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14. CHANCHULLO N.º 18.737
Toda esa gente que no tiene cabida en el nuevo Leith está aquí durante mi primer día al timón. Un montón de viejos apestosos y de capullines tecnotartán hip-hoperos con anillos raperos en todos los putos dedos. ¡Uno de esos pequeños caraduras llega incluso a llamarme Sick Boy! Pues bien, sabed, insolentes cabritillos, que las únicas drogas con las que se traficará aquí serán aquellas que lleven el sello Simon Williamson de calidad. Sobre todo desde que ayer tuve la buena suerte de encontrarme con un viejo socio llamado Seeker, y ahora tengo los bolsillos rebosantes de pastillas y papelinas de perico.
Y la vieja Moira tendrá que desaparecer: una maruja gordinflona con gafas de la Seguridad Social de estilo retro evoca en demasía el Leith de antaño para el tipo de régimen que piensa implantar el hijo de la señora Williamson. Demasiado setentera, Mo. La policía estilista: ni na, ni na, ni na… Ahora está atendiendo a uno de los capullines, o, más bien, intentándolo. «Cu-cu-cu-cuatro pi-pi-pi-pintas de ce-ce-ce…», le dice el chaval ante las risitas de sus colegas, mientras se le contorsiona la cara hasta parecer que imita a una víctima de un infarto, en tanto que Moira está ahí parada, boquiabierta de vergüenza ajena.
Quizá haya que hacer algunos cambios. ¿Alex McLeish?[14]
Bueno, creo que así es, Simon. Cuando llegué aquí, el club estaba todo patas arriba. Me di cuenta enseguida del potencial que tenía, pero tuvimos que desprendernos de cierto lastre antes de estar maduros para atraer inversiones.
Ese es el proceso, Alex.
La especialidad de Moira es la vertiente catering del negocio. Aquí preparamos comidas, putos papeos de tres platos por algo así como noventa peniques por cabeza para los pensionistas. Me irrita lo que eso no supone para los márgenes de beneficio: si quisiera servir comida socializada me habría metido en el voluntariado del Comidas sobre Ruedas ese, a darles de jalar a los discapacitados y ancianos. Qué duda cabe, estas comidas de bar son escandalosamente baratas: estoy subvencionando la supervivencia de todos esos viejos parásitos.
Uno de esos viejos plantígrados se me acerca arrastrando los pies, con unos ojos azules un tanto amenazadores incrustados en una piel cristalina amarilla y roja, de lo más alegres para un hijo de puta tan viejo. El cabrón apesta tanto a meados que se diría que sale de uno de esos vídeos de lluvia dorada. A lo mejor los viejos cabrones les dan a los deportes acuáticos en el centro ese al que van. «Pescado o pastel de carne picada con papas, pescado o pastel de carne picada con papas…», brama, «¿el pescado está fresco?».
«Tan fresco que tuve que darle un par de bofetones para que se comportara», bromeo con una sonrisa y un guiño.
Resulta evidente que mis esfuerzos por hacerme el anfitrión jocoso están condenados de antemano con esta puta galería de rancios fracasados. Me mira con su carita de Scots terrier entornada en un gesto beligerante. «¿Qué lleva, masa o pan rallado?».
«Masa», informo al fastidioso vejestorio con cansina resignación.
«A mí me gusta más con pan rallado», suelta él, su expresión gruñona crispándose en una llorona mueca circense mientras vuelve la mirada hacia el rincón. «Y Tam, Alec, Mabel y Ginty te dirán lo mismo, ¿no es así?», les grita, solicitando algunos cabeceos entusiastas por parte de otros despojos humanos de su cuerda.
«Le ruego que acepte mis humildes disculpas», digo, mordiéndome la lengua, esforzándome por conservar un aire de cordialidad superficial.
«Esa masa, ¿está crujiente? Quiero decir, ¿no estará toda blandurria, verdad?».
Estoy haciendo un esfuerzo supremo con este carcamal tocahuevos. «Más crujiente que un billete de veinte libras nuevo», le digo.
«Hum, la de tiempo que hace que yo no veo un billete de veinte libras nuevo», gruñe el viejo cascarrabias. «Y los guisantes, ¿son de lata o de la huerta?».
«¡Si no son de la huerta yo no quiero!», grita la maruja con cara de famélica que se llama Mabel.
La mujer del capitán se llamaba Mabel, por Dios, y era capaz… de darle a la tripulación su polvo diario sobre la mesa de la cocina.
De lata o de la huerta. He ahí un tema de reflexión para un hombre de empresa. Si Matt Colville pudiera verme en este momento, ser testigo de semejante humillación, le compensaría por unos cinco polvos de los que me eché con su mujer. Los temas candentes del día, vaya que sí. De lata o de la huerta. No lo sé. No me importa. Ganas me dan de responderle a gritos: los únicos pises[15] rancios que hay aquí son los que hay en tus putas bragas sarnosas, cielo.
Me vuelvo hacia Moira la Escoria y dejo que lo resuelva todo ella. Se está formando una especie de cola delante del bar. ¡Joder! Diviso una figura familiar, ahí de pie, entre tembleques y escalofríos, y limpio los vasos con ahínco, tratando de rehuir esos ojos enormes como faros, pero esos reflectores de la necesidad me enfocan sin tregua. Sé cómo se sienten las tías cuando dicen «me desnudaba con los ojos» porque en este caso podría decirse «me desnudaba la cuenta corriente con los ojos».
Al final ya no puedo no mirar. «Spud», sonrío. «Cuánto tiempo sin verte… ¿Cómo te va? Ya hace unos años».
«Perfectamente, eh…, bien», tartamudea. El señor Murphy está hecho una versión más marchita y diezmada de lo que yo recordaba, si es que eso es posible. De hecho, tiene el aspecto de un escuálido gato recién fallecido que un zorro urbano acabase de desenterrar de su lugar de eterno descanso en el jardín. Sus ojos presentan esa amalgama turulata de un hombre que se ha metido demasiadas anfetas y barbitúricos para que las diferentes áreas que conforman su cerebro jamás se pongan de acuerdo respecto a qué hora del día es. Es una puta carcasa de ser humano, rancia y andrajosa, drogopropulsada de un piso cochambroso o un pub de mala muerte al siguiente antro de corrupción de idéntico género en busca de su próxima ingesta tóxica.
«Excelente. ¿Y cómo está Ali?», indago, preguntándome si seguirán arrejuntados. A veces pienso en ella. De un modo extraño, siempre sentí que de alguna forma acabaríamos juntos, una vez que nos hubiésemos quitado de encima todos nuestros malos rollos. Siempre fue la mujer para mí, aunque supongo que eso lo pienso de todas. Pero que ella y él estén juntos: eso no está nada, pero que nada bien.
Si tiene dos dedos de frente le habrá mandado a hacer gárgaras hace años, aunque no parece que vaya a tener la deferencia de responderme. Ni siquiera me dice: «¿Y tú qué haces trabajando detrás de una barra aquí en Leith, Simon?». Su silueta retorcida y egoísta es incapaz de impartir ese nivel de curiosidad elemental siquiera, no digamos una bienvenida sincera, joder. «Mira, ya sabes lo que te voy a pedir, tronco», carraspea.
«Hasta que no me lo pidas, no», sonrío de la forma más condescendiente y gélida que me es posible, que en este caso particular a mí me parece mogollón que te pasas.
Murphy tiene el morrazo de ponerme a mí una cara de traición y de dolor: una de esas miradas que dice ah-conque-esas-tenemos-ahora. A continuación inspira profundamente, con un sonido extraño y lento, mientras el aire pugna por inflar sus raquíticos y escuálidos pulmones, reducidos a semejante grado de ineficacia por ¿qué?: ¿la bronquitis, las neumonías, la tuberculosis, el tabaco, el crack, el sida? «No te lo pediría, pero estoy fatal. Fatal de la muerte».
Le echo una mirada de arriba abajo y decido que no se equivoca. Después sostengo el vaso limpio a contraluz. Le informo de manera tajante, a la vez que busco posibles manchas: «Un kilómetro más arriba. Al otro lado de la calle».
«¿El qué?», suelta él, boquiabierto como un pececito de colores, que es lo que parece, enmarcado como está por las luces amarillas del pub.
«El Departamento de Asistencia Social del Ayuntamiento de Edimburgo», le informo. «Esto, por si no te habías enterado, es un pub. Quizá te hayas equivocado de lugar. Aquí sólo tenemos licencia para vender licores intoxicantes». Le transmito esta información con toda la oficiosidad de rigor, mientras cojo otro vaso.
Casi me arrepentí de mis palabras cuando Spud me lanzó una mirada de incredulidad durante un segundo, dejó que el dolor le calara y después se largó discretamente, en silencio y abatido. Afortunadamente, el acceso de vergüenza se vio instantáneamente reemplazado por una oleada de orgullo y de alivio al constatar que otro caso perdido desaparecía a rastras de mi vida.
Sí, nos conocíamos desde hace mucho, pero aquellos eran otros tiempos.
Entra una pequeña multitud, y a continuación, horrorizado, veo unos trajes del Scottish Office asomar la cabeza por la puerta y arrugar la nariz antes de batirse apresuradamente en retirada. Recién llegados en potencia con carteras a rebosar expulsados por emperrados y vetustos sacos de escoria con calderilla y jóvenes capullos que parecen consumir todo tipo de drogas en exceso —con excepción, claro está, del alcohol con cuya venta intento ganarme la vida en este bar—. Va a ser un primer turno muy largo. Pongo manos a la obra con creciente desaliento, pensando en el cálido paraíso de los incautos de la buena de Paula.
Por fin, veo una cara amiga entrar en el pub, bajo una erupción de rizos más cortos de lo acostumbrado y sobre una percha mucho más delgada de lo que hubiese creído. La última vez que vi a este hombre, quedé convencido de que encaminaba firmemente sus pasos rumbo al Infierno de la Gordura. Es como si hubiera visto los indicios y hubiese encontrado a tiempo la vía de acceso a la carretera de circunvalación, y ahora vuelve a circular por la autopista que lleva al Paraíso de la Esbeltez. Se trata ni más ni menos que del más célebre de los ex vendedores de aguas carbonatadas que jamás diera esta buena ciudad, «Juice» Terry Lawson, de los Elegidos Selectos de Saughton. Esto queda un poco lejos de su territorio, pero no por ello me alegro menos de verle. Me saluda efusivamente y me fijo en que su atuendo también ha cambiado para mejor: chaqueta de cuero de aspecto caro, top Lacoste estilo Queen’s Park FC de aros blancos y negros, aunque el efecto general quede un tanto estropeado por lo que parecen ser unos vaqueros Calvin Klein y unos zapatos Timberland. Tomo nota para comentárselo en otro momento. Le invito a una copa y charlamos acerca de los tiempos pasados. Terry me cuenta en qué anda últimamente y he de reconocer que suena interesante… «A las tías les va la marcha que te cagas. No lo creerás, grabamos las escenas en vídeo y luego las exhibimos. Hemos empezado a colocar algunos por correo en las revistas guarras. Al principio eran bastante cutres, pero estamos mejorando, progresando y tal, porque tengo un amigo que es bastante colega de unos de un centro social de Niddrie que tienen un estudio de edición como está mandado para vídeos digitales. No es más que el comienzo; uno de los chicos quiere diseñar una página web, y después introducir los detalles de las tarjetas de crédito y dejar que la gente se baje lo que quiera. A la mierda todo el rollo de los negocios, es el porno lo que ha hecho de Internet lo que es».
«Suena estupendo», asiento, mientras le pongo otra. «Estás al cabo de la calle, Terry, colega».
«Sí, y además yo soy el prota. Ya me conoces, siempre me han ido las tías, y también ganarme unos boniatos sin pringar demasiado. Además, hay mucha jovencita con talento que está por la labor; es la sal de la vida», dice, sonriendo con gran entusiasmo.
«Ideal para ti, Terry», observo, pensando que sólo era cuestión de tiempo que Terry, incluso a su manera cochambrosa, se introdujera en el negocio.
Terry pide otra ronda y entonces decido que Mo puede apañárselas, de forma que me traslado al lado más cómodo de la barra, no sin antes hacerme con dos grandes brandys con Coca-Cola para nosotros. Terry empieza enseguida dale que te pego con lo estupendo que resulta que vuelva a estar por aquí, y que con mis contactos en el negocio tendríamos que intentar montar algo juntos. Por supuesto, veo venir el sablazo desde unos cincuenta metros de distancia. «Pero verás, colega», dice mientras se le ensanchan los ojos, «el caso es que creo que puede que nos echen del otro local, así que podría venirme bien un pequeño encierro aquí».
Esto podría resultar interesante. Pienso en esa gran habitación de arriba. Tiene barra, pero ahora no la utilizamos para nada. «No hay nada malo en probar y ver qué pasa, ¿eh, Terry?», sonrío.
«Eh, ¿qué tal si hacemos una prueba esta noche?», me pregunta con cautela.
Lo medito durante un periquete, y a continuación asiento lentamente. «Donde esté el presente…», le digo con una sonrisa.
Terry me da una palmada en el hombro. «Sick Boy, es guay que te cagas tenerte de vuelta. Eres una grata inyección de energía positiva, colega. En esta ciudad hay demasiados gruñones que te cortan el rollo; no hacen nada de nada y después se vuelven y se ponen a gimotear cuando algún otro prueba suerte. Pero tú no, colega, ¡tú estás por la labor!». Y marcándose un pequeño twist, salta al suelo, enciende el móvil y empieza a llamar.
Cuando llega la hora del cierre, me esfuerzo muy mucho para sacar por la puerta a los capullines congregados alrededor de la gramola. «¡DAMAS Y CABALLEROS, VAYAN ACABANDO LAS CONSUMICIONES, POR FAVOR!», chillo desde la otra punta del bar, enviando a algunos viejales a arrastrar los pies entre la noche. Terry sigue cotorreando por el móvil. El problema son los capullines estos. Ese sacomierda entrometido —le llaman Philip—, un pequeño hijo de puta de lo más cabrón con los dedos llenos de anillos raperos, se ha coscado de que nos traemos algo entre manos. Y Curtis, su amiguete tartamudo y con cara de corto; vi a Murphy hablando con él al salir. Dios los cría, vaya que sí.
Abro la puerta lateral y les hago un gesto con la cabeza. Mientras van recogiendo para marcharse, el tal Philip me pregunta: «¿Es que no va a haber un encierro, Sick Boy?», con esos ojillos estrechos encendidos y el diente de oro brillando. «Sólo que te oí hablando del tema con Juice Terry», dice con una sonrisa, todo gallito y avasallador.
«Nah, es una puta reunión de francmasones, colega», le cuento, sacando su figura delgaducha a la calle de un empujón mientras su amiguito bobo sale tras él y los demás hacen otro tanto.
«Pensaba que iba a haber un encierro», sonríe otro cachorrillo insolente.
Hago caso omiso del gilipollas, pero le echo un guiño a una tía de lo más mono que le sigue. Ella me mira inexpresivamente como respuesta antes de sonreír levemente al salir. Pelín demasiado jovencita para mí. Le hago un gesto a Mo, que desenchufa la gramola, mientras yo cierro la puerta y me retiro a la barra para servirnos otro par de brandys a Terry y a mí. Unos minutos después se oye un golpe, del que hago caso omiso, y después el redoble futbolero di-di, di-di-di, di-di-di-di, di-di.
Terry cierra el móvil. «Esos son los nuestros», dice.
Abro la puerta y veo a un tío al que reconozco vagamente y que me mosquea un tanto, puesto que estoy seguro de que es un antiguo hincha de los Hibs; claro que en Edimburgo casi todo dios entre los veinticinco y los treinta y cinco es un antiguo hincha de los Hibs. Hay otro par de rostros que conozco a medias pero con los que soy incapaz de asociar nombre alguno. Las tías resultan mucho más impresionantes: tres auténticas muñequitas, una más corpulenta y guarrona, y una monada de gafas que no parece que acabe de encajar. Una de las muñecas resulta particularmente apetecible. Cabello castaño claro, ojos cuasi-orientales con unas cejas bien depiladas y cuidadas y una boca pequeña pero de labios carnosos. Que me jodan, bajo esa ropa de aspecto caro hay un cuerpo en plena forma. La muñequita Numero Dúo es un poco más joven y aunque no va tan elegantemente ataviada, está a un millón de años luz de ser infollable. La tercera es una rubia follable. Los dos capullines, Philip y Curtis, siguen por allí merodeando, quedándose con la concurrencia al igual que yo, sobre todo con las espectaculares curvas de la muñeca Numero Uno, sus largos cabellos castaños y su elegancia sensual y arrogante. Esta, en particular, diríase que está muy por encima del nivel de Terry. «¿Qué clase de francmasón es ella, eh?», suelta el gilipollitas desvergonzado de Philip.
«Logia sesenta y nueve», les cuchicheo, dándoles con la puerta en las narices otra vez, mientras Terry les da la bienvenida a todos efusivamente.
Me vuelvo hacia mis nuevos invitados. «Bien, señores, tendremos que subir, de modo que si quieren ir pasando por la puerta que tienen a su izquierda…», les explico. «Mo, no te olvides de cerrar después de salir, cariño».
Moira levanta la vista durante unos breves instantes, mientras trata de descifrar lo que sucede, y a continuación se dirige a la oficina y coge su abrigo. Yo sigo al grupo escaleras arriba. En efecto, podría resultar interesante.