Perfect

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Capítulo 29

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CAPÍTULO 29

Mientras uno espera a que vuelva a aparecer la esperanza, crecen las fuerzas y la personalidad.

Estaba instalada en casa de Emily, en una habitación que era casi una réplica exacta de mi dormitorio. Básicamente, mis padres habían trasladado allí mis cosas. Querían que me sintiera cómoda y pensaron que estar rodeada de todo lo mío sería una buena manera de conseguirlo.

Estuve cuatro días ingresada en el hospital. Los dos primeros los pasé tan drogada por la morfina que no me enteré de nada. Al tercer día, ya con la cabeza más clara, empezó mi terapia. Me hicieron levantar y usar un andador para ir hasta la butaca que había en un extremo de la habitación. Fui hasta allí despacio y acabé con los brazos doloridos por el esfuerzo, aunque, con toda probabilidad, no había ni seis pasos de distancia de la cama a la silla. Cuando llegué a la butaca, estaba exhausta.

Solo me había atrevido a mirar hacia abajo una vez, muy rápidamente, hacia mi miembro residual. Me habían informado de que ya no era políticamente correcto llamarlo muñón. Yo pensé que, si me apetecía llamarlo muñón, lo haría. Al fin y al cabo, era mi muñón. Aún no me había atrevido a mirar el muñón poniéndolo al lado de la otra pierna.

Mamá estaba conmigo durante el día y Emily y mi padre me visitaban por la tarde, al salir de trabajar. Aún no sé cómo lo hizo, pero Noah logró colarse y pasar las noches conmigo. Seguro que sedujo a la pobre enfermera del turno de noche con una sonrisa y un par de guiños.

Al cuarto día me dieron el alta y me prescribieron fisioterapia tres veces por semana. Al cabo de dos semanas, si la herida cicatrizaba bien, me tomarían las medidas para la pierna ortopédica y empezarían a darme la quimio. Una fiesta.

Las dos cosas que me daban más miedo eran la quimio y tener dolor fantasma. De vez en cuando notaba que todavía tenía la pierna en su sitio. Cuando miraba hacia abajo y veía que no estaba, me sobresaltaba. Pero el doctor Lang me dijo que no todos los amputados sufrían dolor fantasma. Esperaba que ese fuera mi caso.

Antes de empezar la fisioterapia oficial, el médico me recomendó una serie de actividades para hacer en casa. Tenía que caminar por el piso usando el andador, hacer estiramientos y nada más. Estaba tumbada en la cama, apoyada en el cabecero, con las piernas estiradas ante mí cuando la vista se me fue hacia abajo y me quedé paralizada. Era la primera vez que me veía las piernas una al lado de la otra. Las observé un largo rato con desapego, como si pertenecieran a otra persona.

Poco a poco fui asumiendo que esa media pierna era la mía. Empecé a llorar en silencio, haciendo el duelo por una parte de mí que siempre me había acompañado pero que ya no estaba y nunca volvería. Lo único que podía hacer era acostumbrarme a la situación.

Traté de consolarme diciéndome que tampoco es que le hubiera prestado mucha atención a esa parte de mi cuerpo en el pasado. Me dije también que, si no me la hubieran quitado, habría acabado matándome. Me dije que cuando me pusieran la prótesis podría volver a caminar. Traté de convencerme de que no debería estar disgustada, sino agradecida.

El problema es que resulta imposible razonar con el sentimiento de pérdida, lo único que puede hacerse es sentirlo. Y, en ese momento, lo que sentía era mucha añoranza por mi pierna. Y luego me embargó la sensación de que tal vez había cometido un terrible error.

No sabía qué hacer. Hablar con alguien no me ayudaría a recuperar la pierna. Nada me ayudaría. Nunca tendría una segunda oportunidad para hacer las cosas de otra manera.

Habían pasado seis días desde la operación. Emily, Noah y yo habíamos pedido pizza para cenar y estábamos viendo una peli. No me encontraba bien. No es que me doliera la cabeza o la barriga; simplemente no estaba a gusto en mi piel. La mente y las terminaciones nerviosas me decían que mi pierna seguía en el mismo sitio de siempre, pero la sensación había empezado a cambiar. Era como si llevara un zapato demasiado apretado. No era doloroso, pero molestaba mucho.

—Me voy a la cama —anuncié.

—¿Estás bien?

—Sí, solo un poco cansada.

Comencé a alejarme en la silla de ruedas.

—¿Necesitas ayuda, Piolín?

—No, estoy bien. Buenas noches.

Entré en la habitación, me puse el pijama y me metí en la cama. La sensación de tener un zapato que me apretaba fue haciéndose cada vez más intensa. Era como si me estrujaran la pierna con unas tenazas. Luego sentí un latigazo de dolor en la parte de la pierna que no estaba ahí y solté un grito desgarrador.

Noah fue el primero en entrar en el cuarto, seguido de cerca por Emily. Yo gritaba y lloraba sin poder controlarme y no podía explicarles lo que me pasaba. Noah se sentó en la cama y me abrazó. El dolor no aflojaba. Necesitaba que alguien me quitara las tenazas que me apretaban la pierna, pero no había ningunas tenazas a la vista.

El dolor siguió aumentando y yo seguí gritando con la cara enterrada en el pecho de Noah. Cada vez que un calambre me recorría la pierna, todo mi cuerpo se convulsionaba. Emily permanecía a los pies de la cama, llorando sin saber qué hacer. Sin embargo, nadie podía hacer nada por mi pierna porque no estaba ahí. Noah empezó a acariciarme la espalda para consolarme.

Pasó una hora, luego dos y tres. Cuando estábamos a punto de entrar en la cuarta hora, pensé que iba a volverme loca. El dolor iba y venía. Cada vez que aflojaba pensaba que ya no iba a regresar. Me dejaba en paz quince o veinte minutos y luego la tenaza volvía a apretarme y a retorcerme la pierna. Los espasmos de dolor me cogían por sorpresa una y otra vez.

Cuando el sol empezaba a aparecer por el horizonte, el dolor se calmó. Noah, que no había dejado de abrazarme en ningún momento, seguía acariciándome la espalda. Yo tenía la cabeza apoyada en su pecho y los ojos cerrados, pero no dormía. Estaba agotada; nunca había experimentado nada igual.

Oí que la puerta se abría.

—Noah, creo que está durmiendo —susurró Emily—, ¿por qué no te vas a casa y tratas de hacer lo mismo? Pareces agotado.

—Estoy bien, y no pienso dejarla.

Emily no insistió.

Lo siguiente que oí fue el suave clic de la puerta al cerrarse.

El día de Nochebuena, mis padres, la señora Stewart y Noah vinieron a casa de Emily a cenar y a intercambiarnos regalos. Me pregunté cómo estarían las cosas entre Noah y Brooke. Desde la operación, Noah casi no se había separado de mi lado. Él nunca sacaba el tema, y yo no le preguntaba. Tenía miedo de que, si le recordaba la existencia de Brooke, se sintiera culpable y desapareciera.

Antes de cenar bebimos vino y nos dimos los regalos. Me sentía fatal. Las últimas semanas habían sido un torbellino de emociones y no había podido comprar regalos para nadie. Luego las mujeres se fueron a la cocina a poner la cena en marcha, y mi padre fue a abrir otra botella de vino, dejándonos a Noah y a mí solos.

—Queda un regalo por abrir. —Noah me dio un estuche de joyería de terciopelo negro—. Feliz Navidad, Piolín.

—Noah, tu madre y tú ya me habéis dado un regalo. Los jerséis de cachemir eran de parte de los dos.

—Los eligió mi madre. Yo no los había visto hasta hoy.

—Me sabe muy mal no tener nada para vosotros.

—¿Quieres callarte y abrirlo de una vez? —Sonrió.

Abrí la cajita con bisagras y vi unos preciosos pendientes de diamantes amarillos. Me quedé literalmente boquiabierta. Lo miré sorprendida.

—Deduzco que te gustan —comentó con una sonrisa irónica.

—No sé qué decir. Esto es demasiado.

—¿Te gustan?

—Me encantan. —Le devolví la sonrisa.

—Por ver esa sonrisa, ha valido la pena.

Me mordí el labio inferior tratando de contener las lágrimas. Pensaba que era imposible amarlo más de lo que ya lo amaba, pero me equivocaba.

Deseaba decirle lo mucho que lo quería. Deseaba que supiera que era mi primer y único amor. Deseaba decirle todo eso, pero no lo hice. Querría no haber malgastado tanto tiempo tratando de no amarlo, pero lo había hecho, y ahora era demasiado tarde. No pensaba permitir que cargara conmigo en el estado en que había quedado. Noah tenía una vida por delante. Debía seguir con su vida, no permanecer a mi lado siendo mi enfermero. Cerré la boca y me quedé contemplando su precioso regalo.

—La cena está lista. —Nos llegó la voz de mi madre desde la cocina.

—Tengo que irme —dijo él.

—¿No te quedas a cenar?

—No, ceno con Brooke y su familia —respondió rehuyéndome la mirada, como si se avergonzara.

Acababa de obtener la información que me faltaba sobre el estado de su relación con Brooke: seguían juntos.

Un gran disgusto y una enorme decepción se apoderaron de mí. Llevaba semanas estando casi constantemente al lado de Noah y ni siquiera eso me parecía suficiente. Me había acostumbrado a tenerlo siempre a mi lado y no quería que se marchara. Esa noche tendría que enfrentarme sola al dolor fantasma si volvía a aparecer. Ya me sentía sola, y eso que Noah todavía estaba sentado frente a mí.

Cuando alcé la cara, la tenía cubierta de lágrimas.

—¿Por qué lloras? —me preguntó.

Yo negué con la cabeza y mentí:

—Por nada; estoy cansada. Y siempre me pongo sentimental por estas fechas.

Él me tomó la cara entre las manos y me secó las lágrimas usando los pulgares.

—¿Quieres que te lleve hasta la mesa?

—No, iré dentro de un momento.

Mientras se levantaba, me dijo:

—Llámame si me necesitas. —Yo asentí—. Feliz Navidad, Piolín.

—Feliz Navidad, Noah.

Se despidió de todos y se marchó.

—¿Necesitas ayuda, princesa? —me preguntó mi padre, asomando la cabeza.

—No, iré enseguida, papá.

Me encerré en la habitación, cogí la almohada, enterré la cara en ella y lloré. Tenía un dolor muy intenso en la boca del estómago. Me sentía muy sola. Me alegraba de que Noah pasara la Navidad con su novia; así era como debían ser las cosas. Su vida tenía que volver a la normalidad. Pronto las vidas de todos los que me rodeaban volverían a la normalidad excepto la mía. Yo iba a tener que acostumbrarme a una nueva rutina.

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