en realidad, era inevitable que nos retrataran de forma sensacionalista.

Así que, a finales de 2010, decidí publicar mis Principios, que explicaban con detalle qué hacíamos y por qué. Los colgué en nuestra web para que los leyese cualquiera que no formara parte de la empresa.

Resultó una decisión difícil, pero fantástica. La mayoría lo entendió así y se benefició de leer estos principios. Más de tres millones de personas los han descargado y hay quienes han costeado incluso traducciones a su propio idioma. He recibido multitud de notas de agradecimiento de parte de gente que me ha dicho que le han cambiado la vida.

PREPARAR A BRIDGEWATER PARA EL ÉXITO SIN MÍ

Desde niño, he aprendido a base de práctica. Me centraba en lo que quería e intentaba sobrevivir el tiempo suficiente para aprender de mis errores y mejorar. Si yo cambiaba lo bastante rápido para convertirlo en sostenible, entonces construía sobre ello para que prosperara. Siempre he tenido mucha fe en mi entendimiento y, con el tiempo, la necesidad de comprensión ha ido agudizando este talento. En consecuencia, solía contratar sobre todo a personas parecidas a mí, que cogían los retos por los cuernos, pensaban en una manera de afrontarlos y la ejecutaban. Descubrí que con tesón, sentido común y creatividad, y con dedicación para sacar adelante una misión común, aprenderían lo necesario para triunfar, si les enseñaba a tomar las decisiones correctas. Sabía que una gestión agobiante y opresiva no funcionaría, porque ni a ellos ni a mí nos gustaría. Si iba a estar diciéndoles qué hacer, no iban a mejorar por sí solos. Además, tampoco me gustaba trabajar con gente que necesitara esa machaconería.

Sin embargo, desde la década de los noventa había reparado en las barreras emocionales que la gente tenía a la hora de hablar con franqueza de sus problemas y debilidades. En vez de acoger las situaciones ambiguas y los retos con los brazos abiertos, acababan sintiéndose mal cuando se les presentaban. Una persona con las proporciones justas de sentido común, creatividad y carácter para afrontar los cambios es una rara avis. Antes de llegar a ese punto, casi todos precisan de un poco de ayuda. Por ello redacté mis principios y la lógica en que se basaban, y los compartí, con la esperanza de que los usasen quienes los aprobaban, y de que quienes no estaban de acuerdo debatieran sobre ellos abiertamente. Supuse que a la larga nuestros enfoques de situaciones concretas acabarían convergiendo.

Y aunque casi todos aprobábamos mis principios a nivel intelectual, a muchos les costó traducirlos en acciones concretas y eficaces, porque sus costumbres y sus barreras emocionales pesaban más que sus razonamientos lógicos. La formación y las grabaciones de realidad virtual resultaron de gran ayuda, pero seguían sin ser suficientes.

Por mucho esfuerzo que pusiéramos en contratar a los mejores y formarlos para que se adaptaran a nuestra meritocracia de ideas, era inevitable que muchos no dieran la talla. Mi estrategia consistía en contratar candidatos, formarlos, ponerlos a prueba y ascenderlos o despedirlos rápidamente, a fin de identificar a los empleados brillantes y descartar a los vulgares, repitiendo el proceso una y otra vez hasta contar con suficientes mentes brillantes.

Para que esta estrategia surtiera efecto, necesitábamos a personas con baremos estrictos que no dudaran en echar a quienes no estuvieran a la altura. Muchos empleados nuevos (y algunos antiguos) se resistían a escrutar de esa manera a la gente, lo cual solo empeoraba las cosas. Cuesta ser duro con los demás.

Claro que la mayoría de los que vienen a Bridgewater son osados; saben bien dónde se meten. Comprenden que hay más posibilidades de lo normal para fracasar, pero asumen gustosos el riesgo porque las ventajas del éxito son en comparación muy superiores a los inconvenientes del fracaso. En el peor de los casos, aprenden un montón sobre sí mismos, viven una experiencia interesante y se marchan a otros puestos; en el mejor, entran a formar parte de un equipo magnífico con aspiraciones increíbles.

Los nuevos suelen pasar por un período de aclimatación que dura entre dieciocho y veinticuatro meses hasta que llegan a sentirse cómodos con la sinceridad y la transparencia que definen tan bien la cultura de Bridgewater (sobre todo en lo que respecta a aceptar los propios errores y a afrontarlos con éxito). Pero hay gente que nunca se adapta. Me han llegado a decir que unirse en Bridgewater es como entrar en un cuerpo de operaciones especiales intelectual o como asistir a un centro de autodescubrimiento dirigido por el Dalái Lama. Los que sobreviven aseguran que, a pesar de lo difícil que resulta acostumbrarse, acaban contentísimos por la excelencia que alcanzan y las magníficas relaciones que se entablan. Y los que no pueden, o no quieren adaptarse, deben ser descartados; esto es primordial para mantener el nivel de excelencia de la empresa.

Durante mucho tiempo, yo era el responsable exclusivo de diseñar nuestra cultura y mantener el listón alto; pero en 2010 cumplí sesenta años y llevaba treinta y cinco al frente de Bridgewater. Aunque espero seguir en forma durante más o menos otra década, estaba listo para dedicar mi energía a otros proyectos. Siempre he querido estar inmerso en los mercados, pero también deseaba disfrutar más de la familia y los amigos, ayudar a los políticos y dedicarme a algunas pasiones incipientes (la exploración oceánica, la filantropía), o a todo lo que me interesase.

Mi plan era dejar el cargo y pasar a convertirme en mentor de quienes me sustituyeran, continuar como inversor y aprovechar el tiempo libre para exprimir la vida al máximo mientras pudiera.

Como en cualquier organización, el éxito de Bridgewater dependía de su gente y de su cultura. Los directivos de las empresas se enfrentan a decisiones importantes todos los días. Sus elecciones determinan el carácter de la compañía, la calidad de sus relaciones y los resultados que se obtienen. Cuando puse punto final, era el responsable de la mayoría de decisiones importantes, que pasarían luego a estar en manos de otros. Mientras mantuvieran una cultura bien definida y unos principios consensuados que llevaban décadas funcionando, el movimiento se demostraría andando.

CAPÍTULO 6

DEVOLVIENDO LA RECOMPENSA

2011-2015

Desde mi perspectiva, la vida consta de tres fases. Durante la primera, dependemos de los demás a la vez que aprendemos. En la segunda, los otros dependen de nosotros mientras trabajamos. En la tercera, cuando ya nadie depende de nosotros y no necesitamos trabajar, somos libres para disfrutar la vida.

Me encontraba entre la segunda y la tercera etapa. Intelectual y emocionalmente ya no me ilusionaba tanto el éxito propio, sino que mis seres queridos triunfaran también sin mí.

Tuve que despedirme de dos trabajos al dejar Bridgewater: la supervisión general de la empresa, en tanto que CEO, y el control sobre nuestras inversiones en tanto que inversor jefe. No iba a abandonar los mercados porque es un juego que me ha encantado desde que tenía doce años y seguiré jugando hasta que me muera; pero no quería ser imprescindible en ambos cargos, por el riesgo que esa situación implicaba para la empresa.

Mis compañeros y yo comprendimos que la transición entre la primera generación de líderes y la segunda, en una empresa dirigida por el fundador y con una cultura tan definida, iba a ser difícil, sobre todo si este lleva mucho tiempo al frente. La salida de Bill Gates del cargo de CEO de Microsoft en 2008 era el ejemplo más reciente, pero hay muchísimos precedentes.

La duda más difícil que me asaltaba era si debía olvidarme por completo de la dirección o seguir vinculado a ella como mentor. Por un lado, me gustaba la idea de dejarlo todo, porque así los nuevos líderes tendrían libertad para buscar sus propias vías de éxito sin tenerme todo el rato encima. Mis amigos me instaban a dar el paso, a «declarar la victoria», recoger mis fichas y pasar página; pero no estaba seguro de que la transición fuera bien, porque nunca había hecho una cosa así. Yo actúo por ensayo y error: me equivoco, reflexiono sobre mis errores, elaboro nuevos principios y triunfo. No veía por qué aquel cambio tenía que ser distinto. Tampoco creía justo para mí traspasar toda mi carga de trabajo a los que me reemplazaban como CEO. Sabía que Lee Kuan Yew, el sensato fundador y líder de Singapur durante cuarenta y un años, había dejado de lado sus responsabilidades para erigirse en mentor, y le había ido muy bien. Por todas estas razones, decidí que asumiría ese papel, lo cual implicaba quedarme callado o hablar siempre el último, y estar siempre disponible para prestar consejo. A mis compañeros les gustó la idea.

Decidimos empezar cuanto antes, para que mis sustitutos adquirieran experiencia y hacer todos los ajustes necesarios. Como desconocíamos más de lo que sabíamos sobre aquella transición, teníamos que andarnos con cuidado. Esperábamos que el proceso durara varios años, quizá dos o tres o, tal vez, diez. Como llevábamos tanto tiempo trabajando juntos, éramos optimistas: sería más pronto que tarde.

El 1 de enero de 2011 anuncié a la empresa que abandonaba mi puesto de CEO, y que Greg Jensen y David McCormick ocuparían mi lugar. El 1 de julio, transferí mis responsabilidades de gestión a Greg, David y el resto del comité ejecutivo. Simultáneamente, expusimos nuestro «plan de transición de diez años o menos» a nuestros clientes.

APRENDEMOS CÓMO SON LOS ARTÍFICES

Como es natural, el nuevo equipo de gestión lo pasó mal durante aproximadamente los dieciocho meses siguientes. Emitimos un diagnóstico igual que el de un ingeniero que evalúa una máquina que no opera al cien por cien de su capacidad, a fin de recalibrarla. Dado que cada persona produce resultados distintos en función de su forma de ser, cada vez que creábamos un equipo buscábamos una mezcla perfecta de cualidades y personas que nos satisficiera. De modo que examinamos mis características en relación con los demás, para determinar qué iban a echar de menos, lo que bautizamos como «laguna de Ray». Que quede claro que le pusimos ese nombre porque era yo quien me marchaba; de haber sido Bob, David o Greg, habríamos estudiado qué vacío dejaban ellos en la empresa.

Greg y David elaboraron una lista de mis responsabilidades y de las diferencias entre ellos y yo a la hora de desempeñarlas. A todos nos pareció que el hueco que dejaba yo era lo que llamamos «el del artífice».

Para entender a qué me refiero con el término, basta con pensar en Steve Jobs, que fue seguramente el artífice más importante e icónico de nuestra época, dados el éxito y la envergadura de su creación. Un artífice es una persona con ideas únicas y valiosas, que las desarrolla con resultados hermosos, por lo general en medio de las dudas y la oposición de los demás. Jobs creó la mayor y más exitosa empresa del mundo revolucionando la informática, la música, las comunicaciones, la animación y la fotografía, a través de productos de diseño estéticamente bello. Elon Musk (Tesla, SpaceX y SolarCity), Jeff Bezos (Amazon) y Reed Hastings (Netflix) son otros grandes artífices del mundo empresarial. En el campo de la filantropía están Muhammad Yunus (Grameen), Geoffrey Canada (Harlem Children’s Zone) y Wendy Kopp (Teach for America); y entre los políticos, Winston Churchill, Martin Luther King, Lee Kuan Yew y Deng Xiaoping. Bill Gates es un ejemplo de artífice tanto en los negocios como en la filantropía, igual que Andrew Carnegie. Mike Bloomberg, en estos dos, además de en la política. Einstein, Freud, Darwin y Newton, en las ciencias. Cristo, Mahoma y Buda, en la religión. Todos tenían visiones originales y las desarrollaron con éxito.

Aunque todos los mencionados son los más importantes, existen artífices de toda clase. Seguro que conoces en persona a unos cuantos: pequeños empresarios, activistas, dirigentes comunitarios, los que abanderan el cambio y construyen instituciones perdurables. Mi objetivo era identificar a los futuros artífices de Bridgewater, colaborando con mis sustitutos como CEO o buscando talentos del exterior.

El 5 de octubre de 2011, pocos meses después de empezar a darle vueltas al asunto del artífice, falleció Steve Jobs. Escribí sobre él en nuestras Observaciones diarias, una de las pocas ocasiones en que usé ese canal para hablar de un tema ajeno a la inversión, porque lo admiraba como hombre capaz de visualizar cambios y realizarlos de forma excepcional. Poco después, Walter Isaacson publicó una biografía de Jobs. Advertí no pocas similitudes entre él y yo, sobre todo al leer palabras textuales de Jobs. Al poco tiempo se publicó un artículo llamado «Is Ray Dalio the Steve Jobs of Investing?» («¿Es Ray Dalio el Steve Jobs de la inversión?») en aiCIO, una importante revista sobre el mundo de la inversión. Destacaba varias semejanzas: que yo, al igual que Jobs, fundé mi negocio desde cero (él desde un garaje, yo desde un dormitorio de mi casa), que los dos habíamos diseñado productos innovadores que cambiaron por completo nuestras respectivas industrias y que seguíamos líneas de gestión únicas. A Bridgewater la han llamado a menudo el Apple de las inversiones pero, a decir verdad, yo creía que, comparados con Apple y Jobs, mi empresa y yo quedábamos a la altura del betún.

El libro de Isaacson y el artículo destacaban otros paralelismos entre nuestros orígenes, objetivos y enfoques: ambos éramos rebeldes, pensábamos de forma independiente y trabajábamos sin descanso en pos de la innovación y la excelencia; ambos meditábamos y queríamos «dejar huella en el universo», y ambos éramos bastante duros con los demás. Obviamente existían diferencias notables, claro. Ojalá Jobs hubiera compartido conmigo los principios en los que se había basado para lograr sus metas.

No era solo que Jobs y sus principios despertaran interés en mí: quería conocer las cualidades y principios de todos los artífices, para captar mejor las semejanzas y diferencias entre ellos, y formar un arquetipo del artífice ideal. Era la estrategia que había seguido siempre para entender las cosas; por ejemplo, había elaborado un estudio exhaustivo sobre las recesiones pasadas, para elaborar un cuadro atemporal de la recesión típica y entender las diferencias entre todas ellas. Todos mis movimientos seguían este esquema, porque así comprendo mejor el funcionamiento de las cosas. Con los artífices me pasó lo mismo.

Comencé investigando qué cualidades reunían Jobs y los demás artífices de la mano de Isaacson, primero en conversaciones privadas en su despacho y luego en foros abiertos en Bridgewater. Como también había escrito biografías de Albert Einstein y Ben Franklin —otros dos grandes ejemplos de artífices—, me las leí y las examiné con él, para sacar en claro qué cualidades tenían en común.

Hablé luego con artífices que conocía: Bill Gates, Elon Musk, Reed Hastings, Muhammad Yunus, Geoffrey Canada, Jack Dorsey (Twitter), David Kelley (IDEO) y muchos más. Todos habían tenido una visión y le habían dado forma mediante sus organizaciones, actualizándola en diversas ocasiones y durante largos períodos de tiempo. Les pedí que dedicaran una hora a un test de personalidad para descubrir sus valores, capacidades y enfoques. Aunque no fueron perfectos, aquellos test resultaron de un valor inestimable. (De hecho, los he adaptado y refinado con los años, para que nos ayuden a contratar y gestionar a nuestro personal.) Las respuestas que dieron me proporcionaron pruebas objetivas y estadísticamente ponderables sobre sus similitudes y diferencias.

Resulta que todos tienen mucho en común. Piensan por su cuenta, y no dejan que nadie se interponga entre ellos y sus metas. Cuentan con esquemas mentales muy sólidos sobre la forma correcta de hacer las cosas y, a la vez, tienen la voluntad para poner a prueba esos esquemas en el mundo real y modificarlos para que funcionen mejor. Son extremadamente tenaces, pues la necesidad de alcanzar su visión es mayor que el dolor que experimentan en su lucha. Lo más interesante es quizá que tienen una visión más amplia que la mayoría, ya sea porque esta es absolutamente personal o porque saben aprovecharla de otros que ven más que ellos. Todos son capaces de percibir el todo en su conjunto y los detalles más nimios (y lo que cae en medio) y sintetizar las perspectivas que les aporta esta visión; la mayoría de la gente solo ve una cara de la moneda. Son creativos, sistemáticos y prácticos a la vez. También son asertivos y tienen la mente abierta. Pero, sobre todo, les apasiona lo que hacen, no toleran que sus trabajadores no sean excelentes, y quieren dejar una huella profunda y benéfica en el mundo.

Elon Musk, por ejemplo. Cuando acababa de lanzar el Tesla y me enseñó su coche por primera vez, tenía tanto que decir sobre el mando del coche para abrir las puertas cuanto sobre su visión de Tesla como el futuro de la automoción y la importancia que tenía para el planeta. Cuando le pregunté, posteriormente, cómo había creado su compañía SpaceX, la audacia de su respuesta me dejó anonadado.

«Durante mucho tiempo he pensado que es inevitable que suceda algo malo a escala mundial (una plaga, un meteorito), y que la humanidad tenga que empezar de cero en otro sitio, en Marte por ejemplo. Un día me metí en la página web de la NASA para comprobar cómo avanzaba su misión a Marte, y me di cuenta de que ni se les había pasado por la cabeza llevarla a cabo a corto plazo.»

«Había ganado ciento ochenta millones de dólares cuando mis socios y yo vendimos PayPal —prosiguió— y se me ocurrió que si gastaba noventa millones y los usaba para adquirir misiles balísticos intercontinentales de la antigua URSS, y enviaba uno de ellos a Marte, podía suponer una inspiración para iniciar la exploración del planeta rojo.»

Cuando le pregunté por su experiencia en aeronáutica, me aseguró que era nula. «Me puse a leer, sin más.» Así piensan y actúan los artífices.

A veces, el empeño que ponen en sus objetivos los hace parecer groseros o desconsiderados, y esto se reflejaba en los test. Nada es nunca lo bastante bueno, y el abismo entre lo que es y lo que puede ser les resulta una tragedia y, a la vez, una fuente inagotable de motivación. Nadie puede interponerse entre ellos y su objetivo. En una de las pruebas de personalidad figura una categoría en la que obtuvieron puntuaciones bajas, llamada «Interés por los demás». No significa, ni mucho menos, lo que parece.

Pensemos en Muhammad Yunus. Gran filántropo, ha dedicado su vida a ayudar a los demás. Fue galardonado con el Nobel de la Paz por sus ideas pioneras sobre los microcréditos y la microfinanciación, y le han impuesto la Medalla de Oro del Congreso, la Medalla Presidencial de la Libertad y la Medalla de Oro Mahatma Gandhi de la Unesco, entre otras distinciones. Y aun así, en «Interés por los demás», tuvo una puntuación baja. Geoffrey Canada, que ha dedicado gran parte de su vida adulta a ayudar a niños desfavorecidos en una zona de cien manzanas de Harlem (Nueva York), lo mismo. Bill Gates, que dedica casi todo su tiempo y energías a salvar y mejorar las vidas de los demás, igual. Y es obvio que Yunus, Canada y Gates se preocupan mucho por la gente, aun con estos resultados. ¿Por qué? Hablando con ellos sobre las preguntas que desembocaron en las puntuaciones, nos quedó claro: ante una elección entre alcanzar sus metas y complacer (o no decepcionar) a los demás, escogían, por sistema, lo primero.

Este proceso de investigación me sirvió para aprender que existen tipos muy diferenciados de artífices. La distinción primordial se verifica en si su artificio es creador, gestor o una mezcla de ambos. Por ejemplo, Einstein, que era creador, no tenía nada que gestionar; Jack Welch (director ejecutivo de General Electric) y Lou Gerstner (IBM), que eran grandes gestores/líderes, no necesitaban ser tan innovadores. El caso menos común es el de personas como Jobs, Musk, Gates y Bezos, que eran visionarios vanguardistas y crearon grandes empresas para dar forma a sus particulares visiones.

Hay muchos que parecen artífices porque se les ha ocurrido una idea brillante y han llegado a poder venderla por grandes sumas de dinero, pero no ejercitan su capacidad constantemente. Abundan en Silicon Valley; quizá habría que llamarlos «inventivos». He observado asimismo que existen grandes líderes empresariales que no encajan en el molde clásico porque no se les ocurrió una idea ni le dieron forma, sino que entraron a formar parte de organizaciones ya existentes y acabaron gestionándolas con éxito. Únicamente los artífices verdaderos van de éxito en éxito y mantienen esta tendencia durante décadas. Esa era la gente que yo quería para Bridgewater.

Mi examen de los artífices y mis reflexiones sobre mis propias cualidades me dejaron claro que nadie es capaz de ver todo lo que necesita para alcanzar un éxito arrollador, aunque algunos tienen un campo visual más amplio. Los excepcionales hacen justo esto último y, a la vez, se relacionan con otras mentes brillantes que ven las cosas de forma distinta y complementaria.

Esta idea tuvo su importancia para conseguir que mi salida de la dirección de la empresa fuera bien. Yo me había encontrado problemas en el pasado, había descubierto sus causas y había diseñado mis propias soluciones; otros emitirían distintos diagnósticos, por pensar de forma diferente, y soluciones. Mi trabajo como mentor consistía en ayudarlos a alcanzar el éxito en aquel proceso.

Este ejercicio me recordó que hay muchos menos tipos de gente en el mundo que personas, y aún menos tipos distintos de situaciones que situaciones, así que resulta esencial emparejar las situaciones correctas con las personas adecuadas.

En vista de que tanto Jobs como Gates habían salido hacía poco de Apple y de Microsoft, me fijé de cerca en ambas empresas para comprender cómo podía preparar a Bridgewater para el éxito sin mí. La mayor diferencia entre ellas y Bridgewater era la cultura empresarial: cómo utilizamos la meritocracia de ideas y la sinceridad y transparencia radicales para poner los problemas y las debilidades sobre la mesa y, así, avanzar en pos de una solución.

SISTEMATIZAMOS NUESTRA MERITOCRACIA

Cuanto más estudiaba a la gente, más claro tenía que existían distintos tipos y que, grosso modo, en idénticas circunstancias, cada uno de ellos produciría un resultado predecible. Es decir, que si se sabe de antemano cómo es alguien, uno puede hacerse una idea bastante acertada sobre qué cabe esperar de él. Esto me daba más ánimos que nunca para reunir montañas de datos sobre la gente y dibujar retratos puntillistas de ellos, que nos ayudaran a asignar acertadamente y según el mérito determinadas responsabilidades a según qué personas. Si además adoptábamos una perspectiva empírica, potenciaríamos este proceso de meritocracia de las ideas que alineaba las responsabilidades de la gente con sus méritos respectivos.

Aunque me parecía meridianamente claro y sensato, en la práctica aquello era mucho más difícil de lograr. Más o menos un año después de comenzar mi transición, observé que muchos mánagers nuevos (y algunos antiguos) no lograban ver los patrones de comportamiento de los demás de forma diacrónica (o sea que no podían relacionar la forma de ser de alguien con los resultados que produce). Su rechazo a un examen estricto que revelara esas características solo complicaba las cosas.

Tuve una revelación cuando me di cuenta de que los retos que nos suponían las decisiones de gestión no existían en nuestra labor como inversores. Llegué a la conclusión de que, a través del análisis de ingentes cantidades de datos y algoritmos, nuestros ordenadores podían revelar aquellas relaciones con más eficiencia que nosotros, igual que nos ayudaban a establecer conexiones entre mercados. No tenían prejuicios personales ni barreras emocionales, así que los sujetos analizados no podrían ofenderse por el diagnóstico, totalmente basado en datos. De hecho, podrían estudiar aquellos datos y algoritmos, evaluarlos personalmente y proponer cambios si así lo deseaban. Parecíamos científicos que tratasen de desarrollar pruebas y algoritmos para analizarnos de forma objetiva.

El 10 de noviembre de 2012 expuse mis ideas al consejo de administración mediante un correo electrónico. El asunto rezaba «La vía de escape: sistematizar la buena gestión»:

Ahora ya tengo claro que la diferencia principal entre la parte de Bridgewater dedicada a la inversión —que va a continuar teniendo éxito— y las demás —que no creo que sigan ese camino si no cambiamos su funcionamiento— es que el proceso de decisión de las inversiones está hasta tal punto sistematizado que a la gente le cuesta utilizarlo mal (porque, básicamente, siguen las instrucciones de ese sistema). Otros departamentos dependen mucho más de la calidad de la gente y de su toma de decisiones.

Pensad en ello. Imaginaos cómo funcionarían las decisiones relativas a la inversión si se tomaran siguiendo el mismo patrón que en el área de la gestión (es decir, si dependieran de la gente que contratamos y de cómo toman decisiones colectivas a su modo). Acabaría siendo un caos.

El proceso de decisión «inversor» funciona de la siguiente forma: un grupo pequeño de gestores que creó estos sistemas analiza las conclusiones a las que llegan estos últimos y el razonamiento que han seguido, en tanto que nosotros sacamos nuestras propias conclusiones y exploramos por cuenta propia nuestros razonamientos. […] La máquina hace la mayor parte del trabajo y nosotros interactuamos bien con ella. […] [Y] no dependemos de la gente, que tiende a equivocarse mucho más.

Considerad lo distinta que es la gestión. Aunque existen principios, no tenemos un sistema establecido de toma de decisiones.

En otras palabras, creo que el proceso de decisión para las inversiones funciona porque los principios de inversión se han traducido en reglas para tomar decisiones que la gente sigue, en tanto que la gestión es menos eficaz porque sus principios no se han convertido en normas que puedan seguirse a la hora de tomar una decisión en este ámbito.

No tiene por qué ser así. He construido nuestros sistemas de inversión (con ayuda de otros) y tengo conocimientos sobre las decisiones que afectan a la inversión y a la gestión; por ello tengo confianza en que pueden llegar a ser idénticos. Las únicas preguntas son si podemos implantarlos lo suficientemente rápido y qué pasará entretanto.

Estoy trabajando con Greg (y algunos otros) para desarrollar estos sistemas igual que lo hice en su día con él (y con Bob y los demás) en los sistemas de inversión. Este sistema tomó formas como los cromos de béisbol, el Recolector de Puntos, el Botón del Dolor, los exámenes, las tareas específicas, etc. Como dispongo de un tiempo limitado para dedicarlo a ello, tenemos que ser rápidos; y a la vez nos tocará luchar una guerra de trincheras, combatir cuerpo a cuerpo, para purgar a los que no den la talla y para captar o ascender a los que destaquen.

Una de las mejores características de la decisión basada en algoritmos es que hace que la gente se centre en las relaciones causa-efecto y, de esta forma, ayuda a crear una verdadera meritocracia de ideas. Cuando todos pueden ver qué criterios utilizan esos algoritmos, y ayudar a desarrollarlos, pueden estar de acuerdo con que el sistema es justo y confiar en que el ordenador analice los datos, evalúe a los trabajadores con acierto y les asigne las responsabilidades adecuadas. Los algoritmos son, en esencia, principios en acción que se siguen de manera continua.

Aunque a nuestro sistema de gestión le queda mucho por recorrer antes de llegar al nivel de automatización del de inversión, las herramientas que nos ha proporcionado, sobre todo el Recolector de Puntos (una aplicación que recopila información sobre la gente en tiempo real, descrita con detalle en los «Principios Laborales»), han marcado una diferencia sustancial en nuestra manera de trabajar.

Todas estas herramientas refuerzan los buenos hábitos y el pensamiento positivo. Los primeros surgen de pensar repetidamente en un proceso regido por principios, como aprender un nuevo idioma. Los segundos, de explorar el razonamiento subyacente en los principios.

El objetivo último de todo esto era ayudar a la gente que me preocupaba a tener más éxito cuando yo faltase, y ha supuesto una presión creciente a medida que mis hitos vitales me iban recordando las distintas etapas de mi vida. Por ejemplo, me convertí en abuelo cuando nació Christopher Dalio el 31 de mayo de 2013. Y en verano de ese mismo año me llevé un buen susto con respecto a mi salud que al final se quedó en nada, pero que me recordó que era mortal. Seguía encantándome participar en los mercados, y quiero hacer esto hasta que me muera; esta pasión me ayudó a acelerar la transición entre la segunda y la tercera etapa de mi vida.

PREDECIMOS LA CRISIS DEL EURO

Desde 2010, mis compañeros de Bridgewater y yo comenzamos a atisbar una crisis de deuda que iba a afectar a Europa. Habíamos examinado cuánta deuda debían vender, y cuánta podían comprar, un gran número de países, y dedujimos que muchas naciones de la Europa meridional iban a quedarse cortas. La crisis resultante podía ser tan mala o peor que la de 2008-2009.

Al igual que en 1980 y 2008, aunque nuestros cálculos apuntaban claramente que se iba a producir una crisis de deuda, yo era consciente de que podíamos equivocarnos. Pero como, de estar en lo cierto, supondría un gran negocio para nosotros, quise compartir mis observaciones con políticos de primer nivel, tanto para advertirlos como para que me corrigieran si tenían una visión distinta. Me topé con la misma resistencia parca en explicaciones que había experimentado en Washington en 2008, solo que esta vez en Europa. Había estabilidad y, aunque no existían razones para creer que la situación fuera a continuar así, la mayoría de mis interlocutores no estaban preparados para escuchar mi razonamiento. Recuerdo una reunión con el director del Fondo Monetario Internacional, cuando aún no se había desatado la tormenta. Puso en tela de juicio mis conclusiones, aparentemente delirantes, y no se interesó por las cifras que le presenté.

Al igual que a los políticos estadounidenses antes de 2008, sus homólogos europeos no le tenían miedo a una situación que nunca habían vivido.

Como todo iba bien y la perspectiva que yo les mostraba era peor que nada de lo que hubieran vivido nunca, mis palabras les parecían implausibles. Tampoco entendían hasta el menor detalle quiénes eran prestamistas y prestatarios, ni cómo cambiarían en relación con las transformaciones de mercado. Su idea del funcionamiento del mercado y de la economía era del todo simplista, como las de los académicos. Por ejemplo, a los inversores nos veían como un ente único que denominaban «el mercado», no como una amalgama de jugadores diversos que compraban y vendían por determinadas razones. Cuando los mercados caían, querían tomar medidas para aumentar la confianza, pensando que con ello el dinero volvería a fluir y los problemas se esfumarían. No comprendían que daba igual que hubiera mucha o nula confianza: los compradores no tenían dinero ni crédito suficientes para comprar toda la deuda que habría que haber vendido.

Del mismo modo que todos los cuerpos funcionan básicamente igual, la maquinaria económica de los distintos países hace lo propio. Y al igual que las enfermedades físicas infectan a la gente sea del lugar que sea, las económicas también. De modo que, aunque los políticos se mostraron escépticos al principio, encaucé mis conversaciones con ellos estudiando la fisiología del caso que nos ocupaba. Diagnosticaba la enfermedad económica que los aquejaba y les mostraba el avance de los síntomas basándome en casos idénticos del pasado. Procedía luego a enumerar los mejores tratamientos para la enfermedad según la fase en la que se encontrara. Fue una serie de do ut des de gran calidad sobre los vínculos y los hechos que los demostraban.

Y aunque conseguí hacerles ver aquellos vínculos, los sistemas de decisión política en los que se movían no funcionaban bien. No solo tenían que decidir cómo comportarse en tanto que países individuales, sino que los diecinueve países de la zona euro tenían que ponerse de acuerdo antes de pasar a la acción; en muchos casos, el acuerdo debía ser unánime. Pocas veces existía una manera clara de resolver las discrepancias, y esto era un problema porque la solución (imprimir más dinero) se topaba con la oposición de los alemanes, económicamente conservadores. En consecuencia, la crisis seguiría intensificándose hasta llegar a un punto de ruptura, mientras los líderes europeos se empeñaban en celebrar debates interminables a puerta cerrada. Estas luchas por el poder pusieron a prueba los nervios de todos los implicados. Creo que no puedo expresar la cantidad de malos comportamientos que aquellos políticos debían tolerar para beneficiar a las personas que representaban.

Un ejemplo: en enero de 2011, pocas semanas después de que el nuevo presidente español lo nombrara ministro de Economía, me reuní con Luis de Guindos, un hombre al que aprendí a admirar por su franqueza, inteligencia y voluntad heroica de sacrificarse por el bienestar de su país. El antiguo gobierno español había perdido las elecciones, y el nuevo tomó las riendas en un momento en que los bancos estaban a punto de hundirse. El relevo político se vio forzado de inmediato a negociar con representantes del FMI, la Unión Europea y el Banco Central Europeo («la Troika», lo llamaban). Lo hicieron a primera hora de la mañana y, al final, tuvieron que firmar un acuerdo de préstamo que básicamente transfería el control de su sistema bancario a la Troika a cambio del apoyo financiero que precisaban con desesperación.

Mi encuentro con el ministro De Guindos tuvo lugar la mañana posterior a la primera y más difícil de estas negociaciones. Con los ojos enrojecidos pero la mente muy despierta, respondió con paciencia y sinceridad todas las complicadas preguntas que le planteé, y me expuso sus ideas sobre qué reformas tenían que acometerse en España para solucionar todos sus problemas. Durante los siguientes dos años, y ante una considerable oposición, él y su gobierno implantaron las reformas con esfuerzo. Nunca se le alabó como hubiera merecido, pero le daba igual porque se sentía satisfecho con los resultados. Para mí, eso es un héroe.

Con el paso del tiempo, los países deudores de Europa se hundieron en depresiones más profundas. Mario Draghi, presidente a la sazón del BCE, tomó en septiembre de 2012 la valiente decisión de comprar bonos. Con esta estrategia evitó la inminente crisis de deuda, salvó el euro y, como se verificaría a posteriori, produjo pingües beneficios para el BCE. Pero no consiguió estimular de inmediato el flujo de crédito y el crecimiento económico en los países afectados por la depresión. La inflación, que el BCE debía mantener en un 2%, estaba por debajo del objetivo y en descenso. Aunque el BCE había ofrecido préstamos atractivos a varios bancos en aras de resolver el problema, estos no aprovecharon la oferta para marcar una diferencia significativa. Pensé que las cosas seguirían empeorando a no ser que el BCE «imprimiera dinero» y lo inyectase en el sistema mediante la compra de más bonos. Esta estrategia me parecía obvia y necesaria, así que me reuní con Draghi y el consejo ejecutivo del BCE para transmitirles mi preocupación.

En la reunión, les informé de por qué este enfoque no iba a ser inflacionario (porque es el nivel de gasto, que es dinero más crédito, y no solo la cantidad de dinero, el que determina el gasto y la inflación). Me centré en el funcionamiento de la economía porque creía firmemente que si llegábamos a un acuerdo en ese sentido —la compra de bonos como motor de dinero en el sistema— coincidiríamos también en cuanto a su impacto sobre la inflación y el crecimiento económico. En aquel encuentro, como en todas las reuniones similares, expuse nuestros cálculos y las importantes relaciones causa-efecto que observaba en ellos, para que pudiéramos debatir en grupo si mis conclusiones tenían sentido.

Un gran escollo a esta acción fue que no existía un mercado de bonos común a toda la eurozona, y el BCE, al igual que la mayoría de los bancos centrales, no debe favorecer a un país o una zona en detrimento de otra. Dadas estas condiciones, expuse mi teoría de que el BCE podía aplicar una expansión monetaria cuantitativa sin romper sus propias reglas, mediante la compra proporcional de bonos en todos los países miembros, aunque Alemania no necesitara, ni deseara, el alivio que supondrían esas compras. (La economía germana iba relativamente bien y comenzaban a surgir temores de inflación.)

Durante dieciocho meses me reuní con varios políticos europeos de primer nivel en el campo económico, de los que quizá el más importante fue el ministro de Economía alemán Wolfgang Schäuble, que me pareció extremadamente racional y desinteresado. Aprendí también cómo funcionaba la política en Alemania y en Europa.9 Cuando la situación empezara a ser grave, el BCE tendría que hacer lo mejor para Europa, es decir, imprimir dinero y comprar bonos tal y como yo había propuesto. Sería una acción consecuente con el mandato del BCE, y los países meridionales acreedores contaban con los votos para permitírselo, así que supuse que los alemanes se sentirían ninguneados y tomarían la decisión de abandonar la eurozona, lo cual no llegó a suceder porque los líderes germanos tenían un fuerte compromiso con una eurozona en la que estuviese su país.

Draghi anunció ulteriormente la decisión en enero de 2015. Tuvo mucha repercusión y sentó un precedente que permitiría más expansiones cuantitativas en el futuro, si eran necesarias. Los mercados reaccionaron de forma muy positiva. El día del anuncio de Draghi, las acciones europeas crecieron un 1,5%, la rentabilidad de los bonos estatales cayó en las principales economías de la Unión y el euro cayó un 2 % con respecto al dólar (lo cual supuso un estímulo para la economía). Esta situación se prolongó durante los siguientes meses, espoleó las economías europeas, apoyó un repunte del crecimiento e invirtió la tendencia inflacionista a la baja.

La decisión del BCE era, desde luego, lo que había que hacer, por razones que eran relativamente sencillas. Pero al ver la controversia que generó, pensé que el mundo necesitaba una explicación fácil de cómo funcionaba la maquinaria económica; si todos entendían los conceptos básicos, los políticos económicos podrían emprender en el futuro las acciones correctas mucho más rápido y sin agobios. Esto me llevó a grabar un vídeo de treinta minutos, Cómo funciona la maquinaria económica, que publiqué en 2013. Aparte de la explicación, incluía una plantilla para que la gente controlase su economía y daba pautas sobre qué hacer y qué esperar durante una crisis. Tuvo una repercusión mucho mayor de la que esperaba: llegaron a verlo más de cinco millones de personas, en ocho idiomas distintos. Algunos políticos me han dicho en privado que les resultó útil a nivel personal, para centrarse en su electorado o su circunscripción y para encontrar mejores maneras de avanzar. Estas palabras me llegaron al alma.

De mi contacto con políticos de diferentes nacionalidades he aprendido bastante sobre el funcionamiento real de las relaciones internacionales. Dista bastante de lo que la mayoría de gente tiene en mente. Los países se guían más por el interés propio y son menos considerados de lo que la mayoría consideraría apropiado a nivel individual. Cuando se negocia a nivel internacional, las partes se comportan como si fueran rivales en una partida de ajedrez o mercaderes en un bazar: maximizar el beneficio propio es la principal prioridad. Los líderes inteligentes conocen las debilidades de sus propios países, se aprovechan de las ajenas y esperan que los demás dirigentes se comporten igual.

Gran parte de quienes no han tenido contacto directo con los líderes de sus países o extranjeros basan sus opiniones en lo que aprenden de los medios y, en consecuencia, estas se tornan vagas y erróneas. La causa es que el drama y el cotilleo captan más lectores y espectadores que la objetividad científica. En ciertos casos, además, los «periodistas» tienen prejuicios ideológicos que intentan imponer al público y, como resultado, la mayoría de quienes ven el mundo con la lente de los medios suelen buscar buenos y malos, no los intereses personales y el poder relativo y la influencia que tienen. Por ejemplo, la gente suele acoger con los brazos abiertos las historias sobre cómo su patria es moralmente correcta, en tanto que la rival no; en casi todos los casos, cada país tiene intereses diferentes que intenta maximizar. Las mejores conductas que uno puede esperar vienen de líderes capaces de sopesar los beneficios de la cooperación durante un período lo suficientemente extenso para ver que la entrega de los frutos de un año producirá beneficios extra en el futuro.

Estos conflictos de intereses propios no se manifiestan solo en política internacional; también pueden tener cabida dentro de cada nación. No mucha gente se molesta en averiguar la verdad o en operar en aras del bien común, aunque la mayoría de políticos finge que lo hace. Un ejemplo: los representantes de las rentas más altas dirán que más impuestos restringen el crecimiento; los de las rentas bajas dirán justo lo contrario. Cuesta que todos hagan cuando menos el esfuerzo de mirar con objetividad la situación en su conjunto, y mucho más que actúen en aras del interés común.

Con todo, he llegado a respetar a casi todos los políticos con los que he trabajado y me he compadecido de ellos por las terribles posiciones en que muchos estaban. La mayoría es gente de férreos principios, forzada a trabajar en entornos sin ellos. La labor de un político es exigente aun en las mejores circunstancias y resulta casi imposible durante una crisis. La política se vuelve horripilante, y las distorsiones e informaciones abiertamente falsas de los medios no hacen sino empeorarlo todo. Varios políticos que he conocido —entre ellos Draghi, De Guindos, Schäuble, Bernanke, Geithner, Summers y otros muchos— eran verdaderos héroes, en el sentido de que valoraban su misión y a sus conciudadanos más que a sí mismos. Por desgracia, la mayoría de políticos comienzan su carrera siendo idealistas y la abandonan defraudados.

Uno de los héroes de quienes he tenido la suerte de aprender y a quienes he podido —espero— ayudar ha sido el chino Wang Qishan, que ha sido durante décadas un destacado impulsor del bien. Explicar su forma de ser y el recorrido que lo llevó al estrato más alto de liderazgo en China requeriría más espacio del que puedo dedicarle en este libro. En resumidas cuentas, Wang es historiador, un pensador de primer nivel y un hombre muy práctico. Pocas veces he conocido a alguien tan sabio y tan práctico a la vez. Un artífice de la economía china durante décadas que además consiguió erradicar la corrupción. Se le conoce por no tolerar los sinsentidos y por llevar sus planes a término.

Cada vez que voy a China solemos reunirnos una hora u hora y media. Comentamos la situación del mundo y la relación de este momento con miles de años de historia y con la naturaleza inmutable de la humanidad. Tratamos un amplio abanico de temas, desde la física hasta la inteligencia artificial. A ambos nos interesa vivamente que casi todo se repita una y otra vez, así como las fuerzas subyacentes de estos patrones y los principios que funcionan o no a la hora de afrontarlos.

Le regalé a Wang una copia del gran libro de Joseph Campbell El héroe de las mil caras, porque él es un héroe arquetípico y porque me pareció que le ayudaría; también Las lecciones de la Historia, un compendio de 104 páginas sobre los grandes poderes a lo largo de la historia, obra de Will y Ariel Durant, y El río del Edén, del incisivo Richard Dawkins, que explica el funcionamiento de la evolución. Recibí de él el clásico de Georgi Plejánov El papel del individuo en la historia. Todos los libros mostraban cómo las mismas cosas se han ido repetiendo a lo largo de la historia.

La mayoría de mis conversaciones con Wang versan sobre principios; considera la rima de la historia y encaja en ese contexto los casos particulares que tratamos. «Las metas imposibles atraen a los héroes —me dijo en una ocasión—. Los capaces son los que se preocupan por el futuro. Los necios no lo hacen por nada. Si los conflictos se resolvieran antes de agravarse, no tendríamos héroes.» Sus consejos me han ayudado a planificar el futuro de Bridgewater. Cuando le preguntaba, por ejemplo, por los controles y el equilibrio de los poderes, me señalaba el derrocamiento del Senado y la República romanos, por parte de César, como un caso típico de la importancia que tiene asegurarse de que ninguna persona tiene más poder que el sistema. Atesoré este consejo para mejorar el modelo de gobierno de Bridgewater.

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