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Lunes, 12 de noviembre. Sevilla, España » Capítulo 12

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Génova, Italia

 

¿Preparados?

 

Mariola observa los gestos de excitación de los chiquillos. Tras recorrer el resto de las instalaciones, por fin van a penetrar en el espacio estrella, el lugar donde se encontrarán a escasos centímetros del depredador marino por excelencia: el tiburón. Gracias a los juegos desarrollados en el aula, ya lo saben todo sobre él: qué come, cómo se reproduce, cuántas filas de dientes puede tener. Ahora solo les falta verlo con sus propios ojos.

Lo han pasado en grande conociendo a otras especies acuáticas: peces de todas las formas y colores, medusas, pulpos, caballitos de mar, langostas, tortugas marinas. Pero si hay algo que los emociona es para lo que vienen preparándose desde que a Mariola le autorizaron la excursión y ella les contó la noticia en clase.

Le ha costado sudor y lágrimas lograrlo: cuando por fin lo tenía todo organizado, le comunicaron que estaban haciendo mejoras en el tanque y que permanecería cerrado al público unos días. Tras mucho rogar aquí y allá, consiguió un pase especial para que su alumnado no se quedara sin ver al famoso depredador. Y ahora se encuentran delante de la enorme puerta de entrada a los aposentos del rey marino.

Los invita a pasar, y el grupo conformado por los dieciocho niños y niñas del primer curso de primaria va entrando en una fila desordenada. A medida que se internan en la estancia, comienzan a escucharse chillidos nerviosos. Mariola disimula una sonrisa socarrona. Los chicos han ido de valientes, chuleándose delante de las chicas, pero en el fondo estaban cagados de miedo ante la idea de tener frente a sí la gigantesca dentadura afilada de un tiburón. Sin embargo, la cantidad y volumen de los gritos aumenta por segundos, y su sonrisa comienza a desvanecerse. Una niña se ha detenido frente a la puerta con mueca recelosa. La anima con un empujoncito y la pequeña entra sin tenerlas todas consigo.

Ella también duda ahora. Se trata de que aprendan, no de que lo pasen mal. Sabe que los progenitores evaluarán la jornada con un celo inigualable. De la calificación final del curso dependerá que el colegio vuelva a contratarla, por eso lleva desde octubre organizando actividades para que los alumnos se formen y disfruten.

Pero es que, además, resulta que adora a esos niños, y quiere que este día se les quede prendido a la memoria y que a ella la recuerden como la mejor maestra del mundo, esa de la que nunca se olvida el nombre a pesar de los años y cuya imagen se perpetúa en la mente cuando de las vivencias de la infancia tan solo quedan retazos. Y en ese espacio sin principio ni fin habitará ella, la maestra Mariola. Y el día en que conocieron a los tiburones.

El guarda se acerca con cejas interrogantes. El ruido es ya un bullicio ensordecedor.

—¿Qué ocurre?

—Los niños están viendo a los tiburones.

—Pero ¿por qué gritan así?

—Solo tienen siete años.

—Todos los días vienen niños de siete años. Y más pequeños también.

Mariola le clava una mirada llena de turbación y se abre paso entre el grupito que falta por entrar. En el tanque de agua, un hermoso tiburón tigre se desliza frente a ella, contoneándose al tiempo que mueve con elegancia su aleta trasera, y, algo más allá, varios tiburones toro y sierra se disputan los pedazos de carne desgarrada que tiñen de rosa el agua más próxima. Algunos niños están justo delante, boquiabiertos, incapaces de retirar la vista. Otros, en cambio, se han tapado los ojos con las manos y varios de ellos se revuelcan por el suelo llorando o gritando de forma histérica. Mariola se ajusta las gafas y se aproxima para examinar el alimento de los escualos mientras, al fondo, una alarma activada por el guarda comienza a silbar. Siente el pulso azotándole las sienes, un mareo que le nubla los ojos y el suelo llamándola. Por un instante cree que va a desmayarse. Después, escucha un ruido bronco que sale de su propia garganta y que se une a los gritos de los chiquillos y al sonido penetrante de la alarma. El tiburón tigre se ha sumado al banquete y se aleja con parte del botín entre las fauces: es una pieza sanguinolenta revestida de tela vaquera y rematada por una zapatilla de deporte. Mientras, los otros escualos siguen peleando por el trofeo, la cabeza de lo que en algún momento fue un ser humano.

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