Pandemónium

Pandemónium


Capítulo 20

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—No deberías estar levantada. —La voz ahora familiar de la doctora Harper me hace volcar la atención hacia ella con rapidez.

Han pasado apenas un par de días desde que llegamos al asentamiento, pero, con todo y eso, no hemos conocido mucho. Mikhail y yo hemos pasado todo este tiempo encerrados aquí, en el improvisado cuarto médico que la gente de este lugar ha dispuesto para curar —en medida de lo posible— a sus enfermos. Haru, sin embargo, ha podido conocer un poco más el asentamiento. Su casi perfecto estado de salud lo ha hecho posible.

Los fuertes analgésicos que la doctora me ha administrado, así como todas esas curaciones a las que he sido sometida, me han permitido bajar de la cama y dar un par de pasos hasta esa en la que Mikhail se encuentra instalado. Me han permitido estirar las piernas unos instantes y acariciar el cabello apelmazado de la criatura que ahora yace aquí, en un catre viejo y oxidado, y que lucha por su vida.

Ha tenido fiebre todas las noches y, a pesar de que la doctora ya ha cerrado la herida de su espalda, las cosas no lucen bien para él. La palidez de su piel, las altas temperaturas de su cuerpo, el sudor helado que le perla el cuerpo entero y el color enfermizo y amoratado de sus heridas no han dejado de mortificarme y angustiarme. Sobre todo, ahora, que he dejado de sentir esos pequeños tirones que él le daba al lazo que nos unía.

Desde que dejé de hacerlo, no he podido concentrarme en otra cosa. No he podido pensar en nada que no sea en velarle día y noche; incluso cuando sé que no puedo hacer nada por aliviarle o por mejorar su situación.

—Me siento bien —pronuncio, pero no sé si es del todo cierto. Los medicamentos que traigo encima son tan fuertes que me siento aturdida la mayor parte del tiempo, así que no sé si estoy presentando una mejoría o lo que siento es gracias al efecto de los fármacos.

La mirada severa de la mujer hace que un pinchazo de remordimiento me recorra el cuerpo, pero me las arreglo para desviar la vista de la suya para posarla en el chico a mi lado.

—¿Dónde está Haru? —inquiero. Trato de sonar casual, pero fracaso terriblemente. La verdad es que tenerlo fuera de mi campo de visión me pone de nervios. Después del recibimiento que tuvimos, saber que está allá afuera, merodeando por todo el lugar sin que yo pueda ver por él, me envía al borde de la histeria.

—Chiyoko lo convenció de ir a cenar al comedor. —La sola mención de la mujer de edad avanzada y de descendencia japonesa que ha estado actuando como traductora de Haru, me forma un nudo en el estómago.

No sé si es porque estoy siendo paranoica, pero esa mujer no me da buena espina. Nadie en este lugar —a excepción de la doctora Harper y, quizás, Hank— lo hace.

—Oh…

La doctora Harper parece notar algo en mi gesto, ya que añade:

—Le he dicho que lo traiga de nuevo aquí en cuanto terminen.

Aprieto la mandíbula, pero asiento.

—Gracias —musito, al tiempo que poso mi vista en Mikhail.

—No somos malas personas, Bess. —La doctora pronuncia, al cabo de unos minutos de tenso silencio y cierro los ojos—. Sé que no dimos una buena primera impresión, pero no somos los villanos aquí. Todos estamos asustados y reaccionamos con recelo ante cualquier cambio. Sobre todo, si este proviene del exterior.

—¿Cuándo voy a poder ver al comandante? —Corto de tajo su diatriba, pero ni siquiera me digno a mirarla. Me concentro en la manera en la que el cabello oscuro de Mikhail le cae sobre la frente.

—No lo sé —ella suelta, con pesar—. El comandante es un hombre muy ocupado y…

—Si yo fuera él y tres personas aparecieran de la nada en el asentamiento que trato de mantener a flote, estaría muy interesada en conocerlas. En evaluarlas y decidir si merece la pena o no ayudarlas. —La interrumpo—. ¿O es que acaso ni siquiera le han informado sobre nuestra llegada?

—Hank ya ha aprobado su estadía temporal. —La doctora pronuncia, como si esa fuese explicación suficiente—. Si lo ha hecho, es porque considera que no son un peligro para nosotros. El comandante confía plenamente en la capacidad que tiene su hijo de tomar decisiones adecuadas. Hank es…

—Hank no es el comandante. —Vuelvo a interrumpirla y, esta vez, clavo los ojos en ella—. Y no me malentienda, doctora Harper, pero es que todo esto… el no tener respuestas, quiero decir… está volviéndome loca. Necesito saber en dónde diablos nos hemos metido; porque, si ese comandante suyo le ha dado poder y autoridad a un tipo capaz de violentar y humillar a una mujer y a un niño del modo en el que ese sujeto, Martin, lo ha hecho conmigo y con Haru, no quiero ni imaginarme qué son capaces de hacer aquellos que tienen, incluso, más autoridad que Martin. Aquellos que vagan por ahí con el peso de un cargo más alto y que se sienten con el derecho de tomar decisiones sobre la vida de los demás.

La mandíbula de la doctora se aprieta, al tiempo que me sostiene la mirada.

—El comandante no está en el asentamiento ahora —dice, luego de meditarlo unos instantes.

La alarma se enciende en mi sistema en el momento en el que las palabras abandonan su boca. La vocecilla insidiosa de mi cabeza me grita que esta mujer está mintiéndome, pero trato de mantenerla a raya.

—¿No está aquí? ¿Salió aun sabiendo que afuera es un verdadero infierno y que hay un mundo de gente en este lugar que depende de él?

Un suspiro frustrado escapa de los labios de la mujer.

—Las cosas no son tan sencillas como parecen. El comandante salió porque tenía que hacerlo —explica, pero eso solo incrementa el recelo en mí.

—¿A qué se refiere con que tenía que hacerlo?

—Bess, el comandante está negociando con el ejército para que nos dejen salir de la ciudad —suelta, con exasperación—. Está tratando de conseguir una audiencia con el gobernador para pedirle que nos dejen abandonar esta tierra de nadie. Para que podamos ir a buscar a nuestras familias fuera de Los Ángeles o establecernos en algún otro lugar, lejos de esta locura.

Cientos de preguntas se arremolinan en la punta de mi lengua. Cientos de cuestionamientos amenazan con abandonarme a toda velocidad, pero pongo todo de mí para mantenerlos a raya. No puedo darme el lujo de preguntar a qué se refiere. De hacerle saber que sé muy poco —por no decir que nada— respecto a la situación actual de la ciudad y del modo en el que la milicia estadounidense se ha encargado de mantener a toda esta gente aquí adentro.

—¿Todavía no están dejando salir a nadie? —improviso, pero el gesto extrañado que esboza, me hace saber que sospecha algo.

«¡Maldición, maldición, maldición!».

—No —ella responde, pero no deja de mirarme con esa expresión cautelosa que le ha invadido el rostro—. La milicia no ha dejado de decirnos que es demasiado arriesgado. Nos han provisto de ciertas cosas, como los medicamentos que ves aquí —señala las cajas que llenan los rincones de la estancia—, pero no han accedido a dejarnos salir. —Un suspiro brota de sus labios y se presiona el puente de la nariz como si quisiera aliviar una dolencia con ese mero acto—. Dudo mucho que lo hagan, tomando en cuenta la… epidemia.

—¿Hay una epidemia? —Mi voz suena más aguda de lo normal, pero no puedo evitar que suene de esa forma.

Ella hace un gesto desdeñoso con la mano.

—Así le hemos llamado al incremento de posesiones que ha habido las últimas semanas —explica—. La semana pasada, perdimos a seis personas. Cuatro brigadistas que salieron a recolectar alimentos y fueron poseídos por entidades demoníacas. Tres de ellos no resistieron los daños corporales que provoca una posesión, pero uno sí lo hizo… —Me mira con aprensión.

—¿Qué pasó con él? —inquiero, en un susurro tembloroso.

—Asesinó a su esposa y a su hijo de tres años antes de que fuera… contenido —suelta, con la voz entrecortada por las emociones, y un escalofrío de puro horror me recorre la espina.

—Oh, mierda… —Las palabras se me escapan sin que pueda procesarlas.

La doctora asiente, al tiempo que baja la vista al suelo.

—Ha sido muy duro. El riesgo es cada vez mayor allá afuera y los ánimos aquí abajo están cada vez más alterados. La gente está aterrorizada, hambrienta y cansada, pero esa no es la mayor de nuestras preocupaciones. —Su rostro se alza y las lágrimas que veo empañando sus ojos me provocan un dolor en el pecho—. Ahora, el noventa por ciento de nuestra población está relativamente saludable, pero tenemos gente enferma de diabetes, hipertensión, asma… Incluso, hay una niña con cáncer. Si las cosas siguen así, no estoy muy segura de qué es lo que nos deparará. No estamos muy lejos de empezar a presentar casos de desnutrición y deshidratación. Sin hablar, por supuesto, de que existe el riesgo de tener algún brote de alguna enfermedad que necesite cuidados especiales. —Hace una pequeña pausa—. Cada cuadro infeccioso que presenta cualquiera de los habitantes del asentamiento es manejado como si se tratase de la peor de las enfermedades. Se aísla a la persona y no se le deja acercarse al resto de la comunidad hasta que estamos seguros de que está curado. Es un trabajo exhaustivo. No sabemos cuánto tiempo más podremos llevar este ritmo de vida. Es por eso que el comandante ha decidido intentar pedir ayuda del exterior. Ha decidido implorarle al mundo que nos dejen en libertad.

Una punzada de culpabilidad me invade en el instante en el que la doctora Harper termina de hablar, pero no puedo decir nada. Solo puedo tratar de asimilar lo que acaba de decirme.

La situación tan precaria en la que viven estas personas las tiene tan aterrorizadas, que no puedo evitar sentirme un poco más empática hacia su renuencia. No puedo dejar de pensar que, en su lugar, probablemente yo tomaría las mismas precauciones que ellos en cuanto a forasteros se refiere.

—¿Cuánto tiempo lleva allá afuera? —inquiero, en un susurro.

—Salió de aquí con una brigada el mismo día que los encontramos a ti y a tus amigos —responde, y un filo ansioso y preocupado invade su voz cuando añade—: Ya debería estar de regreso.

—Seguro algo se le presentó. —Trato de sonar optimista, pero fracaso en el proceso—. No debe tardar en regresar.

La mirada que la doctora Harper me dedica lleva una desesperanza tan abrumadora que me escuece las entrañas.

—Eso espero —dice, con un hilo de voz—. De lo contrario, no sé qué es lo que vamos a hacer.

Hace frío. Mucho frío. El vaho que me brota de los labios es tan intenso, que me empaña la visión durante unos segundos antes de que todo se aclare y tenga un vistazo del lugar en el que me encuentro.

La familiaridad es abrumadora. He estado aquí antes. Es el lugar en el que Daialee suele visitarme. Donde suele hablarme sobre cosas que no comprendo; sin embargo, ahora luce ligeramente diferente.

El espacio —antes blanco, vacío y amplio— ha sido manchado por una sustancia oscura. Densa. Peligrosa…

No se mueve. No se expande. No hace nada más que teñir espacios asimétricos y amorfos de un color negro extraño e inquietante.

A pesar de eso, esta vez, no tengo miedo. No me siento aturdida y confundida. Sé a la perfección qué hago en este lugar: Daialee trata de decirme algo.

Giro sobre mi eje con lentitud.

—¿Daialee?

No hay respuesta, así que lo intento de nuevo. Esta vez, me aseguro de sonar fuerte y clara:

—¿Daialee? —El eco de mi voz reverbera en todo el lugar y, durante unos segundos, nada ocurre. El sonido se queda flotando en el aire, como espesa nube de humo, hasta que lo percibo.

Al principio suena lejano y distante; pero poco a poco incrementa hasta convertirse en algo atronador.

El sonido crepitante, similar al que hace la madera al ser quemada o al de la estática de los televisores antiguos invade todo el espacio y me aturde.

De inmediato, una sensación viciosa e inquietante me llena el cuerpo y me pone en estado de alerta. El corazón me bombea a toda velocidad y la temperatura desciende otro poco.

—¿Qué está pasando? —murmuro, para mí misma, y giro sobre mi eje una vez más para tener otro vistazo de eso que me rodea.

Algo malo está ocurriendo en este lugar. De eso no me queda la menor duda.

—¡Daialee! —suelto, en un grito angustiado y, en respuesta, el sonido ruge; como si tuviese vida propia y no le hubiese gustado en lo absoluto que llamara a mi amiga. A pesar de eso, insisto una vez más—: ¡Daialee! ¡¿Dónde estás?!

Esta vez, el rugido que me responde suena tan furioso, que un escalofrío de puro horror me recorre entera y las manchas oscuras en la pared comienzan a expandirse.

Al principio, se siente como si lo estuviese imaginando; pero, al cabo de unos instantes que se me antojan eternos, se hace evidente: la oscuridad está creciendo. Está invadiendo el color blanco inmaculado que reina todo este lugar.

La opresión que se apodera de mi pecho es tan dolorosa, que no puedo respirar. Que no puedo hacer nada más que mirar como la calma y la tranquilidad se ven corrompidas por este horrible velo que no se ve, pero que se arraiga a tus huesos y se filtra en tu alma.

El pánico es atronador y doloroso. Es tan abrumador, que tengo que decirme a mí misma que nada aquí puede hacerme daño. Que este lugar solo existe en mis sueños y que, cuando abra los ojos, todo estará bien.

«¿Estás segura de que todo estará bien?».

Tomo una inspiración profunda para calmar el latir desbocado de mi corazón, pero el miedo no se va. La sensación de que este lugar no debería estar pudriéndose como lo hace, me deja un sabor amargo en la punta de la lengua.

—¡Bess! —El grito de mi nombre se abre paso a través de la estática y, desesperada, giro sobre mi eje.

—¡¿Daialee?! —grito en respuesta—. ¡¿Qué está pasando?! ¡¿Dónde estás?!

Un rostro aparece delante de mí, y un grito de puro terror se me construye en la garganta.

El gesto alarmado y desencajado que tiñe el rostro de Daialee hace que la carne se me ponga de gallina, pero no soy capaz de pronunciar nada. No, cuando ella me coloca una de sus heladas manos sobre la boca.

—Todo fue una trampa. Desde el principio fue una trampa. —Lágrimas sin derramar le empañan la mirada, y la angustia exuda de su cuerpo—. Bess, no puedes confiar en él.

Niego con la cabeza, confundida e incapaz de seguir el hilo de lo que dice.

La primera vez que me advirtió sobre cuidarme las espaldas, había dado por hecho que se trataba de Arael, dado a los sucesos ocurridos luego de que tuvo oportunidad de quedarse a solas conmigo y con Haru.

—¿En quién? ¿En quién no puedo confiar, Daialee? —inquiero, en un susurro tembloroso y aterrorizado.

La estática ruge y reverbera en todo el espacio y ella, presa del pánico, mira hacia todos lados antes de volver a clavar sus ojos en mí.

—Están aquí. Tienes que irte. —La urgencia hace que la voz se le quiebre.

—Pero…

—¡Ahora!

Entonces, despierto.

Durante unos instantes, no soy capaz de reconocer el lugar en el que me encuentro. El corazón me golpea a toda marcha contra las costillas y un extraño dolor punzante me palpita en las sienes. Siento la garganta seca y los ojos me arden, pero eso no impide que eche un vistazo alrededor solo para comprobar que estoy en el mismo lugar en el que he permanecido los últimos días: el área médica del asentamiento.

Haru —quien lleva la frente cubierta de gasas y cinta micropore para cubrir las heridas que sus Estigmas le han dejado— duerme en el catre junto al mío y Mikhail lo hace dos catres más lejos y, ahí, acuclillada junto a él, se encuentra la doctora Harper.

La imagen de ella, cerniéndose sobre él, me descoloca de inmediato y la alarma me invade en un abrir y cerrar de ojos. Ella, al percatarse de que estoy mirándola, con toda la calma del mundo se endereza y me dedica una sonrisa amable.

—¿Te desperté? Traté de no hacer mucho ruido. Lo lamento —dice, con genuino pesar.

—¿Qué hora es? —inquiero, mientras ignoro su disculpa.

—Tarde. Solo quise venir a dar una ronda antes de que Tim empiece su guardia —dice, al tiempo que toma un termómetro que ni siquiera le vi poner en el cuerpo de Mikhail.

—¿Cómo está? —La pregunta suena asustada y angustiada, pero no puedo controlar la forma en la que el miedo se filtra en mi tono cada que cuestiono sobre su estado de salud.

—No tiene fiebre —dice, pero no sé si esa sea una buena señal. Su temperatura ha subido y bajado constantemente los últimos días—. Esperemos que esta vez se mantenga así. Si lo hace, habrá pasado el momento más crítico de la infección.

Un nudo se me instala en la garganta.

—¿Cree que se ponga bien?

Ella suspira.

—No ha muerto. Ha pasado los últimos tres días sobreviviendo a temperaturas que podrían matarlo en cualquier momento —dice, pero no suena optimista—. Está aferrándose a la vida. Esperemos que su lucha sea suficiente.

El desasosiego me llena el pecho de una sensación abrumadora y el nudo en mi garganta se atenaza otro poco al escuchar las palabras de la doctora. De pronto, la impotencia se abre paso hasta aferrarse a mis huesos y llenarme de cuestionamientos y hubieras.

«Si hubiera insistido para que Ash me permitiera quedarme en la habitación cuando le quitaron la primera ala a Mikhail, en estos momentos sabría qué hacer para ayudarle», «Si las brujas estuvieran alrededor, me ayudarían a buscar algo en sus Grimorios para ayudarlo», «Si no hubiéramos salido de Carolina del Norte, nada de esto estaría pasando», «Si no lo hubiera jodido todo al intentar cerrar la grieta de Bailey, aún estaríamos allá, a salvo y lejos de toda esta locura».

Lágrimas de arrepentimiento y culpa se me agolpan en la mirada, pero me obligo a mantenerlas dentro. No puedo darme el lujo de llorar. No cuando todo lo que ha sucedido ha sido una consecuencia de mis actos.

—Hay que ser optimistas, Bess —la doctora dice, en un susurro maternal, y me saca de mis cavilaciones—. Hay que esperar siempre lo mejor, ¿vale?

No respondo. Me limito a mirar fijamente al chico que yace inconsciente a pocos pasos de distancia y, presa de un impulso desesperado, tiro de la —ahora débil— cuerda que nos une.

Espero uno. Dos. Tres segundos… pero nada sucede. La tensión del otro lado de la cuerda se siente tan floja ahora, que me angustia tan solo pensar que ya ni siquiera es capaz de responderme. De percibir que me encuentro justo aquí, del otro lado del hilo que nos mantiene atados el uno al otro, y que muero porque se recupere del todo. Que muero por volver a mirarle a los ojos y decirle de una maldita vez por todas cuán enamorada estoy de él, sin importarme si desea o no escucharlo. Sin importarme si debería o no sentir lo que siento.

De pronto, mi mente vuelve a hace unos días. Regresa a ese hotel de paso a las afueras de aquella pequeña ciudad de Tennessee, en el que me dijo todo lo que sentía por mí. En el que me besó como si fuese la última vez que lo hacía y me dijo que aún me quería. Que aún le importo.

Un par de lágrimas traicioneras se me escapan, pero las limpio con el dorso de mi mano sana. Se siente como si hubiese pasado una eternidad desde entonces. Como si el chico que me sostuvo con fuerza contra su pecho y el que está aquí, moribundo sobre un catre oxidado, fuesen dos criaturas completamente diferentes.

«Son completamente diferentes». Susurra la vocecilla en mi cabeza y sé que tiene razón.

El Mikhail que dejé en ese lugar, no es el mismo que el que está aquí, luchando por su vida. El Mikhail que me sostuvo contra su pecho y me dijo que me quería fue sepultado por él ese mismo día. Fue enterrado debajo de esa coraza que este chico, el que se debate entre la vida y la muerte, se ha puesto encima.

—Bess… —La doctora comienza a hablar, al cabo de unos instantes de silencio, pero el sonido de su voz es cortado de tajo por el de una puerta abriéndose.

Rápidamente, nuestra atención se posa en la entrada de la estancia y la confusión me invade cuando la figura imponente de Hank Saint Clair aparece delante de nosotros.

Él observa a la doctora y luego posa su mirada en mí durante una fracción de segundo, antes de volver su atención hacia la mujer que se encarga de atendernos.

—Lamento la interrupción —dice, en voz baja para no despertar a Haru—. Fui a buscarla a su habitación para informarle que mi padre acaba de llegar y quiere verla, doctora Harper.

La sola mención del comandante me provoca un nudo en el estómago, pero me las arreglo para mantener el gesto tranquilo —tan tranquilo como me es posible, en todo caso.

La mirada de la doctora viaja hacia mí y noto como su expresión se llena de incertidumbre cuando nuestros ojos se encuentran.

Se aclara la garganta.

—Gracias, Hank —dice, en voz baja, pero suena ansiosa, como si no supiera qué otra cosa decir. Estoy segura de que espera que yo le pida que me dejen verlo—. Solo termino aquí y voy a su oficina.

El chico asiente, cordial, pero un brillo curioso tiñe sus facciones. Se ha percatado del cambio en el estado de ánimo de la mujer. De eso no me queda duda.

—¿Está todo en orden? —inquiere, pero suena como si estuviese exigiéndole que le contase qué carajos le pasa por la mente. Como si tuviese la certeza de que Olivia Harper le oculta algo.

La doctora asiente enérgicamente.

—Sí —asegura—. Pasa que le prometí a Bess que haría lo posible para que tu padre… —Se detiene unos instantes, sacude la cabeza, y se corrige a sí misma—: el comandante, venga a hablar con ella.

Los ojos de Hank se clavan en mí y, presa de un impulso extraño y primitivo, me encojo sobre mí misma.

Hay algo en la mirada de este chico que me hace sentir pequeña y diminuta. Hay algo en la forma en la que te observa, como si pudiese desvelar tus más profundos secretos con solo dedicarte esa mirada.

—Ya me he encargado de hablarle respecto a su llegada: tanto la tuya como la de tus amigos, Bess —dice, tranquilo, y la manera en la que pronuncia mi nombre, como si se tratase del de alguien muy importante, me sobrecoge—. Haré lo posible por concederte una audiencia con él, pero no puedo prometerte nada. —Hace un gesto apenas perceptible, pero totalitario y, entonces, añade—: De cualquier modo, no tienes nada de qué preocuparte. La estadía de todos ustedes ya ha sido acordada y decidida por mí. No hay necesidad de que mi padre dé el visto bueno.

Una punzada de irritación me llena el pecho.

—No me lo tomes a mal, Hank —digo, con toda la calma que puedo—, pero por mucha autoridad que tengas en este lugar, no voy a sentirme cómoda hasta haber hablado con la persona a cargo de todo, y ese es el comandante Saint Clair.

Los ojos de Hank se llenan de algo que no puedo reconocer, y se siente como si estuviese siendo evaluada una vez más. Como si, de pronto, el chico hubiese decidido darme una segunda evaluación antes de hacerse un juicio sobre mí.

—De acuerdo, Bess —dice, al cabo de unos segundos de silencio, luego de pensarlo durante unos instantes—. Gestionaré una reunión si así lo deseas. Solo te lo advierto: el comandante no es un hombre sencillo. Tendrás que inventarte una mejor historia que la que nos dijiste a nosotros. Él no lo dejará estar como lo he hecho yo.

Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies en el momento en el que termina de hablar. El peso que tienen sus palabras es tan abrumador, que el corazón me late a toda marcha. El darme cuenta de que Hank Saint Clair ha sabido desde el primer momento que la historia que les conté es una farsa, me envía al borde de mis cabales.

«¿Por qué no dijo nada? ¿Por qué dejó que se quedaran?», grita la voz de mi cabeza, pero no tengo las respuestas a esas preguntas.

Un escalofrío helado me recorre la espina en el instante en el que sus ojos y los míos se encuentran, pero no soy capaz de decir nada. Ni siquiera soy capaz de moverme.

Él, con todo y eso, luce tranquilo y relajado. Tanto que, como si nada de lo que dijo tuviese importancia, me regala un gesto cordial a manera de despedida. Acto seguido, le obsequia uno a la doctora.

Después, gira sobre sus talones y sale de la habitación.

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