Pan
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Me decidí a alquilar la lancha del herrero y durante ocho días me ocupé exclusivamente de la pesca. Eduarda y el barón se entrevistaban diariamente al volver este de sus excursiones náuticas. Una noche los encontré cerca del molino, otra los vi pasar frente a mi cabaña; temeroso de que fuesen a visitarme cerré con sigilo, sorprendido de que el verlos juntos no me causase el menor desasosiego. Pocos días más tarde nos cruzamos frente a frente en un camino; no quise saludarles primero, y cuando el barón se descubrió a mi paso, me toqué con desganado además la visera de la gorra, y me alejé sin acelerar ni retardar el paso.
Al día siguiente sentí, como tantas otras veces, un desmayo, una desesperanza infinita, y el molino de la imaginación se puso de nuevo a dar vueltas. Todo, hasta la piedra puesta en el recodo del sendero que moría en mi cabaña, adquirió a mis ojos aspecto triste. El calor, las ráfagas caliginosas de aire, la lluvia de que estaban preñadas las nubes bajas y lentas, me mortificaban resucitando el dolor en mi pie recién curado. No obstante el anhelo de quietud, hube de aprovisionarme para poder resistir en los días duros ya cercanos… Dejé amarrado a Esopo, y me fui hasta el acantilado con mis enseres de pesca. Pocas veces había sentido tanta tristeza, tanta opresión.
—¿Cuando llegará el vapor correo? —pregunté a un pescador.
—Dentro de tres semanas. ¿Espera a alguien?
—Alguien, no; algo… Mi uniforme.
Uno de los empleados del señor Mack pasa cerca y me levanto a saludarlo:
—¿Acabaron las partidas de whist en Sirilund?
—No, jugamos a menudo.
Permanecí un instante callado para disimular mi contrariedad, y añadí:
—En estos últimos tiempos no he podido ir.
Monté en mi bote y remé hasta encontrarme en el sitio en que acostumbraba a pescar. La atmósfera tornábase cada vez más densa. Pesqué mucho, y al regreso maté dos pajarracos. Al desembarcar encontré al herrero cargado de herramientas, y movido por idea repentina, le propuse:
—¿Quiere que hagamos el camino juntos?
—No puede ser, porque el señor Mack me espera y tendré trabajo hasta medianoche.
—Entonces, otra vez será.
Lo saludé con un ademán, y cuando se perdió de vista me encaminé hacia su casa. La cara de Eva se iluminó al verme.
—¡Tenía tantos deseos de verte a solas! —le dije.
La sorpresa la hacía parecer casi estúpida, y yo estaba también emocionado. Cogiéndole una mano proseguí:
—No puedes figurarte lo que me gustas y la confianza que me inspira la bondad de tus ojos… Perdóname por haber pensado en otra… Hoy vengo sólo por ti, porque tu presencia serena mi alma. ¿No me oíste anoche llamarte?
—No —respondió atónita.
—Decía…, no sé…; pero a quien llamaba era a ti. Me desperté llamándote, y te aseguro que aunque la boca dijera otro nombre, era contigo con quien soñaba y con quien seguí soñando despierto. ¡No hablemos más de ella! ¡Me gustas tanto, Eva…! Ya quisiera Eduarda tener tu boca, tan roja y menuda, y esos piececitos tan pequeños… Míralos.
Levanté el borde de su falda, y una expresión de alegría inteligente, nueva para mí en ella, alumbró su semblante. Al pronto me pareció que iba a apartarse de mí; mas con brusca decisión me dio un abrazo y me llevó a un banco, donde nos sentamos muy juntos y nos pusimos a hablar en voz baja y precipitada, adoptando cierta intimidad:
—Suponte —le dije— que Eduarda, a pesar de ser señorita, no sabe aún hablar bien y dice disparates como cualquier palurda torpe. ¿Te parece a ti guapa…? A mí, no… Además, su frente tiene algo de… Iba a decir de tenebroso; y por si eso fuera poco, no es muy cuidadosa de sí misma, y hasta lleva sucias las manos con frecuencia.
—Habíamos quedado en no hablar de ella.
—Es verdad, perdona.
Callé un instante, siguiendo el hilo de mi preocupación.
—¿Por qué se te nublan los ojos? —me preguntó Eva.
—No, no; me gusta ser justo… Su frente es realmente bonita, y sólo una vez, sin duda por descuido, la he visto con las manos sucias…
Y proseguí con irritado tono:
—No creas que mi pensamiento te abandona, Eva; pero escucha lo que no te he contado aún; la primera vez que Eduarda vio a Esopo, dijo: «Esopo, si no recuerdo mal fue un sabio frigio». ¿No te parece de una pedantería ridícula? Estoy seguro de que lo había leído aquel mismo día en el diccionario de su padre.
—Puede… ¿Y qué más?
—Dijo también que el maestro de Esopo fue Xantus. ¡Qué risa!
—¡Ah…!
—¡Qué sabiduría tan inoportuna!, ¿verdad…? ¿Por qué no te ríes como yo?
Por obedecerme se echó a reír sin dejar su aire grave, y luego dijo:
—Sí, es muy gracioso; ahora que como no comprendo bien…
Continué en silencio mi meditación, sin casi reparar que la risa se iba trocando en ansiedad sobre su rostro, cada vez más próximo al mío.
—¿Prefieres que no digamos nada y que estemos así muy juntos mirándonos? —me dijo al cabo con los ojos llorosos, mientras su manecita se hundía en mi cabellera con tal dulzura que me libró de mis pensamientos y me hizo abrazarla muy fuerte.
—¡Qué buena eres! Te juro que soy tuyo, que te quiero cada día más y sólo a ti… Si te atreves, te llevaré conmigo cuando me vaya… ¿Verdad que querrás?
Su respuesta es tan suave, le sale de tan hondo, que apenas si distingo el «sí» de un suspiro. Nuestro abrazo entonces se impurifica, se transforma en violencia, en deseo, y entonces se me entrega estremecida, desmayada casi.
Un hora después le doy el beso de despedida, y antes de abrir la puerta entra el señor Mack, que sin poder retener un ¡ah!, de estupor clava sus ojos en la alcoba de donde acabamos de salir.
—¿No esperaba usted encontrarme aquí, verdad? —le digo a modo de saludo.
Eva permanece inmóvil, sonriéndome. De nuevo dueño de sí, el señor Mack me responde con frases lentas y calculadas:
—Se equivoca: he venido precisamente a buscarlo para recordarle que desde el 1 de abril al 15 de agosto está prohibido disparar armas de fuego en tres kilómetros a la redonda, y como hay testigos de que el otro día cazó usted cerca de la Isla…
—Dos pajarracos, sí —le dije para sincerarme.
—Sean lo que fueran, el caso es que faltó a la ley.
—Sin duda; pero le aseguro que inadvertidamente.
—Hay que calcular las consecuencias de lo que se hace.
—En mayo también estaba prohibida y disparé dos veces mi escopeta en el mismo bote en que estaba usted.
—Eso no tiene nada que ver —dice secamente.
—Pues en ese caso, por todos los diablos, déjeme en paz y cumpla su deber, si es que lo sabe.
—Lo sé, esté tranquilo.
Salí sin reparar en que Eva se había puesto su gorro blanco para seguirme y en que el intruso se encaminaba hacia su casa; y mientras andaba fui pensando en que el incidente permitíame a la par comprender la torpeza del padre de Eduarda y liquidar con una mísera multa nuestras cuentas… Gruesas gotas comenzaron a caer; las urracas volaban a ras de tierra huyendo del viento… Cuando entré en mi cabaña me sentí alegre y liberté al intranquilo Esopo, que después de festejarme con varias cabriolas, salió y se puso, inesperadamente, a comer hierba.