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13. PUTAS DE AMSTERDAM, 1.a PARTE

Es bueno este DJ; se nota por el número de flipados que se disputan el espacio en torno a la cabina para verle, y por lo relajado que se encuentra frente a este público de aspecto cuasi meditabundo que está a la espera de que suceda algo, sin que la mayoría de ellos tenga la menor idea de que, en efecto, algo sucede.

Dicho y hecho; pone ese tema y explotan, atónitos ante la ferocidad de su reacción, y se dan cuenta súbitamente de que lleva más de media hora jugando con ellos, vacilándoles. Mientras estallan los vítores, suelta una sonrisa picara y astuta que chisporrotea por toda la pista.

Por toda la pista de mi club, aquí en el Herengracht, «el canal de los caballeros» del viejo Amsterdam. Le doy sorbos a mi vodka con Coca-Cola desde el mirador en la sombra al fondo del local, consciente de que debería estar ocupándome del tío este, tendiéndole la mano de la amistad y de la hospitalidad como hago con todos los DJs visitantes, incluso los que me parecen unos gilipollas. Pero que se ocupe Martin de este tío; yo me voy a mantener al margen, pues es de mi ciudad natal y le conozco. No tengo nada en contra de la gente de mi ciudad natal; es sólo que no me gusta encontrármelos por aquí.

Veo a Katrin, dándome la espalda, luciendo ese vestido azul oscuro que se ciñe a su delgado cuerpo y le llega hasta el cuello, y esa mata de cabello rubio cortado a navaja que le brota de la cabeza: está de pie, con Miz y una adolescente porno de lo más follable con la que ha ligado. No logro discernir de qué humor está Katrin; espero que se haya tomado una pastilla. Le rodeo la cintura con el brazo, pero me desmoralizo al sentir cómo se contrae ante mi contacto. No obstante, me esfuerzo. «¿Buena noche, no?», le grito al oído.

Ella vuelve la cabeza hacia mí y dice en un lúgubre acento alemán: «Quiero volver a casa…».

Miz me lee los ojos y me lanza una mirada de comprensión.

Me alejo de ellos, y me acerco a la oficina, donde veo a Martin metido allí con Sian y una chavala brummie[13] que anda con ellos últimamente. Están preparando rayas de coca, ya listas y dispuestas sobre la mesa de pino. Martin me tiende un billete de cincuenta guilders mientras me fijo en los ansiosos e incitantes ojos de plato de las chicas. «Nah, paso», le digo.

Martin les hace un gesto con la cabeza a las chavalas, lanza una papelina sobre el escritorio y me conduce a la pequeña antesala donde guardamos la fotocopiadora y las conversaciones clandestinas. «¿Estás bien?».

«Sí…, es Katrin…, ya sabes cómo está el patio».

El rostro de Martin se arruga bajo su canoso cabello castaño y muestra sus grandes dientes en señal de alerta espídica. «Ya sabes cuál es mi consejo, colega…».

«Ya…».

«Perdona, Mark, pero es una bruja amargada y está consiguiendo que tú acabes igual», me dice una vez más, señalando a renglón seguido la puerta de la oficina. «Tendrías que estar pasándotelo en grande. Tragos, tías y drogas. A ver, fíjate en Miz», dice sacudiendo la cabeza. «Es mayor que cualquiera de nosotros dos. Sólo se vive una vez, colega».

Martin y yo somos socios en lo del club y somos iguales en muchísimos aspectos, pero la diferencia es que yo nunca podré ser tan frívolo como él. Cuando yo me junto con alguien, creo en aguantar el tirón. Incluso cuando ya no queda nada por aguantar. Pero lo hace con buena intención, así que dejo que me dé la lata un rato antes de volver a la pista.

Y me encuentro buscando a Katrin, caminando distraídamente hasta la parte delantera de la casa. Por alguna razón levanto la vista y el DJ, el tío de Edimburgo, se me queda mirando durante un instante; nos ofrecemos una discreta sonrisa de reconocimiento mutuo mientras en mi pecho se despierta una sensación de inquietud. Después me vuelvo y veo a Katrin junto a la barra.

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