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3. Exhibición » 59. Putas de Amsterdam, 7.ª parte

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59. PUTAS DE AMSTERDAM, 7.a PARTE

Estoy de vuelta en Amsterdam, pero ya no me siento como si estuviera en casa. Me pregunto si será porque no estoy con Dianne o porque estoy con ese mentiroso cabrón de Sick Boy. En cualquier caso, sea lo que sea, el Dam ya no es el refugio que fuera en tiempos.

Me costó una burrada separarme de ella para subirme al avión con él. La forma que su amor tiene de quitarme todos mis miedos; incluso mi paranoia con Begbie disminuía peligrosamente. Por mí el cabrón podría haber estado acechándome con un hacha durante aquellos paseos arbolados junto a Colinton Dell; me habría dado igual. Cuando la conocí por primera vez no era más que una colegiala precoz que estaba en la onda, lo cual es mucho más de lo que yo era; yo no era más que un gilipollas. Pero ahora Dianne es una mujer, legal e inteligente, no la colgada de los raves que imaginaba que sería, sino elegante, leída y, por consiguiente, más sexy que nunca.

Dianne.

No soy tan bobo como para pensar que haya sido cosa del destino. Remontándome a aquel entonces, si soy sincero, no logro distinguirla de ninguna de las otras tías con las que salí. Es el ahora lo que me interesa. La forma que tiene de bajarse las gafas sobre la punta de la nariz y mirar por encima cuando he dicho algo que le parece dudoso. La forma en que yo la llamo «ojos de búho» y ella me llama «huevos coloraos» es un indicio terrible. Más aterrador aún resulta el hecho de que me guste. ¿Llevamos juntos el tiempo suficiente como para andar con esa clase de insensatas intimidades? Evidentemente.

La quiero y creo que ella siente lo mismo por mí; eso es lo que dice, y creo que es lo bastante sincera tanto para saber lo que siente como para no mentir acerca de esas cosas. No le puedes mentir a tu alma.

Le he dejado mensajes a Katrin preguntando cuándo sería el mejor momento para ir a recoger algunas cosas. No me ha contestado. Veo a Martin y nos acercamos al piso en Brouwersgracht y me cuelo. Cargamos algunas de mis cosas en su furgona; las guardaré en la oficina. El resto puede quedárselas ella. Al cargar la última caja me siento estupendamente, como si me hubiera salido con la mía por completo.

Sick Boy, al que he dejado en el hotel, ha estado atosigándome por el móvil. Llegamos al estudio de edición de Miz; él ya está ahí sentado repasando fragmentos con un tío puesto en técnica que se llama Jack y que es amigo de Miz. Sick Boy está utilizando las instalaciones de Miz y, no obstante, se comporta de forma completamente brusca y desagradable con él. Da vergüenza. Para salvar la situación, invito a comer a Miz. Eso parece hacer feliz a Sick Boy, sin embargo, cuando llega al Brown Bar que hemos elegido más tarde, su cara sigue delatándole.

Miz no ha hecho más que derrochar entusiasmo ante la película; no para de largar acerca de que deberíamos darle una copia a su amigo Lars Lavish, el distribuidor de porno gonzo número uno. «Lars va a ir al Festival de Cine Adulto de Cannes», canturrea, «nos reuniremos con él».

Cuando cojo por banda a Simon en la barra, le pregunto: «¿Qué tienes contra Miz? ¿Prefieres editar el vídeo en Niddrie? Porque allí es donde acabaremos si no te pones las putas pilas».

«Ese saco de escoria me pone la piel de gallina», bufa. «Ni de coña tiene trato con una figura de primera como Lars Lavish…».

«No te está vacilando. Puede ayudarnos a lograr que nos exhiban en festivales porno de primera como el de Cannes».

«Sí, claro», dice Sick Boy entre dientes. «No necesito su ayuda para que proyecten mi película en ninguna parte. Y si se cree que va a andar pavoneándose a cuenta de Bananazurri puede irse a tomar por saco ahora mismo. Vale, por el momento le necesitamos, pero ese gilipollas holandés me toca los huevos y su farlopa no está muy allá. Con la suerte que tengo, podría ser el primer capullo al que empapelan por introducir un poco de perico en Amsterdam».

Al día siguiente le llamo temprano a su habitación, pero se ha ido. Como era de suponer, está en el estudio de edición, donde ahora se muestra de lo más lameculos con Miz. Deja muy claro que mis aportaciones no hacen falta, así que me largo a la oficina y empiezo a ocuparme de algunos asuntos del club. Le digo con renuencia a Martin que disuelvo la sociedad y que debería invitar a formar parte de ella a uno de nuestros otros asociados. Él se lo toma muy bien; me lo pone fácil. Es un tipo cojonudo.

Más tarde nos vemos en un club con Miz y Sick Boy, que ahora interpretan un repugnante numerito en plan «coleguitas de toda la vida». Al menos es mejor que lo que estaba pasando antes y me encuentro agradablemente relajado. De repente veo a Katrin de pie delante de mí. Estoy a punto de decir algo cuando me arroja la bebida al rostro y suelta una retahíla de maldiciones. Incluso intenta agredirme, pero sus amigos la contienen y se la llevan.

Estoy afectado, pero al capullo de Sick Boy le parece todo muy divertido. «Un cirio como mandan los cánones, eso ha sido, un cirio como mandan los cánones», canturrea alegremente con un acento nasal weedgie de cachondeo mientras se golpea los muslos con las manos.

Miro su rostro socarrón, recobro la compostura y pienso en la extraña relación que hemos mantenido, no menos misteriosa por haber estado separados durante años. Supongo que él era un poco como yo: ambos sabíamos que para los inquilinos de viviendas de protección oficial la decadencia es una costumbre de mala nota. Una costumbre ridícula, de hecho. La razón de ser de nuestra clase era sobrevivir, sin más. Al carajo: nuestra generación punk no sólo prosperó, sino que incluso tuvimos la desfachatez de ir de desencantados por la vida. Desde una temprana edad, Sick Boy y yo fuimos almas gemelas retorcidas. El desprecio, las burlas, la ironía, los vaciles; habíamos edificado nuestro pequeño universo privado mucho antes de que aparecieran el alcohol o las drogas para ayudarnos a refinarlo y darnos permiso para habitarlo incondicionalmente. Nos pavoneábamos por ahí desprendiendo un cinismo tan arraigado, despectivo y profundo que creíamos que nadie podía captarnos: padres, hermanos, vecinos, maestros, colgaos, tipos duros o modernos. Pero en el Fort o los pisos Banana no resultaba fácil elaborar un repertorio de la decadencia. Las drogas eran la opción más fácil. Luego empezaron a pasar factura, a erosionar los sueños que antes habían alimentado, alentado y fortalecido, derrumbando la vida a la que nos permitieron acceder. Y todo se convirtió en algo demasiado parecido a un trabajo duro que te cagas, y el trabajo duro era algo que ambos nos esforzábamos por evitar. Ahora lo que me atemoriza no es la heroína, no son las drogas, sino esta extraña relación simbiótica que mantenemos. Me preocupa que sea portadora de una dinámica que nos retrotraiga directamente a la matanza, ahora más que nunca, después de lo que Spud me dijo de Franco.

Pero Sick Boy ha estado trabajando duro en la edición, qué duda cabe. Me ha permitido quitarme de encima un montón de mierda del club. «¿Tienes una copia a la que pueda echarle un vistazo?», le pregunto.

Hace rechinar lentamente los dientes. «Nooo…, más bien pienso que no. Voy a mantenerlo todo en secreto hasta que pueda mostrarle a todo el mundo una versión casi tan definitiva como sea posible».

«¿Ah, sí? ¿Y eso cuándo será?».

«Espero que para cuando volvamos, mañana por la mañana a primera hora, en Leith, en el pub».

Su pub en Leith; sólo porque el cabrón piensa que no estaré allí. «Entonces», pregunto, inclinándome hacia él, «¿a qué viene tanta necesidad de envolverlo todo en tanto misterio?».

El capullo caradura sigue pomposo hasta el final. «Porque mientras tú has ido de señor Clubland y el bueno de Birrell estaba en casa jugando a la familia feliz, un pobre cabrón de mierda», dice señalándose a sí mismo, «estuvo sentado en un estudio de edición hasta que sus ojos ya no podían más montando esta película. Ni de coña me vas a montar un numerito en plan Antonio Gasset, para que luego se la enseñe a Birrell y me haga lo mismo, y después Nikki y por último Terry. No, a la mierda, prefiero llevarme todos los palos a la vez, gracias».

Es evidente que piensa que seré yo quien se lleve los palos si me topo con Begbie en Leith. Que se atreva el muy cabrón a tenderme una trampa.

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