Perfect

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Capítulo 30

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CAPÍTULO 30

¿Qué prefieres: cantidad o calidad? La mayoría de la gente elegiría calidad. Es mejor tener un buen coche que cinco coches de mierda. Y, aunque los M&M están ricos, un bombón de Godiva es mucho más delicioso y sibarita.

Pero, cuando estás luchando contra una enfermedad potencialmente fatal, ¿qué es preferible? ¿Es mejor hacer lo que te apetezca mientras te encuentres bien o someterte a todos los tratamientos a tu alcance?

Un miembro canceroso se puede amputar; la piel se puede quitar, los órganos se pueden extirpar y te pueden llenar las venas de sustancias tóxicas. Pero ¿merece la pena? ¿Es el miedo a la muerte más fuerte que el miedo a convivir con un cáncer?

Hoy mi respuesta es «Sí».

Me programaron la primera sesión de quimio justo después de Año Nuevo. Debía hacer diez sesiones en semanas alternas. Esa iba a ser mi vida cotidiana durante, al menos, cuatro meses; más, si era necesario. De todas las cosas que tenía que hacer para vencer al cáncer, la quimio era la que me daba más miedo. No sabía si se me caería el pelo, si me pasaría los días vomitando o si me saldrían llagas en la boca. La quimio no solo ataca las células cancerosas; también dificulta la regeneración de las células sanas, por lo que la posibilidad de sufrir infecciones es elevada. Debía tener cuidado con la gente que me rodeaba porque hasta un resfriado común podía acabar conmigo o, al menos, hacer que tuvieran que ingresarme.

Mamá estacionó en el aparcamiento del hospital, lo que me extrañó, porque se suponía que iban a darme la quimio en la clínica. Antes de salir del coche para sacar la silla de ruedas, mi madre se volvió hacia mí con una expresión de culpabilidad.

—Amanda, hoy no van a darte la quimio; van a ponerte un catéter.

—No te entiendo. ¿Qué es eso?

—Es un tubo que te van a poner a la altura del pecho. —Se señaló un punto debajo del hombro—. Te dormirán para ponértelo. Lo hacen para no tener que estar pinchándote cada vez que tengan que hacerte análisis o darte la quimio. Así solo tendrán que inyectar la medicina en el catéter —me explicó.

—Entonces ¿voy a tener que llevar esa cosa colgando del pecho todo el tiempo? —pregunté, sintiendo que se me volvían a llenar los ojos de lágrimas. Dios, qué harta estaba de tantas lágrimas.

—Durante un tiempo.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Cariño, no quería que te preocuparas durante las Navidades.

—Claro, como que entre el cáncer y la amputación han sido tan divertidas.

Mamá miró al frente. Vi que le temblaba la barbilla y que le caía una lágrima por la mejilla.

—Lo siento, Amanda. Solo quise evitarte una preocupación.

—Perdona, lamento haberte respondido así.

—Haría cualquier cosa por evitar que tuvieras que pasar por todo esto.

Mamá me cogió la mano y se la llevó a la mejilla. Noté la calidez de sus lágrimas cayendo sobre ella. Nos quedamos allí llorando en silencio hasta que no pudimos esperar más y entramos a que me colocaran el catéter.

Al día siguiente tenía cita con el tipo de la pierna. Mientras mamá empujaba mi silla en dirección a la consulta, pasamos por delante de una pared donde se alineaban piernas de distintos tamaños, medidas y tonos de piel. Al llegar a la salita nos recibió David. Era un tipo grandote con un gran vozarrón, pero con un carácter muy cariñoso. Me hizo sentir muy cómoda desde el principio.

David me explicó cómo sería el proceso de fabricarme una pierna nueva y de enseñarme a andar de nuevo. Ese día sacaría un molde del muñón para hacer la rótula. Cuando estuviera lista, volvería para probar que me fuera bien. Si todo encajaba, me harían una rótula provisional. Era provisional porque el muñón aún estaba inflamado. Cuando la inflamación desapareciera por completo, me harían la rótula definitiva. Luego me explicó cómo se sostenía la prótesis. Tendría que llevar una especie de forro de silicona que me cubriría el muñón y se sujetaría por encima de la rodilla. Un cierre metálico se ajustaba a un pequeño hueco que había en la rótula, uniendo las dos partes. Finalmente me enseñó el pie ortopédico y la vara de titanio que sería mi nueva pierna.

David sacó los materiales y se puso a trabajar. Al quitarme las vendas del muñón, lo rozó. Me puse muy tensa y la respiración se me alteró. Nadie me lo había tocado hasta ese momento, ni siquiera yo. Todas las mañanas, mi madre me ayudaba a quitarme las vendas para ducharme y yo me limitaba a mojarlo con el chorro de agua, sin tocarlo y sin mirarlo. Los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. Sabía que me faltaba una pierna. Cualquier cosa que hacía me lo recordaba: entrar o salir de la bañera, sentarme y levantarme del váter, planificar el tiempo que necesitaba para llegar a los sitios porque necesitaba mucho más rato para vestirme… Cada vez que quería levantarme de la silla de ruedas, tenía que plantearme si los brazos me sostendrían o si estaba demasiado cansada. Todo lo que hacía me recordaba la jodida amputación y lo mucho que echaba de menos la pierna y mi antigua vida. No quería esa vida que me habían obligado a asumir. Y la prótesis era una prueba más de que esa nueva realidad era demasiado real.

Me dieron la primera sesión de quimio varios días después de haberme puesto el catéter. Odiaba tener un objeto que colgaba de mi cuerpo. No soportaba ni mirarlo.

Mamá y yo entramos en una sala donde había una hilera de sillones abatibles. Al lado de cada uno de ellos había un soporte para goteros. Solo quedaban un par de sillones libres. El dichoso cáncer parecía querer eliminarnos a todos. Elegí uno de los dos sillones y me senté. Una enfermera se acercó, limpió con alcohol el extremo del catéter y me extrajo sangre. Volvió a limpiar el catéter con alcohol; colgó del palo un par de bolsas con solución salina y esteroides y me comentó que estaban esperando a que mi bolsa de quimio llegara de la farmacia.

Mientras mamá leía una revista, yo observaba las caras de la gente que me rodeaba. Había dos ancianas, un anciano, un chico monísimo que debía de tener mi edad y una niña que no tendría más de diez años.

Mi enfermera volvió con bolsas de color verde brillante que contenían mi quimio. Me puse los auriculares en las orejas, cerré los ojos y subí el volumen para escuchar Lifehouse tan alto como fuera posible sin molestar a mis vecinos mientras el preparado tóxico entraba en mi torrente sanguíneo.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, aún me encontraba bien. Tal vez las cosas no serían tan malas como me había imaginado. Abrí los ojos y me quité los auriculares al notar que mi madre me daba golpecitos en el hombro.

—Cariño, ¿estarás bien si voy a tomar un café?

—Claro.

—¿Quieres que te traiga algo?

—No, gracias.

Al seguirla con la mirada mientras se dirigía hacia la puerta, me di cuenta de que la mayoría de las butacas se habían vaciado. Todos los pacientes se habían ido ya, excepto el chico mono. Volví a ponerme los auriculares y cerré los ojos.

Poco después, noté un golpecito en el brazo. Volví la cabeza y abrí los párpados pensando que mi madre se había dejado algo, pero lo que vi fueron unos ojos azules, del color del océano profundo. Era el chico guapo del otro extremo de la sala, pero a esa distancia todavía era mucho más guapo. Tenía el pelo corto, de color castaño claro, y lo llevaba tan alborotado que parecía que acabara de levantarse de la cama. Tenía la mandíbula cubierta por una barba recortada y poco poblada, y las líneas de su nariz y sus pómulos eran espectaculares. Estaba ligeramente inclinado sobre el brazo de mi sillón. Me miraba y sonreía. Estaba buenísimo.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le pregunté quitándome los auriculares.

—No, estoy bien.

Permaneció inmóvil unos segundos. Curiosamente, no me molestaba que un extraño sexi como un demonio estuviera tan cerca de mí.

Me quitó el iPod, se sentó en la silla de al lado y se puso a revisar su contenido.

—Vamos a ver qué tenemos por aquí. Lifehouse —dijo asintiendo con aprobación—, Snow Patrol, bien. Green Day, genial. Tracy Chapman, mola. Coldplay y Linkin Park, un gusto excelente. Oh, oh, oh…, un segundo…, ¿qué es esto? —Negó con la cabeza y comentó—: Por un momento pensé que había encontrado al amor de mi vida, pero no.

—Vaya. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—N’Sync… Me has roto el corazón.

—Eh, ¿qué pasa con ellos? Nos dieron a Justin Timberlake.

Él arqueó una ceja.

—Ya, pero también nos dieron a Joey Fatone. —Me sonrió y yo le devolví la sonrisa—. Dalton Connor. —Nos estrechamos la mano.

—Amanda Kelly.

—Un placer conocerte, Amanda Kelly. Ojalá hubiéramos podido llegar a algo.

—Fue bonito mientras duró —repliqué mientras me devolvía el iPod.

Me di cuenta de que cogía el suyo, y se lo arrebaté de la mano.

—A ver qué tienes tú ahí. The Police…, eh…, Rolling Stones, Eric Clapton… Eres de la vieja escuela. —Seguí revisando canciones—. Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? La banda sonora de El guardaespaldas, de Whitney Houston, «Whitney Houston. The Ultimate Collection» y, claro, no podía faltar I’m Your Baby Tonight. —Con una sonrisa de satisfacción, lo miré—. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—Soy un romántico.

Le devolví el iPod.

—¿Y pues?, ¿qué hace una chica guapa con una pierna como tú en un sitio como este?

—Eh…, pues tengo cáncer.

—Ya me lo imagino, listilla. ¿De qué tipo?

—Osteosarcoma.

—¿En qué estadio? —Lo miré sin comprender—. ¿En qué estadio está tu cáncer? Van del uno al cuatro y el cuatro es el peor, o el mejor, depende de cómo lo mires.

—No tengo ni idea.

—Eres una novata. Yo tengo cáncer de cerebro en estadio cuatro. Voy a tope, nena. —No supe qué decir, así que me quedé mirándolo en silencio—. No te preocupes, yo te guiaré por las aguas traicioneras del océano del cáncer y te enseñaré todo lo que sé, pequeño saltamontes.

—Te lo agradezco, señor Miyagi.

Él negó con la cabeza.

—Estás mezclando una serie con una película, y encima Kung Fu y Karate Kid se llevan por lo menos una década de diferencia.

—¿Adónde quieres llegar con esto?

Él me dirigió una sonrisa lenta y traviesa y se acercó como si quisiera contarme un secreto.

—Amanda, ¿eres legal?

—¿Cómo?

—¿Tienes edad de consentimiento sexual?

—¿Por qué?

—Porque, cuando finalmente te rindas a tus deseos, me arranques la ropa y me hagas todo lo que deseas hacerme, no quiero acabar siendo el recluso 25043.

—Pensaba que no querías que fuera tu novia por mi pobre gusto musical.

—Es verdad, pero estás buena y te follaría igualmente.

Si eso me lo hubiera dicho cualquier otra persona en un primer encuentro, me habría sentido muy ofendida, pero en boca de ese chico me hizo sonreír.

—Eres un cerdo.

—Sí, pero un cerdo adorable. Todas las chicas lo piensan. —Me guiñó el ojo.

—Al parecer, no son las únicas que lo piensan.

—Me gustas, Amanda Kelly, quiero ser tu amigo.

—A mí también me gustas, Dalton Connor, y me encantará ser tu amiga.

Volvimos a darnos un apretón de manos para sellar nuestra recién iniciada amistad.

—¿La señora que te acompaña es tu madre?

—Sí. ¿A ti quién te acompaña?

—Yo vuelo en solitario.

—¿Dónde está tu madre?

—Pues, a ver, si hoy es lunes…, probablemente esté tomándose su tercer margarita junto a mi padre en el crucero.

—¿Están de viaje mientras tú estás enfermo?

—Llevo enfermo tanto tiempo que no recuerdo haber estado nunca sano. Los demás no pueden dejar de vivir solo porque mi vida esté llegando a su fin.

Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos por ese chico.

Él interrumpió mis pensamientos.

—No me mires así.

—¿Cómo?

—Con lástima.

—Lo siento. Es que… no creo que debas pasar por esto solo.

—Ya no estoy solo, ahora te tengo a ti.

Dalton permaneció sentado a mi lado durante el resto de la sesión, a pesar de que su quimio había acabado una hora antes que la mía. Conoció a mamá, que quedó tan prendada de él como yo. Le habían diagnosticado el cáncer a los quince años y acababa de cumplir veinte. Me contó que los doctores no se creían que hubiera vivido tanto tiempo. Tenía un hermano que estaba en Nueva York, pero, aparte de sus padres, no tenía más parientes. Ese chico tenía algo —aparte del cáncer— que hizo que conectara con él inmediatamente. Era una sensación que solo había experimentado con Noah hasta ese momento. Dalton era cariñoso, divertido, inteligente, valiente, y estaba solo. Quería que se viniera a vivir con nosotros a casa para poder cuidar de él. Hacía solo unas horas que lo conocía y ya lo consideraba mi nuevo mejor amigo.

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