Pan

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XXI

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XXI

Aunque repuesto, el pie continuaba haciéndome daño y tan pronto un malestar tenaz como punzadas dolorosas me desvelan durante las noches. Las variaciones atmosféricas influyen mucho en ese dolor, del que me consuela la certidumbre de que no cojearé lo más mínimo. Casi un mes ha pasado, y alguien viene a decirme que el señor Mack está de regreso. A los pocos días de su llegada da fe de vida, mandándome a recoger el bote que me había prestado; esto me causa serio perjuicio, pues estando en tiempo de veda no me cabe el recurso de cazar para alimentarme. Más de una vez me pregunto la causa de retirarme tan bruscamente un objeto con tanta insistencia ofrecido, y la primera vez que veo al doctor le digo en tono mitad de afirmación, mitad de pregunta:

—¿No sabe usted que me han quitado el bote?

—Ha llegado un forastero que sale todos los días al mar en él; parece que se ocupa de no sé qué clase de sondajes.

El forastero era un finlandés conocido a bordo por el señor Mack. Le daban el título de barón y traía consigo una colección de conchas y pequeños moluscos. Su llegada constituyó durante muchos días la comidilla de Sirilund, tanto por las distinciones de que le hacían objeto, cuanto por ocupar en casa del señor Mack el salón y una de las alcobas mejores.

Una de las noches en que me escasearon los víveres se me ocurrió la idea de invitarme a casa de Eduarda, y al llegar vi que tenía puesto su traje nuevo; la falda estrecha hacíala aparecer más alta. Me acogió cortés y fríamente:

—Perdóneme que no me levante —me dijo.

—Mi hija está malucha —añadió el señor Mack—. Un catarro debido a sus imprudencias… Sin duda viene usted a pedirme explicaciones sobre el asunto del bote, ¿no…? Me ha de dispensar y no tome a mal que le ofrezca otro que, aunque despintado y agrietado, puede servirle… Usted comprenderá que había de hacerle los honores al nuevo huésped: un sabio que se ocupa todo el día en investigaciones científicas. No se vaya sin conocerle… Mire su tarjeta con la corona de barón. Es un hombre adorable, y debo a la casualidad la dicha de tenerlo entre nosotros.

—Muy bien, muy bien —le dije mientras observaba que no se me invitaba, como otras veces, a cenar.

Por fortuna debía quedarme algo de pescado salado y no me moriría de hambre… Cuando iba a despedirme entró un hombrecillo cincuentón, de cara alargada y pómulos salientes, con barba negra rala y grandes gafas, tras las cuales chispeaban dos ojuelos minúsculos: era él. Pronto vi que en los botones de los puños tenía, igual que en la tarjeta, la corona de cinco puntas. Me saludó encorvando aún más su cuerpo, de continuo arqueado y pude ver que en sus manos muy finas serpeaban las venas muy azules y brillaban las uñas metálicamente.

—Me alegro mucho de conocerle —me dijo—. ¿Desde cuándo está el señor teniente por aquí?

—Desde hace algunos meses, señor.

Era un hombre agradable en verdad. Para hacerlo lucir, el señor Mack se puso a hablar de oceanografía y el barón nos enumeró sus colecciones descubriéndonos la naturaleza del suelo marino que rodeaba las islas y el puerto; después entró en su habitación para volver al punto y mostrarnos algunas algas recogidas por él en el mar Blanco. Al hablar alzaba el índice con ademán magistral y rectificaba a menudo sobre la escurridiza nariz la posición de sus lentes. El señor Mack lo escuchaba con interés extraordinario, y yo mismo apenas noté que había transcurrido una hora oyéndole… En uno de los vanos de la charla aludió a mi herida, y como me dijese que tenía mucho placer en saber que estaba ya repuesto, no pude menos de preguntarle:

—¿Por quién ha sabido el señor barón mi pequeño accidente?

—Por la señorita Mack, si no me equivoco… ¿No fue usted quién me lo dijo, señorita?

Eduarda enrojeció, y yo, que me había sentido tan desventurado al venir so pretexto de mi escasez de víveres a verla, experimenté un renacimiento de esperanza… ¡Ah, no había estado del todo solo en el mundo durante aquellos días de sombrío dolor en que, con la herida abierta, apenas si creía tener sólo junto a mí la solicitud muda y anhelosa de Esopo! ¡Gracias, Eduarda, por haber pronunciado mi nombre siquiera una vez, aun cuando no pusieras en él la pasión que pongo yo al decir el tuyo, aun cuando fuera sólo para distraer el tedio de tu nuevo huésped…!

Me despedí, y ella permaneció sentada pretextando de nuevo, para no parecer grosera, su indisposición. En vano al estrechar su diestra quise percibir una presión, leve temblor en el contacto: fue indiferente, correcta, cruel. El señor Mack, embebido en la charla, no pudo ver la angustiosa súplica de mis ojos. Por fortuna, estaba resuelto a no dejarme anonadar por la nobleza del barón hablándole a su vez de su abuelo «el Cónsul», pues le oí decir campanudamente:

—No sé si le he dicho ya que Carlos Juan en persona prendió este alfiler en el pecho de mi ilustre abuelo.

Nadie me acompañó hasta la puerta, y al salir eché una mirada furtiva a la sala y sorprendí a Eduarda entreabriendo con sus dos manitas ansiosas los visillos para mirar a la calle. ¡Sin duda quería verme partir! Hice como que no la había visto, aceleré el paso, y tuve la fuerza de voluntad precisa para no volver la cabeza hasta estar en el lindero del bosque. «Detente aquí —me dije entonces a mí mismo—. ¡Es preciso que esto acabe de una vez!».

La cólera me encendía la sangre. ¿Por qué había yo ido a Sirilund? ¿Bastaba la carita agraciada de una muchachuela cualquiera para hacerle perder a un hombre el respeto a sí mismo? Eduarda me había tomado por distracción, una semana apenas, para no hacer después el menor caso de mí. ¿Por qué no supe equiparar mi conducta a la suya? ¡Ah, no, no! Era necesario reaccionar… Llegué a la cabaña, calenté el pescado y me puse a comer; pero el pensamiento podía más que el apetito, y a pesar de la soledad las palabras me afluían a los labios.

—¡Ah, no, no! No voy por una insignificante chiquilla a consumirme de amor, a renunciar al reposo de las noches, a sufrir el vértigo fatigante de los sueños, a respirar esa atmósfera nauseabunda y pesada de los deseos que no se confiesan, mientras que allá arriba esplenden el cielo azul y el bosque entero parece llamarme con su voz poderosa y casta… ¡Ah, no, no…! ¡Arriba, Esopo! ¡Vámonos al bosque!

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